6

A unos diez metros de la orilla, treparon por una roca escarpada, que sobresalía unos cuatro metros de la superficie. Estaba hendida en el centro, formando un pequeño hueco, invisible desde tierra y desde el agua. Treparon por la piedra y se sentaron, con la respiración agitada. El océano aullaba a sus espaldas, y el aire resultaba frío al contacto con sus pieles húmedas.

Dalgetty se recostó contra la piedra lisa y observó a la mujer, que contaba impertérrita los cartuchos que llevaba en la bolsa. La túnica y el pantalón, de tela ligera y ahora empapados, transparentaban una figura muy armoniosa.

—¿Cómo se llama? —se interesó el hombre sensible.

—Casimir —replicó ella sin apartar la mirada de su tarea.

—Me refiero al nombre de pila. Yo me llamo Simón.

—Y yo Elena, si tanto le interesa. Cuatro cartuchos, cien balas, más las diez que hay en este momento en la cámara. En caso de que necesitemos disparar, más valdrá que acertemos. Dado que no son Magnums, hay que acertar en un punto vital para dejar a un hombre fuera de combate.

—Bueno, tendremos que arreglárnoslas. —Dalgetty se encogió de hombros—. Espero que hagamos buenas migas.

—¡Oh, no! —rechazó Elena, sin que él supiese si era una exclamación apreciativa o de rechazo—. Y menos en este momento.

—Parece que no soy muy popular. Todo el mundo me manda a paseo. Pero, como dicen en Francia, ma chérie, estamos solos y tres son una multitud.

—No se haga ilusiones.

—Estoy lleno de ilusiones, aunque reconozco que este no es el lugar adecuado para satisfacerlas. —Dalgetty cruzó las manos debajo de la cabeza y parpadeó al mirar al cielo—. Chica, qué bien me vendría ahora un refresco de menta.

Elena frunció el ceño.

—Será mejor que no intente convencerme de que es usted un estadounidense corriente —dijo con voz fría—. Un…, un control emocional como el suyo en semejante situación le vuelve aún menos humano.

Dalgetty maldijo para sus adentros. Ella era endemoniadamente rápida, nada más. ¿Le bastaría su inteligencia para darse cuenta de que…?

«¿Tendré que matarla?».

Apartó esa idea de su mente. Si quería, podía superar su propio condicionamiento con respecto a todo, incluido el crimen, pero jamás se decidiría a tomar tal medida. No, eso quedaba excluido.

—¿Cómo llegó aquí? —la interrogó—. ¿Qué sabe el FBI?

—¿Por qué habría de contestarle?

—Bueno, sería agradable contar con la posibilidad de que nos lleguen refuerzos.

—No, no llegarán. —Su tono era puro hielo—. Será mejor que se lo diga.

De todos modos, el Instituto lo averiguaría a través de sus relaciones con el gobierno… ¡El maldito pulpo!

Miró al cielo. Los ojos de Dalgetty siguieron la curva de sus altos pómulos. Un rostro poco común… No se veían con frecuencia unas facciones tan extrañamente agradables. La leve ruptura de la simetría…

—Como cualquier ser pensante, hace tiempo que nos hemos planteado ciertas preguntas sobre Bertrand Meade —comenzó a explicar la muchacha en una voz sin inflexión—. Lástima que en el país haya tan pocos seres pensantes.

—Algo que el Instituto intenta corregir —puntualizó Dalgetty.

Elena Casimir le ignoró.

—Por último, se tomó la decisión de infiltrar agentes en sus diversas organizaciones. Llevo casi dos años trabajando con Thomas Bancroft. Se falsificaron con todo cuidado mis antecedentes, y soy una secretaria eficaz. Incluso así, hace aún poco tiempo que me concedió la suficiente confianza para esbozarme una idea de lo que ocurre. Por lo que sé, ningún otro agente del FBI se ha enterado de tantas cosas.

—¿Qué ha descubierto?

—En síntesis, las mismas cosas que usted describió en la celda, y algunos detalles más sobre el verdadero trabajo que llevan a cabo. Al parecer, el Instituto descubrió los planes de Meade mucho antes que nosotros, y el hecho de que no acudiera a solicitarnos ayuda no habla mucho en favor de sus objetivos, sean los que fueren. La decisión de secuestrar al doctor Tighe sólo se tomó hace un par de semanas. No tuve ocasión de comunicarme con mis compañeros. Siempre hay alguien cerca vigilando. Poseen una excelente organización, de modo que aun los miembros no sospechosos trabajan bajo observación en cuanto han llegado lo bastante alto para conocer datos importantes. Todo el mundo espía a todo el mundo y presenta informes periódicos. —Le miró hoscamente—. Y aquí me tiene. Ningún funcionario conoce mi paradero y, si desaparezco, se atribuirá a un lamentable accidente. Nunca se demostraría nada y dudo de que concedieran al FBI otra posibilidad real de espiarles.

—Bueno, ya tienen ustedes datos suficientes para proceder a una incursión —aventuró Dalgetty.

—No, no los tenemos. Hasta el momento en que me comunicaron que se apoderarían del doctor Tighe, no supe con certeza que se dedicaban a algo ilegal. Las leyes no dicen nada en contra de que las personas con ideas semejantes se asocien para fundar una especie de club, ni aun en el caso de que contraten guardaespaldas. Cierto que la ley de 1999 prohibe la existencia de ejércitos privados, pero resultaría difícil demostrar que Meade dispone de uno.

—En realidad, no se trata de un ejército privado —reconoció Dalgetty—. Esos matones no pasan de ser lo que afirman, unos guardaespaldas. Esta lucha se libra sobre todo a… a nivel mental.

—Supongo que sí. ¿Puede un país libre prohibir el debate o la propaganda? Sin olvidar que, entre los acólitos de Meade, figuran algunos miembros poderosos del gobierno. Si lograra salir con vida de aquí, proporcionaría a mis jefes pruebas suficientes para acusar a Thomas Bancroft de secuestro, amenazas, mutilación criminal y conspiración, pero no tocaríamos al grupo principal. —Apretó los puños—. Es como luchar contra fantasmas.

Libras una batalla contra el brillo del crepúsculo. ¡Mi señor, el juicio está próximo! —dijo Dalgetty citando Heriot’s Ford, uno de los pocos poemas que le gustaban—. De algo servirá deshacernos de Bancroft. La forma de combatir a Meade no consiste en atacarlo de manera material, sino en modificar las condiciones en las que ha de trabajar.

—¿Modificarlas para qué?

La mirada de Elena desafió la de Dalgetty. Este notó que en medio del gris había puntitos dorados.

—¿Qué quiere el Instituto? —preguntó la muchacha.

—Un mundo sano.

—Lo sospechaba. Tal vez Bancroft esté más cerca de la verdad que usted. Quizá debería pasarme a su lado.

—Supongo que deseará usted un gobierno que favorezca la libertad, ¿no? En el pasado, tarde o temprano siempre acabó por caer, por el motivo principal de que no existen suficientes personas con la inteligencia, la rapidez, y la resistencia precisas para rechazar los inevitables abusos del poder contra la libertad. El instituto procura conseguir estas dos cosas: crear una masa de ciudadanos con tales características y, simultáneamente, construir una sociedad que produzca por sí misma hombres de ese tipo, una sociedad que refuerce en ellos las cualidades requeridas. Calculamos que, en las condiciones ideales, tardaremos alrededor de trescientos años en implantarla en todo el mundo. En realidad, llevará más tiempo.

—¿Pero qué tipo de persona se necesita? —preguntó Elena sin el menor entusiasmo—. ¿Quién lo decide? Ustedes. No se distinguen en nada de los demás reformadores, Meade incluido. Todos están decididos a reformar a la raza humana para que se conforme a su propio ideal, le guste o no.

—Claro que le gustará —sonrió Dalgetty—. Forma parte del proceso.

—Una tiranía más perversa que la de los látigos y las alambradas —declaró Elena.

—Usted jamás los padeció.

—Y usted ha recibido ese conocimiento —le acusó—. Poseen los datos y las ecuaciones necesarias para transformarse en ingenieros sociales.

—En teoría —puntualizó Dalgetty—. En la práctica, no resulta tan sencillo. Las fuerzas sociales son tan grandes que… Bueno, podrían hundirnos antes de que lográramos nada. Existen muchas cosas que aún ignoramos. Se necesitarán décadas, quizá siglos, para alcanzar una dinámica completa del hombre. Estamos un paso más allá de la regla empírica del político, pero aún no hemos llegado al punto que nos permitiría utilizar reglas de cálculo. Hemos de tantear el camino.

—Sin embargo, cuentan con los principios de un conocimiento que deja al descubierto la verdadera estructura de la sociedad y los procesos que la crean —insistió Elena—. Gracias a ese conocimiento, con el tiempo el hombre podría alcanzar el orden mundial que desea y también una cultura estable, sin los horrores de la opresión y el derrumbamiento. Pero ustedes ocultan el hecho de que esa información existe y la aprovechan en secreto.

—Por pura necesidad —aseguró Dalgetty—. Si el público en general supiera que presionamos aquí y allá y que damos consejos interesados, con vistas a nuestros propios fines, todo explotaría ante nuestros ojos. A la gente no le gusta que la manipulen.

—¡Pues eso es lo que hacen! —Su mano se movió hacia la automática—. Ustedes, una camarilla de quizá cien hombres…

—Muchos más. Se sorprendería si supiera cuántas personas están con nosotros.

—Han decidido que ustedes son los árbitros todopoderosos. Su sabiduría superior conduciría a la pobre y ciega humanidad por el camino del cielo. ¡Yo sostengo que es el camino del infierno! El siglo pasado vio la dictadura de la élite y la del proletariado. Parece que este ha dado luz la dictadura de los intelectuales. Ninguna de ellas me gusta.

—Escuche, Elena. —Dalgetty apoyó todo el peso de su cuerpo en un codo para mirarla—. No simplifique tanto. De acuerdo, contamos con unos conocimientos especiales. Cuando nos dimos cuenta de que nuestra investigación conducía a alguna parte, tuvimos que decidir si daríamos a conocer nuestros resultados o nos limitaríamos a divulgar hallazgos seleccionados y menos importantes. ¿No comprende que, de una manera u otra, la decisión nos correspondería siempre a nosotros, unos pocos? Incluso destruir toda la información habría significado una decisión. —Su voz se volvió más apremiante—. Por eso hicimos lo que, en mi opinión, fue una elección acertada. La historia demuestra tan concluyentemente como nuestras ecuaciones que la libertad no es una condición «natural» del hombre. En el mejor de los casos, supone un estado metastásico que con mucha facilidad deriva en la tiranía. Esta se impone unas veces desde el exterior, gracias a los bien organizados ejércitos de un conquistador, otras proviene del interior…, a través de la voluntad de los hombres que ceden sus derechos a la imagen paterna, al dirigente todopoderoso, al estado absoluto. ¿Qué uso le dará Bertrand Meade a nuestros hallazgos si logra apoderarse de ellos? Provocará el fin de la libertad, influyendo sobre las personas para que deseen ese fin. Lo condenable de todo ello estriba en que el objetivo de Meade se alcanza con mucha mayor facilidad que el nuestro. Supongamos que accedemos a divulgar nuestros conocimientos. Supongamos que educamos según nuestras técnicas a todo aquel que lo solicite. ¿No se imagina lo que ocurriría? ¿No se da cuenta de la lucha que se desencadenaría por el control de la mente humana? Tal vez se iniciase de modo tan inofensivo como el planteamiento de una campaña publicitaria más eficaz por parte de un hombre de negocios. Acabaría en un tumulto de propaganda, contrapropaganda, manipulaciones sociales y económicas, corrupción, competencia por los puestos clave… Y en última instancia, violencia. Todos los tensores psicodinámicos apuntados no lograrán detener una ametralladora. La violencia atropellaría a la sociedad hundida en el caos, en una paz obligada… Y los pacificadores, sin duda con la mejor voluntad del mundo, recurrirían a las técnicas del Instituto para restablecer el orden. Un paso conduce al siguiente, el poder se vuelve cada vez más centralizado y, en poco tiempo, caemos una vez más en el estado totalitario. ¡Y este estado totalitario jamás sería derribado!

Elena Casimir se mordió los labios. Una brisa pasajera bajó por la pared rocosa y desordenó su cabello claro. Largo rato después, comentó:

—Quizá no se equivoque. Pero, en líneas generales, Estados Unidos tiene hoy un buen gobierno. Sus miembros, por lo menos, deberían saberlo.

—Demasiado riesgo. Tarde o temprano, alguien, probablemente una persona impulsada por motivos idealistas, nos obligaría a ponerlo todo al descubierto. Por eso ocultamos incluso la existencia de nuestras ecuaciones más importantes. Y tampoco pedimos ayuda cuando los detectives de Meade se enteraron de lo que se enteraron.

—¿Cómo saben que su querido Instituto no se convertirá en la oligarquía que acaba de describir?

—No lo sabemos, pero nos parece poco probable. Verá, los discípulos a los que terminamos por enseñar todo cuanto sabemos son concienzudamente adoctrinados en nuestras creencias actuales. Y hemos aprendido lo bastante sobre psicología individual para adoctrinarles a fondo. Ellos lo transmitirán a la próxima generación, y así sucesivamente. Mientras tanto, albergamos la esperanza de que la estructura social y el clima mental se modifiquen de tal modo que, al final, resulte muy difícil, si no imposible, que alguien imponga un dominio absoluto. Como ya he dicho, ni siquiera una psicodinámica desarrollada hasta sus últimas consecuencias es omnipotente. Por ejemplo, la propaganda corriente no causa ningún efecto sobre las personas acostumbradas a ejercer su sentido crítico. Podremos generalizar los conocimientos cuando en el mundo haya suficientes personas cuerdas. Por ahora, hemos de mantenerlos a cubierto y procurar sin exageraciones que nadie descubra lo mismo de manera independiente. Dicho sea de paso, en la práctica esa prevención se limita a reclutar a los investigadores de talento para que se unan a nuestras filas.

—El mundo es demasiado grande —dijo Elena con voz muy suave—. ¿Cómo prever todas las posibilidades? Muchas cosas podrían fallar.

—Sí, se trata de un riesgo que hemos de correr.

La mirada de Dalgetty se había ensombrecido. Durante un rato, permanecieron en silencio e inmóviles. Luego, ella dijo:

—Todo eso suena muy bien, pero… Dalgetty, ¿qué es usted?

—Simón —la corrigió.

—¿Qué es usted? —repitió Elena—. Ha hecho cosas que nunca habría creído posibles. ¿Es usted humano?

—Eso me han dicho —sonrió.

—¿Sí? ¡Me gustaría comprobarlo! ¿Cómo pudo…?

El hombre sensible la amenazó con un dedo.

—¡Cuidado! No olvide el derecho a la intimidad. —Y agregó rápida y seriamente—: Ya sabe demasiado. Espero que sea capaz de guardar el secreto durante toda su vida.

—Eso está por verse —afirmó Elena sin mirarle.