El descubrimiento de la presunta fotografía de Cristo en la Sábana Santa coincidió con el recrudecimiento de una vieja polémica entre católicos y anticlericales sobre la legitimidad de la Iglesia. España, Italia, Francia, los países católicos en general, se encontraban escindidos en dos bandos irreconciliables, de un lado la Iglesia y los intelectuales católicos que la apoyaban; en el bando opuesto, los librepensadores partidarios del Estado laico.
La facción clerical, aunque defendía sus posiciones con denuedo, había perdido mucho terreno ante los avances de la ciencia positivista. Según los positivistas sólo es verdadero lo que se ve, lo que se toca, lo que se pesa y lo que se mide. Lo maravilloso. Dios, diablo, ángeles, cielo, infierno, quedaba excluido. La teología, dado que no actúa sobre materia mensurable ni comprobable, se rechazaba como seudociencia. Las incoherencias de la Biblia y la mitología cristiana eran desveladas y ridiculizadas por exegetas laicos. Publicaciones de signo anticlerical propalaban las incongruencias del mensaje cristiano y la falsedad científica de la Biblia. Al propio tiempo, algunos historiadores aireaban los abusos de poder del papado a lo largo de la historia. Los periódicos anticlericales envenenaban a la clase obrera con textos de librepensadores condenados por la Iglesia. Así el de Diderot, que intenta demostrar lo absurdo que es un «Dios que deja matar a Dios para aplacar a Dios»… o el de Weissenborn cuando dice: «Desde que dejó crucificar a mi hermano para hacer las paces conmigo, sé lo que tengo que pensar de mi padre».
Naturalmente, la Iglesia se defendió con ahínco, pero ya no disponía de los medios que tuvo en el pasado (la Inquisición había sido abolida, incluso en España, donde se ejecutó al último hereje, un maestro catalán, en 1826), y aunque el Syllabus Errorum de Pío IX había declarado anatema al que negara las profecías y milagros narrados en las Escrituras, no existían ya los medios de coacción necesarios para defender los dogmas de los ataques de sus detractores. El resultado fue que los librepensadores insistieron tercamente en rechazar los milagros de la Biblia. De nada sirvió que el Concilio Vaticano I declarara que el papa es infalible, dado que está ungido con su carisma sagrado, y, por lo tanto, su voz es la voz del Espíritu Santo. Ni aun así aceptaron los renuentes el magisterio del pontífice.
Corrían malos tiempos para la Iglesia. Cuando el asunto de la Sábana Santa salió a la luz, fue inevitable que se convirtiera en munición dialéctica para los dos bandos enfrentados. Los eclesiásticos defendían la legitimidad de la reliquia; los librepensadores, la acusaban de ser una falsificación más, de las muchas que había perpetrado la Iglesia para embaucar al pueblo ignorante. Sólo cinco años después de la publicación de las fotografías de Pía, el erudito español Modesto Hernández tenía catalogados «más de tres mil artículos aparecidos en revistas y periódicos de toda especie y numerosos folletos» (p. 155).
Los nuevos devotos de la Sábana Santa inventaron una nueva ciencia, la sindonología (aunque esta denominación sólo se divulgó muchos años después).
La palabra proviene del griego sindone, sábana, como se denomina la mortaja de Cristo en los Evangelios. El objeto de la sindonología es el estudio de la Sábana Santa. Un objeto limitadísimo, podría objetarse (pues se cifra únicamente en una pieza de tejido de lino), si se compara con cualquiera de las llamadas ciencias positivas, geología, biología, matemáticas, astronomía… que no tienen más límites que el universo. De hecho, todas estas ciencias se han convertido en auxiliares de la sindonología y la lista se amplía de día en día incluso con las aportaciones más sorprendentes; por ejemplo, «los paleoclimatólogos, los arqueoquímicos, los vulcanólogos [sic]» mencionados por Corsini (p. 127). Y exorcistas, debemos añadir, dado que en algún momento los sindonólogos consideraron la posibilidad de que la Sábana Santa fuera un artefacto fabricado por el diablo para poner en aprietos a la Iglesia: «y si ese origen fuera del genio del mal sería precisamente la Iglesia cristiana el blanco de tal insidia» (Stevenson, p. 211). Afortunadamente, después de cuidadoso examen, se ha descartado la intervención del Maligno.
Lamentablemente, y a pesar del noble empeño de sus practicantes, la sindonología nunca ha superado la categoría de seudociencia, dado que se halla lejos de cumplir las cinco condiciones que el método científico o experimental requiere: delimitación del objeto de estudio; observación escrupulosa de todo lo que se refiere a ese objeto, anotando todos los datos esenciales y eliminando los accesorios; formulación de una hipótesis sobre el objeto, y, finalmente, sometimiento de esta hipótesis a ensayo para probarla o refutarla. Si la hipótesis resulta cierta después de esas pruebas, pasa a constituir una teoría. Por otra parte,
la sindonología carece de un requisito esencial de toda ciencia para evitar que estudiosos bienintencionados presenten como datos científicos meras especulaciones subjetivas: no existe oposición científica, no hay expertos que propongan una teoría alternativa y se esfuercen tanto como los sindonólogos por probar lo contrario. (Hanlon, p. 96).
Ciertamente existen poderosas organizaciones sindonológicas empeñadas en probar que la Sábana Santa es la mortaja de Jesucristo, pero los científicos independientes no se molestan en refutar tan peregrina aseveración, sencillamente no toman en serio a los sindonólogos. Por otra parte cabe preguntarse si los propietarios de la sábana habrían permitido el examen directo de la reliquia por científicos que trabajaran sobre la hipótesis de su falsedad. Hasta hoy, los únicos investigadores verdaderamente independientes que han analizado la sábana han sido los laboratorios del radiocarbono que la fecharon como obra medieval.
La falsedad científica de la sindonología es, por otra parte, explícitamente reconocida por uno de los más prestigiosos sindonólogos españoles, Julio Marvizón, quien no tiene reparo en confesar repetidamente (página 34 y nuevamente en la 68 de su libro) que «los hombres de ciencia que la han estudiado jamás pensaron en subordinar la fe a la razón». Es decir, que, en todo momento, la fe predominó sobre la razón. Esta apreciación es evidente y no podemos dejar de estar de acuerdo con ella, aunque considerando las firmes convicciones sindonolófilas que Marvizón expone en otros pasajes de su obra, nos asalta la duda de si el autor habrá querido decir justamente lo contrario de lo que dice. Redactado de este otro modo: «jamás pensaron subordinar la razón a la fe», parece que su texto se ajustaría mejor al pensamiento del autor. Aunque, por otra parte, si lo dice dos veces, y con las mismas palabras, será porque está plenamente convencido de ello. O quizá sea que el subconsciente lo traiciona. No sé.
En la base de la metodología científica está el rechazo de la cosmología teológica, que es lo que la seudociencia sindonológica quiere probar disfrazándose de método científico (y disimulando su vieja aspiración de derrotar a la ciencia positivista en su propio terreno). Aunque intente disimularlo, la sindonología parte de la hipótesis de que el hombre de la sábana es Cristo y a su demostración aplica el método científico aunque lo haga parcial y defectuosamente. Es cierto también que, para conseguir sus fines, la sindonología escamotea o falsea los datos objetivos que invalidarían su hipótesis, y paralelamente sobrevalora, incluso tergiversándolo, cualquier dato parcial que pueda corroborar su teoría. En este autoengaño, los sindonólogos alcanzan extremos verdaderamente patéticos, incluso omitiendo lo evidente cuando no les conviene.
Los sindonólogos, en su afán por divulgar su mensaje, se esfuerzan en dar la impresión de que la comunidad científica internacional los respalda. La dura realidad es que, a pesar de su interés arqueológico, la Sábana Santa sólo ha concitado la atención de una exigua minoría de estudiosos atraídos, en la inmensa mayoría de los casos, por razones más religiosas que puramente científicas. Estos ciudadanos que han puesto sus conocimientos al servicio de la religión concitan la admiración de la hermandad sindonológica con estudios trufados de tecnicismos y jerga científica incomprensible para el profano. Fácilmente se les podría aplicar la crítica que los sindonólogos aplican a los detractores de la Sábana:
¿Con qué derecho se supone que todos los lectores son […] ignorantes, casi analfabetos y fácilmente obcecados por cuatro formulitas o citas sobre las cuales sólo los expertos pueden decir algo y que el lector comente supone y ni siquiera lee? (Solé, pp. 461-462).
Alguna vez se ha insinuado, con malévola intención (y quizá movidos por la secreta envidia que el agnóstico profesa al creyente), que la excentricidad de estos científicos sindonólogos es producto de la pura vanidad de unas personas necesitadas de estimación social y profesional y anhelantes de que alguien admire sus conocimientos ordinariamente consagrados a oscuras y rutinarias labores. Ya en los mismos inicios de la discutible ciencia sindonológica, su primer adepto español salía al paso de esta acusación poniendo la venda antes de recibir la pedrada: los científicos que confirman la autenticidad de la Sábana Santa trabajan «no por el egoísmo de que el mundo aplauda sus aptitudes científicas, sino por el noble deseo de que resplandezca la verdad» (Hernández, p. 303).
Por otra parte, un científico, como todo hijo de vecino, tiene todo el derecho a ser vanidoso, a ser excéntrico e incluso a estar chiflado. Aparte de que ningún hombre de ciencia es infalible. De hecho solamente el papa es infalible. (Y hasta la presente ningún papa ha ratificado la autenticidad de la Sábana Santa. Pío XII, en una ocasión, la alabó, pero no hablaba ex cátedra. De haberlo hecho, hubiera sido infalible y todo nuestro razonamiento sería baladí; como católicos, ni siquiera lo habríamos considerado). Que una persona sea perita en una determinada ciencia no presupone necesariamente su cordura ni es garantía de su imparcialidad y buen juicio. El científico tiene, como humano, perfecto derecho a equivocarse, incluso a obsesionarse con una hipótesis preconcebida y supeditar a ella sus conocimientos, a ver solamente lo que quiere ver, despreciando lo que no conviene a sus fines.
Ya hemos visto que la sindonología, lejos de ser simplemente el desahogo de un puñado de excéntricos o fanáticos, tiene una justificación filosófica. Su aparición y posterior desarrollo sólo se explica en el contexto de la reacción católica contra las embestidas de la ciencia positivista. Todavía hoy, la vigencia de la seudociencia sindonológica se inscribe en la batalla entre cristianos radicales y agnósticos liberales que soterradamente continúa en todos los países de la cristiandad. Las cuestiones superficiales que estas facciones debaten suelen ser poder político y sistema educativo, pero resulta evidente que, en el fondo, lo que se dilucida es si Cristo era Dios y resucitó o si, por el contrario, sólo era un hombre y todo lo que ha venido después ha sido un tinglado político y económico montado sobre la manipulación de su figura por la Iglesia y los aliados de la Iglesia.
Durante su primer medio siglo de existencia, la sindonología se mantuvo en un nivel discreto, intentando cumplir dos objetivos: confirmar y ampliar los datos suministrados por los Evangelios. La confirmación es forzosamente limitada, pero la ampliación puede extenderse hasta el infinito extrayendo de la Sábana Santa detalles inéditos sobre las circunstancias de la muerte de Jesús. En este sentido, la literatura sindonológica acumulada a lo largo de este siglo justifica sobradamente que los adeptos a la Sábana Santa la denominen también el Quinto Evangelio.
Los sindonólogos, en su noble anhelo por ratificar históricamente la Sábana Santa, han recurrido frecuentemente a los Evangelios. Aquí, una vez más, surge el conflicto entre ciencia y fe. La fe es un estado de gracia que no debe confundirse con la historia, que es una ciencia. Como cristianos estamos obligados a creer que los Evangelios son palabra revelada por Dios, que lo que contienen no sólo es verdad sino la Verdad. Pero como obra histórica, considerados fuera del ámbito de la fe, no son en absoluto fiables; son narraciones de tercera o cuarta mano, muy manipuladas, plagadas de tabulaciones y leyendas, de incoherencias y contradicciones. Es natural que así sea, dado que se escribieron muchos años después de la muerte de Jesucristo, cuando ya el Salvador se había transformado en una leyenda que los adeptos a su secta alimentaban continuamente con nuevas invenciones. Además, los evangelistas falsearon la vida de Jesús a sabiendas en su noble anhelo por dotar al cristianismo y a la figura del fundador con un significado y unos contenidos que nunca tuvo.
A nadie se le oculta que el dogma de la Resurrección puede parecer irracional si se considera científicamente, es decir, a la mera luz de la razón. Que el cadáver de un hombre salvajemente torturado se desintegre mágicamente en la tumba donde está encerrado para luego integrarse y aparecerse a sus amigos y conocidos es difícilmente admisible por una persona en su sano juicio. Apurando las posibilidades, alguien podría objetar que pudo tratarse de una alucinación o un fantasma, pero tal suposición no se sostiene puesto que el aparecido permitió que un incrédulo le introdujera dos dedos en una de sus llagas para demostrar que no había truco (el dedo en cuestión, índice de la mano derecha de santo Tomás, se venera en la basílica romana de Santa Croce). La otra posible explicación, que se tratara de un zombi, es decir, de un muerto viviente, es igualmente inaceptable a la luz de la ciencia moderna. El antropólogo y etnobotánico Wade Davies ha demostrado que los zombis de Haití son, en realidad, sujetos en estado cataléptico, de muerte aparente, que han sido drogados por un brujo o bokor con el llamado polvo zombi o veneno zombi. Esta poderosa droga tiene como ingrediente crítico la tetrodoxina obtenida del pez globo (por cierto también integrante de la devastadora culinaria japonesa del fugu). Efectivamente, una persona zombificada puede parecer muerta y ser reanimada por medio de otra droga tras permanecer sepultada durante unas horas. No obstante, las lesiones cerebrales provocadas por las pócimas lo convierten a veces en un ser obnubilado y sin voluntad que puede pasar por muerto viviente (Davies, p. 125). Es difícil, por no decir imposible, atribuir la Resurrección de Cristo a un caso de zombificación. Ello requeriría explicar por qué conductos un fenómeno específico de la cultura haitiana (y únicamente documentado en aquella sugestiva isla caribeña a partir del siglo XVIII) se ha podido extrapolar en la historia judía del siglo I.
La conclusión es evidente: Jesucristo no fue ni fantasma ni zombi. No existe explicación racional satisfactoria de la Resurrección. Por eso, la Iglesia, obrando con su habitual prudencia, ha elevado todo el asunto a la categoría de misterio, liberándonos del trabajo de intentar comprenderlo. Y ese misterio es, además, un dogma, lo que nos obliga, como cristianos, a aceptarlo. No hay más que hablar. Lo creemos a puño cerrado y punto. Y así entramos a participar en sus efectos salvíficos, que es lo verdaderamente importante.
Algún aficionado a la ciencia ficción podría alegar la posibilidad de invertir el tiempo, teóricamente probada por la teoría de la relatividad, e incluso la conjeturable construcción futura de una de esas máquinas desintegradoras/integradoras capaces de obrar tal maravilla. Nadie sabe si esta fantasía futurista llegará algún día a ser realidad con el adelanto de las ciencias. Lo difícil de admitir por los incrédulos, en el caso que nos ocupa, es que el prodigio ocurriera en tiempos de los romanos y por arte de magia o por la intervención de los habituales entes superiores, pero para eso precisamente está la fe, que mueve montañas. Se aplica la fe y el problema deja de serlo.
Contra los hipercríticos que aseveran, henchidos de orgullo intelectual, que no es posible que un muerto resucite, se puede argumentar que si se trata de un héroe o de un Dios, o hijo de Dios (y por tanto Dios mismo), como sucede en el caso que comentamos, esta Resurrección es perfectamente plausible, y no faltan ejemplos antiguos que lo avalan. Ahí están los casos de Hércules, de Aquiles, de Osiris, de Dionisos, de Atis y de Adonis, todos ellos muertos y resucitados, por citar solamente algunos de los más notorios.
En la etapa paleosindonológica, que situaremos entre 1898 y 1950, unas docenas de estudiosos impulsaron la seudociencia. Lo hicieron de manera individual y en cierto modo heroica, esforzándose en explicar la formación de la imagen de la sábana por medios naturales. Sería a partir del robustecimiento de las cofradías sindonológicas y de la creación de una «internacional sindonológica», fenómeno que ocurre especialmente en los años sesenta, cuando la sindonología (o neosindonología, para distinguirla de la paleosindonología) c obró fuerzas suficientes para atreverse a postular una explicación sobrenatural en la formación de la imagen. Lo que hoy pretenden los sindonólogos es probar científicamente un dogma de fe, el milagro de la Resurrección de Cristo, con ayuda de la Sábana Santa.
El mensaje final de la sindonología es claro: si durante el siglo XIX y lo que va del XX alguien pensó que la ciencia había derrotado a la teología, ahora resulta que la ciencia más avanzada del siglo XX viene a confirmar a la teología. Si los racionalistas hicieron mofa y escarnio de la idea de un muerto que resucita, despreciándolo como la mayor mentira del cristianismo, ahora no tendrán más remedio que rendirse a las pruebas científicas y reconocer que el prodigio ocurrió.
Los estudios sobre la Sábana Santa pueden generar una seria revisión del naturalismo que ha estado hasta hace poco dominando el pensamiento occidental. (Stevenson, p. 201).
Dios reservaba la sábana para animar la fe en una época en la que abundan los dudosos y los indecisos hasta entre los creyentes. (Stevenson, p. 218).
[La Sábana constituye una] fuerte prueba empírica en favor de la creencia en Dios. (Stevenson, p. 218).
La resurrección de Jesús es una amenaza para la visión naturalística del mundo. (Stevenson, p. 210).
Podría ser un poderoso factor en pro de la causa de la evangelización del mundo moderno […] ¿Será tal vez que la sábana ha sido concedida como una señal a los tiempos? Precisamente en una época en que la ciencia ha ido poniendo dificultades a la fe, he aquí que esta misma ciencia parece haber ido ahora tan lejos como para suministrar pruebas de la validez, de ese mismo Evangelio. (Stevenson, p. 19).
Es decir, a partir de este insólito objeto, que prueba científicamente la Resurrección de Jesucristo, la humanidad no tendrá más remedio que aceptar la existencia de Dios y la legitimidad del catolicismo frente a las otras religiones. Una conclusión tan taxativa quizá parezca arriesgada a los tibios y flacos de fe, pero los sindonólogos más relevantes concuerdan en este punto, y Julio Marvizón zanja la cuestión irrevocablemente: «Hasta la ciencia dice que Cristo ha resucitado» (p. 108).
El caso es que estas deducciones teológicas de la neosindonología suscitan suspicacias entre los teólogos titulados que ven sus predios invadidos por bienintencionados pero «superficiales teólogos que aspiran a ayudar a Dios a clarificar un misterio que Él se ha reservado para sí» (Solé, p. 475). Un caso más de intrusismo profesional, tan común en los confusos tiempos que padecemos. Citemos, por vía de ejemplo, un caso concreto. El padre Solé, S. J., arrastrado por su pasión sindonológica, incurre en pequeños deslices doctrinales que, aunque no restan bondad a su conclusivo libro, sí pudieran introducir la semilla de la duda en la grey cristiana, especialmente en lectores escrupulosos y poco trabajados teológicamente: así, cuando glosa las palabras de Jesús: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen», y se pregunta retóricamente: «¿No lo sabían aquellos fariseos y aquellos escribas?» (Solé, p. 331), tal inquisición no parece pertinente. Si Dios mismo. Cristo, que es omnisciente, que lo sabe todo, le acaba de aseverar que aquellos sayones no saben lo que hacen, ¿quién es el padre Solé, S. J., para enmendarle la plana al Creador poniendo en duda si lo sabían o no lo sabían? ¿Acaso insinúa el piadoso sacerdote que Dios sufrió un lapsus momentáneo dado lo delicado de su situación? Conforta encontrar dos páginas adelante (p. 333) la confirmación de que el padre Solé, S. J., sigue convencido de la omnipotencia divina («era el Padre quien en cierta manera dirigía los acontecimientos»), Ahora bien, esa locución «en cierta manera» vuelve a suscitar razonables dudas que conturban el ánimo del creyente escrupuloso. Hay que determinar claramente si Dios dirigía los acontecimientos o no los dirigía. Su voluntad sobre el asunto debía ser clara. Si Dios, en su omnipotencia, dirige TODOS los acontecimientos, ¿cómo puede el buen jesuita dudar de ello? Lo que nos trae a la memoria el caso de aquel pobre cura de misa y olla, párroco en cierto pueblo serrano, que comenzaba las homilías dominicales diciendo: «Como decía Jesucristo, y en cierto modo tenía razón…».
No quisiéramos apartarnos del lema. Solamente pretendíamos manifestar nuestro completo acuerdo con los doctores de la Iglesia, cuyo sentir es que la sindonología no debe arrogarse facultades teológicas. Limítense los sindonólogos a confirmar el Evangelio a un nivel puramente descriptivo, esto es, a la ratificación y glosa de los variados tormentos padecidos por Cristo en la cruz; déseles, si menester fuera, una opción a convalidar sus estudios con otros de rango superior, como variedad de medicina forense (¿arqueoforense quizá?), pero no se metan en camisas de once varas, en los peligrosos médanos de la sagrada teología. Continúe cada cual en su parcela, sindonólogos en la suya, teólogos en la que les es propia, y Dios en la de todos. Uno se pregunta, a la vista de tantos devotos sindonólogos a los que la creencia en la resurrección de un difunto les podría parecer, en el fondo, irracional, si se aferran a los postulados de la sindonología para apuntalar su fe agrietada por los embates del racionalismo moderno. Porque, como dijo san Pablo, «si Cristo no ha resucitado, vuestra fe está vacía […] Si lo que esperamos en Cristo fuera sólo para esta vida, seríamos los hombres más dignos de compasión» (1 Cor. 15, 17-19).
El empeño de los neosindonólogos resulta doblemente enternecedor porque manifiesta que se trata de buenas gentes empeñadas en salvar a la humanidad devolviéndola al camino recto con insistencia evangélica. No tiene mucho sentido objetar que la seudociencia sindonológica no puede contribuir a tan alto empeño debido a que manipula técnicas científicas para probar una manifiesta falsedad. Esto sería si se tratara de una ciencia positiva con los métodos y objetivos que le son propios. Pero si interviene la fe, la sindonología, como «seudociencia», cobra toda su coherencia.
Finalmente hay que consignar que, en esta diatriba en favor o en contra de la autenticidad de la sábana, los sindonólogos se las han arreglado para jugar con ventaja. Ellos no exponen nada: si la Sábana Santa es verdadera, demuestra de una tacada que Cristo resucitó y que la religión católica es la buena; si, por el contrario, es falsa, solamente la reliquia, no la Iglesia, se desacredita. Ya en 1903, Modesto Hernández, pionero de la sindonología en España, lo declaraba francamente:
Pero si —lo que no es creíble— un día u otro se demostrara palmariamente su falsedad, no por ello habría derecho a condenar la credulidad de las piadosas generaciones que la amaron y veneraron […] ni menos sufriría menoscabo alguno la religión católica; ni tampoco redundaría en desprestigio de su Santa Iglesia, única y verdadera expresión fidelísima de la misión divina de Jesucristo Redentor. (Hernández, p. 308).
Por lo tanto, la Iglesia y sus jerarquías debían quedar al margen del asunto, incólumes. Así se han mantenido, con sabia prudencia, dejando hacer a los sindonólogos a título particular; y cuando el análisis del carbono demostró que la sábana sólo databa del siglo XIV, la Iglesia, a través de su legítimo representante en el asunto, el cardenal de Turín, fue la primera en acatar los resultados y admitir que en adelante consideraría la reliquia solamente por su valor iconográfico.