Han existido varias túnicas de Jesucristo en la historia del cristianismo occidental, todas ellas con la pretensión de ser la mencionada en los Evangelios.
La más antigua parece que fue la que se veneraba en la iglesia de los Santos Ángeles, en Gálata. Se suponía que esta ciudad, cercana a Constantinopla, había sido guarnición permanente de las legiones romanas que custodiaban Jerusalén. Esta circunstancia justificaba que la túnica hubiera llegado hasta allí en el equipaje del soldado que la ganó a los dados. Según los que la vieron, era una prenda muy sutil y de color granate, sufridita.
En 1204, los cruzados contemplaron la Túnica Sagrada en la colección de reliquias de la iglesia de Faros, en Constantinopla. Se ignora si era la misma de Gálata u otra nueva. De esta túnica o túnicas, que pretendían ser la de la entrada en Jerusalén, la Última Cena y la Pasión, no se sabe qué ha sido. Se perderían en el laberinto de la Historia como tantas otras presuntas reliquias. A lo mejor las hicieron trizas para escapularios. De hecho, en los siglos XIV y XV circulaban por Europa abundantes reliquias de la Túnica Sagrada. La reina Isabel la Católica legó en su testamento «la reliquia que tengo yo de la saya de nuestro Señor» al monasterio segoviano de San Antonio.
La segunda túnica catalogada es la de Tréveris (hoy Trier, en Alemania). Tréveris fue una importante sede arzobispal desde 815, con dominio sobre un amplio territorio. Además, sus arzobispos fueron, desde el siglo XII, príncipes electores del imperio. En su catedral gótica se conserva una Túnica Sagrada que, según la tradición, la emperatriz Elena, madre de Constantino, regaló a su ciudad natal (otros autores creen que santa Elena no nació en Tréveris, sino en Colcestia, localidad de Gran Bretaña). Es de tejido suave y color granate y mide 148 cm por delante y 168 por detrás.
La tercera túnica es la de Argenteuil, pueblecito al noroeste de París, antes fa moso por sus vides y por sus espárragos, hoy ciudad industrial y dormitorio de la gran urbe. En este lugar se fundó, a orillas del Sena, en el siglo VII, un convento que se transformaría en monasterio hacia 1118. Por cierto, la célebre Eloísa fue abadesa de este convento. (El lector habrá oído hablar de Eloísa y Abelardo, los amantes. El tío de ella, hombre de prontos temibles, castró a Abelardo y la cosa terminó desastradamente).
Pues bien, en la basílica del monasterio, que está consagrada a san Denís, se venera una prenda que pasa por ser la túnica que Jesucristo llevaba el día de su prendimiento en Jerusalén, la que sortearon los soldados encargados de su custodia. Unos dicen que la emperatriz de Bizancio, Irene, la había regalado en el año 800 a Carlomagno, quien, a su vez, la regaló a su hija Teodora, que era abadesa de Argenteuil. Otros sostienen que la regaló Carlos el Calvo hacia 856. La túnica parece que está documentada en 1156 en la charla Hugonis, donde dice que «desde antiguo se guardaba en el monasterio con todos los honores» (Solé, p. 386). En otro tiempo se celebraba un funeral mensual por Carlomagno en agradecimiento por haber donado la reliquia y se tañía una campana a la una de la tarde que fue la hora en que, según la tradición, había llegado la túnica a Argenteuil. En 1567, durante las guerras de religión, los hugonotes conquistaron Argenteuil, incendiaron las iglesias y el monasterio y destruyeron todo símbolo católico salvado de las llamas. Es presumible que la túnica de Carlomagno no sobreviviera a este lance, pero ya hemos visto que no hay nada más fácil que sustituir una reliquia destruida por una copia, especialmente si se trata de una reliquia textil, como es el caso.
La Túnica Sagrada, o su copia, sufrió un nuevo percance en 1793, cuando la Revolución francesa. Al bienintencionado capellán que la tenía a su cargo no se le ocurrió mejor cosa, para salvarla de las iras de los revolucionarios, que cortarla en varios trozos que dio a guardar a diversos feligreses de su confianza. El trozo mayor se lo reservó y lo enterró, con gran secreto, en el jardín de la casa rectoral. En 1795, pasados ya los peores tiempos, reunió nuevamente los pedazos, excepto uno que se había perdido.
Está túnica, o lo que quedaba de ella, se cosió sobre una prenda de satín blanco en 1892 para devolverle su forma original, aunque con el descuento del trozo extraviado y las mermas de numerosos retalitos sacados para reliquias.
Desde sus inicios, la sindonología se ha ocupado de la túnica de Argenteuil viendo en ella un posible auxiliar en la tarea de desentrañar los misterios de la Sábana de Turín.
La Túnica Sagrada es un camisón de lana, color rojo oscuro o violáceo, con mangas cortas. Mide por delante 129 cm y por detrás 142, y es inconsútil, sin costura, de acuerdo con el testimonio evangélico.
Los sindonólogos han llegado a un acuerdo para que las dos túnicas, la de Tréveris y la de Argenteuil, sean verdaderas. La de Tréveris, bastante más larga, sería el traje exterior y la de Argenteuil la camisa interna. Una ve z más tenemos que lamentar que en los tiempos de Cristo no se usara ropa interior. En el parco guardarropa del Jesús histórico no figuraría más que una túnica y un par de sandalias. En cualquier caso, una vez más, la discusión es baladí, puesto que incluso si concedemos que la túnica actual puede ser la misma que Carlomagno legó al convento, seguiría siendo una falsa reliquia fabricada en la Edad Media. Es decir habría que dilucidar si se trata de la auténtica falsa reliquia o de una réplica que en algún momento sustituyó a la auténtica falsa reliquia.
Ajenos a estas circunstancias, los infatigables sindonólogos se esfuerzan por probar que la Túnica de Argenteuil tiene que proceder de Oriente porque está teñida con el sucedáneo de púrpura llamada egipcia que se obtenía no del molusco fenicio como la original sino de una planta, la rubia.
Después, del examen del tejido de la túnica sacan conclusiones socioeconómicas sorprendentes:
A despecho de su pobreza y de la oscuridad de su condición, la obrera (que tejió la túnica) ha empleado lana fina. Ella ha buscado calidad para vestir a su familia. (Solé, p. 390).
Ella, ¿quién es ella? ¿Su familia? ¿Insinúa el sindonólogo que la túnica está cosida por las amorosas manos de la Virgen María? Pues sí, eso es lo que deduce Bretón:
Sin duda fue la Virgen María la autora de esta túnica. Ella tan habilidosa, de una formación exquisita en el Templo (según la tradición) y con un amor tan grande a su Hijo, que toda calidad —dentro de su pobreza— le parecía poco para él. (Solé, p. 390).
En este caso, el valor de la túnica de Argenteuil aumenta considerablemente.
La túnica de Argenteuil fue exhaustivamente examinada a finales del siglo pasado por un equipo interdisciplinar de protosindonólogos franceses. Lo que más atrajo la atención de los ilustres peritos fueron las manchas, unas negras y otras rosadas, con decoloraciones, que salpicaban acá y allá el tejido. ¿Eran la sacratísima sangre del Redentor? La conclusión fue que, en efecto, se trataba de sangre porque, aunque las trazas de hemoglobina fueran insatisfactoriamente escasas, aparecían, sin embargo, «glóbulos sanguíneos y cristales de hemina y hierro» (Solé, p. 390).
Reconstrucción de la túnica de Argenteuil con sus manchas.
En 1934, los sindonólogos, ya plenamente instalados en su ciencia, examinaron nuevamente la túnica y la fotografiaron con los más modernos procedimientos. La fotografía con luz infrarroja resultó decisiva para destacar hasta la más mínima mancha sobre el fondo oscuro del tejido. Después sólo tuvieron que calcular el emplazamiento de la túnica sobre un hombre de 178 cm de altura, correspondiente al cadáver de la Sábana Santa. (Después, como sabemos, el Cristo de los sindonólogos ha ido creciendo y ahora está en torno a 181 o 182). Las conclusiones del trabajo fueron que las manchas correspondían a la conjunción de clavícula derecha con omóplato, a las primeras vértebras dorsales, a la parte inferior del omóplato izquierdo, a la cintura, también por la izquierda y a la región sacroilíaca. Ello permite aseverar que
la túnica ha revestido un cuerpo, ya que la sangre marca el sitio de salientes anatómicos. El hombre que la vestía llevó sobre sus espaldas una carga, la cruz, cuyo peso ha puesto al vivo las llagas de la flagelación.
Por consiguiente,
desde ahora se puede afirmar que el estudio confirma la tradición histórica según la cual la basílica de Argenteuil posee desde Carlomagno la túnica inconsútil, tejida por María e impregnada por la sangre redentora de su Hijo. (Solé, p. 392).
Quizá el lector se pregunte: pero ¿no habíamos quedado en que los crucificados sólo portaban el patibulum o palo horizontal, mientras que el stipes los esperaba clavado en el lugar del suplicio? ¿Cómo puede el ausente palo vertical dejar esas huellas sobre la espalda del Redentor?
Tenga en cuenta el lector que las conclusiones del estudio de Argenteuil datan de cuando todavía se creía que Jesús cargó con la cruz entera, tal como aparece en la imaginería tradicional.
Como es natural, los sindonólogos han hecho coincidir las manchas de la túnica con las de la Sábana Santa y, de este modo, según el procedimiento tantas veces comentado, dos falsedades se apoyan mutuamente para sumar una verdad. Para que la coincidencia sea total, nada más fácil que minimizar o explicar las diferencias:
La mancha de la región iliaca queda en la Sábana Santa camuflada […] la de la región sacra aparece en la sábana algo más pequeña […] llama la atención que no aparezca en la túnica la mancha de sangre en la región supraescapular derecha, que tan clara se ve en la sábana. Tal vez se deba a que la presión del patíbulo fue aquí mucho menor. (Solé, p. 392).
La explicación más convincente es la de la ausencia de marcas de flagelación, tan abundantes en la Sábana Santa:
No puede sorprendemos la ausencia sobre la túnica de las manchitas de sangre debidas a las heridas de los azotes. Siendo éstas superficiales, la sangre salida de ellas estaría ya restañada y coagulada cuando le vistieron de nuevo la túnica antes de emprender el camino del Calvario. (Solé, p. 392).
Sin embargo, extrañamente, cuando horas después envolvieron el cadáver del sud ario, la sangre de los azotes volvió a estar fresca.
Finalmente y para remate de las reliquias textiles de Cristo, cabe mencionar los diversos pañales o fragmentos de pañales del Niño Jesús que se veneran en diversos santuarios de la cristiandad. Aunque en aquellos lejanos tiempos los pañales no eran desechables y solían reutilizarse después de lavados, no por eso deja de existir una razonable abundancia de los Sagrados Pañales, de los cuales hay (o hubo) en España varios, a saber: en Coria, en Lérida y en Escalona del Prado (Segovia), este último sólo fragmento deducido del de Lérida, según sabemos por el documento testifical que acompaña a la reliquia:
En dicha Cruz. de Jerusalén […] va colocado un pedacito de pañal de los en que fue envuelto el Niño Jesús por su Madre Santísima, el qual tomé yo con mi mesma mano de dicho pañal, quando el cavildo de la iglesia catedral de Lérida, adonde está colocado en Cataluña, se le dio a adorar a su excelencia [se refiere al conde de Peñaranda]. (Alarcón, p. 279).
El Santo Pañal de Lérida se veneraba en el altar de la Piedad, segundo a la derecha según se entra por la puerta principal de la Catedral Nueva. Estaba doblado y dispuesto en un artístico relicario de ébano con incrustaciones de plata fabricado en 1820. Según la tradición, este pañal fue un regalo que hizo el sultán de La Meca a la hija del rey de Túnez. Andando el tiempo, el rey de Túnez desembarcó con sus galeras en la mallorquina localidad de Pollensa y secuestró a una familia indígena de la cual sabemos que la madre se llamaba Elisenda y la hija Guillermona. Creció Guillermona en cautividad morisca y, como era doncella de muchas prendas tanto físicas como espirituales, enamoróse de ella el hijo del rey moro y la desposó. Conversa a la religión del marido (como era y sigue siendo costumbre en las casas reales), Guillermona trocó su sonoro nombre por el de Rocaya. Cuando su marido, de nombre Miramamolín, ascendió al trono, la invitó a examinar los tesoros que heredaba y allá fue donde Rocaya, es decir, Guillermona, vio el Santo Pañal. A todo esto, la madre de Rocaya y suegra del Miramamolín, la prudente Elisenda, había enviudado y se había vuelto a casar, en segundas nupcias, con un mercader cristiano llamado Arnaldo de Solsona. Llegó el día en que Elisenda, que no se acababa de adaptar a las costumbres moriscas, expresó su deseo de regresar a tierra de cristianos. Obtuvo permiso de su real yerno y fuese a establecer en Lérida. En un rincón de su equipaje llegaba el Santo Pañal que la discreta Rocaya le había entregado para sacarlo de tierras sarracenas. Así fue como llegó a Lérida tan venerada reliquia.
Las noticias más antiguas del Santo Pañal leridano se remontan a 1297, cuando se adoraba en una hornacina del altar mayor de la catedral Antigua, al lado del evangelio. En 1773 lo trasladaron a la sacristía de la catedral Nueva. Tenía fama de milagroso y de ser inmune al fuego (curiosa propiedad de tantas reliquias textiles de Jesús que, mire usted por dónde, no comparte la Sábana Santa de Turín). Los devotos se encomendaban a él para las enfermedades de la vista y para los partos. En cierta ocasión lo llevaron a Madrid para favorecer el alumbramiento de Isabel II.
En 1897 se restauró la antigua cofradía del Santo Pañal y volvió a celebrarse el solemne octavario de Navidad.
Era un trozo de tela blanco tirando a gris, de «unos cuatro palmos cuadrados» (Castillón, p. 84), de textura bastante basta, casi de saco, lo que sorprende en un pañal y mucho menos usado por la Virgen, con lo hacendosa y prudente que era. Sin embargo, un paleosindonólogo suizo (que a fuer de precisos debiéramos nombrar pañalólogo), el sacerdote y arqueólogo Adolf Fäh, lo examinó en 1904 y certificó que se trataba de un tejido del siglo I procedente de Palestina.
Lamentablemente el Santo Pañal no está ya entre nosotros. En 1936 fue requisado con el resto de los tesoros de la catedral de Lérida y depositado en el Banco de España. A la caída de Cataluña, pasó a Francia y no se volvió a saber de él.