Capítulo 38

La corona de espinas y otros tormentos

En los siglos V y VI una supuesta corona de espinas se adoraba en la iglesia de Sión, en Jerusalén. En 1204, otra corona, ¿o era la misma?, figuraba en la colección imperial de Constantinopla. Sería desolador que fuera la que se conserva en la parisina catedral de Notre Dame, porque esta no es más que un pelado aro de juncos que nunca contuvo espina alguna. Sin embargo, algunos autores la identifican con la reliquia que llegó a Constantinopla en el siglo IV y formó parte de la colección imperial hasta el XIII, cuando el emperador Balduino IV la empeñó a los venecianos y luego, incapaz de rescatarla, la vendió a su tío San Luis de Francia por doscientas mil libras de oro. El rey santo levantó para ella la Sainte Chapelle. Los revolucionarios confiscaron la reliquia y se perdió su pista durante unos años, pero finalmente fue restituida a la catedral (¿la misma o su réplica?) en 1808.

La reliquia francesa concuerda con la corona que la iconografía tradicional presenta en las imágenes de Pasión: un simple aro, a imitación de las coronas medievales. Es «la clásica corona de espinas que colocamos a nuestros Cristos procesionales, y que a los cofrades hasta nos parece bonita», como apostilla el sindonólogo y cofrade Marvizón (p. 42). No sabemos si la corona que impusieron a Cristo era de estas o del tipo que san Vicente de Lerins describió en el siglo V: «La corona tenía forma de gorra (pileus), de manera que cubría y tocaba la cabeza por todas partes» (Solé, p. 314). Desde el doctor Barbet, muchos sindonólogos creen advertir en la figura de la Sábana Santa una especie de casquete que cubría además de frente y temporales la parte superior de la cabeza y la nuca, y apadrinan este tipo de corona mucho más dolorosa que la otra. Marvizón nos describe los «innumerables regueros de sangre» que se observan en la nuca del hombre de la sábana y en el rostro donde, aunque advierte «no pretendo ser cruento», asevera que «presenta mucho [sic] menos cantidad de sangre de la que debería de tener» (p. 42).

Para Barbet, la corona fue fabricada con las ramas de un azufaifo, especie de arbusto espinoso llamado Ziziphus vulgaris, xiphus o spina Christi (espina de Cristo). De distinta opinión es el también sindonólogo doctor W. Hynek, que se inclina por el albar oriental o espina egipcia (Acanthus orientalis), cuyas puntas son más largas y agudas.

Los sindonólogos han contado hasta «treinta y dos heridas de perforación» en la cabeza del hombre de la sábana (Loring, p. 121). Hay que suponer que muchas de las espinas no llegaron a afectar el cuero cabelludo por estar dirigidas hacia afuera. Ello explicaría la existencia de más de ochocientas espinas en distintos relicarios de la cristiandad (Herrmann, p. 167). Las más veneradas espinas están en Roma, Pisa, París, Tréveris. En España hay un buen puñado de ellas repartidas en distintos santuarios públicos y privados: el Escorial (once espinas), las catedrales de Toledo, Palma de Mallorca, Valencia, Jaén y Oviedo; el palacio Real, el monasterio de Montserrat (dos); la iglesia de Sampedro (Barcelona, dos). En Sevilla solamente había seis espinas, pero las mayores. Por el contrario, en la Santa Capilla de Jaén había una que desapareció en 1937, aunque nos queda el consuelo de conservar el relicario que la contenía.

Otros trebejos mencionados en los Evangelios estimularon a los fabricantes de reliquias surgidos a partir del siglo III. En la colección imperial de Constantinopla, cuyo inventario hizo Nicolás en 1201, figuraba el flagelo con el que azotaron a Cristo. La esponja con la que le dieron a beber posea se custodia dentro de un artístico relicario en la basílica de San Juan de Letrán. Una esponja figuraba también entre las reliquias que el persa Cosroes II sustrajo en Jerusalén.

Nada diremos de las reliquias más menudas, indirectamente relacionadas con la Pasión, nada del trozo de la mesa de la Santa Cena engastado en otra mesa mayor que se venera en un palacio sevillano; nada del mantel de la Santa Cena que se custodia en la catedral de Coria (además del Santo Pañal); nada del trozo de la puerta por la que Jesús entró en Jerusalén, que se adora en Sangüesa (Navarra).