De acuerdo con el rito judío, a Jesús le extirparon el prepucio (con un cuchillo de piedra, que sólo de pensarlo da repelús) a los ocho días de su nacimiento. Tan memorable acontecimiento es conmemorado cada año por la fiesta de la Circuncisión. Cuál fue el destino de aquel anillito de carne divina es una cuestión que, aunque pueda parecer baladí, encierra más teología de la que a simple vista aparenta. Es evidente que ese trocito de carne participaba, como el resto del cuerpo del Señor, de su carácter divino. Era un trozo de Dios. Y dado que Dios es eterno, es imposible que un trozo de su cuerpo se consuma o se pudra. Si no se pudrió, existe. Si existe, ¿adónde fue a parar? Jesucristo, cuando instituyó que su cuerpo era el pan sacramental en la Santa Cena, no pudo dejar de incluir el prepucio perdido como sustancia sacramental divina, dado que sin prepucio el Hombre hubiera estado incompleto y no es pensable que un trozo de Dios encarnado no participe de la misión sacramental del resto. Ahora bien, si ese prepucio no se había perdido, por ser parte de Dios y consecuentemente Dios mismo, tenía que haberse conservado y era la única porción de su cuerpo que podía quedar en la tierra después de la Ascensión. ¿Ascendió al cielo con Jesús o permanece entre nosotros hasta la resurrección de la carne? Si ascendió, ¿cuándo se reintegró en el cuerpo divino, en el momento de la Resurrección o días después, en el de la Ascensión? ¿O acaso estaba ya en el cielo, esperando al resto, desde que lo cortaron? En este caso debieron producirse dos ascensiones, la propiamente dicha y la del prepucio. Y finalmente ¿ostenta Jesús su prepucio reintegrado en la morada celestial, a la derecha de Dios Padre, sustancia de Dios Padre Él mismo?
La lucubración sobre el destino del prepucio de Cristo ha poblado de profundas cavilaciones las vigilias de muchos padres de la Iglesia. Durante más de un milenio ha planteado arduas preguntas de difícil respuesta a los concilios y asambleas de la Iglesia y ha dado mucho que meditar a las conciencias. Hoy, gracias al testimonio de la monjita Agnes Blannbekin (muerta en Viena en 1715), conocemos la verdad: el prepucio resucitó en la Resurrección, por lo tanto está en el cielo, felizmente reintegrado al cuerpo sacratísimo de Jesús.
Las revelaciones de sor Agnes constituyen la mejor demostración de que los prepucios que se veneran en los distintos santuarios de la cristiandad son, todos ellos, falsos. Quizá algún lector escéptico se pregunte cómo pudo saber esta monjita lo que tantos padres de la Iglesia y teólogos no habían alcanzado a confirmar. Pues bien, lo supo por directa revelación divina. Sor Agnes sufría lo indecible cuando llegaba la fiesta de la Circuncisión del Señor que ella pasaba cavilando sobre el destino de aquel preciosísimo fragmento del órgano viril del Redentor. Un día, al comulgar,
comenzó a pensar en dónde estaría el prepucio. ¡Y ahí estaba! De repente sintió un pellejito, como una cáscara de huevo, de una dulzura completamente superlativa, y se lo tragó. Apenas lo había tragado, de nuevo sintió en su lengua el dulce pellejo, y una vez más se lo tragó. Y esto lo pudo hacer unas cien veces… Y le fue revelado que el prepucio había resucitado con el Señor el día de la Resurrección. Tan grande fue el dulzor cuando Agnes tragó el pellejo, que sintió una dulce transformación en todos sus miembros. (Deschner, p. 130).
Nuestro personal parecer es que el sagrado prepucio debió de integrarse en Cristo poco antes o poco después de la Ascensión, pero en cualquier caso ese anillito de Dios no puede estar en la tierra por más que algunos se empeñen. Sin embargo existen o han existido hasta trece prepucios de Jesús que el sacerdote dominico A. V. Müller estudia exhaustivamente en su obra El sagrado prepucio de Cristo (1907). Son, a saber: uno en la basílica Laterana de Roma; otro en Charroux (cerca de Poitiers); otro en Amberes; otro en París; otro en Brujas; otro en Bolonia; otro en Besanzón; otro en Nancy; otro en Metz; otro en Le Puy; otro en Conques; otro en Hildesheim; otro en Calcuta. El padre Müller se deja en el tintero unos cuantos, entre ellos el de Burgos. Estos son los seguros. Probables o inciertos hubo algunos más. Observará el lector que muchos de ellos se localizan en Francia. Estos, casi sin excepción, claman haber sido entregados a Carlomagno por un ángel.
¿Cuál era el verdadero prepucio si es que lo era alguno? Vaya usted a saber. Cada uno tenía sus ritos, su probanza y su historia. El de Charroux contaba incluso con una Hermandad del Santo Prepucio y era muy venerado por mujeres embarazadas, a las que daba suerte en el parto. En 1858, el obispo de Poitiers, monseñor Pie, testificó su autenticidad y organizó una lotería para financiar una nueva capilla más adecuada a la majestad de la reliquia (Herrmann, p. 168).
El Santo Prepucio de Amberes, mencionado por vez primera en 1112, se veneraba en la iglesia de Santa María. Después de destilar tres gotas de sangre en presencia del obispo de Cambray, su prestigio aumentó hasta el punto de que le edificaron una soberbia capilla con altar de mármol. Tenía sus propios capellanes, que una vez al año lo llevaban en procesión y cada semana le hacían su misa mayor con muchos paños y lucimiento. Durante el siglo XIV le surgió un competidor peligroso, el Santo Prepucio de Letrán, en Roma, cuya autenticidad atestiguaba la vidente santa Brígida. En esta circunstancia, la curia de Amberes, viendo titubear a la clientela de su reliquia, admitió que lo que se veneraba en Amberes no era el prepucio completo, sino un trozo considerable (notandam portiunculam). También lo apoyaron con una serie de milagros y propaganda impresa que apuntaló su culto cuando ya empezaba a decaer. No obstante, la reliquia desapareció en 1566, con los vientos reformistas. Su competidor, el Santo Prepucio romano, también había sido robado medio siglo antes.
El Santo Prepucio de Niedermünster data del siglo XIII. Según su piadosa historia, el emperador Carlomagno había obtenido del patriarca Fortunato de Jerusalén algunas reliquias, entre las que destacaban un trozo de Lignum Crucis y una porción de Nuestro Salvador y Redentor. La preciosa reliquia, que se conservaba en una cajita de plata, había sido donada al monasterio por Hugo de Tours (o Hugo von Touron), amigo y consejero de Carlomagno, de los que figuraban en su séquito cuando en la Navidad del año 800 asistió a misa en San Pedro de Roma. En aquella misa, el papa León III otorgó a Carlomagno el título imperial de César Augusto para que, en adelante, sirviera a la Iglesia. Carlomagno no era lerdo y tenía pensado justo lo contrario, que la Iglesia lo sirviera a él y le permitiera arbitrar la elección de los papas.
Tiempo después, Hugo de Tours cayó en desgracia y Carlomagno, engañado por los envidiosos de la corte, lo condenó a muerte. Pero hete aquí que se manifestó la voluntad del Altísimo declarando la inocencia de Hugo, porque ni el verdugo ni el propio Carlomagno pudieron descargar la espada para decapitar al condenado. Carlomagno, viendo en el prodigio la mano de Dios, indultó a su antiguo consejero y le ofreció, en desagravio, la prenda que le pidiera. El piadoso Hugo de Tours escogió la reliquia más estimada del emperador, el Praeputium Domini, es decir, el Prepucio del Señor, testigo del primer derramamiento de sangre de Cristo en su empresa redentora.
Hugo y su esposa Aba guardaron la preciosa reliquia como oro en paño dentro de un relicario en forma de cruz que presidía el oratorio de su casa. Había en este relicario, además del «Praeputium Domini de la sangrienta circuncisión de Nuestro Señor, un fragmento de la Verdadera Cruz, un poco de sangre sagrada y algunas reliquias más».
Pasó el tiempo y el piadoso Hugo estaba preocupado por el destino final de las reliquias. Finalmente, recordando que «los filisteos habían colocado el Arca de Dios sobre un carro tirado por vacas para que la llevaran a su destino sin intervención humana», decidió someter la cuestión al arbitrio del Todopoderoso y, tomando un camello, lo cargó con las reliquias y lo dejó vagar. El camello «viajó por matorrales y campos, escaló colinas y montañas, atravesó bosques y brezales, cruzó la Borgoña hasta Francia y se dirigió a París […] Los parisinos hubieran celebrado que el camello se quedara con ellos», pero el animal continuó su viaje, atravesó Alsacia y sólo se detuvo cuando llegó a la iglesia de Santa Odilia en el convento de Niedermünster. Allá, milagrosamente, dejó la huella de la pata impresa sobre las losas del zaguán. Todavía la muestran al piadoso turista en San Jaime, no lejos de la antigua capilla de los Caballeros.
Al margen de las reliquias de la Circuncisión de Cristo conservadas en distintos santuarios de la cristiandad, el Santo Prepucio ha suministrado amplia materia a la apologética, a la patrística, a la mística y no digamos a la literatura. El padre Salmerón, S. J., proponía una interesante metáfora del prepucio de Jesús como anillo nupcial de las doncellas que consagran su virginidad al Señor:
Jesús envía a sus esposas el anillo de carne de su preciosísimo prepucio. No es duro: enrojecido con sardónice ostenta la leyenda «Por la sangre derramada». También lleva otra inscripción que recuerda el amor, es decir, el nombre de Jesús. El fabricante de este anillo es el Espíritu Santo; su taller es el purísimo útero de María […] el anillo es blando y, si lo insertas en tu dedo corazón, transformará ese corazón de piedra en un corazón de carne compasiva […] el anillo es resplandeciente y rojo porque nos vuelve capaces de derramar nuestra sangre y de resistir al pecado. (Deschner, p. 129).
Este prepucio de Cristo es indistintamente recibido por sus esposas, bajo la especie de comunión (caso de la citada sor Agnes Blannbekin), o, más frecuentemente, como verdadera alianza matrimonial. Santa Catalina de Siena, según propia confesión, portaba en el dedo el prepucio invisible de Cristo que él mismo le había entregado. Su confesor declaró que la santa veía y sentía constantemente el prepucio de Cristo en su dedo. Certifica la veracidad del caso el hecho de que después de la muerte de la santa, cuando el dedo se veneraba como reliquia, diversos devotos percibieron el Santo Prepucio inserto en él, aunque seguía siendo invisible para el común de los observadores. Ya se sabe, con san Pablo, que «el espíritu sopla donde quiere».
El de santa Catalina de Siena no es caso único. También llevaron el prepucio de Cristo a guisa de alianza las estigmatizadas Célestine Fenouil y Marie Julie Jahenny (1874):
Catorce hombres vieron cómo el anillo que llevaba esta última se hinchaba y se volvía rojo bajo la piel. Su obispo estaba completamente entusiasmado. (Deschner, p. 129).
Más abundantes que los santos prepucios son las reliquias de la sangre de Jesús que chorreó en forma de sudor cuando la oración en el Huerto de Getsemaní (Le. 22, 43 y ss.). Casi siempre se trata de paños manchados o de porcioncitas de tierra impregnada de sangre, pero en el monasterio de Sant Pere de Roda (Gerona) se veneraba toda una ampolla con sangre de Cristo. También, por cierto, la cabeza de san Pedro.