Capítulo 20

¿Estaba vivo Jesús?

La noticia fue divulgada por la Agencia EFE y apareció en páginas interiores de diversos periódicos y revistas españoles, cuyos nombres el padre Solé silencia «por delicadeza» (Solé, p. 466). Con cierta perplejidad hemos de reconocer que la noticia no causó sensación alguna porque la gente común está en otras cosas, la hipoteca, las letras del utilitario, los suspensos de los niños, el pluriempleo, el sueldo que no llega, etc., y se halla bastante apartada de la espiritualidad, pero entre los sindonólogos fue como una bomba. Decía así:

Tras siete años de investigaciones sobre el sudario que envolvió su cuerpo, varios científicos han llegado a la conclusión de que Jesucristo fue enterrado vivo. Las veintiocho manchas de sangre del sudario avalan esta teoría. Resulta científicamente imposible que un cadáver sangre de la forma que lo hizo el cuerpo envuelto en el sudario, aseguran los investigadores. (Solé p. 465).

Detrás de la noticia estaba el sindonólogo, rama heterodoxa, Kurt Berna, es decir, Hans Naber. Un nuevo género literario o histórico o híbrido de los dos está naciendo en los últimos años: la biblia-ficción. Libros que basándose en la Biblia y en los Evangelios, añadiendo un poco de fantasía y otro poco de espiritualismo, llegan a conclusiones sorprendentes. Es un género muy despreciado por la Iglesia y por los sindonólogos, un hijo que les ha salido torcido y respondón. Imitando los procedimientos exegéticos, tan usados y abusados por la Iglesia, los autores de biblia-ficción son capaces de probar las teorías más peregrinas.

El caso es que los Evangelios contienen pasajes que dan que pensar a algunos autores; por ejemplo, cuando san Lucas (24, 5) dice: «¿Por qué buscáis entre los muertos a aquel que está vivo?». Hay que reconocer que, desde una lógica materialista, que coincide con el sentido común, el cual rechaza que un muerto resucite, parece más plausible que Cristo no hubiera muerto en el patíbulo, si fue visto después de su crucifixión y se apareció a los discípulos en carne y hueso. Diversos sindonólogos herejes han defendido esta versión y son perseguidos por los sindonólogos ortodoxos con especial rigor. La teoría no es nada nueva y ya fue formulada en el siglo XIX por algunos escrituristas críticos que buscaban desesperadamente una alternativa racional a la propuesta evangélica de la Resurrección sin advertir, quizá, que más vale dejar las cosas como están, dado que, si se rechaza el prodigio, todo el cristianismo cae por su base. Ya lo dice el que dio forma a la nueva religión, san Pablo:

«Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana es también nuestra fe» (1 Co. 15, 14).

Hans Naber está empeñado en que la sábana demuestra que Cristo no murió en la cruz sino que sobrevivió al suplicio y rehízo su vida viajando en busca de las diez tribus perdidas de Israel hasta establecerse en Cachemira, donde murió y dejó una secta de seguidores que perdura hasta hoy. Stevenson tiene a Naber por «un suizo con un excelente olfato para la publicidad» (Stevenson, p. 212) y se mofa de sus pretendidas visiones sobre la Pasión. Olvida Stevenson, en este arrebato de positivismo, que él mismo, en otros pasajes de su libro, toma completamente en serio y concede entero crédito a otras visiones y milagrerías sindonológicamente ortodoxas. En esto es coherente con sus colegas que están dispuestos a acatar cualquier fantasía que legitimice a la sábana. De manera parecida reacciona nuestro sindonólogo-conferenciante, el padre Solé, S. J., al despreciar al «pobre iluso desequilibrado» (Solé, p. 259), cuyas «lucubraciones no llegan a la categoría de una novela de ciencia ficción y están impregnadas, en cambio, de un sectarismo rabioso, aunque muy bien camuflado» (Solé, p. 256). Por eso su respuesta en un debate con el profesor Brinkman, S. J., es «arrogante y presuntuosa cuanto más burdamente inexacta» (Solé, p. 262). También arremete el jesuita contra Walter McCrone, partidario de la falsedad de la reliquia del que supone que, «a pesar de su reputación, había metido la pata hasta el corvejón» (Solé, p. 459). El feliz hallazgo poético de la rima interna en tan categórica expresión no mitiga su inelegancia.

En fin, ¿para qué seguir? Nos parece que no son maneras de tratar a los hermanos separados del tronco sindonológico por muy errados que estén. ¿No sería más cristiano y más eficaz atraerlos nuevamente al redil con halagos y demostraciones de amor en Cristo? La actitud contraria, la inquisitorial, sólo provocará que se reafirmen en sus trece y continúen pertinaces en su actividad publicista que tanto escándalo y desedificación acarrea en el rebaño sindonológico. Por otra parte, esta polémica, aireada por la prensa, que está a la que salta, suministra argumentos a los laicos y librepensadores que nos acusan a los católicos de usar un doble lenguaje. Para ellos lo que no comulga con nuestra verdad es sectario e incurre en proselitismo; y lo que comulga es verdadera Iglesia y práctica de apostolado. El propio padre Solé se ha percatado de la insana afición de los periódicos a propalar las herejías sindonológicas:

¿Cómo la prensa española se hace eco con tanta frecuencia de los infundios de semejantes autores? […] ¿Será tal vez el afán sensacionalista? ¿Será el deseo de parecer abiertos a las nuevas corrientes de los tiempos? «Creer es vergonzoso, se ha escrito; dudar da prestancia» (Solé, p. 273).

Ahí les duele.

Estando como estamos tan de acuerdo en lo básico con el padre Solé, S. J., creemos, no obstante, que su esclarecedor mensaje mejoraría algo si introdujera pequeñas modificaciones para adecuarlo más a la justicia y la caridad cristianas, midiendo al hermano separado Hans Naber con el mismo rasero que al hermano ortodoxo Ian Wilson. Si la financiación de las costosas empresas sindonológicas del hermano Wilson no le causan extrañeza alguna, quizá tampoco debería proyectar dudas sobre el origen de los fondos del hermano Naber:

Llama un poco la atención que dispusiera de los cuantiosos fondos que tal actividad propagandística (libros, folletos y artículos) supone. (Solé, p. 257).

En la galería de heterodoxos, otro que tal baila es el escritor alemán Hugh Schonfield, cuyo libro El complot de Pascua (Martínez Roca, 1987) defiende la tesis de que Jesucristo se dejó crucificar para cumplir las profecías mesiánicas, pero preparando la cosa de tal modo que no muriera y pudiera aparecer como resucitado días después. Para llegar a tan sorprendente conclusión Schonfield maneja una copiosa erudición, pero también se apoya en la Sábana Santa, que tiene por legítima y prueba de que Jesús no estaba muerto.

Y finalmente el médico inglés W. P. Primrose sostiene también que el hombre de la sábana estaba vivo cuando le dieron la lanzada y se atreve a afirmar que no la recibió donde la sindonología enseña sino en el costado, en la parte inferior derecha del abdomen (Solé, p. 267).

Como era de esperar, también España ha dado su cosecha de sindonólogos herejes. El más notable es el barcelonés Andreas Faber-Kaiser, autor de un libro titulado Jesús 86 vivió y murió en Cachemira (Ed. Ate, 1976), en el que explica la vida de Cristo después de la crucifixión y su muerte en Asia. Incluso hubo un congreso no exactamente sindonológico en la mezquita de Londres, del 2 al 4 de junio de 1978, sobre el tema de la supervivencia de Jesús a la crucifixión, con asistencia del presunto descendiente del Mesías, Mirza Muzzafer Ahmad, y ausencia, lamentable, del bizarro Hans Naber, o sea Kurt Berna, que a la sazón padecía persecución por la justicia. Sus acólitos informaron que, en un intento por desacreditarlo, la internacional sindonológica lo había acusado de malversar los fondos de la Fundación Internacional del Santo Sudario.

La refutación en España del libro de Faber-Kaiser no se hizo esperar. Juan Barceló Roldan puso en solfa las atrevidas teorías del catalán en el libro Jesús y la estafa de Cachemira (1980). Barceló Roldan quiebra paladinamente una Lanza a favor de la muerte y Resurrección de Jesús y confiesa que su fervor católico procede de una circunstancia personal:

Mi desmedida afición a los temas esotéricos y parapsicológicos me llevaron a un concepto de Dios totalmente antibíblico primero, para desembocar, más tarde, en un completo ateísmo. Pero un día el Señor me llamó y desde entonces no leo, escribo ni hablo más que del evangelio de la Redención, que constituye mi vida. (Prólogo).

Lástima que el señor Barceló, «por ignorancia del tema», se manifieste contrario a la legitimidad de la Sábana Santa «y arremeta contra ella sólo por el hecho de haberse apoyado el señor Faber-Kaiser sobre ella, pero interpretándola bajo la falsa y tendenciosa perspectiva de Kurt Berna» (Solé, p. 465). Es pena, porque hubiera hecho un buen sindonólogo y, si medita sobre ello, quizá todavía pueda recuperarse para la causa.

El meollo de la cuestión es —dice P. Guirao aplicando el sentido común—: ¿murió Jesucristo a consecuencia de las heridas recibidas a raíz de su captura y a causa primordialmente de la crucifixión? ¿O sobrevivió Jesucristo a sus heridas, fue ocultado, posiblemente disfrazado, y sacado de Judea, y vivió en otro lugar hasta su muerte natural? […] ¿Qué argumento es más sólido? ¿El de que murió y resucitó o el de que no murió, fue curado y regresó con sus discípulos, yéndose a predicar a otra parte? (Guirao, pp. 98 y 136).