Algunos pueblos de la Europa medieval, en especial aquellos que sólo habían sido superficialmente cristianizados, estaban convencidos de la existencia de calderos, copas o bandejas mágicos que suministraban alimentos a sus poseedores. Se comprende que el mito fuera especialmente apreciado por las famélicas tribus célticas y otros pueblos desfavorecidos que irrumpen en la historia europea lampando por un mendrugo.
En el siglo XII, estos objetos mágicos acabaron confundiéndose con el cáliz de la misa donde los misioneros cristianos obraban el prodigio de convertir pan y vino en carne y sangre. De este sincretismo surgieron los mitos del Santo Grial, el vaso, copa o escudilla que Jesucristo usó durante la Última Cena.
El mito del Grial, enriquecido con las aportaciones de poetas y fabuladores, ha mantenido íntegra su antigua fascinación incluso en el mundo moderno, tan tibio en la fe, a través del cine y de la literatura.
Según la leyenda medieval, uno de los discípulos de Jesús, José de Arimatea, tuvo la intuición de que la cena pascual de aquel año no iba a ser como las otras y guardó para la posteridad el vaso que había usado el Maestro. En efecto, aquella fue la famosa Última Cena o Santa Cena. Una piadosa variante de aquella tradición asegura que cuando el cuerpo de Jesús desapareció de su sepulcro, José de Arimatea fue acusado de haber robado el cadáver para fingir su resurrección. Estando el buen hombre en la cárcel, Jesús se le apareció para entregarle el milagroso cáliz. Estas tradiciones fueron enriqueciéndose con nuevos detalles: José de Arimatea, presente en el drama del Gólgota, convirtió en realidad la cruenta metáfora pascual y usó el vaso griálico para recoger la sangre que chorreaba del costado abierto de Jesús.
En las postrimerías del siglo XII, distintos santuarios de la cristiandad comenzaron a exhibir supuestos cálices de la Última Cena. Pero la singularidad del objeto planteaba problemas de autenticidad. Que varios santuarios se jactaran de poseer una muela de santa Apolonia (en España se contaron más de trescientas, algunas de ellas asnales) o de un frasco de leche de la Virgen no resultaba sospechoso, puesto que santa Apolonia debió de estar dotada de treinta y seis piezas dentarias y la Virgen pudo distribuir en varias redomas el preciado líquido extraído de su seno. Incluso que existieran varias Santas Faces o varias Sábanas Santas se explicaba aludiendo a los dobleces del velo o a la especial configuración de la mortaja que había permitido que la imagen de Jesús se plasmara en tantos textiles. Por contra, que varios santuarios se ufanaran de poseer el cáliz de la Santa Cena, una pieza necesariamente única, daba pábulo a muy fundadas sospechas. La existencia de más de un cáliz ponía en entredicho la legitimidad de todos ellos y los desautorizaba por igual. Los asesores de imagen de estos presuntos griales lo entendieron así y cada cual se aplicó a fabricar la historia verídica que probara la autenticidad del suyo. De este modo dieron a la estampa tratados abrumadoramente eruditos cuyo objeto era disipar las posibles dudas del crédulo devoto.
Casi todas las historias coincidían en señalar a José de Arimatea como primer poseedor del sagrado vaso, pero a partir de él las versiones de la leyenda diferían. Para algunos, la emperatriz Elena encontró el cáliz en su viaje a Tierra Santa y lo llevó consigo a su regreso a Constantinopla; según otros, el cáliz figuraba entre las reliquias que el rey persa Cosroes II tomó de la iglesia del Santo Sepulcro cuando saqueó Jerusalén. Como el resto de las reliquias robadas, el cáliz fue recuperado y devuelto a Jerusalén por el emperador bizantino Heraclio. No obstante, cuando la invasión islámica amenazaba Jerusalén, el patriarca de la ciudad envió a Constantinopla diversas reliquias de Jesús, entre ellas el cáliz. Otros creen que el cáliz permaneció en Jerusalén y que no es otro que el sacro catino, que los cruzados dejaron en la catedral de Génova, donde aún se venera.
Nuevamente Génova. Siempre la persistente e inevitable Génova.
Nada más lejos de nuestra intención que alentar estériles polémicas de campanario entre miembros de la Comunidad Europea que debieran caminar hacia el futuro hombro con hombro y hermanados por un mismo ideal, pero, llegados a este punto, no pasaremos adelante sin manifestar nuestra más enérgica protesta por la excesiva cantidad de títulos que abusivamente está acumulando la ciudad adriática en detrimento de otras ciudades europeas y, muy especialmente, de algunas españolas. Por una parte se ufana de ser patria de Cristóbal Colón, cuyo origen genovés es unánimemente aceptado (y nadie se acuerda ya de las candidaturas españolas a patria del ilustre descubridor: Mahón, Albacete, Pontevedra, Barcelona, Mallorca, Galicia…). Por otra parte, el velo de la Verónica genovesa, la Santa Faz de la iglesia de San Bartolomé de los Armenios, que en la bibliografía internacional ningunea a las candidatas españolas (jiennense y alicantina). Y, por si esto fuera poco, finalmente, para remate, el cáliz de Cristo, el Santo Grial o sacro catino, en defensa de cuya legitimidad los genoveses pregonan de falso al valenciano. Esos ligures son insaciables. Se lo quedan todo. No en balde los tiene Dante por uomini diversi y Maquiavelo los tilda de inonorati vivevano.
Los griales antiguos fueron muchos y de muy diversas formas: el vaso de los cultos de Dionisos; el Kernos de los misterios de Eleusis; la piedra esférica de Saturno en el sagrado monte Helicón; la Kaaba de La Meca; la piedra del destino de los judíos, la que sirvió de cabecera a Jacob cuando el sueño de la escalera celeste y muchas otras.
Volviendo a la piedra cabecera de Jacob, no estará mal que la sigamos por los médanos del mito para que se vea cuánto pueden dar de sí estas fantasías religiosas. En el siglo XVIII los eruditos documentaban una larga historia para la piedra de Jacob. Según esta, los israelitas, teniéndola por objeto sagrado, la conservaron durante el exilio egipcio, pero a la hora de la liberación la dejaron atrás o la extraviaron cuando atravesaron el mar Rojo con los carros del faraón en los talones. Recogida por egipcios, sucesivos avatares y emigraciones, cuyo relato eludimos por excusar prolijidad, la llevaron primero a Galicia, luego a Irlanda y finalmente a Escocia. En Escocia, durante un tiempo, sirvió para coronar a los reyes, era la piedra parlante celta que decía si el candidato a la corona merecía reinar o no. Cuando los ingleses conquistaron Escocia se llevaron la piedra del destino a la abadía de Westminster, donde todavía está, bajo el trono de la coronación. De este modo los reyes que se sientan en el destartalado mueble lo hacen al propio tiempo en la piedra y quedan consagrados a la vez como monarcas de Escocia y de Inglaterra. Ahora bien, la piedra parlante desde que la secuestraron los de Londres, no ha vuelto a decir ni pío. Da la impresión de que se ha desentendido del destino de la monarquía británica.
El Grial puede ser también una esmeralda gigantesca que adornaba la frente de Lucifer antes de su caída (Lucifer significa «que lleva la luz»). Diversos escritores místicos y otros ocultistas, sin olvidar a los simbolistas, opinan que el Grial de la esmeralda luciferina representa el tercer ojo de la tradición oriental, el que concentra la sabiduría, el conocimiento iniciático y la perfección.
Aquella esmeralda desprendida de la frente de Lucifer, prosigue la leyenda, fue tallada en forma de copa y confiada a nuestro padre Adán en el Paraíso. Mientras les duró 152 la inocencia, el Grial otorgó a Adán y Eva poder sobre el Tiempo, de manera que vivieron un prolongado presente. Pero cuando probaron el fruto prohibido y fueron expulsados del paraíso conocieron la enfermedad, la vejez y la muerte. En las entretelas del mito late, ya lo estamos viendo, la pérdida de la inocencia. ¿Será la inocencia el paraíso?, se pregunta el filósofo. Porque, en efecto, el hombre es el animal que sabe que ha de morir y este conocimiento terrible le impide disfrutar animalmente de la vida.
En sus inicios, el mito griálico era bastante coherente hasta donde la coherencia puede ser exigible en un mito. Pero luego ha tenido continuaciones que no han brillado a la altura de la primera parte. El Grial pasó después a Set, el hijo de Adán y Eva, y durante el diluvio (?) lo obtuvieron los druidas celtas, quienes, inspirados por Dios mismo, lo enviaron a Jerusalén, junto con la Lanza del dios Lug. La Lanza sería la de Longinos y el Grial la copa con que José de Arimatea recoge la sangre de Cristo. Posteriormente, el Grial sería también el talismán de los templarios. Imaginación desbordada, aliento poético, paparruchas.
Las visiones de la monja Ana Catalina Emmerick, tan esclarecedoras en otras ocasiones, no han despejado ninguna de las incógnitas del Grial. No obstante, ha dejado escrito que después del sacrificio de Melquisedec, el Cáliz, se quedó en casa de Abraham. Fue también a Egipto y Moisés lo tuvo en su poder. Estaba hecho de un modo singular, muy compacto, y no parecía trabajado como los metales. Nunca pudieron fundirlo porque estaba fabricado de una materia maravillosa. Estuvo oculto mucho tiempo en el Templo de Jerusalén. Sólo Jesús sabía lo que era… (Cit. por Ríos, p. 24).