Santa Verónica, patrona de las copisterías, cuya festividad celebrábamos el 12 de julio, fue una santa muy venerada en la Edad Media. En los tiempos modernos, sin perder devoción, incluso ha prestado su nombre a un lance del toreo consistente en sortear la acometida del astado con la capa extendida, igual que la Verónica sostiene el paño impreso con el rostro de Cristo. Durante siglos, la liturgia romana más solemne consistió en la bendición papal con el velo de la Verónica. Hablamos de los tiempos en que Roma era la ciudad más fascinante de la cristiandad, una urbe llena de purpurados, de iglesias, de monumentos, de reliquias, de mesones, de baños, de tabernas, de reñideros, de casas de juego, de prostíbulos… Pero el conjunto de todos esos atractivos no reunía tanto poder de convocatoria como el paño de la Verónica. La Verónica era el número fuerte, sólo ella llenaba las arcas de la Iglesia con los óbolos de la muchedumbre romera deseosa de canjear sus ahorrillos por perdones.
Hoy, con la evolución de las costumbres, la gente no le teme ya a nada y, por consiguiente, flaquea la devoción. Los romeros, las indulgencias y el pánico al purgatorio son agua pasada. La Verónica ya no es rentable. Ha quedado obsoleta y el papa la ha jubilado. La simpática y piadosa mujer que sostiene el velo con la cara de Dios ha dejado de figurar en la sexta estación del vía crucis que el papa preside cada Viernes Santo en el Coliseo de Roma. En su lugar han 1, puesto a Dimas, el caco, que antes no figuraba y que ahora adquiere rango preferente. Los de la curia romana fundamentan su discutible decisión en que Dimas es el primer canonizado, dado que Cristo, con aquel ánimo generoso que tenía, que era todo corazón, y puesto además en los apremios de la cruz, confraternizó con él (que no hay cosa que más una que la común desgracia) y le prometió el paraíso. Eso argumentan, pero, en el fondo, la única justificación canónica de este atropello reside en que el evangelista incluyó en su relato la anécdota del ladrón y pasó por alto la de la santa. ¿No advertimos en ello un tufillo machista? El caso es que han expulsado a la Verónica del santoral. La arbitraria defenestración de la santa (sin atender al quebranto y desamparo en que quedamos sus devotos) es una muestra más del desnortamiento que padece la Iglesia en este turbio final de milenio. ¿No hubiera sido más razonable ampliar las estaciones del vía crucis para que Dimas tuviera la suya en lugar de desnudar a un santo (santa en este caso) para vestir a otro?
Cuenta la piadosa leyenda que Verónica era una mujer de Jerusalén, una hacendosa ama de casa, recatada y nada ventanera, la cual, movida de piedad, al ver caer a Cristo sangrante y sudoroso frente a su puerta, enjugó la faz del Redentor con un paño limpio que guardaba en el arca. Los escupitajos sanedrínicos y la sangre de las puñadas saduceas que manchaban el Divino Rostro, unidos al polvo y al sudor, dejaron una indeleble impronta en el paño.
Lástima que esta versión tan popular de la leyenda sea una tardía invención medieval. La supuesta primera mención de Verónica aparece en las apócrifas Actas de Pilato (principios del siglo V), donde se dice que la hemorroísa de los Evangelios (Mt. 9, 20) poseía una escultura que representaba a Jesús. Un poco antes el obispo Eusebio de Cesárea (recuerden: el historiador más mendaz de la antigüedad según Jacob Burckhardt) había consignado en su Historia eclesiástica que la hemorroísa vivió en su diócesis. A partir de estos escuetos datos, la leyenda aumentó y se fue enriqueciendo con nuevos detalles. A poco resultó que la hemorroísa era la mujer de aquel Zaqueo citado en Lucas (19, 1-10).
En el siglo X se mencionaba ya el nombre de la santa, probablemente derivado de vera icona; es decir, «verdadera imagen», en alusión a la que la hemorroísa poseía de Jesús. En Roma, un documento de la época denominaba Verónica a una sección de la basílica de San Pedro. En 1011 ya tenía la santa un altar (Solé, p. 384).
Santa Verónica.
Para 1200, la antigua estatua del Redentor se había transformado en una impresión de su rostro sobre lienzo o pañuelo efectuado antes de la Pasión (influencia directa del mandylion de Edesa). Por aquel tiempo comenzaría a mostrarse a los fíeles, es decir, a ostenderse, la reliquia conocida como paño de la Verónica. La leyenda atesoraba tales posibilidades dramáticas, que acabó arrinconando a la del mandylion de Edesa y muchos iconos fabricados sobre el mandylion pasaron a ser Verónicas, especialmente en la cristiandad occidental.
Solamente en el siglo XV, cuando comienzan las estaciones del vía crucis, la leyenda adquiere su forma definitiva y el velo de la Verónica resulta imprimación de la sangre y el sudor del rostro de Jesús camino del Calvario. Es evidente que, obedeciendo a la ley narrativa más arriba enunciada, la leyenda de la Verónica, superior en dramatismo a la del mandylion de Edesa, se había impuesto y muchos mandiliones se habían reciclado en Verónicas, dado que lo que unos y otros representaban era la faz del Salvador. Si acaso hubo algún cambio fue que la faz del mandylion era sin espinas, cuando todavía la vida sonreía a Jesús antes del encontronazo con la justicia romana, pero en el transcurso de los siglos la imagen del Fundador que la Iglesia promocionó con más insistencia era la torturada, no la otra. Esto también ayudaría a imponer la Verónica. La eterna ley de la oferta y la demanda.
Mientras tanto, los franceses pusieron en circulación la especie de que santa Verónica había viajado a Francia para llevar las reliquias de la Virgen y mostraban su tumba en Soulac-sur-Mer, no lejos de Burdeos.
¿De dónde procedía aquel paño de la Verónica venerado en Roma? Es posible que del Oriente bizantino, como tantas otras reliquias, y hasta puede que fuera simplemente una de las copias del mandylion de Edesa.
Acá topamos nuevamente con los recalcitrantes sindonólogos que se empeñan en que los Santos Rostros dispersos por la cristiandad, o sea, las Verónicas, son meras copias de su Sábana Santa. Con tal de defender su reliquia no vacilan en desprestigiar las ajenas, mostrando en ello escasa camaradería y caridad cristiana. «Los Santos Rostros esparcidos por toda Europa son falsificaciones nacidas de la ingenua o interesada fantasía medieval», asevera la señora Siliato (p. 142). ¡Hágame el favor, señora, de respetar las creencias ajenas, que los veronicólogos (entre los cuales incluiremos también a los mandilionólogos) tienen tanto derecho a acreditar sus reliquias como los sindonólogos! ¿No habría resultado mucho más caritativo concederles también credibilidad y acogerlos a la sombra de la Sábana Santa, como sus hermanos menores? Porque, suponiendo que la sábana, en lugar de ser la falsificación del siglo XIV que es, hubiera sido la impronta verdadera de Cristo, ¿por qué no iban a existir, con igual derecho, otras veinte o treinta imágenes, más pequeñas, del divino rostro, si algunas de ellas incluso están avaladas por tradiciones más antiguas que la de la Sábana Santa? Y aunque todas sean igualmente falsas, o precisamente por eso, ninguna tiene por qué prevalecer a costa de negar a las restantes, siendo como son, a la postre, representaciones de Cristo Dios manufacturadas por nuestros antepasados para mover a piedad a la gente sencilla, a los analfabetos que precisan de un «evangelio mudo» (palabras de san Juan Damasceno; ¿las recuerdan?).
Verónicas hay muchas por toda la cristiandad, algunas auténticas y otras con la marca ex oríginali que las declara simples copias de la Verónica del Vaticano. Además, desde que, en 1249, Urbano IV envió una de ellas a Laon se impuso la costumbre papal de obsequiar con réplicas de la Santa Faz a quienes hacían grandes servicios a la Iglesia. Era un regalo que, sin tener más valor material que un simple paño pintado, como estaba tocado en la reliquia original, atesoraba unos valores espirituales incalculables.
Dada la limitación de espacio que padecemos, solamente analizaremos con algún detenimiento la más importante Verónica, es decir, la del Vaticano. Y, por supuesto, las tres Verónicas españolas, a saber: el Santo Rostro de Jaén, la Santa Faz de Alicante y el pañolón de Oviedo. Quedarán en el tintero, entre otras, la de Bitonto, la de Chiaravalle, la de Soissons y la de Laon, con su bizarra inscripción paleoeslava que dice Imago Domini in Sudario.