Quizá no habría funcionado con la mayoría de los hombres, pero aquellos matones no brillaban por su inteligencia. El guardia asintió, tragó saliva y prosiguió su ronda. Dalgetty avanzó por la senda en dirección a la casa.
En la puerta, un hombre levantó el fusil.
—¡Deténganse! Primero, debo avisar al señor Bancroft.
El centinela entró en la casa y accionó el botón del intercomunicador.
Dominado por una tensión nerviosa susceptible de convertirse en fuerza física, Dalgetty sintió un arrebato de miedo. El plan era endemoniadamente impreciso… Podía ocurrir cualquier cosa.
La voz de Bancroft llegó hasta ellos.
—Elena, ¿eres tú? ¡Buen trabajo, muchacha! ¿Cómo lo lograste?
La calidez de su tono por debajo de la excitación suscitó en Dalgetty el fugaz pensamiento de cuál había sido la verdadera relación entre ellos.
—Ya te lo contaré arriba, Tom —respondió Elena—. Es demasiado importante para que lo oigan todos. De todos modos, que las patrullas sigan de guardia. En la isla hay más seres como este.
Dalgetty imaginó el estremecimiento instintivo de Thomas Bancroft, un instinto procedente de los tiempos en que la noche significaba el terror rondando en torno a un minúsculo círculo de fuego.
—De acuerdo. Si estás segura de que él no…
—Le tengo bien cubierto.
—Aun así, te enviaré media docena de guardias. Espera.
Los hombres salieron corriendo de las barracas, donde sin duda esperaban la llamada a las armas, y les rodearon. Un círculo de rostros tensos, ojos cautelosos y armas que apuntaban. Temían a Dalgetty, y el miedo les volvía vulnerables. El rostro de Elena se mantenía inescrutable.
—¡Adelante! —dijo.
Un hombre se situó unos metros delante del prisionero, sin dejar de mirar hacia atrás mientras caminaba. Dos más le flanquearon y los restantes ocuparon la retaguardia. Elena avanzó en medio de ellos, sin dejar de apuntar con el arma a la espalda de Dalgetty. Atravesaron el larguísimo pasillo y montaron en la ronroneante escalera mecánica. Los ojos de Dalgetty se movieron con anhelo… ¿Por cuánto tiempo más conseguiría seguir viendo?, se preguntó.
La puerta del despacho de Bancroft se hallaba entreabierta. Oyeron la voz de Tighe, una voz serena, firme, a pesar del golpe que debió de significar para él la captura de Dalgetty. Al parecer, proseguía una conversación ya iniciada:
—… en realidad, la ciencia se remonta a la noche de los tiempos. Francis Bacon especuló en torno a una auténtica ciencia del hombre. Además de crear la lógica simbólica, que habría de ser una herramienta tan importante para la solución del problema, Boole realizó algunos trabajos en la misma dirección. En el siglo pasado, se desarrollaron diversas líneas de ataque. Desde luego, ya existía la psicología de Freud y de sus sucesores, la cual proporcionó las primeras ideas acertadas sobre la semántica humana. Hubo también los enfoques biológico, químico y físico del hombre considerado como mecanismo. Algunos historiadores, como Spengler, Párelo y Toynbee, comprendieron que la historia no transcurría por las buenas, sino que seguía una especie de pauta. La cibernética estableció conceptos como la homeostasis y el feedback o retroalimentación, conceptos que se aplicaban al hombre en tanto que individuo y a la sociedad en tanto que globalidad. La teoría de los juegos, la ley del menor esfuerzo y la epistemología generalizada de Haeml apuntaban hacia leyes básicas y hacia el enfoque analítico. Las nuevas simbologías de la lógica y la matemática plantearon sus formulaciones… Porque el problema ya no consistía en recoger datos, sino en encontrar un simbolismo riguroso para manipularlos y desembocar en nuevos datos. Buena parte del trabajo del Instituto se ha limitado, lisa y llanamente, a recoger y sintetizar todos los descubrimientos anteriores.
Dalgetty sintió una oleada de admiración. Atrapado e impotente entre unos enemigos a quienes la ambición y el miedo convertían en implacables, Michael Tighe seguía siendo capaz de jugar con ellos. Debió de retrasar las cosas durante horas, de postergar la llegada de las drogas y la tortura revelando primero una cosa, luego otra…, con una estrategia sutil, de modo que sus captores no comprendieran que sólo les revelaba lo que averiguarían en cualquier biblioteca.
El grupo entró en una estancia amplia, amueblada con lujo y buen gusto y con las paredes ocultas por estanterías repletas de libros.
Dalgetty se fijó en que, sobre la mesa, había un juego de ajedrez chino. En consecuencia, Bancroft o Meade jugaban al ajedrez… Al menos, tenían algo en común en aquella noche asesina.
Tighe, sentado en un sillón, levantó la vista. Una pareja de guardias permanecían a su espalda, con los brazos cruzados. Les ignoró.
—Hola, hijo —murmuró. El sufrimiento había velado su mirada—. ¿Te encuentras bien?
Dalgetty asintió en silencio. No tenía forma de dirigirle un mensaje, de asegurarle que aún había esperanzas.
Bancroft entró en la estancia y cerró la puerta con llave. Hizo una señal a los guardias, que se desplegaron junto a las paredes, apuntando con las armas hacia el interior. Temblaba ligeramente y le brillaban los ojos, como de fiebre.
—Siéntese —ordenó—. ¡Allí!
Dalgetty ocupó el sillón señalado, mullido y suave. Sería difícil levantarse de un salto. Elena se acomodó frente a él, en el borde de su asiento, y apoyó la metralleta en su regazo. De súbito, todo fue inmovilidad en la habitación.
Bancroft se acercó a la mesa y revolvió el interior de una caja de cigarros. No alzó la vista.
—¿De modo que le atrapaste? —dijo.
—Sí —afirmó Elena—. Pero primero se apoderó él de mí.
—¿De qué manera… cambiaste las tornas? —Bancroft escogió un cigarro y mordió con torpeza la punta—. ¿Qué ocurrió?
—Me quedé en una caverna, descansando —explicó Elena con voz inexpresiva—. De repente, él surgió de las aguas y me inmovilizó. Pasó oculto bajo el agua más tiempo del que nadie se imaginaría. Me obligó a ir con él a una roca de la cala… ¿Sabes al sitio que me refiero? Nos ocultamos hasta el anochecer, momento en que abrió el fuego contra los hombres que registraban la playa. Los mató a todos. Yo estaba atada, pero logré desembarazarme de las ligaduras, unos jirones de su camisa. Mientras él disparaba, le golpeé con una piedra detrás de una oreja. Después, le arrastré hasta la orilla antes de que volviese de su desmayo, recogí un arma y le obligué a caminar hasta aquí.
—Un excelente trabajo, Elena —Bancroft respiraba con dificultad—. Me ocuparé de que recibas la bonificación que mereces. ¿Y qué más sucedió? Dijiste…
—Sí. —Elena no apartaba de él la mirada—. Charlamos mientras estuvimos en la cala. Intentó convencerme de que le ayudara. Tom… No es humano.
—¿Cómo? —El pesado cuerpo de Bancroft se sacudió con un espasmo. Hizo un esfuerzo por serenarse—. ¿A qué te refieres?
—A su fuerza muscular, su velocidad y su telepatía. Ve en la oscuridad y contiene la respiración más tiempo de lo concebible. No, no es humano.
Bancroft observó la inmóvil figura de Dalgetty. Los ojos del prisionero se fijaron en los suyos. Bancroft fue el primero en apartar la mirada.
—¿Has dicho telepatía?
—Sí —respondió ella—. Dalgetty, ¿quiere demostrarlo?
Nada se movía en la estancia. Al cabo de un rato, Dalgetty habló:
—Muy bien, Bancroft, le diré lo que pensó: «De acuerdo, maldito seas, ¿conque puedes leer mis pensamientos? Vamos, inténtalo y sabrás lo que pienso de ti». Y siguió una sarta de maldiciones.
—Mera suposición —rechazó Bancroft. El sudor humedecía sus mejillas—. Una suposición acertada nada más. Vuelva a intentarlo.
Hubo otra pausa, al cabo de la cual Dalgetty declaró:
—«Diez, nueve, siete, A, B, M, Z, Z…». ¿Quiere que continúe?
—No —murmuró Bancroft—. No, basta ya. ¿Qué clase de persona es usted?
—A mí me lo confesó —intervino Elena—. Te costará trabajo creerlo. Yo misma no sé qué pensar. Viene de otro sistema solar.
Bancroft abrió la boca y volvió a cerrarla. La voluminosa cabeza se agitó en un gesto de negación.
—Viene de… Tau Ceti —agregó Elena—. Están mucho más adelantados que nosotros. Ya sabes cuánto se ha especulado sobre el tema durante los últimos cien años.
—Durante más tiempo, muchacha —la corrigió Tighe.
Ni en su rostro ni en su voz se transparentaba otra cosa que una mezcla de aburrimiento y humor pero Dalgetty comprendió que en su interior acababa de encenderse una súbita llama.
—No tiene más que leer Micromegas, de Voltaire —concluyó el doctor.
—Conozco la novela —le interrumpió Bancroft en tono brusco—. ¿Quién no? Muy bien, ¿por qué han venido aquí y qué quieren?
—Digamos que queremos apoyar al Instituto —respondió Dalgetty.
—Pero usted se ha criado desde la infancia en la…
—¡Ah, sí! Hace mucho tiempo que mi pueblo está en la Tierra. Muchos de nosotros hemos nacido aquí. Nuestra primera nave espacial llegó en 1965. —Se echó hacia delante en el sillón—. Supuse que Casimir se mostraría sensata y me ayudaría a rescatar al doctor Tighe. Puesto que me ha fallado, he de apelar a su sentido común, Bancroft. Contamos con varios equipos en la Tierra y en todo instante sabemos dónde se encuentra cada uno de nosotros. Bancroft, si trata de forzarme, moriré antes de revelar el secreto de nuestra presencia. Sólo que, en ese caso, usted morirá también. La isla será bombardeada.
—Yo… —El jefe miró por la ventana, hacia la inmensidad de la noche—. No esperará que…, que acepte esto como si…
—Le contaré algunas cosas que quizá le haga cambiar de idea —agregó Dalgetty—. Sin duda alguna, demostrarán la veracidad de mis palabras. Sin embargo, debe hacer salir a sus hombres. Sólo se lo diré a usted.
—¿Para que salte sobre mí? —protestó Bancroft.
—Que se quede Casimir —repuso Dalgetty—. Aceptaré asimismo la presencia de cualquier otra persona que usted juzgue capaz de guardar un secreto y dominar su codicia.
Bancroft paseó nervioso por la habitación. Recorrió con la mirada a los hombres de guardia. Rostros asustados, rostros desconcertados, rostros ambiciosos. Una decisión difícil. Dalgetty supo que su vida dependía de lo acertado del cálculo que Elena y él habían hecho sobre la personalidad de Thomas Bancroft.
—¡De acuerdo! Dumason, Zimmermann, O’Brien, quedaos aquí. Si este pájaro se mueve, le disparáis. Los demás aguardaréis afuera.
Los guardias salieron en fila india, y el último de ellos cerró la puerta a sus espaldas. Los tres que restaban se desplegaron estratégicamente, uno junto a la ventana y los otros dos en las paredes contiguas. Hubo una prolongada pausa.
Elena tuvo que improvisar un plan y transmitírselo por telepatía a Dalgetty. Este asintió. Bancroft se situó delante del sillón, con las piernas separadas, como para detener un posible golpe, y los puños en las caderas.
—Vamos ya —apremió—. ¿Qué quería decirme?
—Puesto que me han atrapado, voy a proponerle un trato a cambio de mi vida y de la libertad del doctor Tighe —respondió Dalgetty—. Permítame enseñarle…
Comenzó a incorporarse, aferrándose a los brazos del sillón.
—¡Quieto! —gritó Bancroft.
Tres armas giraron para apuntar al prisionero. Elena retrocedió, hasta colocarse junto al guardia más próximo a la mesa.
—Como guste. —Dalgetty se recostó en el sillón y, como al descuido, lo empujó casi medio metro. Se hallaba ahora frente a la ventana y, por lo que sabía, sentado exactamente en línea entre el hombre allí apostado y el de la pared más alejada—. A la Unión de Tau Ceti le interesa que en otros planetas se desarrollen las civilizaciones adecuadas. Escuche, Thomas Bancroft, si consigo convencerle de que se pase a nuestro bando, nos sería de gran utilidad. La recompensa es cuantiosa. —Observó unos instantes a la muchacha, y ella asintió con un gesto imperceptible de la cabeza—. Por ejemplo…
La energía estalló en su interior. Elena aferró la culata del arma y golpeó la nuca del hombre que estaba a su lado. Dalgetty se movió en una fracción de segundo, antes de que los demás comprendieran lo que ocurría y reaccionaran.
El impulso que le levantó del asiento lanzó el pesado y acolchado sillón resbalando por el suelo hasta chocar, con un golpe seco, contra el hombre situado a su espalda. Al pasar junto a Bancroft, Dalgetty le asestó con la zurda un puñetazo en la mandíbula. Al guardia de la ventana no le dio tiempo a desviar su arma, que apuntaba a Elena, y apretar el gatillo. Dalgetty le asió por la garganta, quebrándole el cuello.
Elena permaneció junto a su víctima mientras esta caía. Después, apuntó al guardia que se encontraba al otro lado de la habitación. El golpe del sillón le había hecho desviar el fusil.
—Suéltalo o disparo —ordenó la mujer.
Dalgetty recogió un arma y la apuntó hacia la puerta. Suponía que los hombres de fuera entrarían corriendo y que se armaría la de San Quintín. Pero sin duda los gruesos paneles de roble habían amortiguado el ruido.
El hombre situado detrás del sillón dejó caer su fusil al suelo. Un temor sobrenatural abría desmesuradamente su boca.
—¡Dios mío! —El esbelto cuerpo de Tighe se había erguido, tembloroso. Su serenidad se había trocado en horror—. Simón, el riesgo de…
—No teníamos nada que perder, ¿verdad? La voz de Dalgetty sonaba ronca, y su anormal energía comenzaba a abandonarle. Sintió una oleada de cansancio. Supo que pronto habría de pagar por el abuso al que había sometido su cuerpo. Observó el cadáver que yacía a sus pies, murmurando:
—No era mi intención matarle.
Con un esfuerzo de su disciplinada voluntad, Tighe se recuperó y se acercó a Bancroft.
—Al menos, él está vivo —comentó—. ¡Oh, Simón, Dios mío! Pudieron haberte matado con tanta facilidad.
—Es posible que aún lo hagan. Todavía no estamos a salvo. Papá, por favor, busca algo para atar a los otros dos.
El inglés asintió con un movimiento de cabeza. El guardia aporreado por Elena se movía, entre gemidos. Tighe le ató y le amordazó con unos jirones de tela que rasgó de su túnica. El otro se sometió humildemente al verse frente a la metralleta. Dalgetty les obligó a rodar detrás de un sofá, junto al hombre al que había matado.
Bancroft también recuperaba el conocimiento. Dalgetty encontró una botella de bourbon y se la entregó. Los escrutadores ojos le miraron con el mismo terror de antes.
—¿Y ahora qué? —barbotó Bancroft—. No lograrán huir…
—Al menos lo intentaremos. Si se hubiese tratado tan sólo de combatir al resto de su pandilla, le habríamos utilizado como rehén, pero ahora existe una salida mejor. ¡De pie! Vamos, acomódese la túnica y arréglese el pelo. Hará usted cuanto le digamos porque, si algo sale mal, nada perderemos pegándole un tiro.
Y Dalgetty le expuso con voz cortante sus órdenes.
Bancroft miró a Elena, y sus ojos denotaron algo más que dolor físico.
—¿Por qué lo hiciste?
—Pertenezco al FBI —replicó ella.
Todavía atontado, Bancroft meneó la cabeza, se dirigió al fono-visor del escritorio y se puso en contacto con el hangar.
—He de trasladarme de inmediato al continente. Preparen el vehículo rápido para dentro de diez minutos… No, el piloto regular y nadie más. Dalgetty irá conmigo… No, no hay ningún problema. Se ha puesto de nuestra parte.
Salieron de la habitación. Elena se acomodó la metralleta bajo un brazo.
—Muchachos, regresen a las barracas —dijo Bancroft en tono cansino a los hombres que aguardaban fuera—. Todo está solucionado.
Quince minutos más tarde, el reactor privado de Bancroft surcaba los cielos. Y transcurridos otros cinco, el piloto y él se hallaban atados y encerrados en un compartimento de la parte trasera. Michael Tighe se hizo cargo de los mandos.
—Esta nave funciona como la seda —comentó—. Nada nos detendrá antes de que lleguemos a California.
—En efecto. —El agotamiento había apagado la voz de Dalgetty—. Papá, me voy a descansar. —Apoyó por un segundo una mano en el hombro del anciano y agregó—: Me alegro de verte con nosotros.
—Gracias, hijo —repuso Michael Tighe—. No te diré nada más. Me he quedado sin palabras.