Capítulo 26

El «mandylion» de Edesa

Edesa, hoy una polvorienta ciudad turca llamada Urfa, albergó una próspera comunidad cristiana en los primeros siglos de nuestra era. Eusebio de Cesárea (el historiador más embustero de la antigüedad, según Jacob Burckhardt) recogió en el siglo IV, en su Historia eclesiástica, una leyenda con la que la comunidad cristiana edesina apoyaba su pretensión de ser la más antigua de Asia Menor. Según la piadosa narración, en los tiempos de Cristo reinaba en Edesa un rey justo y venerable llamado Abgar V Ukama (es decir, el negro), el cual estaba baldado por una enfermedad incurable. Habiendo llegado a sus oídos la fama de los milagros de Jesús, le envió un propio con la súplica de que viniese a curarlo. Jesús le contestó, mediante carta (dictada, apostillan los comentaristas, pues no queda claro que supiese escribir) que no le era posible desplazarse fuera de su nación. No obstante —«tu fe te ha salvado»— delegó la curación en uno de sus discípulos más aventajados (el apóstol Judas Tadeo, según algunos). El discípulo no sólo curó al rey, sino que, en la misma tacada, fundó sede episcopal en Edesa (que, agradecida, se había convertido al cristianismo) y fue su primer obispo. Cuando Eusebio de Cesárea recogió la leyenda, en el siglo IV, todavía no se hablaba de ningún retrato de Cristo, pero medio siglo más tarde ya le habían añadido que Jesús posó para que el enviado del rey Abgar, consumado pintor, le hiciese un retrato. El rey Abgar V Ukama tenía colgado aquel retrato en la mejor sala de su palacio.

Casi dos siglos más tarde, Evagrio, en su Historia eclesiástica, compuesta hacia 593, introduce una nueva versión de la leyenda del retrato. Evidentemente trataba de justificar una pintura de Cristo que los edesinos tenían en gran estima. Según esta versión, el enviado del rey Abgar no pudo pintar a Jesús porque, por más que lo intentaba, no le salía. Entonces Jesús se apiadó de él y, tomando la tela, se la aplicó al rostro dejando milagrosamente estampada su faz. La pintura, que en la leyenda primitiva era un simple retrato realizado por el embajador, se transforma ahora en un retrato milagroso, una especie de fotocopia hecha sin concurso de artista alguno por el propio Cristo, un acheiropoiéton (a-cheiro-poietos, no-mano-hecho), es decir, «no pintado por mano del hombre» o, más finamente, no manufacto.

No estaba mal traída la leyenda, pero ¿cómo justificar el prolongado silencio de cinco siglos durante los cuales nadie vio la preciosa reliquia ni supo de ella? La conveniente explicación no se hizo esperar: el piadoso obispo la había ocultado para salvarla de la destrucción, porque al buen rey Abgar V Ukama, fallecido en el año 57, sucedió en el trono de Edesa un hijo que no compartía la admiración de su padre por los cristianos.

Dios, cuyos designios son, como es sabido, inescrutables, permitió que su retrato se conservara emparedado en la muralla de Edesa durante cinco siglos, al cabo de los cuales decidió ponerlo nuevamente en circulación. Para ello aprovechó que en 544 el rey persa Cosroes I había puesto cerco a Edesa con un potente ejército y se disponía a conquistarla. Cuando más desesperada era la situación, ya la ciudad a punto de sucumbir, el obispo Eulalio soñó que una Señora le revelaba el escondrijo de la portentosa reliquia. «¡Milagro: la lámpara estaba encendida, y la cara interior del ladrillo llevaba copia de la imagen!», exclama alborozado el padre Solé, S. J., cuyo relato seguimos con filial devoción (p. 81).

Los edesinos, impetrando el favor divino, sacaron en procesión la sagrada reliquia por las murallas de la ciudad. Al día siguiente de la fervorosa ostensión, las máquinas de los sitiadores se incendiaron milagrosamente y, por si fuera poco, hasta se les declaró en el campamento una epidemia de peste negra.

El malvado persa se vio obligado a levantar el cerco y regresar a sus tierras, chasqueado. ¡Edesa estaba salvada!

Otra versión pretende que la reliquia se encontró por casualidad, al desplomarse parte de la muralla socavada por una riada (Corsini, p. 45), pero la del sueño del obispo la supera en eficacia narrativa, así que la adoptamos por verdadera. En cualquier caso, desde el punto de vista estrictamente histórico, estas leyendas del mandylion de Edesa y sus derivados no contienen un adarme de verdad y, por lo tanto, no resisten la menor crítica científica. Los sindonologistas que se aferran a ellas como a un clavo ardiendo lo hacen simplemente porque no tienen mejor asidero. Es la fe, que mueve montañas.

Como es natural, el resto de las ciudades de Oriente, Melita, Hierápolis y otras vecinas, todas ellas habitadas por prósperas comunidades cristianas, no iban a ser menos, y reclamaron la condición de milagrosos para sus respectivos iconos acheiropoietos (no pintado) o apomasso (impronta). Mandylion significa pañuelo en siríaco, y acheiropoiéton, no hecho por mano humana, un adjetivo que en Oriente se aplica a todos los pretendidos retratos milagrosos de Cristo y otros santos. Un intento de conciliar a los distintos mandylion que iban surgiendo condujo a suponer que el paño en el que Jesús imprimió su faz estaba doblado en cuatro (tetradiplon) y la imagen del divino rostro quedó impresa en cada uno de los dobleces de manera que, por lo menos, cuatro de los retratos acheiropoiéton podían ser auténticos. La misma argucia se usaría, tiempo después, para justificar la existencia de varias Verónicas, como en su momento se verá.

Lo cierto es que los mandylion se multiplicaron. Incluso en la propia Edesa existieron dos. En el siglo VIII, el municipio se vio obligado a empeñar la reliquia para pagar los impuestos a un recaudador llamado Anastasio, que pertenecía a la secta monofisita (también cristiana). Cuando los munícipes intentaron rescatarla, Anastasio les entregó una copia y dejó la original en la iglesia monofisita. Otra versión de la leyenda, que es la que defienden los ortodoxos, asegura que los primeros propietarios detectaron la falsificación y no se dejaron engañar. En cualquier caso, a partir de entonces cada comunidad adoró su mandylion y las dos estaban convencidas de que poseían el auténtico.

El mandylion acheiropoiéton de Edesa sería la primera imagen conocida del rostro de Cristo, anterior incluso, en dos siglos, a las primeras Sábanas Santas. El primitivo mandylion no se ha conservado, pero sí algunas copias de las muchas que durante siglos se hicieron de él. Era un rostro aislado, sin cuerpo, de un hombre barbudo con el cabello y la barba divididas en dos crenchas.

Meditemos sobre el mandylion de Edesa. Todavía no se trata de un textil proveniente del sepulcro de Cristo, sino solamente de un retrato de Jesús, hecho en vida.

En el mundo bizantino y su entorno, los iconos de Cristo y sus santos fueron creciendo en importancia hasta el punto de que muchos teólogos (y la teología era una pasión bizantina) llegaron a preocuparse porque la gente sencilla adoraba más al objeto que a la representación del objeto. Esto también se percibe en el mundo moderno con las patronas de muchas ciudades y con algunas imágenes de Cristo. No hace mucho, en Sevilla, orando ante el Jesús del Gran Poder, escuchamos decir a un devoto con los ojos arrasados en lágrimas: «¡Éste es Dios y no el que está en el cielo!». Evidentemente no quería decir que el del cielo no lo sea, sino que su representación abogada en Jesús del Gran Poder contiene o manifiesta la divinidad con mayor intensidad y fuerza.

Los bizantinos eran grandes polemistas. Pronto estalló una franca guerra entre partidarios y detractores de los iconos. En 726 los detractores impusieron su voluntad y el emperador León III el Isáurico prohibió el culto a las imágenes. La controversia iconoclasta se prolongó durante casi dos siglos. Finalmente, en 843, los santos varones reunidos en el Sínodo de Constantinopla volvieron a aceptar las imágenes. Los persuadieron los argumentos de san Juan Damasceno, que consideraba los iconos «libros para analfabetos» y «sermones silenciosos», y como tales, eficaces auxiliares del proselitismo. Por cierto, en su fogosa defensa, san Juan aludió a las imágenes milagrosas, a las acheropoietai o acheoropitae, el mandylion, las Verónicas, las Sábanas Santas y todo eso.

El mandylion de Edesa, no sabemos si el original o su copia, fue inevitablemente a parar a Constantinopla. En 944 el emperador Romano I Lecapeno obligó a los edesinos (a la sazón musulmanes, porque el islam había conquistado la ciudad en 639) a entregarles la reliquia. Otras fuentes aseguran que «pagó por ella doce mil denarios de plata y doscientos cautivos sarracenos». Sea como fuere, el mandylion (o su copia) acabó en Constantinopla, donde gozó de gran prestigio. Solamente el presunto retrato de la Virgen pintado por san Lucas lo igualaba en devotos.

En 1238, muchas sagradas reliquias custodiadas en la capilla del palacio de Bucoleón pasaron, por compra, a los prestamistas venecianos, de las manos del emperador Balduino II a las de su primo San Luis de Francia. Algunos aseguran que el mandylion figuraba entre los tesoros espirituales que San Luis guardó en la Sainte Chapelle, de donde desaparecería en 1790 a raíz de los sucesos revolucionarios. Otros aseguran que permaneció en Constantinopla unos siglos más. Aducen estos que, poco antes de la caída de la ciudad en manos turcas (29 de mayo de 1453), el emperador puso a salvo sus más valiosas reliquias, entre ellas el mandylion y la Santa Faz, enviándolas, por medio de sus hijos, al papa Nicolás V. Si esto fuera así el bienintencionado emperador puso en un aprieto al pontífice porque en Roma hacía siglos que se veneraba la verdadera Santa Faz y el verdadero mandylion. ¿Cómo conciliar tanta reliquia repetida? Naturalmente con el socorrido recurso de la copia múltiple. Dado que la Verónica se veneraba ya en la basílica de San Pedro, el papa confinó la nueva adquisición al íntimo marco de su oratorio privado. No sabemos qué fue de ella. Desde luego no se trata de la reliquia actualmente exhibida en el oratorio privado del papa. Este mandylion o Verónica es un icono bizantino llegado a Italia hacia 1250, que primero fue propiedad de una comunidad de monjas fundada por Margarita Colonna en Palestrina y de allí pasó a Roma, cuando las monjitas se trasladaron a la iglesia de San Silvestro in Capite. En 1587 se veneraba como mandylion o «Rostro de Edesa», junto con la cabeza de san Juan Bautista y las ostensiones conjuntas de tan importantes reliquias gozaban de gran éxito de público. En 1870 las dos reliquias pasaron al Vaticano.

Sea como fuere, el presunto mandylion, hoy casi inaccesible, preside la capilla privada del papa, instalada en la sala de la condesa Matilde del palacio apostólico del Vaticano (Siliato, p. 143). En cuanto a la cabeza del Bautista, los musulmanes sirios sostienen que la auténtica es la que ellos veneran, dentro de un lujoso relicario, en la mezquita omeya de Damasco. Vaya usted a saber.

El sindonólogo Ian Wilson se empeña en identificar el mandylion de Edesa con la Sábana Santa de Turín. Según él, los edesinos lo mantuvieron doblado durante siglos dentro de un marco grueso que disimulaba el trapo sobrante y exponía únicamente el rostro de la figura. La señora Ordeig, devota seguidora del británico, imagina la escena del descubrimiento:

Al tirar con todo cuidado del lienzo se dieron cuenta de que había más debajo […] en el fondo del relicario se hallaba doblada y redoblada una gran cantidad de tela […] un larguísimo sudario con las huellas completas de un hombre por detrás y delante. (Ordeig, p. 54).

Es decir, un espectáculo similar al de los prestidigitadores que se sacan de la chistera metros y metros de pañuelo. Dicho sea sin asomo de burla, porque nos conmueve ese empeño de los sindonólogos que son capaces de comulgar con ruedas de molino con tal de labrarle un pasado a su reliquia e insuflar vida y datos a los casi mil quinientos años de historia que median entre la muerte de Cristo y la fabricación de la Sábana Santa de Turín. Si todos los cristianos pusiéramos el mismo entusiasmo en el cumplimiento de nuestras obligaciones religiosas, el mundo sería una balsa de aceite y los corderos pacerían al lado de los lobos, y estos les cederían incluso los mejores bocados. Ello requiere, y en eso radica la dificultad, una fe sin desfallecimientos y unos lobos herbívoros. La propia señora Ordeig desfallece algo en su fe cuando, olvidando lo que ha escrito dos páginas antes, reconoce que «no hay documentación alguna de la posible transformación [del Mandylion] en la Síndone completa» (Ordeig, p. 56).

Así como en el western clásico siempre existe un pistolero más rápido, en la sindonología siempre existe un sindonólogo más imaginativo. Las fantasías de Ian Wilson han sido ampliamente superadas por la desbordada imaginación latina del español Carlos Galicia. Para él, la Sábana Santa viajó de Jerusalén a Constantinopla en 614 (para ponerla a salvo del ataque persa), pero en 726 la persecución iconoclasta obligó a sus devotos a ponerla a salvo y la llevaron a Edesa.

Como ya entonces el mandylion había desaparecido de esta ciudad, la sábana fue recibida con entusiasmo ocupando supletoriamente su lugar. (Galicia, p. 70).

Esta desaparición del mandylion que el sindonólogo se saca de la manga tiene su porqué. ¿Qué fue del mandylion? Pues, ante la amenaza de Cosroes II, sus custodios huyeron con él hacia el sur y como los persas no dejaban de avanzar, que llegaron de aquella tacada hasta Alejandría, los edesinos no dieron tregua a la espuela hasta ver su reliquia a salvo en Cartago, hoy Túnez. Mas hete aquí que apenas habían recuperado el resuello cuando tuvieron que echar a correr de nuevo porque llegaban los feroces omeyas conquistando el norte de África hasta Marruecos. Arrinconados en el extremo Occidente, los portadores del mandylion no tuvieron más remedio que pasar a España. Desembarcaron en Cartagena y respiraron aliviados cuando san Fulgencio, obispo de Écija, virtuoso varón y persona de toda confianza, se hizo cargo de la reliquia. De san Fulgencio pasó a san Ildefonso y con él a Toledo, y de Toledo, con la invasión musulmana, que nuevamente amenazaba a las reliquias, fue a dar en Asturias. Hoy es el pañolón de la catedral de Oviedo. De esta manera, con dos páginas de manual de escuela primaria hábilmente manejadas, queda explicado cómo llegó al Cantábrico una presunta reliquia de Cristo.

¿Entonces en qué quedamos? ¿El mandylion de Edesa es la Sábana Santa de Turín o el pañolón de Oviedo? Los indicios apuntan a que, si crece la afición al pañolón de Oviedo, ello podría dar lugar a un cisma de incalculables consecuencias en el seno de la comunidad sindonológica. Escudriñen de nuevo el Evangelio y hallarán que los sayones que crucificaron a Cristo, gente ruda y nada pulida, llegaron a un pronto y feliz acuerdo sorteando su túnica (Jn. 19-24; Mt. 27, 35; Mc. 15, 24; Lc., 23, 34). ¿Por qué no hacen los sindonólogos y pañolólogos lo propio con el mandylion de Edesa? Sortéenlo en hora buena y al que Dios se lo dé, san Pedro se lo bendiga. O bien adopten una segunda solución que podría satisfacer a las dos partes: acaten que el mandylion estaba plegado en dos. En este caso, los dos aspirantes a la sucesión, Sábana Santa y sudario de Oviedo, son originales. ¿Algún hipercrítico objeta que no se parecen absolutamente en nada? ¿Acaso no pudo el Omnipotente permitir que se imprimieran huellas distintas en uno y otro lienzo buscando en la variedad el gusto?

Por no enredar las cosas, estamos dejando en el tintero la Santa Faz genovesa, que algunos creen el verdadero mandylion. Esta reliquia, pintada sobre tejido de algodón y pegada a un tablero, se custodia, desde finales del siglo XIV, en la iglesia de San Bartolomé de los Armenios, en Génova. Aseguran los genoveses que fue regalo del emperador de Bizancio Juan V Paleólogo al genovés Leonardo Montaldo. Montaldo lo legó a la iglesia a su muerte, en 1384. Hoy se guarda bajo ocho llaves, en poder de otras tantas destacadas familias de la ciudad. Esta Verónica ha sido examinada en 1969 por un especialista en arte.

Mientras el deseable arbitraje llega, hemos de reconocer que una abrumadora mayoría de sindonólogos apoya la teoría de Ian Wilson. Visto tanto fervor, apena que la identificación mandylion = sábana de Turín no se sostenga históricamente. Tampoco se sostiene desde la fría lógica: de haber sido la reliquia expuesta durante siglos a la intemperie, al besuqueo devoto, al humo de las velas y a los demás agentes contaminantes, probablemente la imagen del rostro estaría más desgastada que el resto. Lo que sucede es justamente lo contrario: el rostro de la Sábana Santa es precisamente la parte más nítidamente impresa de la figura.