Félix Kerrigan, jefe de Torreón, miró al hombre de pie ante su trono y masculló:
—No.
Nicholas Riskin se puso rígido.
—Un momento… —empezó a decir.
—Ya me oíste. —La manaza derecha de Kerrigan trazó un gesto cortante en el aire—. No pienso quebrantar la Regla ni tampoco la confianza de mis hombres. —Señaló a la alta y sombría figura de Sadler, situada a un costado, con la vista fija en Riskin—. Dave encontró la Reina de Thyle y le corresponde una comisión del diez por ciento sobre todo lo que contenga. ¿Qué clase de jefe sería yo si le estafara lo que ha ganado con su trabajo?
—Nadie te propone que le robes —protestó Riskin, un hombre educado en Marte, cuya pronunciación sonaba remilgada, incluso a sus propios oídos, al expresarse en el rudo dialecto asterita—. El Consejo le pagará lo que corresponda.
—En dólares de los Mundos Libres —adujo Sadler—. Quiero dólares de la Tierra, que me permitan comprar artículos terrestres. ¿Qué se fabrica aquí, en el Cinturón, que merezca la pena?
Riskin se humedeció los labios con la lengua y paseó la mirada a su alrededor. Se sentía muy solo.
La cámara era más grande y lujosa que la mayoría de los cuartuchos excavados en el planetoide. En realidad, estaba adornada con bárbara opulencia, colgaduras de color escarlata cubriendo las paredes, auténticas pieles de mutigres sobre el suelo, y muebles no de plástico, sino de roble macizo. Una arcada se abría a la sala de banquetes, asimismo magnífica. Desde allí, llegaba el ruido de vasos y risas, a medida que la tripulación de la nave de Riskin se mezclaba con la del vehículo de salvamento y las chicas. De este lado, en cambio, reinaba la tirantez.
Kerrigan permanecía sentado en su alto sitial de níquel y acero, como un dios pagano. El jefe representaba una regresión a los tiempos en que la Tierra era joven y salvaje: más de un metro noventa, una corpulencia a tono con esa estatura, las facciones oscurecidas por la barba, los ojos de un color verde de hielo. Su vestimenta contribuía al efecto general. Mientras que Sadler se vestía con un alegre mono y Riskin con un sencillo pijama de paisano, Kerrigan lucía una casaca azul y pantalones blancos, todo ello cubierto de dorados. En su gorra de oficial, brillaba la estrella de jefe.
Por un momento, Riskin, bajo y calvo, y cuyo trabajo no exigía por regla general ningún valor físico, pensó en jactarse: «Oye —diría—, yo represento al Consejo, que a su vez nos representa a todos. ¿Te permitirás el lujo de convertirte en enemigo de las restantes jefaturas del Cinturón?». Pero no. En ese caso, tal vez Kerrigan perdiera la paciencia. O peor aún, se reiría a carcajadas. Con excepción de algunas escaramuzas ocasionales, los señores de los asteroides no libraban guerras entre sí. Escaseaban demasiado los recursos y, además, les parecía más seguro y mucho más lucrativo vivir a costa de los marcianos.
Por otro lado, se planteaba una cuestión de principios… De política, mejor dicho. Un señor debe defender a sus partidarios, aunque sólo fuese porque, de lo contrario, estos le arrojarían por la cámara de aire y elegirían a otro. En caso de votación, los colegas de Kerrigan le darían sin la menor duda la razón.
Por lo tanto, tenía que evitar a toda costa una votación. Riskin se relajó y esbozó una sonrisa. Intentaría la diplomacia, su verdadero trabajo.
Se inclinó ligeramente ante Sadler:
—Discúlpame. No pretendía defraudarte. El Consejo me envió para formularte una propuesta. Tú la rechazaste. Estás en tu derecho, de modo que no discutamos más.
El cosmonauta le estrechó la mano.
—De acuerdo. —La furia se desvaneció con la misma rapidez con que le había acometido—. No quiero perjudicar la causa común, ni nada por el estilo, pero me las he arreglado demasiados años con la paga básica. Lo máximo que obtuve fue una pequeña comisión de vez en cuando, al localizar una nave naufragada al mismo tiempo que otros. Esta constituía mí gran oportunidad y lo arriesgué todo para aprovecharla. No quiero que se me esfume.
—Claro está que no. —Riskin miró a Kerrigan—. Sin embargo, esto plantea ciertas cuestiones políticas. ¿Podríamos hablar en privado, jefe?
—Bueno…
El jefe frunció el entrecejo. Ansiaba marchar a la sala de banquetes. Su actual amante presidía el festín y, según se decía, estaba celoso. Pero debía mostrarse hospitalario.
—De acuerdo —dijo al fin—, si no nos ocupa demasiado tiempo.
Salió de la cámara a grandes zancadas, que a Riskin le costó trabajo seguir, pese a la débil fuerza de gravedad. Sin duda el jefe hacía a diario más ejercicio del necesario para mantener el funcionamiento de su organismo.
En el extremo de un pasillo, Kerrigan abrió una puerta que daba a su despacho particular, Riskin jamás lo había visitado y le sorprendió aquella imagen de fría economía. Desde luego, un jefe no podía ser un estúpido, se recordó a sí mismo. Tampoco un cosmonauta corriente. Pese a la sencillez de las naves del asteroide (donde no había que luchar contra las fuerzas de atracción planetarias ni contra ninguna atmósfera y donde no se necesitaban pantallas de radiación, dada la lejanía del sol), nadie sobreviviría allí sin unos buenos conocimientos de física y química. No obstante, a esto se reducía poco más o menos la educación recibida en los Mundos Libres. El consejero esperaba que el cerebro básicamente sano de Kerrigan fuese capaz de absorber una rápida lección de historia y economía.
En la pared exterior, habían instalado una tronera panorámica, con un precipicio saliente que ocultaba la nave a posibles observaciones desde lo alto. Al igual que otras fortalezas asientas, Torreón estaba camuflado de tal manera que se confundía con otro medio millón de pequeños mundos desolados. La escena dejó sin aliento a Riskin. La oscura piedra metálica caía sobre una margen cortada a pico. Más allá pululaban las estrellas.
Por un espantoso instante, el miedo le sacudió los nervios. Los otros, los alienígenas, los de Más Allá… Airado, dominó sus emociones. «¡Supersticiones! —se burló de sí mismo—. El equivalente moderno de los ángeles, los demonios y los fantasmas. Demasiadas historias sensacionalistas durante muchas generaciones, hasta que su imagen quedó vinculada a nuestros instintos más primarios… ¡Ah, sí! Sin duda existen razas no humanas. Incluso hemos encontrado rastros de sus emisiones de radio, de su motor nuclear. ¡Basta ya! Están demasiado lejanos».
Volvió a prestar atención a Kerrigan. El jefe no se sentó, pero le señaló una silla para que la ocupara.
—Habla —le invitó en tono seco.
—No sé por dónde empezar —reconoció Riskin.
El consejero sacó una caja de puros y ofreció uno a Kerrigan, que meneó la cabeza. El tabaco andaba tan escaso que muy pocos asteritas —salvo en las colonias retenidas por Marte— solían fumar.
Riskin encendió su cigarro.
—Créeme que la Secretaría del Consejo no actúa de manera arbitraria —dijo—. No podemos permitírnoslo. Sabemos que somos unos simples empleados a quienes se paga para resolver disputas, permanecer al corriente de lo que ocurre a todo lo largo y lo ancho del sistema solar y hacer sugerencias políticas en pro de la causa común. Ahora bien, hemos analizado muy a fondo esta cuestión de los salvamentos y quisiéramos que todo lo capturado se entregara a una autoridad central, la cual dispondría la venta o la distribución del botín. Naturalmente, no se eliminaría el incentivo económico para los autores del hallazgo. El sistema actual… Bueno, no estoy convencido de que no acabe por provocar la caída de los Mundos Libres.
—¿Cómo? —exclamó Kerrigan. Tras una pausa, agregó—: Está bien, te escucho.
—El cuadro es amplio —declaró Riskin, ya animado—. ¿Te molesta que repita una serie de cuestiones que ya conoces? Sucede que la gente da por obvios los hechos del entorno en que se ha criado y no siempre comprende cómo se relacionan esos hechos.
Kerrigan luchó contra sus deseos personales y ganó. Cruzó los brazos y adoptó una postura más relajada. Los habitantes del espacio aprenden pronto la paciencia.
Riskin exhaló un anillo de humo.
—Siempre nos hemos dicho a nosotros mismos que nos limitamos a repetir la historia —explicó—. Marte fue colonizado por descontentos que querían liberarse del gobierno unificado terrestre. Desarrollaron una civilización individualista. Con el propósito de financiar la ingente tarea de convertir en habitable su planeta, montaron el Gran Timo en la Tierra. No voy a entrar en detalles tan complejos. Digamos que arreglaron las cosas de modo que también se beneficiaran lo bastante de facciones influyentes de los Protectorados Unidos. Así, se aceptó el hecho consumado, aunque con una reticencia que aún perdura.
—Sé todo eso —gruñó Kerrigan—. De vez en cuando leo algún libro.
—Por supuesto. He trazado un bosquejo para comparar con él nuestro propio caso, que no es paralelo. Sólo lo parece. Piénsalo. Con menor gravedad y más cercano a la riqueza mineral del Cinturón, Marte se convirtió en el principal armador, en parte por necesidad. La Tierra cuenta con tantos recursos que no necesita una gran flota mercante. Por lo general, las empresas marcianas ofrecen precios más bajos. Así, la mayoría de los transportes en suelo marciano y la mayoría de las naves espaciales terrestres se construyen en Marte. Y Marte colonizó los asteroides. Sin embargo, la vida en ellos resultaba dura y cruel. Ni siquiera ahora se puede considerar como un lecho de rosas. Así que imagínate lo que significaba en las primeras décadas. Muy pocos se sentían dispuestos a trabajar aquí, si no les iba demasiado mal en su lugar de origen. En otras palabras, descendemos de emigrados, descendientes a su vez de otros emigrados. Un pueblo semejante no suele producir hombres aptos para formar parte de una organización. Tienden a obrar por cuenta propia en cuanto se les presenta la ocasión. No obstante, la exigencia de capital era excesiva para un solo hombre. En consecuencia, comenzaron a brotar pequeñas empresas privadas, cada una dirigida por su fundador. Necesariamente, este ostentaba la autoridad de capitán de la nave. Cualquier otro sistema habría supuesto una pronta aniquilación. Así nacieron las jefaturas.
Riskin desprendió la ceniza del cigarro y, después de una pausa, prosiguió:
—¿No comprendes? Nos jactamos de ser unos nobles demócratas que reclaman lo que se les debe a los tiranos del planeta madre, lo mismo que los antepasados de estos con respecto a la Tierra. A decir verdad, los jefes entraron a menudo en conflicto con la Declaración de las Libertades y otros puntos delicados de las leyes marcianas. No estaba en su mano evitarlo. O se establecía un nuevo tipo de civilización adaptada a las condiciones locales, o se volvía a trabajar para una empresa de Pallas, de Ceres o de cualquier sitio semejante. Y nos declaramos independientes. A Marte no le gustó nada, pero la represión habría sido demasiado costosa. Además, los terrestres se sintieron encantados. La Tierra ejerce una presión económica y política. Incluso hubo ciertas amenazas de presión militar…, sutiles, pero amenazas al fin. En caso de guerra, Marte llevaría las de perder, por lo que bloqueó el comercio con los Mundos Libres, con la esperanza de someternos por el hambre. Tenemos muy poco que ofrecer a la Tierra, que, de todos modos, no dispone de las naves mercantes precisas para establecer un comercio con nosotros. En consecuencia, hemos optado por… seamos francos, por piratear los vehículos marcianos que atraviesan la zona de los asteroides y las rutas jovianas. Encontramos compradores en la Tierra para esos productos, e incluso algunos en los asteroides marcianos, claro que bajo cuerda. Con el dinero obtenido, adquirimos en la Tierra lo que necesitamos.
Riskin se interrumpió, ya sin aliento, un poco ronco y con un irresistible deseo de tomar un trago.
Kerrigan frunció el ceño:
—No entiendo adonde pretendes llegar, salvo a lo que todos sabemos.
—Sólo a esto —replicó Riskin—. Ordena todos mis datos y comprenderás que tenemos entre las manos una guerra revolucionaria. Nadie le da ese nombre y quizá muy pocos la reconozcan como tal, pero es un hecho. Si no nos organizamos para librarla del modo debido, la perderemos.
—¿Cómo?
—No podemos continuar eternamente así. Supongamos que Marte toma contramedidas a las que no sepamos escapar. En Secretaría, hemos considerado una serie de posibilidades. Si alguna de ellas funciona, volveremos al punto de partida, aislados y aniquilados. Y lo más grave sería que Marte decidiese reconocer nuestra independencia. Estoy seguro de que hasta ahora se ha negado por pura terquedad. ¿Qué ocurriría en ese caso? Las ganancias se encuentran en los grandes asteroides que conserva Marte. Nunca lograremos sostenernos con el comercio ordinario, al menos sin una inversión de capital muy superior a nuestros medios, aun con la ayuda de Marte o la Tierra. Nos enfrentaremos a la alternativa de renunciara a nuestra forma de vida y volver a trabajar como asalariados… o morir de inanición. Hemos de prepararnos para que esto no ocurra.
—¡Hum!
Kerrigan comenzó a pasearse por el despacho, dando una serie de extraños saltos, semejantes a pasos de baile. Detrás de su cabeza, parpadeaban las constelaciones.
—Reconozco que algunas veces me he preguntado… Pero aquí no llegan muchas noticias —dijo por último. Riskin se levantó y repuso con impaciencia.
—Hasta ahora, hemos permitido que las cosas siguieran su curso. Un acontecimiento condujo a otro. Los jefes se dieron cuenta de la facilidad con que se capturarían las naves marcianas y, desesperados, pasaron a los hechos. Esta actividad se convirtió en una parte importante de su economía. Vuestras plantas hidropónicas, vuestros tanques proteicos y otras fuentes os proporcionan alimentos y píldoras para la baja fuerza de gravedad. Mináis las rocas y refináis los minerales. Producís en parte todo lo que necesitáis, aunque sólo en cantidad limitada, porque contáis con recoger cada tantos años un vehículo que vale muchos «megapavos». Por eso mantenéis a personas como Sadler. Sin embargo, ¿qué ocurrirá si nunca más atrapáis una nave? ¿A qué clase de trabajo dedicaríais a los hombres de su especie?
Kerrigan se detuvo, bajó la cabeza y observó a Riskin con la frente arrugada.
—¿Qué sugiere el Consejo?
—Que aprovechemos la empresa de salvamentos para la causa común, mientras dispongamos de ella. De acuerdo con el sistema actual, todo lo capturado pertenece a la jefatura que llevó a cabo el abordaje. El jefe emplea la mayor parte de su noventa por ciento en máquinas, recambios y otros artículos prácticos. Esto fortalece a los Mundos Libres en su conjunto y, por lo tanto, es bueno. Pero dicho jefe gasta también en lujos, y el propio autor del salvamento tiende a derrochar su comisión de la misma manera. Y eso es malo. Más aún —agitó el puro en el aire—, incluso cuando se compran cosas de primera necesidad, no existe la menor coordinación. Digamos que tú adquieres una nueva computadora. Muy bien. Pero resulta que el jefe Brill, de Nido del Dragón, compra otra computadora, con lo que nos vemos con un instrumento repetido. ¿Por qué no compra él un separador de isótopos y canjea contigo aleaciones por información? Ambos saldríais beneficiados.
Kerrigan se dio unos tironeaos a la barba.
—Sí, comprendo tu punto de vista. He de pensarlo, pero tal vez tengas razón. Supongamos que, en efecto, la tienes. ¿Cómo convenceré a Dave Sadler?
—Debo reconocer que en Centralita aún no hemos resuelto por completo ese problema —suspiró Riskin—. Sin embargo, no lo juzgo insoluble. Si la Secretaría del Consejo se encargara de la distribución de las capturas y decidiera en nombre de la causa común qué artículos corresponden a las jefaturas autoras del salvamento, e incluso repartiera una parte entre las que no han efectuado ningún salvamento en mucho tiempo… Bien, en ese caso, seguiríamos pagando comisiones regulares a los captores. En dólares locales, claro, no terrestres ni marcianos. Los Mundos Libres andan muy necesitados de divisas. No obstante… ¡Hum! Podríamos crear una industria de lujo y lugares de placer propios, para que los muchachos despilfarren allí sus ganancias.
Kerrigan guardó silencio durante largo rato, permaneciendo en actitud reflexiva ante la tronera panorámica.
—Quizá —dijo al fin—. Hasta aquí, vosotros, los consejeros, habéis efectuado un buen trabajo. No nos hubiéramos entendido sin vuestra orientación, sin vuestros agentes en Marte, sin vuestras halagadoras palabras para incitarnos a la sensatez. Personalmente, no me opongo a vuestra propuesta. Pero acaso otros jefes se manifiesten en contra.
—Si tú das el ejemplo con el Reina de Thyle…
Riskin se interrumpió. Kerrigan se había dado la vuelta, con expresión amenazadora. El consejero continuó muy de prisa, aunque en tono suave:
—Habrá compensaciones, claro. No esperamos que te muestres generoso a cambio de nada. Debemos estudiarlo.
—Es posible. —Kerrigan entrecerró sus verdes ojos—. Sí, es posible.
—Me quedaré todo el tiempo necesario para discutir estas cuestiones —afirmó Riskin.
—Me parece muy bien.
La expresión calculadora desapareció del rostro del magnate. Lanzó una carcajada y palmeó en la espalda a su interlocutor. Este cruzó la mitad del despacho de un salto, a causa del manotazo.
—Disculpa —dijo Kerrigan—. Vamos, hablaremos de nuevo mañana. Ahora nos espera el festín.