El famoso velo de la Verónica que antiguamente atraía a muchedumbres de peregrinos se guarda, desde 1641, en uno de los pilares que sostienen la cúpula de la basílica de San Pedro. Los cuatro gigantescos pilares están adornados con sendas imágenes de san Andrés, la Verónica, santa Elena y san Longinos, cuyas respectivas reliquias, las llamadas Reliquie Maggiori (la calavera de san Andrés, el velo de Cristo, un trozo de la Vera Cruz y la Santa Lanza) se suponen guardadas en otras tantas cámaras secretas habilitadas en el interior de cada pilar. Estas capillas están excluidas del recorrido turístico. Sólo son accesibles al papa y a personas muy cualificadas de la curia romana (y, presumiblemente, también a los famosos sampetrini, los mantenedores del edificio, fontaneros, albañiles, canteros, electricistas, carpinteros, que van heredando el cargo de padres a hijos).
En realidad falta la calavera de san Andrés. La insigne reliquia, regalada a Pío II en 1462 por el déspota de Morea, Tomás Paleólogo, fue devuelta por el papa hace unos años a la Iglesia ortodoxa de Pairas.
La piadosa leyenda aseguraba que el paño de la Verónica llegó a Roma poco después de la muerte de Cristo, cuando el emperador Tiberio recurrió a él por ver si lo sanaba de una lepra negra que le desfiguraba el rostro. Y, efectivamente, en cuanto contempló la imagen del Salvador impresa en el velo de la Verónica, se operó el milagro y su cara quedó limpia del terrible mal y fresca y tersa como el culito de un niño.
La historia no alcanza a probar que existiera en Roma ese paño de la Verónica antes de las Cruzadas. Además, en un principio, los paños eran dos. La otra Verónica romana es la imagen no manufacta de Cristo, que desde 1870 se venera en la antigua capilla privada de los papas, en San Juan de Letrán, subiendo la Escala Santa, es decir el mandylion citado páginas atrás. Lo que se ve es sólo un rostro defectuosamente pintado porque el resto del icono está cubierto por una funda de oro y plata a usanza oriental. Para algunos se trata de la pintura que la tradición atribuía a san Lucas, pintada según los consejos de la Virgen María. Sería el primer retrato robot de la historia.
Las primeras ostensiones del paño de la Verónica roma na datan de finales del siglo XII. En 1191 se la mostraron al rey de Francia Felipe Augusto y a sus aguerridos barones que regresaban —polvo, sudor y hierro— de la tercera Cruzada. No queda claro si realmente vieron la reliquia o si sola mente les pareció que la veían porque un peregrino más explícito que la veneró ocho años después, Gerardo de Gales, dice «nadie la ve más que a través de una cortina que le ponen delante». Es posible que esto diera lugar a la leyenda que aseguraba que el que miraba directamente al rostro divino se quedaba ciego en el acto (tiene antecedentes clásicos en el rostro de la Gorgona). También es posible que enseñaran la otra Verónica. Vaya usted a saber.
A partir de 1200, el papa Inocencio intuyó el potencial desaprovechado que atesoraba la Santa Faz y dio en ostenderla sistemáticamente y en sacarla en procesión el día de la Asunción desde la basílica de San Pedro a la iglesia del Espíritu Santo. Inocencio y sus sucesores estimularon las peregrinaciones para adorar a la Verónica, concediendo a los peregrinos enormes cantidades de indulgencias y perdones. Roma se convirtió pronto en la meta del turismo religioso de una Europa cada vez más próspera y deseosa de ver mundo, lo que redundó poderosamente en el florecimiento económico de la ciudad. En los siglos XIII y XIV las peregrinaciones de la Verónica dejaron su huella incluso en la más alta literatura. En la Divina comedia (Paraíso, XXXI), Dante compara el camino de ascenso al paraíso con la muchedumbre de peregrino s de la Verónica:
El peregrino que acaso llega de Croacia para ver nuestra Verónica, no se cansa de contemplarla a causa de su antigua fama, a veder la Verónica nostra / che per la antica fama no sen sazia, y mientras se la muestran no cesa de exclamar en su interior: ¡Señor mío Jesucristo, Dios verdadero! ¿Era ése tu Rostro…?
Las grandes peregrinaciones de devotos de toda Europa para adorar a la Verónica romana llenan toda esta época. En 1300 Bonifacio VIII la mostraba personalmente a los fíeles que acudían para ganar el jubileo. En el tornaviaje, estos «romeros» solían lucir en el sombrero un prendedor con la imagen del Santo Rostro, como vemos en una pintura de la capilla de los Españoles en Santa María Novella (1366).
Las ostensiones de la Verónica romana eran tan multitudinarias que frecuentemente algunos romeros perecían aplastados por la multitud que pugnaba por aproximarse a la reliquia. Los lectores que hayan presenciado, aunque sólo sea por televisión, el asalto devoto al santuario de la Blanca Paloma rociera tendrán una idea aproximada del fervor y la emoción que suscitan estos eventos.
Entre las escasas copias de la Verónica romana que se hicieron en el siglo XIII, las más famosas fueron la de Laon, regalada por el papa en 1249 y la de la catedral de Ascoli Piceno, donada en 1288.
Bonifacio VIII proclamó año santo el año final del siglo. Durante todo 1300, la Verónica se mostraría en San Pedro todos los viernes y fiestas de guardar y habría indulgencias especiales para los que visitaran los santuarios romanos. Además, el papa permitió la fabricación y venta de copias de la Santa Faz. No tardó en constituirse todo un gremio de pintores exclusivamente dedicados a copiar la Verónica, los pictores veronicarum. Los peregrinos adquirían en Roma insignias de plomo para el sombrero y copias de la Verónica sobre lino o pergamino con destino a la Iglesia del pueblo o la capilla familiar.
Marchaba el negocio viento en popa, tanto en su aspecto esencial, el espiritual, como en el meramente comercial, cuando la maldita política vino a interferir y lo malogró todo. Era época de grandes tensiones entre la Iglesia y los poderes temporales y, en 1309, el papa Clemente V, sintiéndose inseguro en Roma, trasladó la sede pontificia a Aviñón, donde se mantuvo durante más de medio siglo (el llamado «Cautiverio de Aviñón»). Roma, despojada de corte papal, decayó rápidamente y con ella la Verónica. La solemne procesión anual a la iglesia del Espíritu Santo dejó de celebrarse. Para colmo, vinieron malos tiempos en los que la propia existencia física de la reliquia peligraba. La Verónica hubo de ser trasladada a lugar seguro en 1328, ante la proximidad de la chusma impía e indisciplinada vestida de coloridos harapos que acompañaba al ejército de Luis de Baviera.
Transcurrieron muchos años antes de que las grandes familias romanas acertaran a resolver sus endémicas rencillas y se pusieran de acuerdo en devolver a Roma el esplendor de antaño. Con sobornos y presiones consiguieron que el papa Clemente VI declarara 1350 año santo y jubileo dotado con grandes indulgencias para los peregrinos que concurrieran a venerar la Verónica. Y aunque dos años antes de la celebración, en 1348, la peste negra asolara Europa, matando a una de cada tres personas y en 1349 un terremoto sembrara Roma de ruinas, el año santo constituyó un señalado éxito. Hubo más peregrinos de los que se esperaban, verdaderas muchedumbres, lo nunca visto, hasta el punto de que en los accesos a Roma se producían retenciones y embotellamientos. Es posible que las recientes calamidades, lejos de disuadir a los devotos, fortalecieran la fe de la grey cristiana.
Mucha gente sacó el vientre de mal año en aquella ocasión, no sólo los posaderos, taberneros, tahúres, rufianes y figoneros de Roma, sino, más señaladamente, los artistas de la Verónica, los pintores y plateros que inundaron Europa con reproducciones de la reliquia. Muchas copias de la Verónica conservadas en santuarios y colecciones europeas datan de aquel año santo de 1350. El lector recordará que la Sábana Santa se fabricó precisamente en esta época. La imagen milagrosa de Cristo era negocio seguro.
El siguiente año santo correspondía a 1400, pero el papa decidió adelantarlo a 1390 y dispuso que, en lo sucesivo, los años santos se celebraran cada treinta y tres años, la edad de Cristo. La idea no prosperó porque uno de sus sucesores, Nicolás V, tornó al año santo cada medio siglo y convocó el suyo para 1450. (Por cierto que en este año se congregó tan apretada muchedumbre sobre el puente que cruza el Tíber, frente al castillo del Santo Ángel, que algunas personas cayeron al río y otras fueron pisoteadas por la multitud: hubo ciento setenta y dos muertos).
En 1409 nuevamente tuvieron que poner a salvo la Verónica los canónigos de San Pedro. Se acercaba a la ciudad el ejército de Ladislao de Nápoles y existía cierto peligro de que la soldadesca profanara las reliquias. Al año siguiente las aguas tornaron a su cauce cuando el nuevo papa, Juan XXIII, expulsó a su predecesor y libró Roma de napolitanos.
Con el regreso de los papas a Roma, la ciudad y sus reliquias recobraron el antiguo esplendor. También las indulgencias crecieron. En las sucesivas ostensiones, un peregrino que llegara de fuera de Italia ganaba doce mil años de indulgencia. Quizá al lector le parezca una cifra respetable, pero si considera la duración de la eternidad verá que doce mil años es, en realidad, una gota perdida en el océano, menos que nada. Aunque, si las indulgencias se amortizan en un periodo de carencia, antes de comenzar a cumplir la pena (lo que no se afirma, pero tampoco se niega en teología), entonces todo el asunto varía considerablemente. Imaginemos un caso práctico: para un pecador condenado a padecer, pongamos, cuarenta millones de años y un día de purgatorio (y ya puede darse con un canto en los dientes por no haber merecido infierno, que es eterno e irremisible), esos doce mil años de indulgencia pueden resultar una cifra ridícula. No obstante, si el periodo de carencia comienza a disfrutarse inmediatamente después de la muerte, aún le queda la esperanza de que dentro de cuatro o cinco mil años la humanidad haya evolucionado tanto que algún graciable papa abola (o suprima) las penas en la otra vida o decrete amnistía general para los penados en el purgatorio; quién sabe, el mundo da muchas vueltas. En este caso, el condenado saldría bastante bien librado, pues todavía no habría comenzado a sufrir su pena gracias a la profusión de indulgencias ganadas por peregrinar a la Verónica. Lo de la amnistía general a los condenados del purgatorio es una posibilidad digna de ser considerada. Poder para decretarla no les falta a los papas, desde luego, dado que lo que tú atares en la tierra será atado en el cielo y viceversa, como es sabido.
En el siglo XVI, la concesión y venta de indulgencias constituía una de las más saneadas fuentes de ingresos de la Iglesia. Los papas echaban mano de ellas para sufragar los grandes edificios que construían y las obras de arte que adquirían. Recordemos que un desacuerdo sobre la recaudación de indulgencias fue precisamente lo que llevó a Lutero a encender el cisma de la Reforma.
Cuando redactábamos los párrafos precedentes nos ha parecido que quizá el escéptico lector moderno se sonreiría del miedo al purgatorio que sufrieron sus antepasados. En los presentes tiempos, debido a la crisis espiritual que nos aflige, mucha gente, incluso cristianos practicantes de misa dominical y viernes ayunos, han dejado de creer en el purgatorio. Craso error porque la Iglesia nunca lo ha declarado abolido. Lo que se ha suprimido es el limbo, pero el purgatorio sigue tan vigente como el infierno. El propio lector puede comprobarlo si va a Roma. No lejos de la basílica de San Pedro está la iglesia del Sagrado Corazón. El edificio es moderno porque la iglesia original fue completamente destruida por un incendio el 15 de setiembre de 1897. No obstante se salvó una habitación con tan terrible testimonio que ha sido consagrada a Museo del Purgatorio. Por las paredes vemos las quemaduras dejadas por manos estigmatizadas, por dedos y por cruces que marcan las almas en pena cuando regresan al mundo para suplicar una misa redentora. Algunas de las huellas expuestas son anónimas. Otras corresponden a personas conocidas. Hay una que marcó con su dedo ardiente la monja sor María de San Luis Gonzaga cuando se apareció a sor Margarita del Sagrado Corazón en la noche del 6 de junio de 1894 para implorarle que rezara por ella. Hay también una mesa en la que se marcaron a fuego la mano y la cruz de un abad de Mantua, el padre Panzini, fallecido en 1731. También se puede admirar el terrible rostro, sin pupilas, de sor Clara Scholers, «muerta en 1669, clamando piedad» (Museo, p. 26).
¿Son verdaderos los objetos que se exponen y las historias que los acompañan?
Por supuesto que sí —responde el párroco y director del museo, padre Bruni—. Éstas son pruebas. Nuestro obispo ha investigado varias de ellas y todas han sido verificadas. Se trata de auténticas reliquias de almas que están en el purgatorio. (Museo, p. 26).
Rota nuestra lanza en defensa de las indulgencias, retomemos ahora el hilo de nuestra historia. El 6 de mayo de 1527 Roma fue asaltada y saqueada por el ejército imperial de Carlos V, constituido por tercios españoles y lansquenetes alemanes. Al protonotario apostólico, Gutierre Doncel, que era de Jaén, lo colgaron de sus partes (y, aunque era enteco y de poco peso, de ello murió) para que declarara dónde había ocultado los tesoros papales. ¿Fue la Verónica capturada y destruida en esta infausta ocasión? Hay motivos para temerlo: un testigo presencial la vio pasar de mano en mano por las tabernas y burdeles en los que se solazaba la ebria soldadesca, y el cardenal Salviati asegura en una carta a Castiglione que, al final, la soldadesca quemó la reliquia.
No obstante, años después, en el año santo de 1533 la Verónica fue ostensionada a los peregrinos como si nada hubiera pasado. ¿Habían fabricado una nueva para sustituir a la destruida? También se la ostensionaron, junto con la Santa Lanza, a Carlos V en 1536. Y nuevamente la exhibieron en el año santo de 1575.
¿Era la buena? ¿Era una copia? Sobre este asunto hay tres opiniones:
1.ª La Verónica que actualmente guardan en Roma es la medieval, que no se perdió en el saqueo de 1527.
2.ª La Verónica romana es la copia que sustituyó a la quemada en 1527.
3.ª La Verónica medieval, o su copia de 1527, fue robada en 1608, durante un traslado, y la actual es una réplica (o réplica de réplica) de la medieval. Algún investigador sostiene que el ladrón fue un tal Pancracio Petrucci, que la pignoró diez años más tarde a un tal Antonio Fabrizio, el cual a su vez la donó a la iglesia de Manoppello, cerca de Pescara, donde todavía se venera.
¿Dónde reside la verdad? Sólo Dios lo sabe. Lo cierto es que, a partir del siglo XVII la Verónica, original o copia, se torna un objeto misterioso que sólo se exhibe de tarde en tarde, siempre con gran misterio, y queda encerrado en su nuevo relicario de la pilastra de San Pedro, donde aún hoy reside. La última ostensión pública se celebró en 1950, con ocasión del año santo, pero ni siquiera la extrajeron del relicario, por lo que los devotos, aunque quedaron muy edificados, no pudieron satisfacer su curiosidad.
La imagen que tenemos hoy de la Verónica romana es la de sus copias antiguas. Urbano VIII había prohibido hacerlas, pero a partir del siglo XIX volvieron a comercializarse oficialmente compulsadas con su sello rojo pontificio, rechace imitaciones.
Hubo una ostensión extraordinaria en 1848, cuando Pío IX se vio obligado a salir de Roma dadas las graves circunstancias por las que atravesaba el Estado Pontificio. Antes de abandonar la ciudad, el papa ordenó que la Verónica permaneciese expuesta desde Navidad hasta Epifanía (de 1849). El piadosísimo presbítero Sala (p. 34) escribe:
En tan memorable fecha, y en presencia del pueblo orante, la Santa Faz se transfiguró, enrojeciéndose la sangre, entreabriéndose los labios, y refrescándose las señales de las heridas. Las campanas se echaron al vuelo, acudieron miles de fieles, y, a petición del cabildo, un notario levantó público testimonio del milagro.
Por esos años visitaba Roma el pintor inglés Thomas Heaphy el Joven que se había empeñado en copiar las imágenes no manufactas de Cristo. Al morir dejó un álbum (que la viuda no tardó en pignorar) con reproducciones en tela de las Verónicas más famosas de la cristiandad, tan detalladas que hasta las desgarraduras de la tela copiaba. Pero tampoco podemos fiarnos de su copia de la reliquia porque el muy ladino, cuando no le permitían examinar el original, lo inventaba.
La Verónica romana es hoy un velo de 63 cm de alto por 51 de ancho en el que la imagen está tan desdibujada por la luz o el tiempo que resulta casi completamente indescifrable. Cuando todavía era visible, parece que tenía los ojos cerrados, pero ni eso se percibe ahora. En 1854 la reliquia fue ostensionada para algunos asistentes a la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. Entre ellos figuraba el padre Barbier de Montault, que la describe como «una mancha oscura sin trazas de rostro humano». Algo similar pareció en 1907 al investigador alemán Joseph Wilpert, S. J., que sólo percibió en el lienzo «dos débiles manchas parduscas». Las descripciones de los que no la han visto (y por lo tanto cuentan con la fe) son algo más optimistas, pero ninguno se deja arrastrar por grandes entusiasmos:
No se reconocen los ojos ni la nariz, ni la boca —es decir, no se distingue nada—; en la parte superior se aprecia una sombra gris que indica el cabello y en las mejillas se advierten también manchas grisáceas. La barba, de porte señorial, desciende en dos puntas. Por los siglos transcurridos, la imagen aparece borrada en casi su totalidad; difícilmente se aprecia algún que otro rasgo. (Sala, p. 60).
Por lo demás, en el siglo XX no ha habido ninguna ostensión de la Verónica fuera de la del año santo de 1950, dentro de su relicario cubierto por una lámina de oro que en sus tiempos dejaba libre la parte del rostro. La pintora húngara Isabel Piczek asegura haber asistido a una ostensión privada, en la sacristía de San Pedro. Más recientemente, el sindonólogo Ian Wilson, que ha revuelto cielos y tierra por obtener un permiso, sólo ha conseguido buenas palabras. La Verónica romana, después de tanta y tan ajetreada historia, parece que ha regresado a la espesa tiniebla de la que procedía.