Una piadosa pero enteramente falsa leyenda sostiene que santa Elena, madre del emperador Constantino, encontró en 326 la cruz sobre la que habían ajusticiado a Jesucristo.
La leyenda presenta dos variantes. Según la primera, la emperatriz empleó a un equipo de obreros para excavar en el lugar del Santo Sepulcro. Según la segunda, me un judío el que conocía el emplazamiento del sepulcro y santa Elena lo obligó, bajo grave coacción, a desenterrar la Santa Cruz. El excavador se llamaba Judas, y a raíz de los prodigios obrados por el sagrado madero se convirtió al cristianismo y adoptó el nombre de Ciríaco; es de suponer que en penitencia por su turbio pasado. A la muerte del anciano obispo de Jerusalén, Ciríaco había adelantado tanto en virtud y santidad que lo sucedió en el cargo.
Según las dos versiones de la leyenda, en el interior del Santo Sepulcro se descubrieron tres cruces idénticas, la de Cristo y las de los dos ladrones que murieron con él. ¿Cuál de ellas era la del Redentor? Santa Elena, fecunda en ardides, hizo que una señora agonizante se tendiera sobre cada una de las cruces. Las dos primeras no obraron prodigio alguno, pero al depositar a la moribunda sobre la tercera, ya con un pie en el otro mundo a causa del trasiego, se obró el milagro y la desahuciada, recobrando al punto la salud, se levantó tan rozagante y lozana como en sus mejores días y muy dispuesta a testimoniar el prodigio prolongando su estancia en este valle de lágrimas cuanto fuera necesario.
El milagro era más que suficiente, pero, por si no bastara, tendieron sobre la cruz de Cristo un cadáver…, ¡y el difunto resucitó!
No cabe explicar las demostraciones de respeto que, toda bañada en lágrimas, tributó santa Elena al sagrado madero, del cual trajo la mitad engastado en piedras preciosas a su hijo Constantino, y dejó la otra mitad en el magnífico templo que hizo construir en el mismo sitio. (Croisset, III, p. 527).
Acá asistimos, en el mismo comienzo de su invención o descubrimiento, a la primera subdivisión de la cruz: media para Roma y media para el Santo Sepulcro de Jerusalén.
La invención de la Santa Cruz quedó desde entonces perpetuamente unida al nombre de santa Elena. Santa, por cierto, algo controvertida a causa de su turbio pasado. Según san Ambrosio,
se cuenta que Elena fue en su adolescencia moza de establo, y que Constantino el Mayor, antes de ser proclamado rey, la desposó. ¡Buena moza de establo, sin duda debió de ser en su juventud quien después tan diligente se mostró en buscar y localizar el pesebre en el que fue reclinado el Señor! ¡Buena moza de establo tuvo que ser quien tanta prisa se dio para conocer el otro establo (el portal de Belén), y la que curó las heridas del maltratado por los ladrones! ¡Buena moza de establo, ciertamente, demostró ser la que para ganar a Cristo despreció como estiércol todas las demás cosas! Por eso del estiércol la sacó el Señor y la sentó en un trono real. (Vorágine, p. 290).
Resulta convincente san Ambrosio con su vehemente estilo, pero autores más modernos y sistemáticos traducen stabularia de diferente forma. La palabra deriva de stabulum, que, además de establo, significa mesón y lupanar. El caso es que en la antigüedad (e incluso sin remontarse tanto) los tres oficios, moza de muías, mesonera y puta, se confundían en uno solo. Tenemos localizado un contrato, firmado en Jaén ante escribano público a mediados del siglo XVI, en el que entre las tareas domésticas y estabularias de una moza de mesón se incluye todavía yazer con los que lo demandaren.
Vale: concedamos que santa Elena fue cantinera antes de ser santa. ¿Y qué? Especular con su turbio pasado, ¿a qué conduce? Si fue stabularia entre las guarniciones romanas acantonadas en los Balcanes y allá la tomó por concubina Constancio Cloro antes de casarse con la emperatriz Teodora; si después la desposó incurriendo en bigamia, eso ¿qué demuestra? En todo caso, mayor es su virtud si supo remontarse «del fango al trono», como dice san Ambrosio. Aparte de que la condición stabularia tiene también su aspecto amable, el de las canciones medievales de la Besteira, alabada por Alfonso X el Sabio, y más modernamente, la Madelon francesa, «bella y gentil, que a todos dice sí, que a nadie dice no», y la María de los Guardias, la soldadera de rompe y rasga que acompaña a las tropas de Pancho Villa en los corridos mexicanos de Carlos Mejía Godoy, la que se ufana «llevo por mi cuenta, cinco batallones».
Gracias a santa Elena, la devoción a la Santa Cruz cundió pronto por toda la cristiandad, lo que, como toda pasión humana, acarreó sus ventajas y sus inconvenientes. Entre las ventajas, el turismo pío de las peregrinaciones a Roma y a Jerusalén, que contribuyeron no sólo a la edificación moral de la grey cristiana, sino a que la gente viera mundo y se desasnara en la convivencia con correligionarios de los más diversos orígenes. Allá es nada que un moreno francés de La Camarga compartiera tablas, en el retrete de un inmundo mesón palestino, con un rubio serbio, entendiéndose los dos en un latín chapurreado que era la lingua franca de la cristiandad. Allá es nada que una abadesa británica, ríspida y severa en la isla, trabara estrecha amistad, para mutuo esparcimiento y solaz, con el mocetón norteafricano que le había reparado la rueda del carro, igualmente servicial y ducho en la mecánica de otros menesteres más sociales.
El principal aspecto negativo de la invención de la Santa Cruz fue la proliferación de reliquias que acarreó. Apenas transcurridos cinco lustros, Cirilo de Jerusalén lamentaba que el mundo estuviera lleno de astillas de la cruz de Cristo. Razón no le faltaba. No existe monasterio, iglesia o capilla en la cristiandad toda, especialmente si está bajo la advocación de la Santa Cruz, que no se precie o haya preciado de atesorar alguna muestra de la Vera Cruz, tronco, tarugo o astillita. Incluso relicarios portátiles y medallas al cuello circularon con presuntas virutas de la cruz.
La Edad Media, imaginativa y devota como era, urdió una fantástica historia para acrecentar la importancia del sagrado leño. En el centro del paraíso terrenal había, como enseña la Biblia, un árbol sagrado, el Árbol de la Vida. Adán lo añoró cuando estaba en el lecho de muerte y envió a su hijo Set para que solicitara del ángel guardián un poco del aceite que destilaba este árbol para ungir su cadáver. Fuese allá Set con el mandado (es decir, con el encargo) y resultó que aquel día le tocaba guardia a san Miguel, el cual, escuchada su demanda, respondió:
No llores ni te canses buscando óleo del árbol de la Misericordia, porque no lo conseguirás hasta que hayan transcurrido cinco mil quinientos años. (Vorágine, p. 287).
Echando cuentas, los escritores medievales, como ignoraban todo lo referente a la evolución de las especies, el Pithecanthropus erectus, al ADN y todo esto estaban convencidos de que Cristo había muerto cinco mil ciento noventa y nueve años después de que Adán pecara. Si a esta cifra se suman los años transcurridos entre la muerte de Cristo y el descubrimiento de la cruz por santa Elena, salen exactamente los cinco mil quinientos años profetizados por el ángel. Es, nuevamente, el tipo de estrategia dialéctica que permite que dos patrañas sumadas se certifiquen mutuamente y de ellas resulte una verdad.
La leyenda tiene otra variante. El ángel guardián se apiadó de Set y le entregó un brotecillo del árbol del paraíso, no del que Adán pretendía, sino del otro, del habitado por la serpiente que lo hizo pecar. «Cuando esta rama se haga árbol y dé frutos, tu padre sanará», prometió el ángel.
Regresó Set alborozado a dar la noticia a su padre, pero se lo encontró de cuerpo presente. Compungido, le dio sepultura en el monte Gólgota, junto a la futura Jerusalén, y plantó sobre la tumba el arbolito del paraíso. Esto explica que en muchos crucifijos veamos una calavera a los pies de la cruz de Cristo. Es la de Adán, allí sepultado.
En los tiempos de Salomón, el arbolito plantado por Set había crecido y se había convertido en un árbol frondoso y corpulento que el rey de Israel hizo talar para sacar de él una de las vigas maestras de su palacio, el llamado Bosque del Líbano. Aquí nuevamente se manifestó el prodigio porque la viga sacada de aquel árbol no se adaptaba a ningún vano. Incluso cuando la cortaban a la medida requerida, al ir a colocarla resultaba demasiado larga o demasiado corta. Tuvieron que dejarla por imposible y allá estuvo arrumbada en el obradoiro de palacio hasta que, acabadas las obras, por darle algún uso, la tendieron sobre un arroyuelo para que sirviera de paso a los transeúntes. A poco llegó de lejanas tierras la reina de Saba, ilustre visitante de Salomón y algo bruja, quien, al ver la viga, tuvo la revelación de que sobre ella había de morir el Redentor del mundo. Otros aseguran que donde la reina vio la viga fue en la techumbre del propio palacio (a la exótica reina de Saba, dada la especial idiosincrasia de sus relaciones con Salomón, no le faltaban ocasiones de contemplar los techos del palacio real). En cualquier caso, fuera en el arroyo o en el palacio, la extranjera descubrió la trascendencia futura de aquel bloque de madera. Advirtió, además, a Salomón que la muerte de Cristo acarrearía la ruina del reino de Israel. Salomón, preocupado por la profecía, ordenó retirar la viga y sustituirla por otra. El sagrado madero fue sepultado a gran profundidad por orden del rey.
Pasó tiempo sobre el tiempo, se sucedieron las generaciones y un buen día el lugar donde estaba enterrada la viga se excavó para construir la Piscina Probática, cuyas aguas, por virtud del madero hundido en su fondo, estuvieron dotadas de virtudes curativas. Un buen día, poco antes de la Pasión de Jesús, la viga se desprendió de su lecho lodoso y apareció flotando en la superficie. La sacaron del agua y, obedeciendo a un secreto designio, construyeron con ella una cruz.
Los fragmentos más importantes de la Vera Cruz estaban, como decíamos, en Jerusalén, en la iglesia del Santo Sepulcro, y en Roma, en la iglesia precisamente llamada de la Santa Cruz de Jerusalén (Santa Croce). El Lignum Crucis romano mide 178 cm de largo por 13 de ancho. Esto es, según reputados sindonólogos, lo que medía un patibulum o palo horizontal. Es una apreciación enteramente gratuita basada simplemente en que es aproximadamente lo que abarca una persona con los brazos abiertos. Prueba de ello es que las medidas del patibulum de la cruz del buen ladrón, venerado en la misma capilla, son inferiores. Por otra parte, el sindonólogo Marvizón no deja lugar a dudas cuando establece que el patíbulo «se cortaba para la envergadura de cada uno» (P. 47).
Los dos fragmentos iniciales de la Santa Cruz sufrieron diversos avatares a lo largo de la historia. Del romano se supone que diversos papas, y muy particularmente Gregorio I (590-604), extrajeron la madera necesaria para construir crucifijos con los que obsequiaban a reyes y prelados obedientes. En la larga lista de los que recibieron tales presentes figuran Sulpicio Severo; Teodelinda, reina de los lombardos; Recaredo, rey de los godos, y la reina santa Radegunda de Poitiers. Por cierto, que el Lignum Crucis entregado a esta dama se conserva todavía.
Lo más maravilloso era que, a pesar de tanta segmentación, la cruz no menguaba y siempre los maderos importantes estaban en su tamaño original. No vamos a decir que la multiplicación de reliquias de la cruz sea la única causa de la deforestación de la cuenca mediterránea, especialmente de Tierra Santa, donde tantos lugares que en tiempos de las predicaciones de Jesucristo eran vergeles son ahora calveros pelados, pero, por lo menos, debe de haber contribuido poderosamente a ella. También, todo hay que decirlo, el propio Jesucristo puso su granito de arena en el proceso deforestador cuando, por un quítame allá esas pajas, secó la higuera evangélica, a pesar de que, como el texto sagrado, sorprendentemente reconoce, «aún no era el tiempo de los higos» (Mt. 21, 19). En su descargo cabe alegar que aún no existía conciencia ecológica.
El Lignum Crucis de Jerusalén tuvo una existencia más problemática que el de Roma. En 614 el rey persa Cosroes II (590-628) se apoderó de la ciudad y destruyó la iglesia del Santo Sepulcro, «objeto especial del odio de judíos y persas» (Hernández, p. 94). Los persas robaron «el cáliz de ónix en que Jesucristo celebró la Última Cena» y la verdadera cruz. «Esta insigne reliquia estaba encerrada en un cofrecillo de plata cincelada ofrecido por santa Elena», pero sus captores
no rompieron el sello de la emperatriz ni el de san Macario que comprobaban su autenticidad […] y apresuráronse a transportarlo tal como estaba y lo depositaron más allá del Éufrates, en la fortaleza de Tauris. (Hernández, p. 95).
Esta fortaleza de Tauris existe aún. Se trata, según la tradición iraní, de la montaña donde nació Zaratustra, el profeta del mazdeísmo. Cosroes II edificó en esta montaña un espléndido castillo-santuario de planta circular al que llamó Trono de los Arcos (Takt-i-Taqdis). En este santuario se veneraba el Fuego Sagrado de la religión irania y al principio de la primavera se celebraban diversos ritos propiciatorios de la fecundidad de la tierra. Es razonable pensar que Cosroes II depositara en su Trono de los Arcos las reliquias robadas. Antiguamente se pensaba que los objetos sagrados emanaban una energía mágica que se transmitía a su poseedor y al lugar donde se depositaban. Más adelante el emperador Heraclio derrotó a los persas (14-9-629), destruyó el Trono de los Arcos, rescató las reliquias y las llevó a Constantinopla temporalmente, antes de restituirlas a Jerusalén.
No sabemos qué fue del Lignum Crucis de Jerusalén. Algunos autores creen que los dos maderos, grandes como la pierna de un hombre, que vieron los cruzados en 1204 en la colección imperial de Faros, en Constantinopla, procedían de Jerusalén. Quizá llegaron en 638 cuando Jerusalén era asediada por los árabes y el patriarca san Sofronio «recogió las reliquias de Cristo y las mandó de noche a la costa para que fueran transportadas a Constantinopla».
Hacer un catálogo detallado de los Lignum Crucis de una cierta importancia que se veneran en el orbe cristiano sería empresa de toda una vida, porque no hay reliquia más agradecida ni que cunda tanto. Fragmentos notables se veneran en la basílica de San Pedro de Roma, en Velletri (Italia); en la catedral de Notre Dame (París) y en Bolonia. Los fragmentos españoles más importantes son los de la capilla del Palacio Real de Madrid y el de Santo Toribio de Liébana (Santander). Este último, que pasa por ser el mayor trozo conocido después del romano, es un leño de sesenta y tres centímetros de longitud que, según la autorizada tradición, corresponde al brazo izquierdo de la cruz (lo que resulta incompatible con la apreciación sindonológica de que el patibulum completo está en Santa Croce).
Aquí se echa en falta una cofradía de lignólogos que consagre sus días a estudiar y clasificar las reliquias de la cruz. Como las astillas pertenecen a diferentes variedades de árboles, no falta una piadosa tradición que las certifica fuera de toda sospecha. En el manual de Vorágine, tan popular en la Edad Media, leemos que la cruz se fabricó con madera de palmera, con madera de cedro, con madera de ciprés y con madera de olivo. De ahí el verso que dice:
Ligna Crucis, palma, cedrus, cypressus, oliva.
Así pudo ser, puesto que la cruz constaba de cuatro piezas diferentes: dos de ellas, la vertical y la horizontal, formaban la cruz propiamente dicha; pero a ella iban acopladas otras dos complementarias: un travesaño que servía de sedile al cuerpo de Cristo y un tronco en el que iba incrustado la parte inferior del madero vertical. (Vorágine, p. 288).
Finalmente existe una interesante tradición sobre un fragmento español de la Vera Cruz que enlaza directamente con la fábula de la Piscina Probática de Jerusalén. Entre los voluntarios de la primera Cruzada, que culminó con la conquista de Jerusalén en 1099, figuraba un infante de Navarra, don Ramiro Sánchez, hijo del rey Sancho el de Peñalén y yerno del Cid Campeador por casamiento con su hija Elvira. El infante navarro atacó con sus hombres por el lado donde estaba la famosa Piscina Probática y, al parecer, en el tumulto de la refriega, Dios lo iluminó para que encontrase un fragmento de la Vera Cruz. Trajo la preciosa reliquia a su casa al regreso de la guerra y en 1110 encargó en su testamento ante el abad Pedro Virila de Cardeña que edificara una iglesia con sus aledaños, que reproduzca la Imagen de la Piscina Sagrada de Jerusalén, dentro de la cual hallé, por revelación divina, un pedazo de la Cruz Sacrosanta. (Atienza, p. 36).
La iglesia se construyó a poco bajo la advocación de Santa María de la Piscina. Todavía existe: unos kilómetros al norte de San Vicente de la Sonsierra, algo abandonada, en medio del campo, rodeada de tumbas medievales y viñedos.
Otro fragmento con historia es el del convento de El Carmen en Escalona (Segovia). Se trata de un Lignum Crucis inserto en una cruz de Jerusalén fabricada con tres leños traídos de Tierra Santa, uno de ellos de un olivo del monte de los Olivos, el otro del Árbol de las langostas con las que se sustentaba el sagrado Bautista en el desierto, y el tercero del árbol en el que Xpto. Redentor Nuestro fue atado en casa de Anas la noche de su Santísima Pasión. (Alarcón, p. 279).
Ya casi metidos en el tercer milenio, y a pesar del signo escéptico de los tiempos, las reliquias de Cristo no conocen reposo. En octubre de 1993 se subastó en París un Lignum Crucis que alcanzó algo menos de dos millones de pesetas. La empresa que efectuó el remate avalaba la reliquia con un documento fechado en 1855 y firmado por el patriarca de Jerusalén y con un certificado del Vaticano redactado en latín. La familia que pignoraba la reliquia era descendiente de Thouvenel, canciller de Napoleón III y embajador de Francia en Constantinopla, a cuya esposa obsequió el fragmento de Lignum Crucis el patriarca de Jerusalén en 1856.
El arzobispado de París publicó una nota de enérgica y pastoral protesta, en la que, tras lamentar el sacrilegio que supone sacar a remate y subasta una reliquia de la cruz de Cristo, sugería que se cediera a una comunidad religiosa. De la cuestión económica no decían ni palabra (revista Año Cero, núm. 1193-37, p. 26).