Capítulo 36

Por los clavos de Cristo

Cuando se descubrió la cruz de Cristo, con la excitación del hallazgo, nadie se preocupó de escarbar en busca de los tres clavos. Fue años después, cuando la anciana emperatriz Elena los echó en falta y expresó su deseo de que se indagara en el lugar de la crucifixión a ver si aparecían. Allá se dirigió Ciríaco, aquel ex judío que luego se convirtió al cristianismo y acabó promocionado al rango de obispo (¿lo recuerdan?), y nada más llegar, vio tres objetos brillantes que refulgían sobre la tierra: eran los clavos de Cristo que habían brotado de las profundidades, milagrosamente.

La piadosa tradición y la iconografía cristiana de un milenio determinan que a Cristo lo crucificaron con tres clavos, pero ahora, con esta moda revisionista que lo trastoca todo, se vuelve a discutir si los clavos fueron dos, si fueron tres, si fueron cuatro o si no fue ninguno; si a Cristo le clavaron las manos y los pies (lo más probable) o le ataron las manos y le clavaron solamente los pies o no lo clavaron en absoluto, sino que tan sólo lo ataron. Son los desorientadores frutos de este sarampión de hipercriticismo histórico que ha sucedido a diecinueve siglos de crédula piedad, que ahora basta que el Evangelio diga una cosa para que se ponga en cuarentena.

Regresaba santa Elena a Italia con su preciosa carga de reliquias cuando permitió la providencia que, al cruzar el Adriático, se desencadenara una terrible tempestad que amenazaba con hacer zozobrar el navío. Santa Elena, con admirable entereza, arrojó al encrespado piélago uno de los Santos Clavos e inmediatamente se hizo la calma. Cuando llegó a Roma hizo fundir los dos Santos Clavos restantes y con el hierro obtenido le fabricaron un freno de caballo y un refuerzo para el yelmo de Constantino, según quedó dicho anteriormente.

Existe desacuerdo entre diversos autores sobre el número de clavos de la cruz certificados de reliquias que circulan por esos mundos. Herrmann ha echado la cuenta, con rigor germánico, y le salen veintisiete (p. 167), pero puede que haya bastantes más dado que hasta tiempos relativamente recientes en la basílica de Santa Croce se vendían réplicas del Santo Clavo venerado en aquella iglesia.

La tradición occidental sostiene que santa Elena destruyó los clavos. Sin embargo desde tiempo inmemorial ha existido uno en la basílica romana de Santa Croce. Es de cabeza redonda y sección cuadrada y según unos mide 11,5 cm de longitud y 1 de lado, y según otros mide 125 mm de largo y 9 mm de lado. Le falta la punta. Algunos sindonólogos tienden a darlo por bueno dado que se parece algo al del crucificado de Givat Hamivtar (Siliato, p. 208).

Los emperadores de Constantinopla, como vivían de espaldas a Occidente, tenían dos Santos Clavos en su capilla de Faros. Los cruzados pudieron verlos en 1204.

En la catedral de Milán hay otro Santo Clavo; en la capilla del palacio Real de Madrid, hay otro; y ya vimos páginas arriba que atado a la Santa Lanza de Viena hay un tercero.