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El hombre hambriento saltó de la nave y se sumergió en el silencio. Percibía el susurrar de la sangre en sus venas, el paso del aire a través de sus fosas nasales, el ínfimo rechinar de una comba aspirante que lo devolvía al depósito de renovación. Tenía conciencia de la tensión de su carne, de la rigidez de sus coyunturas, del olor de su cuerpo encerrado, de un vacío en el estómago… Sobre todo, de ese vacío. Por lo demás, estaba solo. Y el universo que se extendía más allá de su casco, más solitario aún que él. Doce mil estrellas visibles, brillantes y sin titilaciones, salpicaban de gloria la oscuridad. La Vía Láctea ceñía la creación, como una cascada de hielo. A la izquierda, se veía el sol, reducido pero resplandeciente hasta un punto intolerable. No importaba. Todo era demasiado remoto.

Recuperó su firme y normal sentido práctico. «Me estoy mareando —pensó—. No puedo permitírmelo. Todavía no». A medida que se acercaba a la inanimada nave, se entorpecía su visión. La curva de popa despedía una luz tan intensa que hubo de protegerse el rostro con un guante. La gran forma esferoide presentaba orificios semejantes a bocas abiertas. Escogió el de mayor tamaño, una tronera panorámica destrozada, y rectificó su camino con un breve chorro de sus tubos de propulsión.

Si dispusiera de algunos instrumentos, habría conseguido una aproximación más exacta, conducido su nave hasta el costado de aquel pecio. Por desdicha, sólo contaba con un mínimo de medios electrónicos. En cuanto al resto, debía confiar en los sentidos y los músculos que él, y sus padres antes que él, habían entrenado para enfrentarse a una situación extrema.

Por un momento, volvió a divagar. Se encontró tratando de imaginar un viaje por la Tierra. O incluso por Marte. No tanto al aire libre, entre el verdor y los dilatados horizontes, bajo el sol imponente. Todo eso podía visualizarlo a partir de las películas que había visto. No, viajando por el interjuego de los vectores, algo parecido a correr todo el tiempo en condiciones de subaceleracíón. Surgió ante sus ojos el casco, un precipicio redondeado. Giró sobre sí mismo y se lanzó, con las botas por delante. Le recorrió el estremecimiento del impacto desde las espinillas hasta el cráneo, los circuitos incluidos en las pesadas suelas se cerraron automáticamente. Se separaron las cargas. La mitad «inferior» se volvió positiva con respecto a la nave. Los electrones del metal del vehículo se arremolinaron para ir a su encuentro. No existía el peligro de que un arco voltaico atravesara el aislamiento, sostenido por la carga indispensable.

Cuidándose de apoyar sólo un pie a la vez, se dirigió al borde mellado del orificio, a través del cual se filtraban los rayos solares, arrojando sombras de ébano detrás del equipo y los controles. Arrugó la frente. ¡Maldición! Las rocas habían estropeado la nave. Necesitaría costosas reparaciones antes de volver a estar en condiciones de uso…, lo cual reducía el valor de su salvamento y, más importante aún, su comisión.

Salvo, claro está, que se tratase de un cargamento especial. Le recorrió un estremecimiento de entusiasmo que le hizo olvidar su debilidad. Entró.

Guiado por el fluctuante haz de luz de su linterna, bajó por un tenebroso pasillo y un pozo negro hasta la bodega central.

No estaba sellada ni herméticamente cerrada, de acuerdo con la costumbre que se seguía en todos los cargueros no tripulados. Abrió una puerta y avanzó entre pilas de cajones. La luz de la linterna puso de relieve las letras impresas:

ELECTRÓNICA HESPERIA

SCX-107

ELEMENTOS CONDUCTORES

2000

No se molestó en leer las instrucciones referentes a la manipulación. Paseó la luz de un punto a otro, comprobando que en todos los cajones se repetían las mismas palabras. Su corazón latió desbocado.

—¡Santo Judas! —murmuró.

Y se embarcó en una regocijada letanía, que aumentaba de volumen y se volvía más profana segundo a segundo. Y aquélla no era toda la carga. Desde luego, nadie necesitaría a la vez tantas unidades superconductoras de temperatura ambiente, pero lo que había visto hasta ahora suponía la riqueza.

Le recorrió una oleada de debilidad y temblores. «Lo mejor será regresar cuanto antes, sin preocuparme por el resto de lo que haya a bordo. Más adelante, habrá tiempo de sobra para examinarlo».

Abandonó el lugar con tanta prisa que levantó ambos pies a la vez. Tuvo que derivar, invadido por las náuseas a causa de las fuerzas de rotación, echando pestes hasta que tropezó con un mamparo al que logró asirse. El malestar cedió. Siguió avanzando con cautela, salió del pecio y volvió a su nave. Sólo le faltaba herirse ahora, en cualquiera de las mil formas en que se hiere uno en el espacio, cuando en el Torreón le aguardaban mujeres, whisky y orgías sin fin.

Estrecha e incómoda, su nave le rodeó de metal. Pasó a través de la cámara de aire y se quitó el traje espacial, poniendo sumo cuidado en no tocar ningún punto de la helada superficie con las manos desnudas. Procedió a los cálculos de navegación, computó las cantidades y envió un rayo láser a través de tres millones y medio de kilómetros desiertos.

—Aquí Sadler, de la nave de salvamento Capitán Hook, llamando a Control de Operaciones de Torreón —recitó.

A continuación, transmitió una serie de símbolos en código. El jefe Karrigan no corría riesgos. Sólo respondía tras asegurarse de que quien intentaba comunicarse con la fortaleza formaba parte de los suyos. Temía que los marcianos, después de descubrir indicios de su órbita, trataran de confirmarla.

La respuesta tardó en llegar. Sadler agregó algunas observaciones insultantes a su señal de llamada.

—Control de Operaciones de Torreón recibiendo llamada Sadler, del Capitán Hook —dejó oír el altavoz—. Hola, Dave. Aquí, Bob Mackintosh, de servicio. ¿Qué novedades hay? Cambio.

—Yo… La tengo. —El hombre hambriento tragó saliva y dominó su voz—. Tengo la nave marciana. Emparejé su trayectoria y estuve a bordo. La carga parece en buen estado y… valiosa. Pero me he quedado sin comida y ando escaso de masa de reacción. Envíame algo en el remolcador. Lo antes posible.

Cambio.

Transcurrió medio minuto, mientras el rayo recorría su camino y llegaba la respuesta. En los oídos de Sadler resonaba un débil siseo, el trasfondo parlante de las estrellas.

—¿Así que la persecución fue prolongada? —observó Mackintosh—. ¿Por qué no se lo comunicaste a alguien que se encontrara en mejor posición para interceptarla? Empezábamos a pensar que se nos había escapado. Cambio.

—Sabes muy bien por qué no lo hice —gruñó Sadler—. No quería compartir con nadie mi comisión, pues tenía la certeza de alcanzarla. Date prisa, Bob. Ocúpate de que me envíen lo mejor, sobre todo en lo que se refiere a comida. Estaré en condiciones de pagarla. Luego, informa al jefe y comunica al resto de los muchachos que pueden desconectar sus radares y volver a casa. La nave marciana me pertenece.