En 1980, al desterrar un solar para construir apartamentos a las afueras de Jerusalén, las excavadoras sacaron a la luz un cementerio de los tiempos de Cristo. Entre los hallazgos figuraba una tumba familiar que contenía cinco cistas con sendas inscripciones hebreas con los nombres de las personas allí sepultadas: María, José, Jesús, hijo de José, y Judá, hijo de Jesús.
Otra cista del mismo yacimiento ostentaba el rótulo en griego María (¿María de Magdala?) y otra el de Mateo. Este material pasó inadvertido en su día y permaneció archivado en un almacén del Patrimonio Arqueológico Israelí hasta que llamó la atención de una productora de televisión británica que en 1995, aprovechando la Semana Santa, lo dio a conocer en un reportaje sensacionalista que especulaba sobre la posibilidad de que los restos que contuvieron esas cistas correspondan a la Sagrada Familia. Estas fantasías frívolamente difundidas por la prensa amarilla carecen de toda base dado que, como se sabe, Jesucristo y su madre la Virgen María ascendieron al cielo en su carne mortal, por lo que no es posible que sus huesos fueran recogidos en osario alguno. No obstante, para los más tibios en la fe, la hipótesis del hallazgo de los restos mortales de Cristo sigue siendo descorazonadora. Como declaró el profesor de Oxford Keith Ward,
si se tratara de un hallazgo auténtico, yo dejaría de ser cristiano, porque ello, a mi juicio, invalidaría el testimonio de los apóstoles y haría perder a la figura de Jesús toda su importancia. (Deus, p. 49).
Duerma tranquilo el profesor Ward en la seguridad de que es virtualmente imposible que se puedan localizar los restos de Jesucristo, o de cualquier otro hebreo de su tiempo, puesto que, a mediados del siglo I, las tumbas de Jerusalén y sus entornos se vaciaron como medida de purificación y los huesos se apilaron en osarios colectivos.