Capítulo 4

El maravilloso descubrimiento de Secondo Pia

La más famosa de las presuntas reliquias de Cristo, la Sábana Santa de Turín, es una pieza de lino de 432 cm por 110 cm en la que se distinguen una figura frontal y otra dorsal de un hombre desnudo a tamaño natural. El tejido se conserva aceptablemente bien, aunque presenta algunos agujeros de quemaduras convenientemente remendados.

Durante cinco siglos, el Santo Sudario de Turín no fue más venerado que la docena y media de sudarios, paños de Verónica, mortajas y otras presuntas reliquias de la Pasión del Señor dispersas por diversos santuarios de la cristiandad. Quizá una de las razones de esta inadvertencia estribe en que se ostensionaba, es decir, se mostraba, muy de tarde en tarde: en el siglo XIX, por ejemplo, sólo se celebraron cinco ostensiones. Pero en 1898 la reliquia se hizo, de pronto, famosa.

Aquel año, el Estado italiano organizó en Turín, rumorosa orilla del Po, una magna exposición nacional conmemorativa del cincuentenario del reino de Italia. Iba a ser una fiesta de exaltación del Estado laico acrecentado por la derrota de la Iglesia como poder temporal y a costa de los territorios arrebatados al Estado vaticano en 1871. La Iglesia organizó una magna contraexposición sin escatimar medios. Todavía respiraba por la herida y se había propuesto eclipsar la celebración del Estado italiano. Nada más humano.

La exposición de la Iglesia, denominada «de Arte Sagrado, Misiones y Obras Católicas», ocupaba diez mil metros cuadrados en torno a una espléndida rotonda central. La principal atracción, un diorama de la Pasión de Cristo, costó más de 140 000 pesetas de las de entonces, una verdadera fortuna.

En una exposición religiosa organizada en Turín no podía faltar la Sábana Santa. La ostensión de la reliquia se había anunciado para el 11 de mayo, pero, debido a la delicada situación política por la que atravesaba Italia (motines revolucionarios en Roma y Milán, atentados anarquistas a la orden del día), los organizadores del piadoso evento optaron, prudentemente, por aplazar la ostensión hasta que los ánimos se hubieran calmado. Finalmente, restablecido el orden por la fuerza pública, pudo ostentarse la reliquia el 25 de mayo. A las nueve de la mañana de aquel venturoso y florido día, los visitantes deseosos de contemplar la reliquia fueron pasando por taquilla y, provistos del correspondiente pase, formaron largas colas frente a la catedral. Los predicadores iban advirtiendo que el señor arzobispo había decretado excomunión «ipso facto de quien osara sacar un hilo de la preciosa tela, o tocarla o besarla sin el permiso correspondiente» (Hernández, p. 25). Una precaución quizá excesiva si tenemos en cuenta que la sábana se exhibía a considerable distancia de los visitantes, sobre el altar mayor y protegida por un cristal enmarcado que sostenían, en posición vertical, dos ángeles orantes. Queremos decir esculturas de ángeles, naturalmente. Aparte de que, a uno y otro lado, montaban guardia unos cuantos pollancones piamonteses procedentes del seminario.

El éxito de público fue tal que el primer día se vendieron más de setenta mil entradas. Este logro animó al arzobispo a establecer turnos nocturnos, uno de nueve a doce de la noche y otro de doce a tres de la madrugada. A intervalos convenientes se celebraba la santa misa y se daba de comulgar a los presentes. En los ocho días que duró la ostensión pasó por taquilla más de un millón de personas, que quedaron muy edificadas y espiritualmente confortadas.

La Sábana Santa. A la izquierda, tal como aparece, en negativo. A la derecha, en fotografía positivada.

La última vez que se había ostensionado (ostentado u ostendido) la reliquia había sido treinta años atrás, en 1868. Como era previsible que transcurrieran otros tantos años antes de la siguiente ostensión, la comisión organizadora del evento solicitó permiso para fotografiar la reliquia a su legítimo propietario, el rey Humberto. De este modo, la fotografía se podría reproducir en estampitas que los devotos sin duda se apresurarían a adquirir. El rey, que era hombre chapado a la antigua, se resistió al principio alegando que la «preciosa tela se podría convertir en objeto de especulación» (Hernández, p. 29). No obstante, al final, dio su brazo a torcer y consintió en que se fotografiara la sábana.

Secondo Pia, un fotógrafo aficionado pero de moral intachable y persona de toda confianza, montó su cámara frente a la sábana ostendida. Una cámara que Julio Marvizón, especialista en la Sábana Santa, compara, con elegante gracejo, a «un cajón de higos, si se me permite lo coloquial del término» (Marvizón, p. 30). El artilugio se venera actualmente en el Museo Sindonológico de Turín. Es una de sus piezas fundamentales.

Secondo Pia, después de vencidas ciertas dificultades técnicas, tomó unas placas de la Sábana Santa.

Y fue al revelarlas cuando se manifestó el prodigio.

¿Qué aparecía en las placas de Secondo Pia?

La imagen de la sábana resultó ser un negativo fotográfico que, al trasladarse al negativo de Pia (que en realidad actuó como un positivo) mostraba los detalles que el negativo original vedaba al ojo humano.

¡Lo que la Sábana Santa ocultaba era una fotografía de Jesucristo!

A finales del siglo XIX era la fotografía un invento relativamente reciente, una magia que todavía maravillaba a muchos. El fortuito descubrimiento de Secondo Pia demostraba que existían fotografías de Cristo que revelaban, con toda precisión de detalles, no sólo sus divinas facciones sino las señales que la tortura dejó en su cuerpo crucificado. La noticia, divulgada por la prensa de todo el mundo, causó sensación. En su crónica del 14 de junio de 1898 el corresponsal de L’Osservatore Romano escribía:

La nueva de este hecho se ha difundido al punto, empegando inmediatamente una nueva peregrinación a la casa del hábil y dichoso artista […] hemos visto los rasgos del Redentor, y hemos sido los primeros en volver a verlos después de diecinueve siglos, cuando nadie se hubiera atrevido a concebir tan cara esperanza.

Durante unos días, las fotos de Cristo dieron tema de conversación en mentideros, mercados, casinos y barberías, pero también en sacristías y sínodos episcopales. Los creyentes, y la Iglesia en general, defendieron la autenticidad del sudario; pero los agnósticos y ateos, especialmente los más radicales (eran los tiempos dorados del anarquismo y la insurgencia), se mofaron del prodigio despreciándolo, sin más, como otra superstición de la Iglesia. A la postre, la controversia sirvió para que aumentara la popularidad de la reliquia.

En aquellas circunstancias, la jerarquía eclesiástica estimó adecuado enriquecer su muestra con la prodigiosa fotografía de Cristo que le deparaba la providencia. Con este propósito habilitó una sala para la exhibición (que no ostensión, dado que no se trataba del original) de la fotografía maravillosa. El instinto escenográfico y el dominio de los efectos especiales que la Iglesia ha adquirido después de tantos siglos de retablos y funciones religiosas, coadyuvaron para que el montaje de la fotografía de Secondo Pia resultara un gran acierto. La placa se dispuso en el centro de una espaciosa sala cuyos límites difuminaba un fondo neutro de tapicerías colgantes. En el corazón mismo de la misteriosa penumbra, una tenue luz casi sobrenatural surgía de la parte posterior de la foto enmarcada.

El último día de la ostensión de la Sábana Santa, Turín protagonizó una manifestación de fe sin precedentes:

El pueblo abarrotaba las plazas y calles adyacentes a la catedral […] la muchedumbre de fieles inundó en pocos minutos el sagrado recinto, mientras continuaban en la plaza las cofradías y las asociaciones pías, los niños de los asilos y de los varios institutos religiosos con sus emblemas y estandartes.

Detalle de la fotografía positivada.

Todo ello

a los acordes de la marcha real, del volteo de campanas y de cincuenta cañonazos que anunciaban la clausura de la fiesta religiosa. (Hernández, pp. 37-38).

Antes de devolver la Sábana Santa a su estuche, las piadosas manos de sus custodios sustituyeron por un forro nuevo de seda roja el antiguo que ya tenía treinta años (le había sido añadido cuando la ostensión de 1868). Del antiguo hicieron diversas reliquias que distribuyeron entre personas ilustres e instituciones pías.

Luego, la Sábana Santa fue restituida a la solemne quietud de su santuario.

Pero ya nada sería como antes.

El misterio de la sagrada reliquia se había redoblado. Desde el descubrimiento de la fotografía de Cristo, el número de peregrinos había aumentado. No era posible ya contemplar la reliquia. Quizá no volviera a ostenderse (¿u ostentarse, quizá?) para aquella generación, pero a la fe de los devotos visitantes les bastaba con saber que en aquel estuche plateado se contenía el portento. La sabia arquitectura de la capilla-santuario, obra de Guarini, contribuía poderosamente a reforzar la espiritualidad del lugar. La Iglesia, admirable en tantos aspectos, nos sorprende, una vez más, con su innata habilidad para provocar emociones místicas mediante efectos especiales. Escuchemos la voz autorizada de la señora Siliato:

Para llegar a la escalinata que sube a la misteriosa capilla de la Sábana hay que atravesar primero las naves de la catedral. Es, pues, necesario sumergirse antes, como preparación, en un ambiente ya de por sí sagrado, desde el que se hace más fácil acceder al sanctasanctórum, que está como escondido detrás del propio templo.

Al fondo, a uno y otro lado del altar mayor, se abren las dos altísimas puertas desde las que arrancan dos escaleras paralelas de mármol oscuro con una curva sinuosa, hacia una altura que, a primera vista, no puede apreciarse.

El muro del fondo del templo se cierra […] con vidrieras, detrás de las cuales se intuye, más que verse, el objeto preciosísimo. Las vidrieras están a tal altura que desde allí debería derramarse durante el día la luz del sol sobre el templo; sin embargo, se difumina una luz lejana y mística que ilumina el objeto, que está allí, detrás, a una altura desproporcionada y sorprendente, como una medieval aparición del Santo Grial.

Jamás en la historia se supieron aliar de tal manera la grandiosa voluntad de unos protectores y la intensidad de inspiración de un arquitecto, como lo hicieron los Saboya y el barroco Guarini, para expresar la trascendente exclusividad de un objeto y para modelar, de manera verdaderamente única, el espacio que debía acogerlo […].

Lo que el artista quiso expresar es ciertamente esto: una santidad incomparable, una separación de lo terreno, un dramático y fulgurante privilegio, una especie de estigma [sic] arquitectónico.

El lugar, sin un solo ángulo recto —a no ser la línea cuadrada de aquella caja, parecida a un ataúd—, logra transmitir la barroca vibración mística que el arquitecto había imaginado. Y el extrañamiento de la sensación espacio-tiempo es tan total que, al bajar la escalera para salir, muchos han experimentado —hasta el último de los peldaños— una sensación de vértigo difícilmente controlable. (Siliato, pp. 117-119).