El ocaso incendiaba las aguas, y la isla se recortaba como una oscura montaña contra el cielo del crepúsculo. Dalgetty estiró sus músculos agarrotados y miró por encima de la hendedura.
Durante las horas de espera, no habían intercambiado muchas palabras. Él le había formulado algunas preguntas, con la cuidadosa indiferencia del analista cualificado, obteniendo las reacciones esperadas. Supo algunas cosas más acerca de ella. Hija de las ciudades paralizadoras y agonizantes y de la ensombrecida vida familiar de la década de 1980, se había visto obligada a protegerse con rudeza. En el prolongado adiestramiento para su trabajo y en el trabajo mismo, encontró un ideal con el cual sustituir la ternura que nunca conoció. Sintió compasión por Elena. No obstante, de momento, poco podía hacer para ayudarla. Respondió con cautela a sus preguntas. Por unos instantes, pensó que, a su manera, estaba tan solo como ella. «Por supuesto, eso no me preocupa… ¿O sí?».
La mayor parte del tiempo lo pasaron intentando planificar el siguiente paso. De momento, sus propósitos coincidían. Elena describió la casa y la configuración de los terrenos, señalando la celda donde solían encerrar a Michael Tighe. Pero no resolvieron gran cosa en el aspecto táctico.
—Si Bancroft se alarma lo suficiente, trasladarán en avión al doctor Tighe —explicó ella.
El hombre sensible asintió.
—Será mejor que demos el golpe esta misma noche, antes de que llegue a ese extremo.
La idea suscitó en él un vivo dolor. «Papá —pensó—, ¿qué te están haciendo en este momento?».
—También existe el problema de la comida y la bebida. —La voz de Elena sonaba ronca a causa de la sed y amortiguada por el desaliento del hambre—. No aguantaremos mucho tiempo más. —Le miró extrañada—. ¿No siente debilidad?
—Ahora no —replicó, pues había bloqueado sus sensaciones.
—Ellos… ¡Simón! —Se asió a su brazo—. Un avión… ¿Lo oye?
El murmullo de los reactores atravesó el rugido de las rompientes.
—Sí. ¡De prisa! ¡Métase en el agua!
Se deslizaron por la empinada roca y bajaron por el lado más lejano. El océano atrapó los pies de Dalgetty, y la espuma estalló por encima de su cabeza. Se agachó y rodeó con un brazo a la mujer cuando esta resbaló. El avión ronroneó en lo alto, dorado por la luz del ocaso. Dalgetty se agazapó y dejó que la frialdad de las olas le lamiera. El borde al que se aferraban era liso y ofrecía muy pocos asideros.
La nave trazó un círculo, y sus reactores atronaron el espacio al reducir la velocidad. «Se sienten preocupados por ella. Seguramente están ya convencidos de que sigo con vida».
Las blancas aguas rugieron por encima de sus cabezas. Aspiró a toda prisa una bocanada de aire, antes de que le alcanzara una ola encrespada. Sus cuerpos se sumergieron por completo, de modo que sus caras no serían visibles en medio de la niebla de espuma… No obstante, el avión se deslizaba horizontalmente y con toda probabilidad llevaba ametralladoras.
Los músculos del estómago de Dalgetty se contrajeron, esperando sentir el impacto de las balas trazadoras.
El cuerpo de Elena se libró de su abrazo y se hundió. Él permaneció en el mismo sitio, sin atreverse a seguirla. Lanzó una rápida ojeada hacia arriba… Sí, el reactor había desaparecido de la vista y retornaba a tierra. Soltó el borde de la roca y nadó entre las olas. La cabeza de la muchacha surgió de entre ellas. Elena se apartó de Dalgetty y regresó a las rocas. Una vez en la hendedura, como los dientes le castañeteaban de frío, se apretó contra él en busca de calor.
—Bueno —dijo Dalgetty, vacilante—. Estamos a salvo. A partir de este momento, entra usted a formar parte de nuestro club de veteranos del Pacífico.
La risa de Elena se oyó apenas, a causa del estruendo de las olas y del siseo del viento.
—Está usted haciendo méritos, ¿verdad?
—Yo… ¡Eh! ¡Mire ahí abajo!
Espiando por encima del borde, Dalgetty vio a varios hombres descendiendo por el sendero, seis tipos armados que se movían con cautela. Uno de ellos portaba un equipo de radio a la espalda. Casi invisibles en la sombra del acantilado, empezaron a rastrear la playa.
—Siguen buscándonos —gimió Elena.
—No se imaginaría lo contrario, ¿verdad? Bueno, espero que no se acerquen hasta aquí. ¿Alguien más conoce este lugar? —preguntó Dalgetty al oído de la mujer.
—No, creo que no —susurró Elena—. A nadie le apeteció nadar hasta este extremo de la isla. De todas formas…
Dalgetty aguardó ceñudo. El sol se había puesto, y el crepúsculo se tornaba cada vez más oscuro. Algunas estrellas cobraron vida hacia el oriente. Los matones concluyeron el registro y se desplegaron en fila a lo largo de la playa.
—Oiga —murmuró Dalgetty—, se me ocurre una idea. Bancroft ha ordenado sin duda un registro concienzudo de la isla, aunque debe estar convencido de que me he internado en el mar. En su lugar, yo habría supuesto que nadaría mar adentro, con objeto de que me recogiera alguna embarcación. En consecuencia, se protege contra cualquier operación intentada por un grupo de desembarco.
—¿Y qué soluciona eso? —inquirió Elena—. Aunque eludiéramos a nado el radio de acción de esos hombres, no conseguiríamos tomar tierra. La mayor parte de la isla forma un acantilado vertical. ¿O acaso usted…?
—No. No deje correr la imaginación, no tengo ventosas en los pies. ¿Cuál es el alcance de su arma?
Elena miró por encima del borde. La noche lo cubría todo. La isla se había convertido en un muro de hostilidad, y los hombres se mantenían ocultos.
—¡No se ve nada! —protestó—. No es posible que usted…
El hombre sensible le apretó el hombro.
—Sí, amiga mía, claro que veo. En cuanto a ser lo bastante buen tirador para… Bueno, habré de intentarlo, así de sencillo.
El rostro de Elena se reducía a un borrón blanco, y el temor a lo desconocido infundía un matiz metálico a su voz.
—En parte foca, en parte gato, en parte ciervo. ¿Y qué más? Simón Dalgetty, no me parece usted un ser humano.
Él no respondió. La anormal y voluntaria dilatación de las pupilas le dañaba los ojos.
—¿Qué más hizo el doctor Tighe? —El tono de Elena sonaba frío en la oscuridad—. ¿Cómo estudiar la mente humana si no se estudia también el cuerpo? ¿Qué consiguió el doctor Tighe? ¿Acaso es usted ese mutante sobre el que siempre se ha especulado? ¿El doctor Tighe creó o encontró al Homo superior?
—Si no anulo ese equipo de comunicación por radio antes de que lo utilicen, acabaré siendo el «homo… geneizado».
—No le quite importancia —repuso Elena con la boca contraída—. Si no pertenece a nuestra especie, he de considerarle un enemigo. Al menos hasta que se demuestre lo contrario. —Le apretó el brazo con los dedos—. ¿Constituye usted el resultado obtenido por la reducida camarilla del Instituto? ¿Han llegado a la conclusión de que la humanidad no sirve para ser civilizada? ¿Están preparando el camino para que los de su especie asuman el poder?
—Escuche —dijo Dalgetty, harto de tanta suspicacia y desconfianza—, de momento no somos más que dos personas sin la menor duda mortales, a las que intentan dar caza. ¡Por lo tanto, cállese de una vez!
El hombre sensible cogió la pistola de la cartuchera de Elena y deslizó un cargador completo en la recámara. Había adoptado una visión de alta sensibilidad, y el rostro de Elena aparecía blanco contra la roca húmeda, con destacados puntos grises a lo largo de los altos pómulos y debajo de los ojos muy abiertos y asustados. Más allá de los riscos, el mar lucía con un brillo metálico bajo las estrellas, surcado por la espuma y las sombras.
Mientras se ponía en pie, la fila de guardias se silueteó como una serie de bultos un poco más claros contra la vertiginosa superficie de la isla. Los matones armaron una ametralladora pesada apuntando hacia el mar y, a escasa distancia, situaron un reflector autopropulsado en ese momento sin encender. Dos elementos peligrosos, pero a Dalgetty le urgía más localizar el equipo de radio, capaz de alertar a toda la guarnición.
¡Allí! Aproximadamente en el centro de la playa divisó a un hombre con una pequeña joroba en la espalda. Llevaba una metralleta en las manos y caminaba de un lado a otro, nervioso. Dalgetty levantó la pistola con lenta y profunda concentración, deseando que fuera un fusil. «Recuerda ahora las prácticas de tiro al blanco, el brazo relajado, los dedos extendidos. No tires del gatillo, apriétalo… ¡Has de acertar a la primera!».
Disparó. La pistola era un modelo militar semisilencioso y no dejaba una traidora estela de luz. La primera bala golpeó al matón y le lanzó trastabillando entre la arena y las rocas. Dalgetty apretó de nuevo el gatillo y roció de disparos a su víctima, una lluvia de plomo que debía destrozar el equipo de radio.
¡Se desató en caos en la playa! Si el reflector se encendía mientras sus ojos conservaban semejante sensibilidad, quedaría ciego durante horas. Disparó con todo cuidado y acertó a la lente y la bombilla. La ametralladora abrió fuego, tartamudeando salvajemente en la noche. Si alguna otra persona de la isla oía semejante barahúnda… Dalgetty volvió a disparar, y el artillero se desplomó sobre su arma.
Las balas sisearon a su alrededor, tanteando en la oscuridad. Derribado el primero, derribado el segundo, derribado el tercero. Un cuarto hombre corría sendero arriba. Dalgetty disparó y erró, disparó y erró, disparó y erró. El hombre iba a quedar fuera de su alcance y daría la voz de alarma… ¡Blanco! Cayó lentamente como una muñeca desarticulada, y rodó camino abajo. Los dos guardias que restaban se precipitaron hacia el amparo de una caverna, lo cual le impidió alcanzarles.
Dalgetty se deslizó por la roca, se zambulló en la cala y nadó hacia la orilla. Los disparos agitaban las aguas. Se preguntó si le oirían en medio del ruido del océano. Pronto se hallaría lo bastante cerca para recuperar la visión nocturna normal. Se concentró por entero en nadar.
Sus pies tocaron arena y vadeó hasta la orilla, mientras el agua trataba de arrastrarle. Se agachó y respondió a los disparos que surgían de la caverna. Los gritos y los alaridos se sucedían a su alrededor. Parecía imposible que no los oyeran desde arriba. Tensó la mandíbula y gateó hacia la ametralladora. La parte serena de su ser notó que sus contrincantes disparaban al azar. Dedujo, en consecuencia, que no le veían.
El hombre que yacía junto a la ametralladora estaba vivo, pero había perdido el conocimiento. Con eso bastaba Dalgetty se inclinó sobre el gatillo. Nunca había manipulado un arma semejante, pero debía de estar preparada para disparar. Pocos minutos atrás, habían intentado matarle con ella. Apuntó la mira hacia la boca de la caverna y abrió el fuego.
El retroceso hizo bailotear el arma, hasta que Dalgetty aprendió la forma de dominarla. No lograba ver a nadie en la caverna, pero oía rebotar el plomo en las paredes. Disparó durante un minuto y se detuvo. Después, se arrastró por el suelo en ángulo. Llegó al acantilado, se deslizó por este, se acercó a la entrada de la caverna y esperó. Del interior no surgía ningún sonido.
Se atrevió a echar un rápido vistazo. Sí, la ametralladora había cumplido su tarea. Sintió un ligero mareo.
Cuando se dio la vuelta, Elena salía del mar. La mirada que la mujer le dirigió estaba cargada de extrañeza.
—¿Se ha ocupado de todo? —preguntó sin ninguna inflexión en la voz.
Dalgetty asintió con la cabeza. Recordó que ella apenas alcanzaría a verle y dijo en voz alta:
—Sí, supongo que sí. Recoja algún arma y emprendamos la marcha.
Con los nervios sintonizados para la visión nocturna, no le resultó difícil agudizar otras percepciones y captar los pensamientos de Elena: «No es humano. ¿Por qué iba a preocuparle matar a un hombre?».
—Claro que me preocupa —declaró Dalgetty con suavidad—. Nunca había matado a nadie y no me agrada.
Elena Casimir se apartó de él. Dalgetty comprendió que había cometido un error.
—Vamos, tome su pistola —dijo—. Será mejor que se lleve una metralleta, si sabe manejarla.
—Sí —afirmó.
El hombre sensible había disminuido una vez más su nivel de recepción.
La voz de Elena sonaba serena y ronca.
—Sí —repitió—, sé manejarla.
¿Contra quién?, se preguntó Dalgetty. Se apoderó del fusil automático que yacía junto a una de las figuras caídas.
—En marcha.
Giró sobre sus talones y emprendió el camino hacia arriba. Sintió una punzada en la columna vertebral al pensar que ella iba detrás, en un estado rayano en la histeria.
—Recuerde que nuestro objetivo se centra en rescatar a Michael Tighe —le susurró por encima del hombro—. Carezco de experiencia militar y dudo de que usted se haya visto nunca en nada semejante, de modo que probablemente cometeremos todos los errores imaginables. Pero hemos de salvar al doctor Tighe.
Elena no respondió.
Ya en lo alto del sendero, Dalgetty se echó boca abajo y se arrastró sobre la cima. Alzó un poco la cabeza para mirar hacia delante. Nada se movía ni se agitaba. Se agachó al tiempo que avanzaba.
Unos metros más adelante, los matorrales interceptaron su visión. A lo lejos, al final de la pendiente, divisó algunas luces. La casa de Bancroft debía de ser aquel resplandor luminoso. ¿Cómo entrar sin ser vistos? Hizo que Elena se acercara a él. Ella se puso rígida ante su contacto, pero cedió.
—¿Se le ocurre algo? —preguntó Dalgetty.
—Nada.
—Podría hacerme el muerto —dijo inseguro—. Entonces usted declararía que yo la atrapé, pero que después recuperó el arma y me mató. De ese modo, quizás, ellos dejen de sospechar y me trasladen al interior del edificio.
Se apartó de él una vez más.
—¿Se cree capaz de simular eso?
—Por supuesto. Me hago una pequeña herida y la obligo a sangrar lo suficiente para que parezca causada por una bala, que nunca sangran mucho. Y reduzco las pulsaciones y la respiración hasta que los sentidos corrientes de ellos dejen de detectarlas, un relajamiento muscular casi total, incluidos esos aspectos tan poco románticos de la muerte que casi nunca se nombran. Claro que puedo.
—Ahora sé seguro que no es humano —aseguró Elena. Le temblaba la voz—. ¿Es sintético? ¿De laboratorio?
—Me gustaría que me diera su opinión sobre mi idea —repuso él, ligeramente molesto.
Para Elena debió de significar un gran esfuerzo librarse del miedo que sentía. Por último, meneó la cabeza.
—Demasiado peligroso. Si yo fuera uno de ellos, y después de todo lo que he visto, lo primero que haría al encontrar su supuesto cadáver sería atravesarle el cerebro con una bala… Y quizás el corazón con una estaca. ¿O acaso sobreviviría también a un tratamiento semejante?
—No —reconoció Dalgetty—. De acuerdo, sólo fue una idea. Acerquémonos a la casa.
Cruzaron los matorrales y el césped. Dalgetty pensó que un batallón armaría menos jaleo que ellos. En un momento dado, su audición agudizada captó pisadas de botas. Empujó a Elena hacia la sombra, al amparo de un eucalipto. Dos guardias pasaron a su lado, patrullando el terreno. Sus figuras se destacaban, negras e inmensas, contra el fondo de las estrellas.
Próximos a la linde de los terrenos, Dalgetty y Elena se agacharon entre la hierba alta y rígida, con objeto de observar el edificio en el que debían penetrar. El hombre había tenido que disminuir su sensibilidad visual a medida que se acercaban a la zona iluminada. Unos potentes reflectores iluminaban el desembarcadero, el campo de aviación, las barracas y el jardín. Partidas de guardianes vigilaban cada una de las secciones. Sólo se veía luz en una de las ventanas de la casa, en el primer piso. Bancroft debía de aguardar allí, dando vueltas y atisbando la noche en la que acechaba el enemigo, ¿Habría solicitado refuerzos por radio?
Desde luego, no había llegado ni salido ningún avión. Si un aparato hubiera volado por el cielo, no le habría pasado inadvertido. El doctor Tighe seguía en la isla…, si vivía.
La decisión creció en su interior. Existía una remota posibilidad.
—Elena, ¿cómo andan sus talentos de actriz? —preguntó en voz muy baja.
—Después de trabajar dos años como espía, supongo que aceptables.
A pesar de la tensión, su rostro mostró señales de desconcierto al mirarle. Dalgetty adivinó sus pensamientos: «¡Qué pregunta tan ingenua para un superhombre! ¿Acaso se trata sólo de un simulador?». Le explicó su plan. Elena frunció el entrecejo.
—Una locura, ya sé —confesó Dalgetty—. Pero, ¿se le ocurre algo mejor?
—No. Si se cree capaz de interpretar su papel…
—Y usted el suyo.
La observó con frialdad, aunque su mirada expresaba al mismo tiempo la súplica. De pronto, su rostro en penumbras pareció extrañamente joven y desvalido.
—Pongo mi vida en sus manos. Si no confía en mí, dispare. Sin, embargo, matará algo mucho más importante y trascendental que mi persona.
—Dígame primero quién es usted —pidió Elena—. ¿Cómo voy a aceptar los fines del Instituto si utilizan medios como usted? Un mutante, un androide o… —Contuvo la respiración—. Acaso un ser del espacio extraterrestre, de las estrellas. Simón Dalgetty, ¿qué es usted?
—Si respondiera a esa pregunta, casi seguro que le mentiría —respondió desolado—. Por ahora, debe confiar en mí.
Elena suspiró.
—Está bien.
El hombre sensible no supo si ella mentía a su vez.
Dejó el fusil y cruzó las manos sobre la cabeza. La muchacha avanzó tras él, descendiendo por la pendiente hacia la luz, sin dejar de apuntarle a la espalda con la ametralladora.
Mientras caminaba, Dalgetty iba acumulando una energía y una velocidad latentes inauditas para un ser humano.
Uno de los centinelas que custodiaban el jardín interrumpió sus pasos.
Levantó el fusil y gritó con un matiz histérico en la voz:
—¿Quién va?
—Buck, soy yo —gritó Elena—. No se preocupe. Traigo al prisionero.
—¿Cómo?
Dalgetty arrastró los pies hasta introducirse en el círculo de luz, se detuvo cabizbajo y mantuvo relajada la mandíbula, como sí estuviera a punto de derrumbarse de cansancio.
El matón dio un salto hacia delante.
—¡Le atrapó!
—No grite —pidió Elena—. Cierto que atrapé a este pero hay más. Siga con su ronda. Le he quitado las armas. Ahora resulta inofensivo. ¿Está en la casa el señor Bancroft?
—Sí, sí…, por supuesto. —El duro rostro observó a Dalgetty con algo más que temor—. Permítame acompañarla. Ya sabe lo que hizo la última vez.
—¡Permanezca en su puesto! —le detuvo ella—. Ya ha recibido órdenes. Puedo manejarle sola.