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Syrtis, la ciudad más grande y bulliciosa de Marte —además de su capital—, es asimismo la más antigua. En kilómetros a la redonda de su periferia, se alzan nuevos rascacielos, cada uno rodeado de verdes terrenos. Hacia el sur, la ciudad se pierde en las tierras agrícolas que rodean el ecuador y, hacia el norte, en desiertos de arena rojiza y ásperos riscos, no afectados por la civilización. Sin embargo, la mayoría de los edificios del centro fueron edificados por los pioneros.

Gruesas paredes de piedra gris, argamasa roja, antiestéticas masas de unos cuantos pisos, rematadas por terrazas donde aparcan las naves ligeras. Las galas del comercio moderno parecerían fuera de lugar en esas fachadas.

Su solidez resulta engañosa. Ahora que se ha completado el proyecto sobre la atmósfera, los vapores de oxígeno y agua corroen con tal rapidez la roca marciana que las estrechas y serpenteantes calles aparecen siempre llenas de polvo. Ese distrito ya no albergará a muchas generaciones.

James Church se sentiría encantado de vivir mientras contase allí con una oficina. En cierta manera, era un tradicionalista.

De pie ante una ventana abierta, con la pipa en la boca y las manos a la espalda, contemplaba el panorama mientras aguardaba a su visitante. El alféizar conservaba las huellas de los aparatos que otrora impedían la entrada de los gases letalmente fríos y sutiles. También había estrías de un período posterior, en el que una disputa iniciada en el Mariner, al otro lado de la calle, había terminado en el Decadia Sangriento.

El Mariner seguía funcionando. Entraba y salía gente por la puerta, bajo el consabido simulacro del vehículo de exploración espacial. Church percibía fragmentos de música, el gemido de un grupo en boga. Incluso se imaginaba oír la caída de los dados y los giros de la ruleta, aunque, sin duda, el murmullo de los peatones de alegre vestimenta sonaba demasiado fuerte para eso. En esas latitudes, el sol se pone muy tarde durante un verano dos veces más largo que en la tierra, y Syrtis había resuelto el grave problema de los pasatiempos mientras duraba la luz del día. Church respiró hondo, entre una serie de bufidos. El aire que inhaló era frío. Aquella noche habría escarcha. Se destacaban heladas nubes cristalinas en un cielo de color púrpura. Pasó una bandada de gansos. «Bien, bien —pensó—, el Ministerio de Ecología está llegando realmente a algo con este plan. Parecía imposible, pero dicen que los ingenieros genéticos han resuelto el problema de la acumulación. Me pregunto cómo lo habrán logrado. Cuando disponga de tiempo, leeré algo al respecto».

Alguien habló por el intercomunicador de su maltrecha mesa escritorio:

—El señor Dobshinsky quiere verle.

Church atravesó la habitación.

—Adelante —dijo.

La puerta se abrió obedeciendo a su voz. Permaneció a la espera. Bajo, rechoncho y canoso, su imagen no correspondía a id del marciano típico. Vestía con discreción, y una pequeña panza abultaba su pantalón. Sólo la piel bronceada por el sol y los descoloridos ojos azules —con patas de gallo, consecuencia de una vida entera entrecerrándolos a través de las dunas desnudas— coincidían con la imagen clásica.

Philip Dobshinsky, en cambio, era alto y delgado. También más joven, más apuesto y con más colores en su vestimenta de lo que Church esperaría en un miembro de la Asociación Interplanetaria de Armadores. Dobshinsky se detuvo, y recorrió con la mirada la pequeña sala atestada de libros y recuerdos, mostrando cierta vacilación. El despacho exterior de Church, Investigaciones y Vigilancias, tampoco le había impresionado con exceso.

—¿Cómo estás? —El detective extendió la mano por encima del escritorio—. Toma asiento. ¿Un porro?

—No, gracias. Ahora no. —Dobshinsky apartó la cajetilla, aunque se trataba de Twin Moons, una mezcla muy cara de tabaco y marihuana—. Prefiero un trago, si no tienes inconveniente.

—Por supuesto. ¿Whisky? Juro que es autentico, y no ese ácido sulfúrico que fabrican en La Olla del Diablo.

Church se volvió en su silla giratoria —anterior a la época en que los colonizadores se dedicaran a fabricar asientos más cómodos— y abrió una nevera.

Dobshinsky se agitó nervioso. Tampoco su asiento se adaptaba al contorno de su cuerpo cada vez que realizaba un movimiento. Church sonrió mientras se ocupaba de servir los vasos.

—Ya lo sé —afirmó—. Te preguntas cómo una agencia policial presuntamente poderosa opera en este agujero. La respuesta es sencilla: me gusta. Prefiero gastar el dinero destinado a impresionar a los clientes en buenas bebidas, comidas, porros y mujeres. Relájate, hijo.

—Soy novato en estas cuestiones —confesó Dobshinsky—. Todos lo somos… Me refiero a los miembros de la Asociación. Nuestros problemas de control humano no solían presentar complicaciones. Gracias.

Tomó el vaso de manos de Church y se lo llevó a los labios. El hielo tintineó por la prisa con que se tragó la bebida. Church exhaló una bocanada de humo y dijo:

—Al llamar, sólo mencionaste que te gustaría hablar conmigo sobre un posible negocio. Pero está claro que piensas en la piratería asteroide.

—Bien… Sí. —Dobshinsky enderezó la espalda—. Hasta ahora, la agencia Neopinks se ha ocupado de nuestros asuntos, como bien sabes. No obstante, parece que no logran encarar de manera eficaz este problema. Si tú consiguieses algo… Francamente, en tal caso firmaríamos un contrato contigo al instante.

Church mantuvo una expresión no comprometida, pero se le aceleró el pulso y fijó la vista en las fotografías que cubrían su escritorio. Un hombre con dos hijos en la Universidad y una hija a punto de ingresar en ella —que, por añadidura, deseaba seguir sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de París— haría muy buen uso de los beneficios proporcionados por un negocio a semejante escala. Además, Mary le había hablado de una casa mejor en Thaumasia, adonde se trasladaban durante los inviernos del hemisferio norte…

—Antes de seguir adelante —murmuró—, ¿no habéis considerado la idea de apelar al gobierno?

—¿Cómo? —El asombro superó la timidez de Dobshinsky—. ¿Qué tiene que ver el gobierno?

—La cuestión afecta al bienestar público. No se reduce a una nave ligera que ataca a otra porque ha traspasado los límites de su territorio. Aquí nos enfrentamos con un puñado de insurrectos convertidos en piratas, que nos causan graves pérdidas económicas.

—A los exportadores.

—A todo Marte, si se considera a largo plazo. Los precios y las tarifas de seguros han salido ya camino de Andrómeda, ¿verdad? Por lo tanto, está implicada toda nuestra política interplanetaria.

—Y el gobierno no cuenta con agentes bien entrenados y equipados. Tendrá que contratarlos. —Dobshinsky tomó otro largo trago de whisky—. De todos modos, nos hemos puesto en contacto con el gobierno. Si la marina fuese capaz de limpiar el Cinturón… Pero no hay caso. Si aceptas el trabajo, ya te enterarás de los detalles al leer el sumario confidencial.

—Gracias por tu amabilidad.

El otro pareció desconcertado y Church sonrió:

—Quiero decir por abordarlo con tanta diplomacia —aclaró—. Podrías haber dicho: «Si te encargamos el trabajo»… Bueno, profundicemos todo lo posible en una conversación informal. ¿Habéis perdido otra nave?

—La Reina de Thyle —respondió Dobshinsky con los labios apretados—. No sé si el nombre significa algo para ti.

—Me temo que no.

Church, cuya profesión le ponía en contacto con todas las facetas del mundo, se concentraba en sus propios asuntos menos que cualquier marciano medio. Sin embargo, hasta ese momento, los cargamentos interplanetarios habían permanecido fuera de su alcance. Los ricachos sí que se ocupaban de sus propios asuntos.

Sólo hasta ese momento.

—Nuestra pérdida más reciente y una de las más graves —explicó Dobshinsky—. Además de su valor, que asciende a las siete cifras, hay que tener en cuenta la carga. Entre otras cosas, una megasuma astronómica en unidades de computación destinadas a Pallas, a menos de veinte decadías desde la captura del Jove.

Church enarcó levemente las cejas:

—Disculpa que te interrumpa. ¿Tenéis la certeza de que no se trata de casos fortuitos? Al menos, eso dicen los círculos oficiales.

—La tenemos, prácticamente. Por ejemplo, el Jove transportaba maquinaria rebotica de minería a Ganímedes. El informe de Neopinks, basado en datos de su sucursal en la Tierra, señala que Supertrónica ofreció una carga del mismo material a unos precios criminales. Según afirman, han descubierto métodos de producción más baratos. Por supuesto, los números de serie y otros detalles no coinciden. No obstante, cuando tales incidentes se repiten una y otra vez…

—Sí, comprendo. —Church movió la cabeza en un gesto afirmativo—. Me pregunto —musitó casi para sus adentros— por qué razón los así llamados casos fortuitos resultan siempre catastróficos. —Levantó la voz—: Tengo entendido que el Jove no apareció.

—Al menos por ahora. Tal vez se destrozó por completo o quizá los asientas intentan repararlo a fin de aprovecharlo. También cabe en lo posible que en este momento se dirija a la Luna con una tripulación que se califica a sí misma de salvamento.

Escupió las dos últimas palabras.

—Sí, la cosa parece chocante.

—¿Cómo chocante? Puedo darte cifras demostrativas de que la economía marciana corre peligro. La Tierra se cruza de brazos, toma el botín y espera a festejarlo con lo que quede de nosotros.