Sucedió en Venecia, como a las once de la mañana del domingo 8 de octubre de 1981. El que esto escribe se encontraba saboreando un cappuccino en la terraza de la cafetería Florian, en la Arcada Nueva, cuando la quietud del apacible lugar se vio turbada por un aullar de sirenas y un chirriar de neumáticos procedente de la calle contigua.
Era la policía, que nunca está donde se la necesita.
Dos individuos habían irrumpido en la iglesia de San Jeremías y secuestrado, a punta de pistola, el cuerpo momificado de santa Lucía después de forzar la urna de cristal que lo protege. Se sospechaba de una organización poderosa, algunos apuntaban a la mafia siciliana. La santa, además del martirio que soportó en vida, cuando fue mal degollada por orden del tirano de Siracusa, había sufrido, ya muerta, dos secuestros: en 1039 la robaron los bizantinos; en 1204, los venecianos. A ello hay que sumar las mutilaciones para obtener reliquias. Los sicilianos, aunque reclamaban a santa Lucía como suya, sólo poseían uno de sus dedos, un meñique que arrancó, de un mordisco, un resuelto peregrino siracusano en un besamanos de la santa.
El secuestro de la momia de santa Lucía (por cierto, recuperada a los pocos días, después de satisfecho el rescate correspondiente) nos llevó a interesarnos por el complejo mundo de las reliquias.
En sus comienzos judaicos, el cristianismo fue muy enemigo de las reliquias. La religión judía abominaba de cuanto hubiera estado en contacto con un cadáver; recordemos la Biblia: «Quien toque a un cadáver será impuro durante siete días» (Núm. 19, 11). Como se sabe, o se va sabiendo, los cristianos no dejaron de ser judíos hasta, por lo menos, un siglo después de la muerte de Jesús, y aun así, durante mucho tiempo, continuaron observando las doctrinas higiénicas judaicas en lo que se refiere a la impureza de los difuntos. Ello determinó que no comenzaran a venerar reliquias hasta el siglo III, cuando tomaron su propio camino, más próximo a las religiones de los gentiles, especialmente de los griegos y romanos, entre los cuales sí era costumbre adorar reliquias y objetos sagrados. Se suponía que las ilustres carroñas y sus pertenencias estaban impregnadas de gracia divina e irradiaban energía benéfica sobre las personas que se acercaban a ellas, el poder sobrenatural que los griegos llaman chárís.
Las primeras autoridades del cristianismo, los santos padres, aprobaron y estimularon el culto a los sagrados despojos como medio de afianzar la religión. Naturalmente, como insistían en proclamarse herederos de la Biblia, escudriñaron el libro santo hasta dar con una justificación para su cambio de actitud, aunque fuera traída por los pelos. El pasaje bíblico que dice «Enterraron los restos de José que los hijos de Israel habían traído de Egipto» les vino como anillo al dedo en la probanza de que los israelitas llevaron consigo reliquias en su peregrinación por el desierto. Además, ¿no se habían separado las aguas del Jordán por virtud del manto de Eliseo?, ¿no se obró una resurrección por virtud del profeta?, ¿no se curó la hemorroísa con sólo tocar el manto de Jesús? (Mt. 9, 20).
Desde el siglo IV, los cristianos dieron en venerar reliquias de los santos y más especialmente las de Cristo, que se iban incorporando rápidamente al ávido mercado. El problema radicaba en que nadie había conservado reliquias de Jesús ni de ningún apóstol o santo anterior al siglo III, pero ello no impidió fabricarlas o «descubrirlas» (inventio) para atender a la creciente demanda. Así, una de las primeras peregrinas a los Santos Lugares, la monja Egeria, pudo fortalecer su fe con la contemplación de la piedra sobre la que Moisés rompió las primeras Tablas de la Ley; la zarza ardiente donde Dios se manifestó, que estaba todavía viva y echaba brotes; el horno donde los impíos israelitas fundieron el becerro de oro; y hasta la columna del palacio de Caifás donde azotaron a Jesús, que, por cierto, conservaba las marcas de las manos, de la barbilla y de la nariz del Salvador.
A finales del siglo IV ya se había producido la invención de las principales reliquias de Cristo. A este núcleo inicial formado por la Verdadera Cruz y, algo después, por los clavos y la columna de la flagelación, se incorporaron, en el siglo V, la corona de espinas, y en el VI, la lanza y la vara que le sirvió de cetro.
En el siglo VII, san Juan Damasceno enumeraba las reliquias de Cristo conocidas en sus días:
El monte Sinaí y Na.za.rel, el pesebre de Belén y la cueva, el Golgota Santo, el leño de la cruz, los clavos, la esponja, la caña, la lanza sagrada portadora de salvación, el vestido, la túnica, los lienzos sepulcrales (toüs sindonas), las vendas (ta spárgana), el Santo Sepulcro, fuente de nuestra resurrección, la piedra del sepulcro, el monte santo de Sión y el de los Olivos, la probática piscina, el dichoso recinto de Getsemaní. (Solé, p. 71).
En el siglo VI no existía iglesia por humilde que fuera que no contara con sus propias reliquias. Inevitablemente, muchas de estas eran repetidas y procedían de traficantes que las suministraban a donde era menester. El mundo estaba lejos de convertirse en la aldea global que es ahora y no importaba demasiado que hubiese muelas de santa Apolonia en doscientos y pico santuarios e iglesias, o que hubiese dos cabezas de san Juan, treinta clavos de Cristo y dos docenas de santos prepucios.
No obstante se hizo necesario establecer una jerarquía de reliquias. Las verdaderamente importantes, cuerpos enteros, cabezas, eran reliquiae insignes; las más menudas reliquiae non insignes, entre las cuales las había notabiles (una mano, un pie) y exiguae (un diente, un cabello). Sobre ello hubo sus más y sus menos. El santo obispo Victricio de Ruan declaró que la virtud no es proporcional al fragmento de la reliquia: «Los santos no sufren merma alguna porque se dividan sus reliquias. En cada trozo se oculta la misma fuerza que en el total», lo que alivió a muchas conciencias estrechas.
Muy pronto, a los restos de cadáveres se unieron objetos que hubieran estado en contacto con el difunto, ropas o instrumentos de su martirio. En especial proliferaron reliquias de la Virgen y de Jesús hasta abarcar todo lugar u objeto mencionado en los Evangelios. Al propio tiempo, la avidez por las reliquias hacía que en cuanto fallecía un monje o religioso con fama de santidad diversas ciudades se disputaran la posesión de su cadáver y a veces se lo robaran unas a otras. También, inevitablemente, comenzaron a inventarse santos para otorgar marchamo verdadero a muchas falsas reliquias. El que comenzó esta práctica fue san Ambrosio, verdadero zahorí de reliquias, gracias a un sexto sentido definido como cierto sentimiento ardiente que lo llevaba a detectar la presencia de cuerpos santos. Él fue el que en 386 descubrió los sepulcros de los santos Gervasio y Protasio en Milán. Finalmente, a la falsificación de originales se sumó la fabricación de réplicas. La copia de una reliquia se impregnaba de la virtud de la original por contacto simple. Era lo que se llamaba branden o palliola. Por este procedimiento, los papas multiplicaron algunas importantes reliquias para corresponder con regalos baratos pero estimadísimos a los fieles súbditos que sufragaban sus empresas.
El fetichismo mágico de las reliquias, alentado por la jerarquía eclesiástica, que obtenía de él buenos dividendos tanto espirituales como dinerarios, fue en aumento hasta transformarse en obsesión. Hasta tal punto que a veces la codicia de una reliquia justificó extorsiones, asesinatos y hasta guerras.
Las Cruzadas descargaron sobre Occidente un aluvión de reliquias, la inmensa mayoría de ellas falsas, especialmente las pertenecientes a los tres primeros siglos del cristianismo. La inflación alcanzó sus máximas cotas en los siglos XIV y XV, cuando la industria de fabricación de reliquias daba trabajo a algunos reputados talleres del mundo mediterráneo oriental.
Circunstancia sorprendente y casi rayana en el milagro: el mercado nunca se saturó, sino todo lo contrario, la demanda se mantenía por encima de la oferta. Por espacio de varios siglos, potentados, santuarios e iglesias rivalizaron en la posesión de reliquias. En 1509, el príncipe elector Federico el Sabio legó a la iglesia palatina de Witemberg su colección de cinco mil cinco reliquias (muchas de ellas adquiridas por él personalmente en Tierra Santa). Entre las más importantes figuraban cinco gotas de la leche de la Virgen, cuatro cabellos y tres retalitos de su camisa.
Las reliquias más peregrinas hicieron su aparición en cantidades sorprendentes. En el obispado de Maguncia, dentro de artísticos relicarios, se veneraban plumas y huevos del Espíritu Santo. En otros santuarios había estiércol del estercolero del santo Job, un producto que, según la autorizada opinión de san Juan Crisóstomo, «aumenta la sabiduría y fortalece la paciencia».
La fiebre de las reliquias no sólo afectaba a las instituciones. Muchas personas devotas llevaban consigo, pendientes del cuello o prendidos de la ropa, diminutos relicarios portátiles o filacterias (que no debemos confundir con los amuletos llevados por los paganos con idéntica finalidad protectora, del mismo modo que tampoco confundimos el apostolado de la Iglesia con el proselitismo de las otras religiones o sectas).
En la Reforma, muchas voces críticas se alzaron contra las reliquias.
El prepucio de Nuestro Señor, yo lo he visto en Roma y en Burgos, y también en Nuestra Señora de Anversia. […] Los clavos de la cruz escribe Eusebio que fueron tres, y el uno echó santa Helena, madre del emperador Constantino, en el Adriático para calmar una tempestad, y el otro hizo fundir en almete para su hijo, y del otro hizo un freno para su caballo, y agora hay uno en Roma, otro en Milán y otro en Colonia, y otro en París y otro en León y otros infinitos. Pues de palo de la cruz dígoos de verdad que si todo lo que dicen que hay della en la Cristiandad se juntase, bastaría para cargar una carreta. Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño, pasan de quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia. […] Si os quisiese decir otras cosas más ridículas e impías que suelen decir que tienen […] sería para haceros morir de risa. (Bataillon, p. 378).
Estas y otras cosas escribía el erasmista español Alfonso de Valdés hacia 1529 queriendo demostrar que el saqueo de Roma por Carlos V fue un castigo divino al papado por los excesos en que había incurrido, entre los cuales no era el menor el de alentar el culto a las reliquias y fomentar la superstición. Valdés, ingenuo o adulador, creyó que después del terrible escarmiento, el cristianismo se renovaría y vio al emperador Carlos como un restaurador de las esencias de la Iglesia primitiva a gloria de Dios y bien de la Cristiandad. No fue así, que la Iglesia de la Contrarreforma siguió anclada en sus abusos, y el Concilio de Trento, lejos de limitar el culto a las reliquias, lo estimuló al declarar que no se requiere la absoluta certeza de la autenticidad de una reliquia para adorarla (De Veneratione Sanctorum, sesión 25).
Naturalmente, la pasión por las reliquias arreció. Solamente en la colección particular de Sancho Dávila, obispo de Jaén, encontramos no menos de trescientas de ellas, entre las cuales sólo citaremos las de Cristo que encabezan la lista:
De su Cruz preciosíssima algunos pedaços. Otro del venerable título de la misma Santa Cruz. Tres espinas enteras de su Corona. Del sudario que pusieron sobre su cabeça sacratíssima en el Sepulcro. Tierra del mismo sepulcro y de la piedra con que se cerró la puerta. De vna mimbre de los acotes con que fue acotado. Otro pedaço de la coluna en que fue atado. De la púrpura que le vistieron en casa del Rey Herodes. De la esponja en que le dieron hiél y vinagre estando en la Cruz. De la caña que lleuaua en la mano guando le mostraron al pueblo, diziendo: Ecce homo. Tierra con sangre de su Diurna magostad, hallada en San Juán de Letrán en el Pontificado de Clemente VIII. Tierra del huerto de Gethsemaní en que sudó sangre orando. De vna vestidura que truxo en la niñez el Señor. Del pesebre en que le reclinó su madre santíssima recién nacido. De vna piedra donde puso los pies quando subió a los cielos dexándola señalada con ellos. De la Mesa en que cenó Iesu Christo N. S. quando instituyó el santíssimo Sacramento. De los manteles y pan que en ella se puso. Vna esmeralda del Cáliz que simio en esta sagrada cena. (Sancho Dávila, p. 4).
No es extraño que algunas de estas reliquias se repitan en la colección de la catedral de Mallorca. Probablemente los fabricantes y distribuidores eran los mismos. Veamos:
Porción del pesebre de Belén donde la Virgen reclinó a Jesús. Tierra de Nazaret en donde Cristo pasó su vida oculta. Piedra del lugar donde Cristo fue bautizado. Parte de la túnica de Cristo, tocada la cual fue curada la hemorroísa. Parte de la columna a la que ataron a Jesús para azotarlo. Tres de las espinas con que fue atravesada la cabeza de Cristo. Porción de la vestidura blanca que Herodes mandó poner a Cristo. Porción de púrpura con la que fue cubierto Cristo después de ser azotado y coronado de espinas. Porción de la esponja que, empapada de hiél y vinagre, aplicaron a los labios de Cristo. Fragmentos de la Vera Cruz. Porciones de piedra del monte Calvario donde Cristo fue crucificado. Porción de la lanza de Longino. Porción de la piedra donde Cristo fue colocado al descenderlo de la Cruz. Porción del sepulcro donde Cristo fue depositado. (Sánchez, p. 40).
La colección de Mallorca, como la de Sancho Dávila, abarca varios cientos de reliquias, muchas de ellas de santos y santas tan interesantes como santa Afrodita y santa Acracia, mártires, y san Venéreo.
Ningún concilio se ha atrevido a desatar lo que Trento ató. Incluso el posmoderno Vaticano II ha sancionado que «de acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus reliquias auténticas».
Aunque en algún caso la reliquia no fuera verdadera, los fieles no yerran formalmente en su culto, porque siempre lo hacen con la tácita condición de venerarla «si es verdadera» (Sala, p. 20).
Hasta el siglo XVIII, no en vano llamado de las luces, imperó una credulidad pueril hacia las reliquias. A partir de entonces, el espíritu crítico de los librepensadores y el desarrollo de la llamada ciencia positiva comenzaron a cuestionarlas y muy pronto se sirvieron de ellas para ridiculizar a la Iglesia. Este rechazo, aunque bienintencionado en un principio, es, por la acritud extrema y la falta de caridad con que se practica, uno de los muchos excesos del liberalismo. ¿Quién reprocharía a una madre haber mentido a su hijo sobre la cigüeña y los Reyes Magos hasta que, ya crecido, descubre por sí mismo la verdad? La providente y abnegada Iglesia ha actuado del mismo modo. Por eso debe quedar al margen de todo reproche cuando sus hijos crecen y alcanzan a discernir la verdad oculta tras los mitos y los dogmas en el conjunto de tradiciones y enseñanzas que reciben de ella.
Por otra parte, la veneración de las reliquias no es sólo propia de personas religiosas. También existen las reliquias profanas. En la casa del gran polígrafo Joaquín Costa, detrás del sillón de su gabinete, se venera la mancha de grasa que dejó en la pared aquella portentosa cabeza cuando elevaba los ojos al cielo en profundas meditaciones o fragorosas siestas. En la sala del Museo del Ejército dedicada a la guerra civil del 36 se veneran los calzoncillos que vestía el capitán Cortés, héroe del santuario de Santa María de la Cabeza, cuando la metralla segó su vida. Los americanos, por su parte, veneran la dentadura postiza de George Washington que él mismo talló, en madera. Y los franceses veneran en París, dentro de una urna que preside los más solemnes desfiles, la mano ortopédica del héroe de la Legión Extranjera, el capitán Danjou, hallada en Camerone al día siguiente del famoso combate. ¿Y qué decir de los paleontólogos que guardan con mimo y se extasían en la contemplación de coprolitos, esto es, boñigas fosilizadas de iguanodontes y tiranosaurios y demás faunas extintas? ¿Qué otro sentido sino el de ser reliquias tienen la casa de Beethoven en Bonn, la de Cervantes en Valladolid, la de El Greco en Toledo? ¿Y qué me dicen de las tres tumbas reconocidas de Colón? En la más aparatosa de ellas, la de la catedral de Sevilla, cuatro colosos de bronce sostienen un ataúd del tamaño de un utilitario cuyo contenido, una porción de presuntas cenizas del descubridor, cabría holgadamente en una caja de cerillas.
Aceptemos que las reliquias están siempre presentes en nuestra vida cotidiana: ¿quién no guarda una flor entre las páginas de un libro, recuerdo, como dice Borges, de una tarde inolvidable ya olvidada? ¿Quién no se topó, en el fondo de un cajón, con el corcho de una botella de champán, fechado un remoto 28 de octubre del 82, y lo contempló con nostalgia antes de arrojarlo a la basura? ¿Quién no conserva un pequeño objeto de la persona amada, un trozo de su cuerpo, un tirabuzón, un diente? El que esto escribe debe confesar que tiene en grandísima estima un fatigado plumier que perteneció a Menéndez Pelayo y, sin menospreciar a nadie, no lo cambiaría ni por la pluma del ala del arcángel san Gabriel que se venera en el santuario de Sangüesa, en Navarra. Por cierto, allí veneran también un sobrante de la tierra que usó Dios para modelar a Adán.
Ya va comprendiendo el lector que un libro sobre reliquias no puede pretender no ya agotar el tema, que es de suyo inagotable, sino ni siquiera abarcar una mínima parte de él. Por eso, nosotros, en la tesitura de escribir sobre las reliquias, idea que concebimos en Venecia cuando el secuestro del cuerpo incorrupto de santa Lucía, hemos preferido circunscribirnos a las reliquias de Cristo y, para ser sinceros, tampoco hemos aspirado a recoger su catálogo completo, sino tan sólo las más importantes, en especial la polémica Sábana Santa de Turín.
Para su estudio, las reliquias de Cristo pueden dividirse en dos grandes grupos: orgánicas e inorgánicas. A su vez, las orgánicas se dividen en divinas y terrenales. Las divinas pueden ser hematológicas (sangre de la Pasión o de la circuncisión; o tierra de Getsemaní impregnada del sudor de sangre), odontológicas (dientes de leche; dientes saltados por la paliza de Me. 14, 65; o el estacazo de Jn. 18, 22), cárnicas (prepucios) y capilares (cabellos).
Forman las reliquias terrenales de Cristo cuatro grandes apartados: animales, vegetales, metálicas y pétreas. La reliquia animal es, obviamente, la esponja en que se le dio a beber hiel y vinagre. Las vegetales se clasifican en lignarias o textiles. Pertenecen a las primeras el madero de la cruz, la tablilla con el INRI, las espinas de la corona, la estaca con la que un escriba-policía le propinó un rapisma o estacazo en la faz, el asta de la lanza de Longinos y el cetro de caña; a las segundas, los santos pañales, las sábanas santas, los sudarios, el pañolón de Oviedo, las verónicas y las sagradas vendas. Las metálicas son los clavos santos, los hierros de las santas lanzas y los grilletes. Las pétreas, el pesebre del portal de Belén, el Santo Sepulcro, la tapadera del mentado sepulcro, el pavimento de la fortaleza Antonia y, en general, las piedras que las divinas plantas hollaron en su peregrinar por este mundo, tanto en su vida privada como en la pública.
Y ahora, sin más preámbulos, entremos en el meollo del asunto.