Los astilleros marcianos hicieron la entrega a la Tierra, y la gran nave Atlantis —carga y lujosas comodidades para los pasajeros— emprendió su viaje inaugural. No iba a realizar el crucero a las lunas jovianas, tan popular en otros tiempos. Aunque ninguna nave terrestre se había perdido durante las recientes dificultades, el fenómeno se debía tal vez a su número, en comparación escaso. Por lo tanto, y mientras no adquirieran la certeza de que habían concluido las tormentas de grava, dejaban que los marcianos corrieran solos el Cinturón, obligados por la necesidad. Entretanto, la Atlantis operaría en el triángulo Luna-Venus-Marte, regresando al punto de origen.
No se preveían problemas. Aunque las suposiciones acerca de la piratería fuesen ciertas, los Protectorados Unidos estaban en excelentes términos con los Mundos Libres. Además, las poco potentes naves asteritas jamás igualarían la velocidad del liso y pulido gigante. Y aunque algunos marcianos se quejaban con amargura, nadie se atrevía a tanto como romper las relaciones diplomáticas.
Como máximo, sus casinos y casas de placer esquilmarían a los turistas durante su estancia, lo cual carecía de importancia. Se trataba de gente acaudalada, dispuesta a pagar por pasar un buen rato en un lugar en el que no imperaba la moralista autoridad de la Tierra.
La Atlantis llevaba dos días de viaje en dirección a Venus, siguiendo una trayectoria compleja pero fácil de fijar, cuando su oficial de electrónica detectó un objeto en el radar. El hombre arrugó la frente, calculó la distancia y los vectores e introdujo los datos en un computador. Después de leer la respuesta impresa, manipuló otros instrumentos. Luego, llamó al capitán.
—¿Algún problema? —se oyó la voz de este por el intercomunicador.
—No… No, señor. No exactamente.
A través de las portillas panorámicas, el oficial fijó la vista, más allá de su mesa, en un cielo resplandeciente de estrellas. Una de las pantallas estaba polarizada, lo que convertía el sol en un opaco disco púrpura, coronado de fantásticas auroras.
—Una nave parece querer reunirse con nosotros —continuó—. En media hora, se cruzarán nuestras trayectorias, con velocidades parejas. Pero no consigo avistarla…, y desde luego, no marcha en subpotencia porque no hay radiación reactora.
—¿Un meteorito, quizá? —quiso saber el capitán—. Un objeto interestelar seguiría una órbita peculiar.
—Sería una extraña coincidencia que se dirigiera de manera tan precisa hacia nosotros, señor. Por otro lado, las dificultades en el Cinturón parecen haber tocado a su fin. Hace meses que los marcianos no denuncian ninguna pérdida. Yo diría que se trata de una de sus naves, sin duda en dificultades. Probablemente han perdido masa reactora. Quizá nos detectaron a gran distancia, o incluso sabían de antemano nuestra posición gracias a la publicidad, y utilizaron sus últimas reservas para tomar una pista coincidente.
—Eso no tiene mucho sentido… —arguyó el capitán—. Está bien, mantendremos el rumbo. Si se trata de rocalla, lo sabremos con tiempo suficiente para esquivarla. Iré de inmediato a cubierta. —Después de pensarlo bien, agregó—: Alertemos a los pasajeros. No nos perdonarían que les privásemos de esta diversión.
A medida que se aproximaba el momento, el salón principal se fue llenando de gente, y las máquinas expendedoras de bebidas sonaban sin cesar. Una joven que andaba a la caza de marido se acercó a un ejecutivo de distinguido aspecto que no había mencionado la existencia de una esposa.
—¡Qué emocionante! —comentó la muchacha—. ¿Ocurre a menudo en el espacio?
—Que yo sepa, jamás —respondió él—. Según los anuncios, no han entrado en comunicación. De modo que, según supongo, el mismo objeto que vació sus depósitos les estropeó la radio. Sólo que si disponen de masa suficiente para interceptarnos, les hubiera dado tiempo a llegar a Venus o… ¡Allí está! ¡Caramba!
El hombre no omitió pasar un brazo por la cintura de su compañera, ni esta apoyarse en su hombro. No obstante, dedicaron toda su atención a la portilla panorámica, contemplando las frías constelaciones. Todos les imitaron. Se acallaron los murmullos. Un camarero gritó: «Eso no fue construido por…». No se atrevió a decir más.
El extraño vehículo hizo su aparición a una velocidad aterradora. La nave era más pequeña que la Atlantis, esbelta como una barracuda. No llevaba reactores, sino un anillo de enigmáticos conos alrededor del combés. Por fuerza se hallaba provista de pantalla de radiación y, sin embargo, resplandecía con una destellante luminosidad violeta.
—¡Atención! —llamó una preocupada voz por el intercomunicador—. Os habla el capitán Daniels. Atención todos los pasajeros. Ocupad los asientos de aceleración. Ocupad los asientos de aceleración de inmediato. Entraremos en caída libre para establecer el contacto y quizá nos veamos forzados a acelerar sin advertencia previa. Toda la tripulación debe dirigirse a los puestos de emergencia.
El ejecutivo y la joven quedaron separados en la súbita confusión por ocupar un asiento y encontrar cinturones de seguridad.
En el puente de mando, el primer oficial se mordió los labios:
—¿Quieres que intentemos desacelerarlos?
—Dudo que lo consiguiésemos —respondió el capitán en tono tajante—, dado que no emplean reactores. No, emparejaremos la velocidad y enviaremos una lancha estelar. ¡Dios mío! ¡La primera nave de Afuera!
Y abordaba precisamente la nave bajo su mando. Impartió sus órdenes. Bramaron los motores, las fuerzas tensaron por un instante los músculos humanos. Luego, se abatió sobre la nave el silencio y la ingravidez. Ambas máquinas se situaron paralelas, a unos quinientos metros de distancia.
Hasta que…
—¡Viene hacia nosotros! —chilló el primer oficial.
La otra nave se acercaba de manera increíble, sin el menor esfuerzo iónico. «¿Atracción eléctrica? —se preguntó el capitán—. No, con tanto voltaje veríamos efectos de descarga. ¿Magnetismo? Tampoco, cualquiera que sea el material de esa nave, el de la nuestra no incluye el hierro. Control de la gravedad… Viajes a mayor velocidad que la luz… He experimentado este momento miles de veces, en miles de demostraciones… Pero ahora es real». Se oyó decir a sí mismo con voz quebrada:
—No creo que seamos la primera raza distinta a ellos con que se tropiezan. Sin duda saben lo que están haciendo.
Un impacto, un temblor y un tintineo metálico anunciaron el abordaje. Desde una portilla panorámica de popa, el tercer oficial informó que las cámaras de aire principales se habían tocado y unido con precisión, como en un beso.
Los alienígenas subieron a bordo.
Llevaban grotescos trajes espaciales. Eran de estatura similar a la humana, pero los rostros que sonreían en el interior de los cascos parecían monstruosos, y cada una de sus manos terminaba en cuatro dedos, curvados como los de una bruja.
Prestaron escasa atención a los esfuerzos de la tripulación para entenderse por señas, limitándose a indicarles con sus temibles armas que se agruparan y rodeándoles con gran eficacia. Siguieron horas espantosas, mientras saqueaban el vehículo de popa a proa, dejando todo en ruinas a su paso.
Por último, algunos de ellos volvieron al salón, donde se amontonaban todos los humanos. Eligieron a dos especímenes, en apariencia al azar —aunque se trataba precisamente de un ingeniero y una azafata—, y les obligaron a salir con ellos. El horror y la compasión del capitán Daniels se atenuaron hasta convertirse en alivio cuando recordó que esos dos pobres diablos eran ciudadanos marcianos.
Otra sacudida provocada por la reacción indicó que los visitantes se habían separado. Los oficiales de la Atlantis se abrieron paso a través de la multitud que les rodeaba…, tarea nada fácil, dada la manifestación de histeria en tres dimensiones. Las portillas panorámicas de estribor dejaron ver que la otra nave se alejaba con desdeñosa lentitud.
La evaluación de los daños llevó tanto tiempo que, cuando los diversos oficiales se reunieron para intercambiar sus datos, la nave transatlántica se encontraba otra vez sola, al menos a simple vista.
—En realidad, no robaron demasiado —informó en nombre de su departamento el oficial de energía—. Sobre todo se apoderaron de piezas separadas, supongo que para estudiar nuestra tecnología. El reactor de fusión está intacto. Mi equipo reparará los reactores.
—En cambio, han dejado mi sección convertida en una ruina —dijo el oficial de electrónica—. No funciona un solo instrumento. Probablemente quisieron impedir que pidiésemos ayuda. —Sonrió con cierto placer morboso—. De todos modos, no están demasiado familiarizados con los maser cristalinos. Los pondré en marcha en un par de horas y enviaré un rayo a Venus solicitando socorro.
El capitán Daniels tembló al ceder la tensión que le embargaba.
—Parece que nos libramos sin grandes daños —dijo—, a excepción de ese hombre y esa mujer que secuestraron… ¿Pensarán disecarles? ¿Qué le espera a la raza humana?
Contempló las estrellas, incontables guaridas para Ellos. La pesadilla de toda una vida de demostraciones panorámicas recorrió sus nervios. Nunca olvidaría aquel espectáculo.