Dalgetty se acomodó en un asiento reclinable. Uno a uno, liberó los controles de su ser: sensibilidad, bloqueos nerviosos, estimulación glandular. La fatiga y el dolor aumentaron en su interior. Atisbo entonces las estrellas y escuchó el sombrío siseo del aire con sentidos meramente humanos.
Elena Casimir se sentó a su lado, y él comprendió que su trabajo aún no había terminado. Estudió los definidos rasgos del rostro femenino. Ella podía ser una enemiga implacable, e incluso, como amiga, habría que vencer su testarudez.
—¿Qué piensa hacer de Bancroft? —preguntó Dalgetty.
—Les acusaremos de secuestro a él y a toda la pandilla —respondió—. Le aseguro que de esta no se librará. —Fijó su mirada incierta y algo asustada en él, murmurando—: Los psiquiatras de la Cárcel Federal han sido entrenados por el Instituto. Ustedes se ocuparán de remodelar la personalidad de Bancroft a su manera, ¿verdad?
—En la medida de lo posible —contestó Simón—. En realidad, carece de importancia. Como factor en nuestra lucha, Bancroft está liquidado. Sin embargo, queda todavía Bertrand Meade. Aunque Bancroft hiciera una confesión completa, dudo de que nos permita tocar a Meade. Sin embargo, el Instituto ya ha aprendido a protegerse de los métodos extralegales. Dentro de la estructura de la ley, le dejaremos actuar y le derrotaremos a pesar de todo.
—Con un poco de ayuda de mi departamento —apuntó Elena en tono acerado—. De todos modos, habrá que restar importancia a la historia de este rescate. De nada serviría suscitar demasiadas ideas en el público, ¿no cree?
—De acuerdo —reconoció Dalgetty.
Le pesaba la cabeza. Deseaba apoyarla en el hombro de ella y dormir durante un siglo.
—En realidad —continuó—, depende de usted. Si presenta a sus superiores el informe conveniente, todo se resolverá. Lo demás se reduce a detalles. De lo contrario, lo estropeará todo.
—No sé. —Le observó durante largo rato—. No sé si debo hacerlo o no. Tal vez me haya dicho la verdad con respecto al Instituto y a la justicia de sus objetivos y métodos, ¿Pero cómo cerciorarme, si ignoro lo que hay detrás? ¿Cómo saber que no había más que fantasía en esta historia sobre Tau Ceti, que usted no es en realidad el agente de una potencia no humana, que va dominando poco a poco a nuestra raza?
En otro momento, Dalgetty quizás habría discutido, intentando ocultárselo o engañarla una vez más. Ahora estaba muy cansado y se sentía dominado por un extraño sentimiento de sumisión.
—Si se empeña se lo explicaré. Me pondré en sus manos —dijo—. A usted le tocará decidir nuestro triunfo o fracaso.
—¡Adelante!
La muchacha adoptó una actitud de cautela.
—Soy humano, Elena. Tan humano como usted. Sólo que he recibido un adiestramiento muy especial, eso es todo. Se traía de otro descubrimiento del Instituto, aunque opinamos que el mundo no está preparado para recibirlo. Para muchas personas, hacerse con seguidores como yo significaría una tentación demasiado grande. —Apartó la mirada, hacia la silbante oscuridad—. También el científico forma parte de la sociedad y tiene responsabilidades frente a ella. Esa…, esa restricción que nos imponemos es una de las maneras en que cumplimos dicha obligación.
Elena guardó silencio. De pronto, alargó una mano y la apoyó sobre la de Dalgetty. El impulsivo gesto llenó a este de ternura.
—El trabajo de papá se centraba sobre todo en la psicología de la acción de masas —agregó, procurando encubrir sus sentimientos—. Muchos de sus compañeros estudian al ser humano individual como un mecanismo. Se ha avanzado mucho desde los tiempos de Freud, tanto en psiquiatría como en neurología. En última instancia, ambos puntos de vista son intercambiables. Hace alrededor de treinta años, uno de los equipos fundadores del Instituto descubrió lo bastante respecto a la relación entre consciente, subconsciente y mente involuntaria para iniciar una serie de pruebas prácticas. Junto con otros, fui elegido como conejillo de Indias. Sus teorías dieron resultado. No le expondré los detalles de mi adiestramiento. Abarcaba ejercicios físicos, prácticas mentales, un poco de hipnotismo, una dieta especial, etcétera. Algo mucho más allá de la educación sintética, lo más avanzado que conoce el público en general. Ahora bien, su objetivo, por el momento sólo realizado en parte, se centraba en desembocar en el ser humano totalmente integrado.
Dalgetty hizo una pausa. El viento gemía y murmuraba más allá de las paredes de la nave.
—No existe una clara división entre consciente y subconsciente, como tampoco la hay entre ellos y los centros que controlan las funciones involuntarias —prosiguió—. El cerebro es una estructura continua. Supongamos, por ejemplo, que uno se da cuenta de que un coche está a punto de atropellarle. Las pulsaciones se aceleran, aumenta la producción de adrenalina, la visión se agudiza, disminuye la sensibilidad al dolor, es decir, el cuerpo se prepara para la lucha o la huida. Aunque no existe una necesidad física evidente, ocurre lo mismo, si bien a menor escala, al leer un cuento terrorífico por ejemplo. Y los psicóticos, sobre todo los histéricos, son capaces de originar en sí mismos algunos de los más complejos síntomas fisiológicos.
—Creo que empiezo a comprender —murmuró Elena.
—La ira o el miedo provocan una fuerza anormal y reacciones rápidas. En el psicótico, esa fuerza y esas reacciones llegan a producir síntomas físicos, como quemaduras, manchas en la piel o, en el caso de la mujer, un falso embarazo. En ocasiones, insensibiliza por entero alguna parte de su cuerpo a través de un bloqueo nervioso. Se inicia o se interrumpe una hemorragia sin motivos aparentes. El psicótico entra en estado de coma o permanece varios días despierto, sin la menor somnolencia. Es capaz de…
—¿De adivinar el pensamiento? —preguntó ella como un desafío.
—Que yo sepa, no. —Simón rió entre dientes—. Los órganos de los sentidos de los seres humanos poseen una sensibilidad asombrosa. Sólo se necesitan tres o cuatro unidades elementales de energía para estimular el púrpura visual… Bueno, en realidad un poco más, a causa de la absorción del globo ocular. Algunos histéricos oyen el tictac de un reloj a seis metros de distancia, el mismo tictac que una persona normal no percibe a treinta centímetros. Y así sucesivamente. Existen excelentes razones para que el umbral de percepción se limite hasta cierto punto en las personas comunes. Los estímulos de las condiciones corrientes resultarían cegadores, ensordecedores e insoportables si no se interpusiera alguna defensa. —Hizo una mueca—. ¡Lo sé muy bien!
—¿Y qué me dice de la telepatía? —insistió Elena.
—No supone ninguna novedad. Se demostró que los casos de supuesta adivinación del pensamiento que tuvieron lugar durante el siglo pasado se debían a una audición extremadamente aguda. La mayoría de las personas subvocaliza sus pensamientos superficiales. Con un poco de práctica, la persona capaz de captar esas vibraciones aprende a interpretarlas. Eso es todo, Elena. —Esbozó una leve sonrisa—. Si quiere ocultarme sus pensamientos, no tiene más que abandonar esa costumbre.
Ella le miró con una emoción que Dalgetty no supo reconocer.
—Entiendo —suspiró—. Además, puesto que extrae cualquier dato del subconsciente, su memoria también debe de ser perfecta. Usted… usted puede hacer cualquier cosa, ¿verdad?
—No —repuso—. Soy un simple experimento. Ellos aprendieron mucho observándome. Lo único que me convierte en excepcional es un control consciente de algunas funciones por lo general subconscientes o involuntarias. En modo alguno de todas ellas. Además, no utilizo ese control más allá de lo necesario. Existen sólidas razones biológicas para que la mente del hombre se halle tan dividida y por las cuales un caso como el mío paga las consecuencias del esfuerzo. Después de este combate, me costará un par de meses recuperar la forma. Me encuentro al borde de una crisis nerviosa, que no durará mucho, desde luego, pero que no resultará nada divertida mientras dure. —Miró a Elena, con expresión suplicante—. Bien, ya conoce la historia. ¿Qué decide?
Por primera vez, Elena le dirigió una verdadera sonrisa.
—No se preocupe, Simón —le tranquilizó—. No…, no te preocupes.
—¿Vendrás a sostenerme la mano mientras me recupero?
—Tonto, ya te la estoy sosteniendo —respondió Elena.
Dalgetty sonrió dichoso. Después, se quedó dormido.