Capítulo 35

La Santa Lanza

Una antigua tradición (pero no lo suficientemente antigua para contener un adarme de verdad) pretende que José de Arimatea, un devoto seguidor de Jesús, guardó para la posteridad las reliquias de la Pasión, entre ellas la Lanza que atravesó el divino costado. A cualquiera se le alcanza la inverosimilitud de que un oficial de la tropa ocupante entregue su arma reglamentaria a un civil sospechoso de pertenecer a la resistencia. Para soslayar esta dificultad, se urdió la piadosa historia de la conversión al cristianismo de este soldado. El romano se llamaba Cayo Casio Longinos y padecía cataratas (aquí el escéptico lector quizá se sorprenda al constatar cómo flojeaba el Imperio romano ya en el siglo I, casi en el apogeo de su gloria, cuando admitía inválidos en las legiones). Serénese porque el sindonólogo Marvizón refuta tal posibilidad con impecable argumento: «debería de ser un aguerrido soldado, ya que los judíos eran levantiscos y grandes luchadores» (p. 54). Ignorante de este extremo, la tradición insiste en que cuando Longinos alanceó al crucificado recuperó la vista de golpe —¡milagro!, ¡milagro!— y se convirtió al cristianismo en el acto. Una vez más, sin pretender metemos en teologías, hemos de recurrir al sacrificium intellectus para admitir un portento. Hay que suponer que Dios devolvió la vista al verdugo para recompensar su cooperación, aunque fuera involuntaria, en el cumplimiento de las profecías. También pudiera Dios estar predicando con el ejemplo, dado que no hacía mucho que había exhortado a los creyentes, por boca de su Hijo, es decir, Él mismo, a responder a la bofetada de un enemigo ofreciéndole la otra mejilla. En cualquier caso quizá sea prudente sustituir la piadosa historia por otra explicación más acorde con los materialistas tiempos que corren. Por ejemplo, que José de Arimatea, previsor, no perdió de vista al soldado y le compró el arma, tras breve regateo, ofreciéndole por ella algo más de lo que valía. (Pero las escrituras afirman que Longinos era centurión, y esto debilita nuestra teoría. Un centurión disfrutaría de posición desahogada, paga, dietas, pluses, trienios, condecoraciones pensionadas y todo eso. Después de todo, quizá Longinos no concuerde con la imagen menesterosa del soldado que enajena su Lanza).

La Iglesia agradeció la oportuna actuación del militar en cumplimiento de la profecía, elevándolo a los altares como san Longinos (hay una imagen enorme en una de las hornacinas de los pilares que sostienen la cúpula de la basílica de San Pedro, en Roma). Bernini lo ha representado a pie degradándolo a la sufrida infantería cuando Longinos era de caballería, según establece incuestionablemente Marvizón: «lo más probable es que el centurión estuviese a caballo, como solemos representarlo en nuestra Semana Santa» (p. 54).

Salvados los escollos teológicos, vayamos a lo práctico y concreto.

La Santa Lanza, no se sabe bien por qué caminos, vino a ser propiedad de san Mauricio, comandante de la legión tobaría, el del famoso óleo de El Greco. Cuando san Mauricio y sus conmilitones fueron martirizados, por negarse a rendir culto a los dioses paganos, la providencia preservó la Santa Lanza para que más adelante llegara a manos de Constantino el Grande, quien la sostuvo, como un talismán, durante la decisiva batalla del puente Milvio, en la que derrotó a su rival Majencio. Aquí detectamos una cierta rivalidad entre dos talismanes igualmente cristianos porque otra tradición asegura que Constantino venció en aquella batalla gracias a una revelación que le aconsejó pintar una cruz en la insignia o lábaro bajo la que combatían sus tropas: In hoc signo vinces (Con este signo vencerás). Es sabido que Constantino, cuando se vio en el trono, no tuvo inconveniente en declarar al cristianismo religión oficial del imperio, pero, al propio tiempo, le dio largas a su propio bautismo y sólo admitió las aguas sacramentales cuando estaba en su lecho de muerte, ya con un pie en otra vida. En casa del herrero, cuchillo de palo.

Hasta ahora hemos contado la historia cristiana de la Santa Lanza en la que distintos fabuladores se muestran de acuerdo. Pero la Santa Lanza tiene también una prehistoria judía, incluso más vistosa, que sólo algunos admiten. Aseguran estos que antes de participar en el drama del Gólgota, la Santa Lanza fue conocida como Lanza de Fineas, en memoria del profeta que la hizo forjar como símbolo de poder y la dotó de poderes mágicos relacionados con la sangre de los elegidos de Dios. (¿No nos recuerda a la espada Excalibur, forjada por el mago Merlín?). La Lanza de Fineas se veneraba entre los sagrados trebejos del Templo de Jerusalén. Era la lanza con la que Josué señaló las murallas de Jericó cuando se desplomaron; la lanza con la que Saúl, celoso, intentó ensartar a David y la lanza que sostuvo Herodes el Grande cuando ordenó matar a los inocentes.

Cuando Poncio Pilato concedió permiso para quebrar los huesos de Jesús, a fin de que no muriera en sábado, el oficial de la guardia del Templo al que se encomendó la desagradable misión llevaba consigo la Lanza de Fineas, como insignia de autoridad proveniente del hijo de Herodes el Grande, que los soldados romanos que guardaban el patíbulo reconocerían. No debió de imponerles gran respeto si, como asegura la leyenda, uno de ellos la arrebató de las manos del funcionario que la portaba y la usó para alargar hasta los labios de Jesús agonizante la esponja empapada en vinagre (en realidad le dieron lo que ellos mismos llevaban en sus cantimploras: vinagre aguado o posea, que es muy refrescante y energético. Y, por cierto, el más ilustre precedente clásico del gazpacho). Finalmente, uno de los soldados (¿el mismo que había alargado la esponja?) se sirvió de la Lanza de Fineas para atravesar el costado de Cristo.

La leyenda de la Santa Lanza en manos de Constantino durante la batalla de Puente Milvio es muy tardía. Las primeras menciones del arma se remontan al siglo VI, cuando formaba parte del conjunto de reliquias de la Pasión veneradas en la Iglesia de Sión, en Jerusalén.

La Santa Lanza figuró entre las reliquias robadas por los persas cuando Cosroes conquistó Jerusalén, según el Chronicon Paschale. Dicen que luego las recuperó el patricio Niceto y las envió a Constantinopla. También lo atestigua la Crónica Alejandrina, pero es de suponer que a poco volverían a Jerusalén (Hernández, p. 97).

En 1204, una Santa Lanza figuraba en la colección imperial de la iglesia de Faros, en Constantinopla (también había dos clavos de la Cruz, la Túnica Sagrada y la corona de espinas).

No sabemos si estas lanzas históricas corresponden a alguna de las que en el siglo XX compiten por el título de verdadera. Y ciertamente, aunque todas ellas sean falsas, algunas son dignas de respeto y veneración por los sentimientos que han inspirado a sus devotos.

Hasta donde nuestra información alcanza, son cuatro las Santas lanzas que existen actualmente, a saber: una en el Vaticano, a la que los actuales papas n o prestan gran atención; otra en París, supuestamente llevada de Palestina en el siglo XIII por san Luis; otra, en el museo del palacio Hofburg, en Viena (también llamado Casa del Tesoro), y la cuarta en Cracovia, Polonia. Esta última es una réplica de la vienesa que Otón III regaló a Boleslav el Bravo.

La Santa Lanza del Vaticano, hoy casi olvidada, fue en el pasado una reliquia íntimamente asociada a la Verónica. De hecho en el ordenamiento del culto de la Verónica por el papa Urbano VIII (1625), la bendición del pueblo con la Santa Lanza precedía a la de la Verónica y era, por así decirlo, su telonera:

Tras una señal dada desde dicha tribuna, aparece un canónigo de San Pedro, que bendice a todos los asistentes con la Santa Lanza, la que abrió el costado de Nuestro Redentor. A una segunda señal, depositada la Santa Lanza en la urna donde se conserva, aparece sosteniendo en sus manos el velo de la Verónica. (Sala, p. 60).

Actualmente, la Santa Lanza del Vaticano no se exhibe. Como queda dicho, está guardada, junto a la Verónica, en el interior de uno de los cuatro gigantescos pilares que sostienen la cúpula de la basílica de San Pedro.

La tercera lanza, la Heilige Lance de Viena, es probablemente un puñal prehistórico, de la Edad del Hierro, que alcanza 30 cm de longitud. Está partida en dos pedazo s que se unen por medio de una funda de plata. En el siglo XIII se le añadió un clavo, pretendidamente uno de los que sujetaron a Cristo en la cruz, en el fragmento correspondiente a la punta, aprovechando el canalillo central. El clavo está sujeto a la Lanza con hilos de oro, plata y cobre. En el trozo del mango se observan dos diminutas cruces de oro. La reliquia se guarda en un antiguo estuche de cuero forrado interiormente de terciopelo rojo.

La Santa Lanza de Viena tiene una interesante historia como talismán de poder. Está integrada en un conjunto de objetos conocidos como el tesoro de los Habsburgo, entre los que también se cuentan una muestra con una parte del paño de la Última Cena; una parte de la túnica de Nuestro Señor, un trozo de la Vera Cruz, una caja dorada con tres eslabones de las cadenas de los santos Pedro, Pablo y Juan; la bolsa de san Esteban, y un diente de san Juan Bautista.

La piadosa leyenda asegura que la Santa Lanza de Viena se manifestó durante la primera Cruzada, en 1098. Estaba el ejército de los cruzados en situación apurada, cercado por los sarracenos en Antioquía (actual Turquía), cuando san Andrés se apareció en sueños a un campesino, un tal Pedro Bartolomé, y le reveló la existencia de la sagrada reliquia en el subsuelo de la catedral de la ciudad. La autoridad religiosa, el obispo Ademar de Le Puy, no concedió el menor crédito al destripaterrones, pero la militar, el conde Raimundo de Tolosa, que conocía mejor que nadie que sólo un milagro podía salvarlos, decidió cavar donde el iluminado le indicaba. Cavaron y cavaron durante un día sin que apareciera nada y, ya con las primeras tinieblas nocturnas, el conde saltó al agujero y extrajo emocionadamente un trozo de hierro que nadie se atrevió a poner en duda que fuese el de la Santa Lanza. Ello enardeció a los cruzados hasta el punto de que, enarbolando la reliquia, hicieron una espolonada sobre los sarracenos y los derrotaron. No es éste lugar de discutir si la victoria fue debida a la providencia o a la acometividad estimulada por el milagroso hallazgo. En aquellos tiempos, la tropa, mayoritariamente constituida por individuos elementales y fanatizados, crédulos y sencillos, se prestaba a estas mudanzas. Y no había entre ellos objetores de conciencia que cuestionaran la racionalidad de la milicia.

El caso es que, después de aquello, san Andrés seguía apareciéndose en sueños a Pedro Bartolomé y dándole instrucciones sobre cómo había que dirigir la Cruzada. La reiterada intromisión del santo acabó escamando a los más renuentes, especialmente cuando san Andrés, en sus mensajes, difamaba al obispo Ademar (que ya había muerto y no podía defenderse). Algunos comenzaron a sospechar que todo el asunto de los sueños de Pedro Bartolomé era una invención del pícaro y no tardaron en dudar de la autenticidad de la Santa Lanza. ¿No sería un hierro mohoso, un simple cincel extraviado por un cantero de la catedral?

Eran tiempos recios, y cuando una duda atormentaba a la comunidad se acudía al juicio de Dios. Esta apelación al Supremo consistía en someter a una prueba física a la persona o cosa objeto de juicio en la confianza de que Dios protegería al inocente de todo daño. El juicio de Dios era casi siempre por fuego: el juzgado era invitado a caminar unos pasos con un hierro candente en la mano o recoger una cruz del fondo de un caldero lleno de agua hirviendo, pero también los había de agua consistentes en atar de pies y manos al sospechoso y arrojarlo a un estanque. Si flotaba era inocente, si se hundía… en su pecado llevaba la penitencia. A Pedro Bartolomé le tocó someterse a la prueba del fuego. No estuvo acertado y resultó con graves quemaduras: Dios había decidido que la Santa Lanza era falsa. El descrédito de la reliquia salpicó también al conde Raimundo de Tolosa, que había protegido al embaucador.

Otra Santa Lanza, cronológicamente incompatible con la anterior, circulaba por Europa desde el siglo VIII. Es tradición que el caudillo franco Carlos Martel la enarboló en la batalla de Poitiers (732), en la que derrotó a los árabes. De Carlos Martel pasó a su heredero Carlomagno, que la llevó en sus cuarenta y siete campañas y ganaba todas las batallas gracias al valioso talismán (hay que suponer que cuando lo de Roncesvalles la había olvidado en casa).

Con Carlomagno, la Santa Lanza se vinculó a la más alta institución europea, el Imperio. Recordará el lector que a la caída del Imperio romano, el título de emperador había caído en desuso. Pues bien, en el año 800, el papa León III lo desempolvó astutamente y se lo otorgó a Carlomagno, el rey más poderoso de Europa, con la pretensión de que pusiera todo su poder coactivo al servicio de la Iglesia a cambio de la pastoral bendición del sucesor de Pedro. Desde entonces la cristiandad se denominó Sacro Imperio Romano Germánico para expresar la hermandad de los antiguos romanos y los invasores germanos bajo el manto de la común fe. Cuando la dinastía carolingia, francesa, se extinguió, el título imperial pasó a los germanos y se hizo electivo, no hereditario. En los primeros tiempos, quizá desde Carlomagno, la consagración imperial se hacía con la Santa Lanza, tal vez aludiendo al comienzo del antiguo imperio cristiano de Constantino. Durante la solemne ceremonia, el pontífice tocaba con el sagrado hierro los hombros del aspirante arrodillado ante él.

La Santa Lanza pasó de Carlomagno a Enrique el Pajarero, fundador de la Casa de Sajonia y vencedor de los polacos. De los Sajonia se transmitiría a los Hohenstaufen de Suabia, uno de cuyos miembros, Federico Barbarroja, conquistó Italia.

Otra Santa Lanza aparece en Europa en tiempos del emperador Otón el Grande (912-973), cuya decisiva victoria sobre los magiares en la batalla de Lechfeld se atribuiría a la intercesión de la reliquia. Otón fue consagrado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico por el papa Juan XII.

Desde Constantino en Puente Milvio, la Santa Lanza aseguraba la victoria al caudillo que la empuñaba en la batalla, pero, a cambio, había que mimarla y tratarla con la máxima deferencia porque la herramienta tenía un carácter algo quisquilloso y era peligrosa como la mordedura de la mamba negra. Si, por accidente o descuido, se dejaba caer, la muerte del portador era segura en cuestión de segundos. Sentencia inapelable. Así acaeció, según la leyenda, a Carlomagno y a Federico Barbarroja, al que se escapó de las manos cuando vadeaba un arroyo.

Durante siglos, la reliquia formó parte del tesoro imperial guardado en Núremberg, pero en 1796 sus custodios la enviaron a Viena, vía Ratisbona, para evitar que cayera en manos de Napoleón, que se acercaba a la ciudad. En 1806, el Sacro Imperio Romano Germánico, que, como decía Voltaire, ya no era «ni sacro, ni romano, ni germánico», fue declarado disuelto. Entonces se supo que los Habsburgo austríacos habían adquirido los símbolos imperiales, entre ellos la Santa Lanza, al enviado imperial responsable de su custodia, el barón von Hügel.

Un escritor ocultista, Walter Johannes Stein (1891-1957), aseguraba que Hitler estuvo fascinado por la Santa Lanza y por su leyenda cuando era un joven pintor fracasado que intentaba abrirse camino en Viena, a principios de siglo. Según la leyenda, el dueño de la Santa Lanza tenía en sus manos el destino de la humanidad.

Hitler había nacido en el seno de una familia católica y fue hijo obediente de la Iglesia hasta que, en su juventud, las disolventes lecturas de Schopenhauer y Nietzsche lo alejaron de la frecuentación de los sacramentos y le hicieron concebir un cierto odio por el judaísmo y su secuela cristiana al tiempo que reforzaban su simpatía por las mitologías germánicas. En realidad nunca dejó de ser creyente, aunque cambió el credo cristiano por una especie de religión personal inspirada por diversas lecturas deficientemente asimiladas: filosofías orientales, historia antigua, yoga, ocultismo, óperas de Wagner, astrología, etcétera.

La Santa Lanza, como objeto mágico, estaba unida al papado y, en último término, a una religión de origen judaico, el cristianismo, pero, al propio tiempo, la historia germana la había confirmado como talismán mágico de poder. Los nacionalistas alemanes la sometieron a una germanización radical con la incorporación de otras leyendas que aseguraban que el soldado Longinos era, en realidad, un auxiliar germano alistado en la legión romana. Incluso circularon copias de la carta que Longinos envió a su localidad natal de Zofingen, junto a Ellwangen, relatando la crucifixión de Jesús.

Se ha especulado bastante con las implicaciones mágicas de la Alemania hitleriana. Algunos opinan que los nazis repudiaban el humanismo grecolatino y el cartesianismo y la Ilustración, bases de la cultura europea, porque aspiraban a sustituir la religión cristiana por una Weltanschauung mágica, basada en las mitologías germánicas, la mística oriental y el predominio de la raza aria. La cruz sustituida por la esvástica. Ciertamente, en los mismos orígenes del partido nazi aparece un extraño grupo ocultista, el Thule Gesellschaft, al que pertenecían el comité y los primeros miembros del Partido Obrero Alemán, el corpúsculo del que partió Hitler para medrar en política. Otras fuentes aseguran que Hitler fue iniciado en la sociedad ocultista Vril o Logia Luminosa, fundada por Karl Haushofer en Berlín y que todas sus creencias sobre la trascendencia de la raza aria y la mística biológica de su misión procederían de esta sociedad. Se dice que el Vril mantuvo en Berlín, casi hasta el final de la guerra, un gabinete de lamas tibetanos, budistas japoneses e iniciados en otras sectas y sociedades orientales y occidentales. Vaya usted a saber. Según algunos, este Vril fue el germen del departamento de ocultismo de las SS (la Ahnenerbe). Las propias SS estaban concebidas como una orden semirreligiosa del nazismo y sus mentores, que aspiraban a concordar con la tecnología y la eficiencia alemanas, anduvieron interesados en el Grial y las filosofías orientales. Oficiales superiores de las SS Totenkopf, el Sicherheitsdienst y la Gestapo asistían a cursos de meditación trascendental y magia para potenciar sus capacidades. Incluso se enviaron expediciones científicas al Tibet en 1926 y 1942 para investigar sobre los orígenes de la raza superior y trabar contacto con las Comunidades de las Cavernas, de las que pretendían recibir poderes especiales. El sanctasanctórum de la orden SS estaba en el castillo-santuario y casa de cursillos de Wewelsburg, que Heinrich Himmler hizo construir, con trabajo esclavo, en menos de un año, cerca de Paderborn. El castillo tema forma de Lanza, con el edificio triangular haciendo el hierro y la larguísima carretera rectilínea que conducía a él en funciones de asta. Todo el santuario giraba en torno al mito del poder de la Santa Lanza, a la que Himmler aspiraba como talismán de la orden SS. Mientras llegaba el momento de hacerse con la verdadera, Himmler se consolaba con una réplica exacta que se hizo construir en 1935. En el castillo-santuario de las SS cada sala estaba dedicada a un portador imperial de la Lanza, desde Carlomagno hasta la liquidación del Sacro Imperio en 1806. Los invitados ilustres se alojaban en estas estancias decoradas con antigüedades o imitaciones de objetos y armas de la época del titular. El propio Himmler se reservaba siempre la habitación de Enrique I el Pajarero, cuya reencarnación se creía.

¿Estaban los nazis genuinamente pirados o utilizaban los métodos ocultistas, la parafernalia de las sectas y todo eso para otros fines? Sólo Dios lo sabe. Lo cierto es que cuando Hitler, ya jefe del Estado alemán, incorporó Austria al imperio germánico que estaba creando (el III Reich), tomó precauciones para que los austríacos no le escamotearan la Santa Lanza como los alemanes se la habían escamoteado a Napoleón. En todo momento, la reliquia fue vigilada por un grupo selecto de hombres de las SS, mientras el gabinete jurídico del Reich preparaba la reclamación legal pertinente alegando los derechos históricos de Alemania sobre el tesoro de los Habsburgo.

Las insignias de los Habsburgo, entre ellas la Santa Lanza, fueron enviadas a Alemania en un tren blindado especial, custodiado por las SS. Hitler dispuso que la Santa Lanza volviera a Núremberg, en su doble condición de santuario donde tradicionalmente se había custodiado el tesoro imperial y de ciudad emblemática de los nazis. Allí quedó expuesta en el museo de la guerra que Hitler hizo instalar en la cripta de la iglesia de Santa Catalina.

A poco, el descalabro de Stalingrado y la suerte adversa de la guerra requirieron un redoblado esfuerzo y los nazis tuvieron que aplazar muchos proyectos de índole espiritual u ocultista. Sobre este asunto ha corrido mucha tinta y no es fácil distinguir la historia del mero sensacionalismo. Ravenscroft asegura que Hitler pretendía usar el poder de la Lanza para obrar el mal (pues la lanza, a pesar de su origen estrictamente cristiano, es así de versátil en su calidad de objeto mágico).

La lanza parece que falló esta vez porque no puso el destino del mundo en manos de su poseedor. De hecho incluso la existencia de la propia Lanza se vio amenazada cuando los bombarderos aliados destruyeron la ciudad de Núremberg en 1944. Entonces la reliquia y el resto del tesoro fueron trasladados a la caja fuerte del céntrico Banco Kohn, mientras se les buscaba un albergue más seguro. Finalmente decidieron ocultarlas en el centro de la ciudad, en un escondite inaccesible. Bajo la fortaleza de Núremberg existe una serie de pasadizos y túneles excavados en la Edad Media. Los responsables del tesoro imperial escogieron uno de estos túneles, lo acondicionaron y ampliaron y lo equiparon con una cámara blindada. Su acceso estaba disimulado tras una pared falsa en un garaje de la calle del Herrero. Cuando las obras estuvieron concluidas, un grupo de oficiales de toda confianza trasladó el tesoro germánico y algunas otras obras de arte.

El 13 de octubre de 1944 Núremberg sufrió dos devastadores bombardeos. Una de las bombas destruyó la casa donde estaba la entrada secreta del túnel, dejando sus puertas blindadas al descubierto. Aunque el alcalde de la ciudad se preocupó de que la puerta fuera nuevamente disimulada con toda celeridad, no pudo evitar que el rumor de la existencia de una puerta secreta en aquel lugar se extendiera por la ciudad y llegara a oídos de los prisioneros ingleses empleados como trabajadores. Los encargados del tesoro pensaron entonces en trasladar a otro lugar las piezas más importantes. El nuevo escondite, sería los sótanos de una escuela en Pariser Platz. El traslado se hizo el 30 de marzo de 1945, con gran precipitación, porque las primeras avanzadillas de las tropas americanas estaban llegando a las afueras de la ciudad. Con la prisas, confundieron la Santa Lanza, llamada también Lanza de san Mauricio, con otra reliquia menos importante denominada «espada de san Mauricio», de manera que pusieron a salvo la espada y dejaron la lanza.

Con el Séptimo Ejército norteamericano llegaron oficiales del servicio de inteligencia, cuya misión consistía en recuperar el tesoro de los Habsburgo, que se suponía oculto en la ciudad. Los alemanes habían difundido el rumor de que el tesoro había sido arrojado al fondo del lago Zell, cerca de Salzburgo, pero es evidente que los americanos no mordieron el anzuelo y prosiguieron su búsqueda en la ciudad misma interrogando a cuanto funcionario alemán había estado relacionado con el asunto. No obstante, no sacaban mucho en claro. Así estaban las cosas cuando un hecho fortuito los puso sobre la pista: el 30 de abril unos soldados americanos que andaban registrando las ruinas descubrieron un agujero a través del cual, con linternas, vieron lo que parecía una puerta blindada. Cuando se desescombró el lugar apareció la entrada del túnel secreto. Dar con el tesoro fue cosa de pocas horas, lo que se tardó en forzar la puerta. Era justamente el 30 de abril de 1945. Por una coincidencia (¿o fue el destino?), en el momento en que los americanos se hacían cargo de la Santa Lanza, que encontraron en su estuche de cuero sobre un altar robado en Polonia, Hitler, en el bunker de Berlín, se disparaba un tiro en la boca después de ingerir una cápsula de cianuro.

La Santa Lanza y el resto de las insignias imperiales, convenientemente recuperadas de su otro escondite de la Pariser Platz, figuraron en una exposición de objetos artísticos robados por los nazis que fue muy visitada por senadores y generales americanos. El que más la supo apreciar fue Patton, que tenía sentido de la historia.

El gobierno austríaco reclamó el tesoro imperial y, aunque el nuevo gobierno alemán intentó retenerlo argumentando superiores derechos históricos, el general Eisenhower zanjó la discusión por la vía rápida: «Devolved las insignias a Austria».

Actualmente, esta Santa Lanza vuelve a estar en una vitrina del museo Hofburg de Viena.

Recapitulando: en la actualidad existen dos Santas Lanzas que pretenden ser la original, una en el Vaticano y otra en Viena. Los sindonólogos han calculado trabajosamente, a partir de la impronta de su sábana, que la Lanza de Longinos tenía una anchura de 4,4 por 1,4 cm (Igartua, p. 92). Con lo fácil que les hubiera resultado sumar las medidas de las Santas lanzas de Roma y de Viena y obtener la media aritmética dividiendo por dos. También le han puesto defectos a la lanzada de Longinos. Según Marvizón, en concordancia con el padre Ricci, «la hemorragia que ha producido la lanzada ha sido menor de la que se debería haber producido» (p. 57). Sobre esto nada objetaremos, dado que nuestra experiencia en lanzadas es prácticamente nula. No así en sablazos.