Félix Kerrigan, jefe de Torreón, se debatió para librarse de su máscara.
—¡Puff! —resopló de alivio—. Me estaba derritiendo ahí dentro.
Recorrió con la vista la atestada cabina. Asomaban algunos rostros que no pertenecían a sus hombres. Por ejemplo, los del ingeniero y la azafata de la Atlantis. También se encontraba presente Nicholas Riskin, de la Secretaría del Consejo, lo mismo que James Church.
—Sigamos a velocidad normal —propuso Kerrigan.
—Todavía no —le recordó Riskin—. Hay que derivar hasta alejarnos lo suficiente para que ninguno de ellos advierta que llevamos reactores bajo nuestro falso casco. ¡Ah! Y no olvidemos dejar encendida esa hermosa fluorescencia.
—¡Y qué reactores! —exclamó Dave Sadler admirado.
Nunca había viajado en una nave construida por los marcianos. Se palpó el traje espacial. A pesar de su aspecto, constituía una hermosa pieza. Habían colaborado en su diseño buenos ingenieros, además de uno de los mejores sastres marcianos. ¡Qué pena que hubiese que destruirlo!
—¡Maldición! —protestó—. ¿Por qué no nos permitieron saquear esa mole? Iba bien cargada.
—¿Y qué ocurriría con la ilusión de los invasores interestelares cuando tu botín apareciera en el mercado? —intervino Church.
Riskin frunció el entrecejo.
—A decir verdad, no veo la diferencia. Ya te he dicho que nos metimos en esto contigo porque lo pusiste como condición, junto con la suspensión de nuestras operaciones de salvamento, para proveer a los Mundos Libres. ¿Y ahora qué? Supongo que no creerás que este fantástico truco dará resultado.
—Pues claro que sí —replicó Church—, y lo mismo piensan algunos de los competentes psicosociólogos que consultamos. Recuerda que esta no será la única evidencia. Hemos dejado en diversos lugares huellas de campamentos no humanos. Los marcianos informarán que se han producido ataques similares a sus naves y, ahora que un vehículo de la Tierra ha pasado por la misma experiencia, no habrá muchos terrestres que duden de nuestra palabra.
—Aún así, el sentido común…
—El sentido común no abunda en la Tierra. Sabes bien que los terrestres son muy crédulos, con una profunda tendencia a asustarse. Además, a nivel inconsciente, donde no opera la racionalidad, tienen arraigado un profundo miedo y respeto por los «otros».
Una idea cruzó de repente por la mente de Church. Se maldijo por no haber verificado personalmente la cuestión. Con tantas cosas de que preocuparse, se le había pasado por alto.
—¿Retirasteis los anillos superconductores empotrados en el casco? —preguntó.
—Por supuesto —gruñó Kerrigan—. Dejamos todo de manera tal que diera la impresión de que habíamos desmontado los mamparos en ese punto para estudiar la instalación alámbrica, tal como nos indicaste.
—Bien. Cualquier prueba de que nuestro «impulso de gravedad» consistía lisa y llanamente en la conocida atracción magnética de alto poder, estropearía todo el proyecto.
—¿Qué pensarán? —inquinó Riskin, preocupado.
—Pensarán cientos de cosas distintas. —Church se encogió de hombros—. Ciertos marcianos y asteritas considerarán que quizá se trate de un engaño. Sin embargo, no comprenderán el motivo, y nadie se atreverá a correr ningún riesgo, por si fue un acto de pillaje real. Al menos, no lo correrá la Tierra. Allí, el público pondrá el grito en el cielo para que se aumenten las defensas, lo que, claro está, encantará a las corporaciones que se ocupan de obtener grandes ganancias mediante los contratos de ese tipo.
Riskin le observó con los ojos entrecerrados.
—Aún no conozco exactamente vuestros motivos.
—Librarnos de vosotros, los asteritas —rió Church—. Durante los últimos meses, os hemos pagado para que nos dejéis en paz, pero no queremos que la subvención se eternice.
Profundizó en los detalles al informar a Dobshinsky. La entrevista se celebró en el despacho de Church, donde este estaba seguro de que no había aparatos de escucha.
Se echó hacia atrás hasta que la silla giratoria crujió, apoyó los pies sobre el escritorio y rió entre dientes.
—Según las últimas noticias —dijo—, la operación ha funcionado de maravilla. Se rumorea que la embajada terrestre os está presionando para que arméis vuestras naves.
—Cierto —respondió Dobshinsky—. ¡Qué cosa más ridícula!
—No, no. Debéis hacerlo para representar bien vuestro papel y mantener la fiebre bélica. Os podéis permitir ese lujo. Ya nadie os saqueará, y el tributo a los Mundos Libres acabará en breve. Y, sobre todo, vuestros contratos de embarque se multiplicarán.
—¿A causa de las defensas espaciales que se planifican?
—Sí, supongo que sí.
—El Cinturón asteroide es sin la menor duda la zona que se ha de fortificar —agregó Church sin ninguna necesidad, habida cuenta de las repetidas discusiones que habían tenido lugar con anterioridad. No obstante, se sentía con derecho a jactarse—. De modo que Marte y los Mundos Libres permitirán generosamente a la Tierra usar las instalaciones existentes como bases industriales y militares. Por último, heredarán las maravillas que se construyan. Entretanto lloverá el dinero… Mientras los asteritas puedan comprar lo que necesitan, no habrá razones para la piratería. Y el excedente se comercializará entre ellos y nosotros, porque la opinión pública de ambos estados se muestra bastante fría con respecto a la supuesta y alarmante invasión, y ninguno de los dos gobiernos gastará demasiado en material bélico.
Dobshinsky frunció el ceño.
—Esto no me gusta nada. Defendí tu plan en la Asociación porque no veía otra alternativa. Sin embargo, ahora que se ha firmado el compromiso…, ¿vas a permitir que esos cabritos salgan impunes?
—¿Te refieres a los asteritas? ¿Por qué no, de momento? Sabes muy bien que jamás les conquistaréis por la fuerza. Por lo tanto, más vale que seáis amigos. Estoy seguro de que no te importa más que a mí que enarbolen nuestra bandera o la suya.
—No, por supuesto —reconoció Dobshinsky—. No obstante…
—Y recuerda que les hemos condenado desde el punto de vista cultural —le interrumpió Church—. El auge de la defensa representará para ellos la industrialización en gran escala. Yo lo considero bueno para la raza humana en su conjunto. El hombre necesita establecerse firmemente en los asteroides. Ahora bien, el feudalismo y el nomadismo son incompatibles con la industria en gran escala. Los jefes que no logren afirmarse como directores de empresa serán abandonados por su propia gente. ¿Qué otra venganza esperas?
—¿Y cuánto durará esa ilusión? —se impacientó Dobshinsky.
—Bastante —contestó Church—. Las cien personas poco más o menos que saben algo acerca de nuestra Tertulia de Boston fueron meticulosamente escogidas y se encuentran muy dispersas. Quizás acabe por saltar la tapadera. En caso contrario, el miedo se desvanecerá con el tiempo, y todos decidirán que fue una pandilla aislada. Para entonces el proceso habrá avanzado de modo irrevocable. Se habrá invertido demasiado en el Cinturón para abandonarlo.
—¿Y si llega a saberse la verdad? —En ese caso, os bastará recordarle al sistema solar que la Atlantis fue abordada por los Mundos Libres. Si la Tierra no opuso objeciones cuando éramos nosotros las víctimas, tampoco tendrá mucho que decir en este caso.
—No, estamos plenamente justificados. Además…
Church se levantó y se acercó a la ventana. Había caído la noche con la pirotécnica rapidez de Marte.
Por encima del brillo de neón, resplandecía un cielo casi tan espléndido como el del espacio. Habló en voz muy baja:
—Mientras dure el electo de la experiencia, los humanos nunca emprenderán el camino que les lleve a las estrellas.