La casa constituía un laberinto de dos plantas, una serie de curvas y planos entre las palmeras. La isla descendía en brusca pendiente desde la fachada de la casa hasta la playa y el desembarcadero. A un lado, se encontraba el campo de aviación; al otro, la barraca de los guardias. En la parte trasera, en la dirección que seguía Dalgetty, el terreno se tornaba escabroso y montaraz, lleno de piedras, arena, hierba cortada y tocones de eucaliptos, ascendiendo durante más de tres kilómetros. Hacia todos los ángulos, divisó el infinito centelleo azul del mar. ¿En dónde se ocultaría?
No reparó en el accidentado terreno por el que corría, y el seco jadear de sus pulmones le sonó como algo espantosamente lejano. No obstante, cuando un proyectil silbó junto a su oído, lo percibió y, de alguna profundidad desconocida, sacó fuerzas para incrementar su velocidad. Echó una ojeada hacia atrás y vio que sus perseguidores salían en desorden de la casa; hombres vestidos de gris, en cuyas armas resplandecía la intensa luz solar.
Se precipitó hacia un matorral, se dejó caer al suelo y se arrastró boca abajo hasta una elevación del terreno. Al llegar al otro lado, se irguió y corrió por la elevada pendiente. Otra bala, y otra más. Distaban de él kilómetro y medio, pero poseían armas de largo alcance. Se agachó y corrió en zigzag. Los proyectiles levantaban chorros de arena a su alrededor.
Un peñasco de unos dos metros surgió en su camino, una roca volcánica negra, que brillaba como el cristal húmedo. Llegó hasta él a la máxima velocidad. Prácticamente caminó por su ladera. En cuanto el impulso murió, se asió a una raíz y llegó a la cima. Así quedó fuera del campo de visión de sus perseguidores. Saltó alrededor de otra mole pétrea y patinó hasta detenerse. A sus pies, un riscoso acantilado caía desde cerca de treinta metros sobre blanca humareda de espuma.
Dalgetty inspiró una bocanada de aire y forzó a sus pulmones a trabajar como un fuelle. Un largo salto hacia abajo, pensó vertiginosamente. Si no se partía el cráneo contra un escollo, tal vez acabase despedazado en el fondo del mar. Pero no le quedaba otro sitio adonde ir.
Procedió a un rápido cálculo. Había corrido los tres kilómetros cuesta arriba en menos de nueve minutos, batiendo sin duda alguna un récord en semejante terreno. Sus perseguidores tardarían otros diez o quince en alcanzarle. No lograría retroceder sin ser visto y, esta vez, ellos se hallarían lo bastante cerca para cubrirle de plomo.
«De acuerdo, hijo —se dijo—. Ahora te zambullirás, y en más de un sentido». Su ropa ligera e impermeable, desgarrada por la vegetación de la isla, no supondría ningún estorbo. De todos modos, se quitó las sandalias y las guardó en la bolsa del cinturón. Agradeció a todos los dioses que la parte física de su adiestramiento hubiese incluido los deportes acuáticos. Avanzó a lo largo del acantilado, buscando un punto propicio para zambullirse. El viento gemía a sus pies.
Allí… Allí abajo. Aunque no había rocas visibles, la espuma marina bullía y humeaba. Volvió a concentrar todas sus energías, dobló las rodillas y se lanzó al vacío.
El choque de su cuerpo contra el agua fue como un martillazo. Salió a la superficie, tembloroso y trastornado, aspiró una bocanada de aire que en parte era rocío salobre y volvió a hundirse. Una roca le arañó las costillas. Dio largas brazadas, siempre hacia arriba, hacia el cegador resplandor blanco de la luz. Alcanzó la cresta de una ola y se montó en ella, pasando sobre un escollo de bordes afilados.
Aguas poco profundas. Cegado por el permanente salpicar de la bruma salobre y ensordecido por el rugido de las rompientes, se dirigió a tientas hacia la orilla. Al pie del acantilado, se abría una playa estrecha y pedregosa. Corrió a lo largo de esta, en busca de un sitio donde esconderse.
Allí. Una cueva abierta por el mar, unos tres metros tierra adentro, con el fondo cubierto por cerca de un metro de aguas serenas. Entró en la caverna y se tendió, sintiendo el agotamiento posarse como una mano sobre su cuerpo.
Era una cueva ruidosa. La hueca resonancia llenaba la caverna como el interior de un tambor. Dalgetty no le prestó atención. Permaneció echado sobre las piedras y la arena, mientras su mente se deslizaba hacia la pérdida del conocimiento, dejando que el cuerpo se recuperara por cuenta propia.
Algo más tarde, recobrado ya, observó su entorno. La cueva estaba en penumbra. Sólo se filtraba una luz verdosa que permitía divisar las paredes negras y el agua que se arremolinaba lentamente. Nadie lograría ver mucho debajo de la superficie. Bien. Se estudió después a sí mismo. Tenía la ropa desgarrada, la piel lacerada, con una herida alargada y sangrante en un flanco. Mala cosa. Una mancha de sangre en el agua le delataría tanto como un grito.
Hizo una mueca, presionó los bordes de la herida para unirlos y ordenó mediante un ejercicio de la voluntad que la hemorragia cesara. En el momento en que se formó un coágulo lo bastante firme para permitirse relajar la concentración, los guardias bajaban atropellados en su búsqueda. No le quedaban muchos minutos. Ahora tenía que efectuar el proceso inverso a la energetización, reducir el metabolismo, frenar el latido cardiaco, disminuir la temperatura corporal y embotar su galopante cerebro.
Comenzó a mover las manos, se balanceó de un lado a otro y murmuró las fórmulas autohipnóticas. Tighe las denominaba sus sortilegios. Pero no eran más que gestos estilizados, que suscitaban los reflejos condicionados desde lo profundo de la médula, «Voy a dormirme…».
Pesadez, pesadez… Se le cerraban los párpados, las húmedas paredes se perdían en una inmensa oscuridad, una mano mecía su cabeza. El ruido de las rompientes disminuyó hasta convertirse en un murmullo, el de las faldas de la madre que jamás había conocido y que venía a darle las buenas noches. El frío fue cubriéndole como velos que caían uno tras otro sobre su pensamiento. Afuera reinaba el invierno, pero su cama se mantenía caliente.
Cuando oyó el ruido de las botas que se acercaban —apenas perceptible a causa del océano y de su letargo—, Dalgetty casi olvidó lo que seguía. Sí, ya lo recordaba. «Haz varias inspiraciones largas y profundas, oxigena el torrente sanguíneo, llena una vez más los pulmones y deslízate bajo el agua».
Permaneció echado en la oscuridad, apenas consciente de las voces que llegaban débilmente hasta él.
—Aquí hay una caverna…, un buen lugar para esconderse.
—No, yo no veo nada.
El roce de los pies sobre la piedra.
—¡Huy! Me he hecho daño en el dedo gordo del pie… La caverna no tiene salida. Aquí no está.
—¿No? Pues mira esto. En esa piedra, hay manchas de sangre, ¿verdad? Seguro que ha estado aquí.
—¿Se habrá metido ahí debajo?
Las culatas de los fusiles buscaron en el agua, sin que lograran sondear la cala.
La voz de la mujer resonó en la caverna:
—Si se ha escondido bajo el agua, tendrá que subir a respirar.
—¿Y cuándo? Hemos de registrar esta maldita playa. Bueno, lanzaré una serie de disparos contra el fondo.
—No sea necio —le atajó Casimir bruscamente—. Ni siquiera sabrá si le ha alcanzado. Nadie contiene la respiración más de tres minutos.
—Sí, Joe, tiene razón. ¿Cuánto hace que estamos aquí?
—Calculo que un minuto. Démosle dos más. ¡Caray! ¿Viste cómo corría? ¡No es un ser humano!
—De todos modos, se le puede matar. Si quieres que te diga mi opinión, creo que se ha quedado ahí fuera, dejándose arrastrar por las olas. Esa sangre tal vez sea de pez. A lo mejor un tiburón persiguió a un pez hasta aquí dentro y lo alcanzó.
—O si el cuerpo de él entró aquí a la deriva, ahora se encuentra sumergido.
—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Casimir.
—Tome, señorita. ¡Vaya, ahora que caigo! ¿Cómo ha venido con nosotros?
—Oiga, vaquero, soy tan buena tiradora como usted y quiero cerciorarme de que rematan bien su trabajo. —Hubo una pausa—. Han pasado cerca de cinco minutos. Si todavía sigue en condiciones de remontar a la superficie, es una verdadera foca. Sobre todo porque su cuerpo debe de estar muy necesitado de oxígeno, después de semejante carrera.
En el letargo del cerebro de Dalgetty surgió un frío asombro suscitado por la mujer. Había leído sus pensamientos y sabía que pertenecía al FBI. Sin embargo, parecía extrañamente deseosa de darle caza.
—Bueno, vámonos de aquí.
—Vayan ustedes delante —dijo Casimir—. Me quedaré un rato más aquí, por las dudas. Después, saldré a buscarle por mi cuenta. Ya me he cansado de seguirles.
—De acuerdo. En marcha, Joe.
Transcurrieron otros cuatro minutos, hasta que el dolor y la tensión de los pulmones se le hicieron insoportables a Dalgetty. Estaría desvalido al salir a la superficie, todavía en un estado de semihibernación, pero todo su cuerpo reclamaba el aire. Subió muy despacio.
La mujer lanzó una exclamación de sorpresa. Enseguida, sacó la automática y le apuntó al entrecejo.
—De acuerdo, amigo, salga.
Hablaba en voz muy baja, con una vibración, dejando traslucir cierta dosis de espanto.
Dalgetty trepó al borde, junto a ella, y se sentó con las piernas colgando, abrumado por la tristeza que le causaba la recuperación. Cuando alcanzó la plena conciencia, miró a la mujer y descubrió que esta se había trasladado al otro extremo de la caverna.
—No intente saltar —le aconsejó Casimir. Sus ojos asustados captaron la luz difusa en un amplio vislumbre—. No sé qué opinar de usted.
Dalgetty respiró bien a fondo, se sentó muy erguido y se aferró a la piedra fría y resbaladiza.
—Pues yo sé quién es usted —afirmó.
—¿Ah, sí? ¿Y quién soy? —le desafió ella.
—Una agente del FBI ocupada en vigilar a Bancroft.
Casimir entrecerró los ojos y apretó los labios.
—¿Por qué piensa semejante cosa?
—No tiene importancia, pero estoy en lo cierto. Ello me da cierta ventaja sobre usted, se proponga lo que se proponga.
La cabeza rubia se movió en sentido afirmativo.
—Me lo sospechaba. El comentario que me dirigió en la celda sugería…
Bueno, no podía correr riesgos, sobre todo porque demostró salirse de lo corriente al romper las correas y destrozar la puerta. Acompañé al grupo de búsqueda con la esperanza de encontrarle.
Dalgetty se vio obligado a admirar la rápida mente que se ocultaba tras la frente ancha y lisa.
—Estuvo a punto de lograrlo. A favor de ellos —la acusó.
—Tenía que evitar las sospechas —replicó ella—. Calculé que no había saltado de la escarpadura presa de la desesperación. Sin duda pensaba en algún escondite, y sumergirse me pareció lo más probable. En vista de sus anteriores hazañas, estaba convencida de que podría contener la respiración durante un tiempo anormalmente largo. —Esbozó una vacilante sonrisa—. Aunque nunca imaginé un tiempo tan inhumanamente largo.
—Veo que posee un cerebro. ¿También posee un corazón?
—¿Qué quiere decir?
—Me gustaría saber si piensa arrojarnos al doctor Tighe y a mí a los lobos o si se siente dispuesta a ayudarnos.
—Depende —repuso con calma—. ¿Qué le ha traído aquí? Dalgetty torció la boca en un gesto de pesar.
—No he venido con ningún propósito definido —contestó—. Sólo intentaba obtener una pista con respecto al paradero del doctor Tighe. Ellos fueron más listos y me trajeron aquí. Ahora tengo que rescatarle. —Su mirada sostuvo la de la mujer—. El secuestro constituye un delito federal. Su deber consiste en apoyarme.
—Quizás obedezco a deberes superiores —replicó. Se inclinó hacia delante y preguntó tensa—: ¿Cómo se propone conseguirlo?
—Que me cuelguen si lo sé. —Dalgetty observó malhumorado la playa, el oleaje y el humeante rocío—. Pero su arma me serviría de gran ayuda.
Ella permaneció unos instantes ensimismada, con el ceño fruncido.
—Si no regreso pronto, saldrán a buscarme.
—Hemos de encontrar otro escondite —coincidió el hombre sensible—. Entonces supondrán que he sobrevivido y que la retengo por la fuerza. Recorrerán toda la isla en nuestra busca. Si no logran localizarnos antes del anochecer, se desplegarán lo suficiente para darnos una oportunidad.
—En mi opinión, más vale que yo regrese ahora mismo —declaró—. Así le apoyaré desde el interior.
Dalgetty denegó con la cabeza.
—Nada de eso. Deje de actuar como un detective del estereoespectáculo. Si me entrega su arma y declara que la perdió, no dejará de despertar sus sospechas, dada su excitación. Si se la lleva, seguiré afuera y desarmado… ¿Y qué puede hacer usted, una persona sola, en ese nido? Ahora somos dos y tenemos un arma de fuego. Me parece una apuesta más segura.
Casimir acabó por aceptar su propuesta.
—De acuerdo, ha ganado. Siempre que me decida a ayudarle. —Con un movimiento espasmódico, levantó el arma que había bajado—. ¿Quién es usted, Dalgetty? ¿Qué es usted?
El hombre sensible se encogió de hombros.
—Digamos que el ayudante del doctor Tighe y que gozo de algunos poderes inusitados. Usted sabe lo suficiente sobre el Instituto para comprender que no se trata de una contienda entre dos grupos de gángsters.
—Me gustaría saber… —De repente, guardó la automática en la cartuchera—. Muy bien. Pero acepto sólo de manera provisional.
El alivio inundó a Dalgetty como una ola.
—Gracias —murmuró—. ¿Adonde vamos?
—Me he bañado varias veces en los parajes más tranquilos y conozco un lugar a propósito —explicó Casimir—. Espere aquí.
Atravesó la caverna y se asomó a la boca. Alguien debió de llamarla, ya que saludó con la mano. Se apoyó en la pared de roca, y Dalgetty vio el rocío marino resplandeciendo sobre su cabello. Después de cinco interminables minutos, retornó a su lado.
—Está bien —anunció—. El último acaba de subir por el sendero. En marcha.
Marcharon a lo largo de la playa, que retemblaba bajo sus pies a causa de la furia del mar. Se percibía un chirrido en medio del bufar y el rugir de las olas, como si los dientes del mar mordieran la roca.
La playa se curvaba hacia el interior, formando una pequeña y protegida cala. A partir de esta, subía un estrecho sendero. La mujer señaló hacia el océano.
—Allá —declaró—. Sígame.
Casimir se quitó los zapatos, como había hecho él, y aseguró la cartuchera. El arma era sumergible, pero no serviría de nada si se le caía. Vadeó las aguas y empezó a nadar enérgicamente a crol.