Los Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) mencionan una sábana (sindona o sindoni) que envolvió (enéilesen) el cadáver de Cristo. La coincidencia no es especialmente reveladora puesto que estos tres evangelistas copian de un evangelio anterior, hoy perdido, el misterioso Documento Q. Pero el cuarto evangelista, san Juan, que no se basa en el Documento Q, y que, por otra parte, es el único cronista que pudo presenciar los hechos que describe, asegura que el cadáver de Cristo fue vendado (édesan) con othonía (lienzos) o keirai (vendas). Es evidente que los primeros cristianos no tenían nada claro en qué consistieron los textiles funerarios de Jesús. Probablemente tampoco concedían al tema mayor importancia. Esta discrepancia de las fuentes da mucho trabajo a sindonólogos y exegetas en general, que se ven obligados a hilar fino para concordar las Escrituras.
A pesar de sus contradicciones, los Evangelios suministraban una base estupenda para, a partir de ellos, crear convenientes reliquias, especialmente las textiles tan baratas, vistosas, cómodas de transportar y fáciles de subdividir. Sin embargo, las reliquias textiles de Cristo no figuran entre las promocionadas por santa Elena en el siglo III (cruz, clavos, corona de espinas, columna de los azotes, escalera del pretorio, etc.). La invención de las textiles se demoró hasta bien entrado el siglo VI, en la segunda generación de reliquias. Justifica el retraso la íntima repugnancia de los judíos hacia todo objeto proveniente de una tumba o manchado de sangre.
El elocuente silencio de la monja Egeria y de san Jerónimo prueba que en el siglo IV no existían sudarios de Cristo ni Sábanas Santas, ni vendas, ni Verónicas ni nada similar. Ni siquiera el mandylion de Edesa y otros retratos milagrosos del Salvador. En 381 y 382, la monja Egeria y san Jerónimo adoraron reliquias de Jesús en Jerusalén y los Santos Lugares y no dejaron noticia alguna de los textiles de la Pasión ni de los retratos, lo que sin duda habrían hecho de haber existido.
Fue el siglo VII el que alumbró las primeras reliquias textiles de Jesús. En el año 614, cuando los persas saquearon Jerusalén, todavía no existían; por eso los invasores sólo pudieron robar las reliquias de la primera generación (especialmente el gran fragmento de la Vera Cruz). Sin embargo, y quizá por ello, tan sólo medio siglo después, en 651, la comunidad cristiana está espiritualmente preparada para una ampliación de su capital salvífico: había llegado el momento de incorporar los sudarios a las reliquias.
La fruta estaba madura porque el cristianismo, ya plenamente desarrollado, testimoniaba su legitimidad insistiendo paulinamente en los aspectos más cruentos de la Pasión de Cristo. Esta incidencia era, lógicamente, incompatible con la prevención supersticiosa hacia la sangre que el judaísmo había inculcado en los primeros cristianos. Pero la superación de este obstáculo menor por la nueva Iglesia de Cristo se estaba manifestando desde tiempo atrás en inequívocos síntomas: la propia mención reverente de los textiles ensangrentados de la Pasión. Uno de los textos hace referencia a «los testimonios de la Resurrección con la piedra roja veteada de blanco y la sábana». La piedra roja era una reliquia conocida, pero la sábana seguía siendo solamente una cita de los Evangelios. La comunidad cristiana creía que los lienzos empapados en sangre habían subido al cielo con Jesucristo, transportados por ángeles. Así lo establece el Evangelio egipcio de Gamaliel. Era una explicación conveniente que ahorraba posibles enredos teológicos porque, si en el Juicio Final se produce una resurrección de la carne y por consiguiente de la sangre, ¿qué se hace de la sangre derramada en la tierra por una criatura cuyo cuerpo ya está en el cielo? Era más conveniente que la sangre también estuviera en el cielo. El problema de la sangre por una parte y los cuerpos por otra, de tantos difuntos de a pie y no necesariamente divinos, atormentaba las vigilias del piadoso abad Tajo, aragonés. Conservamos copia de la carta en que su buen amigo el obispo san Braulio de Zaragoza disipaba las dudas del abad con doctrina y sabiduría:
«No creo que los apóstoles descuidasen conservar [las] reliquias para los tiempos futuros» (Solé, p. 73). El sagaz pastor, haciéndose eco de los fervientes deseos de su rebaño, está pidiendo que esos lienzos existan, pero sólo supone que debieron de conservarse, porque noticia fidedigna de su conservación no tiene.
Cuando tanta gente quiere que algo exista, la cosa no tarda en existir. Es la eterna ley de la oferta y la demanda. La demanda precede a la oferta y la determina (aunque, podría objetar el lector, las modernas técnicas de marketing prueban hoy lo contrario).
La primera reliquia del sudario de Cristo o Sábana Santa debió de fabricarse poco después del tiempo en que san Braulio la reclamara. En Jerusalén existía ya, desde los tiempos de santa Elena, una incipiente industria turístico-religiosa cuya oferta había quedado brutalmente disminuida cuando los persas se alzaron con las reliquias en 614. A los peregrinos que llegaban sin cesar de Europa no les interesaba tanto la ciudad y sus templos como los objetos que estuvieron en contacto con Jesús, especialmente si sirvieron en su Pasión.
Hacían falta los lienzos funerarios. Y los lienzos funerarios se inventaron.
En 670 el obispo franco Arculfo de Périgueux visitó con muchos otros peregrinos la iglesia del Santo Sepulcro y besó la reliquia que sustituía al leño de la cruz robado, una Sábana Santa «de unos ocho pies de altura», es decir, de tamaño natural. Es evidente que en esta sábana se distinguía la impronta del cadáver de Cristo, puesto que el obispo afirma que lo mostraban «de pie» (Solé, p. 72). Seguramente, de esta Sábana Santa con figura incluida se derivarían luego las otras Sábanas Santas que en el mundo han sido. Por cierto, el sindonólogo Ian Wilson y sus seguidores pasan por alto esta Sábana Santa, empeñados como están en que la reliquia estaba entonces en Edesa, localidad de Asia Menor. Lo grave del caso es que en Edesa nunca hubo Sábana Santa alguna, sino tan sólo el mandylion, un retrato del rostro de Jesús en una pieza de tela. Más adelante veremos cómo Ian Wilson se arregla para que de ese mandylion salga, por arte de birlibirloque, la Sábana Santa.
No sabemos cuánto tiempo se veneró la Sábana Santa de la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Siglo y medio después continuaba siendo objeto de veneración, aunque compartía honores con el leño de la cruz, nuevamente incorporado a la colección (¿el que se llevaron los persas u otro nuevo?). Las reliquias se mencionan conjuntamente, ad sanctam crucem et sudarium, en el Commemoratorium de Casis Dei vel Monasteriis, hacia 808.
En 730 san Juan Damasceno, versando sobre las reliquias textiles de Cristo, enumera «el vestido, la túnica, los lienzos sepulcrales (toüs sindonas), las vendas (ta spárgana)» (Solé, p. 71), pero no se refiere a ninguna sábana en concreto. Pocos años más tarde, en 769, san Esteban III cita los lienzos sepulcrales, sin precisar dónde se hallaban. Seguramente las reliquias textiles habían proliferado y se multiplicaban prodigiosamente en diferentes ciudades y santuarios. Es natural que ninguna comunidad se resignara a no poseer la suya, aunque sólo fuera un pedacito. Por otra parte, ya existía la cómoda creencia de que una pieza de tela que hubiese estado en contacto con la reliquia adquiría las propiedades de aquella. Y es fácil suponer que una sábana tocada en la Sábana Santa, y por ello venerada en la iglesia del pueblo, pasaba, en un par de generaciones, a ser la Sábana Santa misma por mucho que en Jerusalén hubiera otra, igualmente falsa, que algunos tenían por la verdadera.
De la Sábana Santa de Jerusalén no se sabe lo que fue. ¿Sería la misma que hacia 1171 el historiador Guillermo de Tiro vio en Constantinopla (junto con los clavos, la Lanza, la esponja y la corona de espinas)? Vaya usted a saber. En cualquier caso existieron otras Sábanas Santas, todas de procedencia oriental, algunas de las cuales llegaron a Europa.
En la propia Constantinopla llegó a haber dos Sábanas Santas, la de la iglesia de Santa María de Blanquerna, donde estaba la colección de reliquias reales, y la de la iglesia de Santa María de Faros. Esta última procedía de Beirut, pero no se sabía en qué fecha llegó. Naturalmente, las dos se tenían por auténticas.
La abundancia de reliquias textiles se explicaba como resultado de las diferentes dobleces del tejido, que permitía que los rasgos de Cristo se imprimieran en varias, todas verdaderas. La misma explicación se aplicaría a las copias del mandylion de Edesa y los paños de la Verónica, como se verá más adelante.
De esta facilidad de multiplicarse, sin perder crédito, carecían las otras reliquias: de las dos columnas de la flagelación, una forzosamente tenía que ser falsa; de las muchas lanzas de la lanzada, sólo una sería la genuina, y no digamos de los clavos de la Pasión, que daban para poner una ferretería.
En 1201, el custodio de las reliquias de Santa María de Faros, Nicolás de Mesantes, hizo inventario de los lienzos sepulcrales del Salvador, así como del pañolón y las vendas. Esto quiere decir que en Constantinopla tenían el ajuar completo, incluso algunas piezas repetidas. Un año después, unos molestos huéspedes llegados de Europa, los cruzados, testimoniaron que, entre las reliquias de la gran ciudad, existían varios lienzos funerarios, unos de menor tamaño, con el rostro de Cristo, y otros mayores, de cuerpo entero.
Los cruzados habían llegado como invitados, pero se alzaron con el santo y la limosna, saquearon la ciudad y expoliaron sus riquezas, reliquias incluidas. Es ya lugar común señalar que las apetencias variaban según las nacionalidades: los venecianos se dedicaron a rapiñar el oro, mientras que los belgas y franceses afanaban reliquias. También es lugar común atribuir al famoso saqueo el origen de muchas reliquias europeas, como si tal presunción bastara como certificado de autenticidad. La descarnada realidad es que las reliquias bizantinas eran falsas, como igualmente falsas serían las reliquias europeas copiadas de las bizantinas o fabricadas en talleres orientales durante los siglos XIII y XIV, en que el coleccionismo de reliquias se puso de moda en toda la cristiandad.
Después del saqueo de 1204, los jefes cruzados se repartieron el Imperio bizantino. Constantinopla y el imperio le correspondieron a Balduino II de Courtenay. El soldadote, aceptable estratega pero pésimo jefe de Estado, estaba sin blanca y para allegar fondos tuvo que empeñar las reliquias imperiales a los banqueros venecianos. Los propios venecianos negociaron su adquisición por el pío Luis IX de Francia. En el lote figuraba un rostro de Cristo sobre un pañuelo que algunos autores identifican con el mandylion de Edesa.
Entre las reliquias expoliadas por los cruzados figuraba una Sábana Santa que fue a parar a Atenas.
Existe una carta fechada en 1205 por la que un príncipe bizantino reclama al papa la devolución de las reliquias robadas el año anterior y atestigua que «la más sagrada de todas ellas, la Sábana Santa, está en Atenas» (Solé, p. 454). Atenas era a la sazón un ducado del caudillo cruzado Otón de la Roche. Este Otón de la Roche debió de enviar la Sábana Santa a su padre Poncio de la Roche, que vivía en Besanzón. El caso es que una Sábana Santa aparece en la catedral de Besanzón poco después.
Durante cuatro siglos y medio, la Sábana Santa de Besanzón fue muy venerada, pero cuando estalló la Revolución francesa
no bastó a los jacobinos apoderarse de la Sábana Santa, sino que la sometieron a mofa y calumnia […]; condenada al fuego, la reliquia fue trasladada a una sesión de la Société Populaire, donde, entre gritos y escarnios, la exhibió al populacho el vicepresidente Rambours. (Alarcón, p. 227).
Después decidieron enviar la reliquia a París para que los camaradas de la Asamblea Nacional decidieran su suerte. Hubo un encendido debate sobre el particular y finalmente se decidió que la Sábana Santa se hiciera vendas para un hospital. Ese fue el triste pero humanitario final de la reliquia bizantina. Medía ocho pies de largo (lo mismo que la Sábana Santa del Santo Sepulcro de Jerusalén), pero eso no indica nada. Cualquier sábana que pretenda reproducir la figura de un difunto a tamaño natural tiene que alcanzar unas dimensiones semejantes.
Los sindonólogos, en su afán por probar que la sábana buena, la auténtica, es la de Turín, no vacilan en calumniar a la de Besanzón, relegándola a la categoría de simple pieza del atrezzo catedralicio que servía para la representación del misterio pascual y que era copia del lienzo de Chambéry (Solé, p. 454).
Antes dijimos que en Constantinopla había dos Sábanas Santas. La que pasó por Atenas, residió en Besanzón y se hizo vendas para el hospital de París sería una. Pero todavía queda otra.
Los sindonólogos, de la mano de Ian Wilson, prefieren que su Sábana Santa sea la otra, claro está. La prueba que aducen para demostrar que sobrevivió al saqueo de los cruzados es que treinta y cinco años después del infausto día, en 1238, el emperador Balduino II cortó un trozo de ella para su primo Luis, rey de Francia, que era el más devoto coleccionista de reliquias de su tiempo (de hecho edificó la Santa Capilla para contener su colección).
Entre la donación a san Luis y la aparición de la Sábana Santa de Turín en la colegiata francesa de Lirey median unos ochenta años y unos tres mil kilómetros. ¿Cómo salvar ese abismo? Inasequible al desaliento, Ian Wilson hace intervenir a los templarios, orden militar que, como el lector no ignora, sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Esto ya, naturalmente, entra en el dominio de la historia ficción, una disciplina extraacadémica que está a caballo entre la novela histórica y la novela gótica y entre el cine negro y el de aventuras arqueológicas (En busca del Arca perdida, Indiana Jones y el templo maldito, etc.).
Asegura el señor Ian Wilson que los templarios se hicieron cargo de la reliquia durante ese tiempo y el misterioso ídolo que se dice que adoraban, el Bafomet, no era sino la cabeza de la Sábana Santa convenientemente plegada. Los templarios podían contemplar la Sábana Santa «durante breves momentos al final de un fastuoso y extenuante ritual» (Siliato, p. 128).
Resulta conmovedor observar cómo los sindonólogos pliegan y despliegan su reliquia según conviene a sus intereses de cada momento: en Edesa estaba plegada y era sólo cabeza, mandylion; en Constantinopla, desplegada por fin, era sábana. Ahora los templarios la vuelven a plegar y es nuevamente cabeza. NO importa que ese ambiguo Bafomet descrito en los procesos templarios sea la escultura de una cabeza, un bulto redondo más que una imagen sobre tela. El caso es que, exterminados los templarios por el rey de Francia en 1314, pasan cuarenta años, al cabo de los cuales, promediado el siglo XIV, la Sábana Santa aparece, ya nuevamente desplegada y en olor de multitudes, en Lirey.
La prueba principal que aduce Ian Wilson para sustentar esta fantasía es el hallazgo de un rostro de Cristo pintado sobre tabla en la antigua abadía templaria de Templecombe, Inglaterra. Tanto el edificio como la pintura son posteriores a la extinción de la orden del Temple, pero mister Wilson no escrupuliza en tales minucias.
Enternecen, y son sin duda dignos de mejor causa, estos esfuerzos de la historiografía sindonológica por probar que un determinado lienzo que se veneraba en Constantinopla es el que ahora se ostenta (¿u ostensiona?) en Turín. Resulta patética la selección de noticias históricas referidas a textiles, evidentemente diversos, que los sindonólogos aducen para suministrar una biografía coherente a su sábana, soslayando el hecho evidente de que existieron varias sábanas. En cualquier caso, la discusión es baladí, dado que todos estos lienzos de Constantinopla eran falsos, así como lo fueron los de Jerusalén y los de Edesa que los precedieron, ninguno de los cuales resiste el más leve examen histórico.
Por cierto, aquel retal cortado de la Sábana Santa de Constantinopla que el emperador Balduino envió a Luis IX de Francia era una franja de unos treinta centímetros de largo. El francés, insólitamente generoso, regaló un trozo menor a la catedral de Toledo.