Capítulo 13

El hombre que investigaba los pólenes

En el congreso de 1978 surgió una nueva revelación: el doctor Max Frei Sulzer, un perito jubilado de la policía suiza, que probaba científicamente el origen oriental y la antigüedad de la sábana con ayuda de una ciencia novísima basada en el estudio de los pólenes, la palinología.

Hasta su jubilación, Max Frei había sido un funcionario gris, pero en 1973 el arzobispado de Turín requirió sus servicios para que certificara las treinta y nueve fotografías de la Sábana Santa tomadas en 1969 por Judica Cordiglia junior, con ocasión del examen por la Comisión de Expertos. No sospechaba el suizo que su encuentro con la Sábana Santa iba a constituir el hecho determinante de su vida. ¡La Providencia lo había escogido para convertirlo en otro de los grandes héroes de la sábana, quizá el mayor de ellos! La literatura sindonológica nos tiene acostumbrados al recuento de sus asombrosas capacidades y méritos: «especialista en investigación criminal, perito del tribunal de Zúrich […] nombre unido a casos intrincados, como la indagación sobre la muerte del secretario general de la ONU, Hammarskjöld» (Siliato, p. 110).

Observando las fotografías, Max Frei «quedó profundamente cautivado e interesado por la singularidad del objeto» (Siliato, p. 110) y solicitó licencia al cardenal Pellegrino para tomar unas muestras de polvo de la reliquia. Como palinólogo y figura «de renombre internacional […] la máxima autoridad mundial en esta ciencia», Max Frei quería estudiar los pólenes contenidos en la reliquia. El cardenal Pellegrino no vio inconveniente y otorgó su pastoral aquiescencia. Fue así como, en la noche del 23 de noviembre de 1973, Max Frei procedió, con contenida emoción, a la toma de muestras. La operación era de lo más sencillo: consistía en extender sobre la tela, cuidando no tocar la imagen, unas cintas de cello en cuya superficie transparente quedaron adheridos, con el polvo, millares de microscópicos pólenes. Con ayuda de un microscopio potente, Max Frei estudió tan singular cosecha. De esta manera, una disciplina más, la modernísima palinología, o sea la ciencia que trata del estudio de los pólenes, se sumaba al concierto de las otras ciencias que apoyan a la sindonología para demostrar la legitimidad de la Sábana Santa.

En 1976, Max Frei, aunque aseguraba que no lo movía ánimo alguno de alcanzar notoriedad, comunicó los resultados de su investigación a la Associated Press. La noticia fue un auténtico bombazo: además de los previsibles pólenes europeos, propios de Lirey, de Chantilly y de Turín, lugares por donde la Sábana Santa había discurrido en su historia conocida, Max Frei había hallado nada menos que cuarenta y ocho variedades propias de Palestina, de Edesa y de Constantinopla, que confirmaban la prehistoria de la sábana penosamente conjeturada por Ian Wilson, el historiador indiscutido de la sindonología.

El descubrimiento del doctor Frei venía a corroborar, con una teoría científica, los débiles argumentos históricos con que el sindonólogo Ian Wilson intentaba colmar la enorme brecha que separa el Gólgota de Lirey.

Ian Wilson llevaba tiempo intentando demostrar que las imágenes tradicionales de Cristo están influidas por el rostro de la Sábana Santa. Como dijimos anteriormente, la teoría no era nueva. Los paleosindonólogos Vignon y Wenschel habían señalado hasta veinte semejanzas entre la iconografía de Jesús más antigua y la figura de la Sábana Santa, pero Wilson, más cauto, sólo aceptaba quince. Estas, como Marvizón señala, bastaban para «verificar la veracidad» de su teoría (p. 40). De este modo, Wilson dispone de mayores posibilidades de encontrar Cristos parecidos al hombre de la sábana en la vasta iconografía cristiana del milenio comprendido entre el siglo VI y el XIV.

Según Wilson (y M. Green), el famoso mandylion de Edesa no era la imprimación del rostro de Cristo que decía la leyenda sino la propia Sábana Santa de Turín que los edesinos tenían doblada de manera que sólo se viera el rostro.

Desde el punto estrictamente histórico, las leyendas del mandylion de Edesa no resisten la menor crítica científica y así lo entendieron los primeros sindonólogos que se ocuparon de ellas, el ilustre Vignon entre otros (Solé, p. 82). Edesa no se convirtió al cristianismo en tiempos de Cristo, sino mucho después, en tiempo de Abgar IX (179-216). No obstante, los modernos sindonólogos (Wilson, Green y toda la turba gentil de sus seguidores, los «conferenciantes»), a falta de argumento de mayor peso, se aferran al clavo ardiendo de estas historietas, para achicar la incómoda laguna existente entre el fallecimiento de Cristo y la aparición histórica de la Sábana Santa en el siglo XIV. Para ello reúnen las noticias dispersas que van apareciendo acá y allá sobre sábanas santas veneradas en distintos lugares de Palestina (monasterio ebionita, Edesa, Jerusalén, etc.) y hacen de todas ellas la única y la auténtica, conjeturando sus idas y venidas sobre el cañamazo de la intrincada historia de Tierra Santa. Finalmente, todas esas noticias confluyen en la Sábana Santa de Constantinopla identificada con el mandylion de Edesa (para los partidarios de esa teoría) o con la sábana de Jerusalén (para la facción jerosolimitana), con lo cual, de Constantinopla en adelante, todos quedan satisfechos. La Sábana Santa, ahora ya única, habría permanecido en la capital imperial hasta 1247, punto en el que su pista se pierde para reaparecer en Lirey el año 1356.

Lástima que el planteamiento de tan ímprobo trabajo resulte una falacia más de la sindonología porque, como sostienen los detractores de la sábana argumentando a la contra, las semejanzas físicas también pueden demostrar que el rostro de la Sábana Santa se falsificó teniendo en cuenta el aspecto de Cristo homologado por la iconografía cristiana anterior.

Pero volvamos a Max Frei, que estaba confirmando científicamente las fantasías históricas de Ian Wilson. «Puedo afirmar sin posibilidad de ser desmentido —anunció el suizo categóricamente en su comunicado— que la Sábana Santa fue expuesta en Palestina hace dos mil años» (Solé, p. 114). Los sindonólogos asistentes a la proclamación guardan un cálido recuerdo de aquellos momentos.

Fue algo que nos dejó suspensos y entusiasmados a los trescientos cincuenta congresistas que estábamos presentes, hasta el punto de romper en aplausos con los que tratamos de premiar y agradecer los trabajos […] el testimonio de los casi invisibles granitos de polen, el amor de Cristo y la sabiduría infinita de Dios que mostraba su grandeza enredada en unos hilos. (Cordini, P. 57).

Las observaciones de Max Frei fueron ampliamente difundidas por la prensa, especialmente, ¡ay!, por la prensa sensacionalista. Durante unos meses se desató el delirio. Los sindonólogos echaron las campanas al vuelo, descorcharon botellas de champán, se pavonearon ante sus detractores. «Y ahora, ¿qué?».

No era para menos. Los descubrimientos del señor Frei tendían un firme puente entre la Sábana Santa sospechosamente aparecida en Francia en el siglo XIV y el sudario utilizado para amortajar a Jesús en la Palestina del siglo I. El hecho de que las primeras noticias de la sábana datasen del siglo XIV llevaba atormentando a los sindonólogos desde las ya casi olvidadas refutaciones del canónigo Chevalier. Con el entusiasmo de los primeros momentos se publicó, y se sigue sosteniendo ahora, que el palinólogo había encontrado polen de plantas hoy extinguidas pero existentes en la zona por donde pasó la sábana cuando Wilson calculaba que pasó. Si hubiese sido verdad, el testimonio habría resultado irreprochable, pero, una vez más, los entusiasmos superaban a las pruebas científicas.

Lo que silencian los sindonólogos es que, años después, el señor Frei se desdijo parcialmente de aquel comunicado triunfal sin posibilidad de ser desmentido y reconoció que la demostración de los dos mil años de la sábana no estaba todavía al alcance de la palinología. El señor Frei se vio en la necesidad de emitir un comunicado atemperando los entusiasmos de sus incondicionales: «Sería en sí posible encontrar una planta ya extinguida hoy. Pero yo no he tenido esa fortuna, contrariamente a ciertas informaciones» (Igartua, p. 30). Pero lo que más frenó los entusiasmos fue la declaración de que

el estado actual de nuestros conocimientos (sobre el polen) no permite una datación exacta… En los últimos dos mil años la vegetación de Israel no ha sufrido alteración fundamental… Las especies halladas estaban presentes en Palestina en tiempos de Jesucristo, siglo I, pero también antes y después. (Igartua, p. 31).

Y posteriormente desmintió que hubiera afirmado que «la sábana estaba en Palestina en el siglo I» (Igartua, p. 32), lo que deja en pie la posible fabricación de la pieza de lino que contiene la reliquia en Oriente Medio en el siglo XIII. En aquel tiempo existía un activo comercio mediterráneo y no tiene nada de extraño que una pieza de tejido procediese del otro extremo del mar.

Por otra parte, el señor Frei no había seguido un método escrupulosamente científico e independiente, sino que, desde el principio, se basó en lo que la sindonología oficial señalaba. Dado que la ciencia de los pólenes estaba todavía en mantillas y no existía corpus sistemático al que recurrir, el señor Frei limitó sus observaciones a los lugares por los que Ian Wilson aseguraba que había pasado la sábana en su camino de Jerusalén a Europa. Demasiado selectivo, como le criticó el equipo STURP (Picknett, p. 66).

Otro detalle, este más penoso, que también ocultan los admiradores del suizo es que, lejos de ser infalible, de vez en cuando incurría en notorios patinazos. El último de ellos no lo salpicó porque ya había muerto. Nos referimos al asunto de los falsos diarios de Hitler. Max Frei fue uno de los tres peritos independientes que certificaron la autenticidad de los diarios secretos de Hitler: sesenta y dos libretas encuadernadas en imitación de cuero negro a las que el caudillo nazi había confiado sus pensamientos íntimos desde 1932 hasta las vísperas de su suicidio, en 1945. Fiado en estas peritaciones, el prestigioso semanario alemán Stern adquirió los cuadernos por casi cuatro millones de dólares, una fortuna que pensaba recuperar con creces mediante la publicación del extraordinario documento por entregas durante dieciocho meses. Otros grandes semanarios europeos se apresuraron a adquirir los derechos de traducción, pagándolos a peso de oro. Aquello era un tesoro. Era, salvando las diferencias, un asunto tan atractivo como el de la Sábana Santa, con el que no dejaba de presentar ciertas similitudes. En los dos casos se trataba de reliquias pertenecientes a personajes históricos de primera magnitud. En los dos casos eran objetos susceptibles de estudio que guardaban gran cantidad de información inédita sobre acontecimientos básicos de la historia de la humanidad. A través de ellos podíamos ampliar nuestro conocimiento por una fuente directa e incontaminada que había permanecido ignorada y al margen de la historia hasta su sorprendente revelación. Eran, por lo tanto, dos objetos que podían, por sí solos, alterar la visión histórica de un personaje trascendental. Nada menos.

Pero los diarios de Hitler, como la Sábana Santa, eran demasiado suculentos para ser auténticos. ¿Se dejó traicionar Max Frei por su propio vehemente deseo de que aquel formidable testimonio histórico fuera cierto? ¿No pudo sucederle algo parecido años antes con la Sábana Santa? El hecho es que cuando diversos historiadores señalaron incoherencias y errores históricos en los textos de Hitler a medida que estos se iban publicando, crecieron los rumores de que se trataba de una falsificación. La revista Stern sometió los originales a un nuevo examen pericial por personas distintas. Los nuevos expertos demostraron que se trataba «no sólo de falsificaciones, sino de malas falsificaciones» (Secretos, p. 429). Al final se reveló que el falsificador había sido un pintor de poca monta, Konrad Kujau, que se había especializado en la imitación de manuscritos ajenos y en la falsificación de toda suerte de objetos nazis buscados por los coleccionistas, incluidas las correctas acuarelas que Hitler pintaba antes de meterse en política.

Max Frei se libró de la vergüenza y de la responsabilidad por su errónea peritación: falleció de manera imprevista el 15 de enero de 1983, meses antes de la presentación en sociedad de los falsos diarios de Hitler que él había dado como buenos.

Lamentablemente tampoco los argumentos de Max Frei en favor de la sábana parecen sostenibles. Nuevamente, como en el caso de la pretendida información tridimensional del lienzo, topamos con que todo el crédito depende de una persona que asegura estar utilizando un método científico tan novedoso o tan complicado que ningún detractor está en condiciones de discutir. Porque en el mundo hay pocos palinólogos y ninguno de ellos ha tenido acceso a la sábana para obtener muestras que puedan confirmar o rebatir los asertos de Max Frei. También es cierto que ninguno se ha interesado por probar si la teoría de Frei es admisible. Ello implicaría unos desembolsos y la posibilidad de tomar muestras viajando por el itinerario que Ian Wilson propone para la prehistoria de la reliquia.

En su comunicación ante el simposio, el señor Frei maquilló la verdad, quizá por pudor, cuando aseguró que se había desplazado «a mis propias expensas naturalmente, aunque con alguna ayuda», a todos los lugares donde, según los sindonólogos, había estado la Sábana Santa antes de salir a la luz en Lirey. Max Frei, que sólo vivía de una modesta jubilación, desde que se introdujo en el mundo de la sindonología disfrutó de los medios económicos necesarios para proseguir sus investigaciones. De hecho fue invitado a participar en la expedición de 1975 a los Santos Lugares patrocinada por la Hermandad del Santo Sudario de Nueva York y financiada por el millonario católico Harry John. El objeto de esta expedición era recabar datos que apoyaran las teorías de Ian Wilson sobre la prehistoria de la reliquia y permitir que el productor cinematográfico David Rolfe rodase un documental sobre el tema.

Por cierto, antes de que la expedición partiera hubo que salvar algunos problemas iniciales porque monseñor Giulio Ricci, el asesor teológico, pretendía recibir del productor la exorbitante suma de veinte mil libras esterlinas. Finalmente, después de unos días de regateo, productora y asesor alcanzaron un acuerdo económico (Guirao, p. 70).

Así fue como Max Frei se incorporó a la breve nómina de los primeros espadas de la sindonología internacional (Jackson y Jumper, Ian Wilson y monseñor Giulio Ricci) desplazados a Israel, Turquía Francia…, para seguir la huella de la Sábana Santa en la prehistoria, urdida por Wilson. El documental resultante fue emitido en las más importantes cadenas de televisión del mundo bajo el título The Silent Witness («El testigo silencioso»).