Aterrizaron en un campo pequeño. Aún era de noche. Atraído por el resplandor de las luces, Dalgetty no tuvo muchas posibilidades de reconocer el lugar. Vio hombres que montaban guardia con fusiles Magnum, matones profesionales de aspecto rudo, uniformados de gris. Les siguió obediente por la pista de cemento, a lo largo de un sendero y a través de un jardín, hasta la mole curvada y destacada de una casa.
Se detuvo unos segundos mientras abrían la puerta y oteó la oscuridad. El mar rompía siseando en una amplia playa. Captó el saludable olor salobre de las aguas y llenó sus pulmones de aire. Quizá fuera la última vez.
—Adelante.
Un brazo le sacudió para ponerle de nuevo en movimiento. Descendieron por un pasillo vacío y fríamente iluminado, bajaron en una escalera mecánica y se internaron en las entrañas de la isla. Otra puerta. Después, una habitación y un brusco empujón. La puerta se cerró con estrépito a sus espaldas.
Dalgetty examinó su celda, pequeña y con los muebles imprescindibles: una litera, un retrete y un lavabo. En una de las paredes, se veía una reja de ventilación. Nada más. Intentó escuchar con el máximo de sensibilidad, pero sólo captó murmullos lejanos y confusos.
«¡Papá! —pensó—. También tú estás aquí».
Se dejó caer con pesadez en la litera y analizó la estética del contorno. Poseía cierta austeridad nada desagradable, el equilibrio inconsciente del funcionalismo total. Dalgetty volvió a dormirse enseguida.
Un guardia le despertó con la bandeja del desayuno. Dalgetty intentó leer los pensamientos del hombre. Ninguno valía la pena. Comió con gran apetito, sin preocuparse por el cañón del fusil que le apuntaba, devolvió la bandeja y volvió a quedarse dormido. Lo mismo ocurrió a la hora del almuerzo.
Cuando volvieron a despertarle, su sentido del tiempo le indicó que eran las catorce treinta y cinco. Esta vez, aparecieron tres fornidos ejemplares.
—Vamos —dijo uno de ellos—. Nunca vi un chico más a propósito para darle un tirón de orejas.
Dalgetty se levantó y se pasó una mano por el pelo. Las cerdas rojas de la incipiente barba le rasparon la palma de la mano. Significaba una tapadera, un símbolo sustitutivo para recobrar el pleno dominio de su sistema nervioso. Fue como si le lanzaran por un inmenso abismo.
—¿Cuántos de ustedes hay aquí? —preguntó.
—Los suficientes. ¡Venga, camine! Dalgetty captó el susurro de su pensamiento: «Somos cincuenta guardias, ¿no? Sí, creo que cincuenta».
¡Cincuenta! Dalgetty se sobresaltó, mientras avanzaba flanqueado por dos de ellos. Cincuenta matones bien adiestrados. El Instituto se había enterado de que el ejército personal de Bertrand Meade recibía una excelente instrucción. Nada demasiado visible, desde luego —oficialmente, sólo se trataba de criados y guardaespaldas—, pero sabían disparar.
Y él estaba solo, en medio del océano. Solo contra ellos, sin que nadie conociese su paradero. Le tenían en sus manos. Al bajar por el pasillo, sintió frío.
Al final, había una habitación con bancos y un escritorio. Uno de los guardias señaló la silla colocada en un extremo.
—Siéntese —gruñó.
Dalgetty obedeció. Las correas rodearon sus muñecas y sus tobillos, sujetándole a los brazos y las patas del firme mueble. Otra de las correas le rodeó la cintura. Miró hacia abajo y descubrió que la silla se hallaba atornillada al suelo. Uno de los guardias se acercó al escritorio y puso en marcha un magnetofón.
En el extremo más distante de la habitación, se abrió una puerta. Entró Thomas Bancroft, un hombre corpulento metido en carnes, pero con todos los signos de una excelente salud. Usaba ropa de un buen gusto discreto. Coronaba su cabeza una espesa cabellera blanca, y en el rostro, de rasgos correctos y subido color, brillaban un par de vivos ojos azules. Sonrió ligeramente y se sentó ante la mesa.
Con él venía una mujer. Dalgetty la miró con más dureza. Le resultaba desconocida. Era de estatura mediana, más bien menuda, con el pelo rubio demasiado corto y ningún maquillaje sobre sus marcadas facciones eslavas. Joven, en perfecta forma, se movía con un decidido andar masculino. Con sus oblicuos ojos grises, su nariz delicadamente curva y aquella boca llena y hosca, hubiera sido una belleza de proponérselo.
«Una mujer moderna —pensó Dalgetty—. Una máquina de carne y hueso que intenta comportarse de manera más masculina que los propios hombres, frustrada y desdichada sin saberlo y por eso mismo aún más amargada». Sintió un fugaz dolor, una enorme compasión por los millones de seres humanos. No se conocían a sí mismos, se combatían entre sí como bestias salvajes, enredados, encerrados en pesadillas. El hombre podía ser tan excelso si le daban ocasión…
Miró a Bancroft y dijo:
—A usted ya le conozco, pero sospecho que la señora está en posición ventajosa con respecto a mí.
—Le presento a mi secretaria y ayudante general, la señorita Casimir.
La voz del político resultaba imponente, un instrumento maravillosamente controlado. Se inclinó por encima de la mesa. El magnetofón situado junto a su brazo zumbaba en el silencio a prueba de ruidos.
—Señor Dalgetty, me gustaría que comprendiese que no somos demonios. Sin embargo, existen algunas cosas demasiado importantes para ceñirnos a las reglas corrientes. En el pasado, se desencadenaron guerras a causa de ellas y cabe en lo posible que se reproduzcan. Para todos los implicados, sería más sencillo si usted cooperara ahora con nosotros. Nadie tiene por qué saber que lo ha hecho.
—Supongamos que contesto a sus preguntas —arguyó Dalgetty—. ¿Cómo sabe que le diré la verdad?
—Muy fácil. Gracias a la neoscopolamina. Supongo que no serás inmune a ella. Confunde demasiado la mente para que le interroguemos bajo su influencia con relación a tan complejos asuntos. Sin embargo, nos permitirá saber si nos ha contestado con sinceridad.
—¿Y después qué? ¿Me dejarán marchar?
Bancroft se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Quizá tengamos que retenerle algún tiempo, pero después perderá su importancia y regresará sano y salvo.
Dalgetty meditó. ¿Cómo luchar contra las drogas de la verdad? Además, existían procedimientos aún más radicales, como la lobotomía prefrontal, por ejemplo. Se estremeció. Las correas de cuero artificial le daban una impresión de humedad en contacto con su ropa ligera. Miró a Bancroft.
—¿Qué pretende en realidad? —preguntó—. ¿Por qué trabaja para Bertrand Meade?
La gruesa boca de Bancroft se abrió en una sonrisa.
—Me parece que le corresponde a usted responder a las preguntas.
—Que lo haga o no depende de quién las plantee —puntualizó Dalgetty. «¡Gana tiempo! ¡Posterga el momento del terror, postérgalo!»—. Con toda sinceridad, lo que sé de Meade no me inspira ningún sentimiento amistoso. Tal vez me equivoque a su respecto.
—El señor Meade es un famoso ejecutivo.
—Ya. Y asimismo el poder que maneja a numerosas personalidades políticas, incluido usted. Hablando claro, el verdadero amo del movimiento activista.
—¿Qué sabe usted del movimiento? —intervino la mujer bruscamente.
—Tiene una historia complicada —contestó Dalgetty—. De todos modos, el activismo es, en esencia, una…, una Weltanschauung[1]. No nos hemos recuperado todavía por completo de las guerras mundiales y sus consecuencias. En todo el mundo, la gente se aleja de las grandes y difusas Causas, con mayúscula, para atenerse a una visión más natural y precisa de la vida. Algo análogo a la Ilustración del siglo dieciocho, que también sucedió a un período de conflictos entre fanatismos contrapuestos. Incluso en la mente popular, se ha desarrollado la creencia en la razón, un espíritu de moderación y tolerancia. Predomina la actitud de esperar a ver con respecto a todo, incluidas las ciencias, en especial la ciencia nueva y aún no constituida de la psicodinámica. El mundo desea un período de calma.
»Bien, tal estado de ánimo presenta sus inconvenientes. Produce maravillosas estructuras de pensamiento, pero hay una extraña frialdad en ellas, tan poca pasión auténtica, tanta cautela… Por ejemplo, las artes se estilizan cada vez más. Los pueblos se burlan abiertamente de los viejos símbolos, como la religión, el estado soberano o una determinada forma de gobierno, símbolos por los que antes morían los hombres. En el Instituto somos capaces de formular, mediante una prolija educación, la condición semántica. Y a ustedes no les gusta. Su tipo de hombre necesita algo grandioso. Ahora bien, la mera grandeza concreta no le basta. Podrían consagrar sus vidas a la ciencia, a la colonización interplanetaria o al mejoramiento de la sociedad, como hacen con entusiasmo tantas personas… Eso no va con ustedes. En el fondo, añoran la imagen del padre universal. Quieren una Iglesia todopoderosa, un estado todopoderoso, en una palabra, algo todopoderoso, un símbolo inmenso y confuso que les exija todo cuanto poseen y, a cambio, sólo les proporcione un sentimiento de pertenencia. —La voz de Dalgetty sonaba ronca—. En síntesis, no saben mantenerse sobre sus propios pies, incapaces de afrontar la verdad de que el hombre es un ser solitario y de que su objetivo ha de fijárselo él mismo.
Bancroft frunció el ceño.
—No he venido a que me sermoneen —protestó.
—Como guste. Pensé que le interesaba mi opinión sobre el activismo. Así que he empleado un lenguaje poco preciso. Para concretar, desea usted convertirse en el jefe de una Causa. Sus hombres, los leales, no los simplemente contratados, anhelan ser seguidores. Sólo que en la actualidad no existe ninguna Causa, salvo la muy sensata de mejorar la vida humana.
Casimir, la mujer, se inclinó sobre la mesa. Sus ojos brillaban con extraña intensidad.
—Usted mismo acaba de puntualizar los inconvenientes —afirmó—. Vivimos un período decadente.
—No —rechazó Dalgetty—. No, a menos que insista en recurrir a connotaciones cargadas de sentido. Vivimos un necesario período de calma. Una época de retroceso para que toda una sociedad… Bueno, en la formulación de Tighe se resuelve a la perfección. La situación actual debería continuar durante setenta y cinco años, poco más o menos, según la opinión del Instituto. Albergamos la esperanza de que, en dicho período, la razón se afirme de tal modo en la estructura básica de la sociedad que, cuando surja la próxima gran oleada de pasión, no vuelva a los hombres contra sí mismos. El presente es… Sí, digamos analítico. Mientras recuperarnos el aliento, más vale que tratemos de comprendernos a nosotros mismos. Cuando llegue el próximo período sintético…, o creativo, o de cruzada, como prefiera, será más cuerdo que todos los anteriores. El hombre no puede permitirse el lujo de volverse loco una vez más. Al menos, no en un mundo en posesión de la bomba de litio.
Bancroft asintió con un movimiento de cabeza. Intentan prolongar el período de… ¡Maldición, de decadencia! Escuche, Dalgetty, yo también he estudiado el sistema de la escuela moderna. Sé con cuánta sutilidad se adoctrina a la generación en desarrollo mediante políticas formuladas por sus hombres que forman parte del gobierno.
—¿Adoctrinar? Yo diría adiestrar. Se adiestra a los alumnos en el dominio de sí mismos y en el pensamiento crítico. —Dalgetty esbozó una sonrisa—. Bueno, no estamos aquí para discutir sobre cuestiones generales. Digamos específicamente que Meade se siente encargado de una gran misión. Se ve a sí mismo como el líder natural de Estados Unidos. Y en última instancia, del mundo entero, a través de las Naciones Unidas, donde somos todavía poderosos. Quiere restaurar lo que denomina las «virtudes ancestrales»… Como ve, Bancroft, he escuchado los discursos de Meade y los suyos. Dichas virtudes consisten en la obediencia física y mental a la «autoridad constituida», en el «dinamismo», lo cual, en términos operativos, significa que la gente habrá de saltar cada vez que él dé una orden, en… ¿Para qué proseguir? Se trata de la historia de siempre. Hambre de poder y la recreación del estado absoluto, esta vez a escala planetaria. Mediante apelaciones psicológicas a algunos y promesas de recompensa a otros, Meade se ha constituido todo un séquito. No obstante, es lo bastante astuto para saber que no puede sacarse de la manga una revolución. Tiene que lograr que la gente la desee. Ha de invertir la corriente social, hasta que esta retorne al autoritarismo…, cuya cúpula ocupará.
»Y, en este punto, interviene el Instituto. Sí, hemos desarrollado teorías que, al menos, intentan explicar los acontecimientos históricos. No tanto una cuestión de recopilación de datos, como de inventar una simbología rigurosa y autocorrectora. Al parecer, nuestras paramatemáticas son precisamente eso. No hemos dado a conocer todos nuestros hallazgos a causa de los posibles usos erróneos. Quien sepa cómo hacerlo, podría moldear la sociedad mundial conforme a cualquier imagen propuesta, y en cincuenta años, o en menos tiempo aún. A ustedes les interesan nuestros conocimientos para realizar sus propósitos.
Dalgetty calló. Reinó un prolongado silencio, durante el cual su respiración sonó innaturalmente ruidosa.
—De acuerdo. —Bancroft volvió a asentir con la cabeza—. Hasta ahora no nos ha dicho nada que no supiéramos.
—Soy muy consciente de ello —confirmó Dalgetty.
—Su fraseología resulta muy poco amistosa. No comprende el estancamiento y el repugnante cinismo de esta era.
—Ahora le toca a usted emplear palabras rimbombantes —adujo Dalgetty—. Los hechos son, nada más. Carece de sentido formular juicios morales sobre la realidad. Lo único que cabe hacer es tratar de cambiarla.
—Sí —repuso Bancroft—. De acuerdo, eso estamos intentando. ¿Querrá ayudarnos? —Pueden destrozarme si lo desean. No conseguirán dominar una ciencia que cuesta años aprender.
—No, pero nos enteraríamos de su contenido y de dónde encontrarlo. En nuestro bando también hay buenos cerebros. Gracias a sus datos y ecuaciones, acabarían por averiguarlo. —Los ojos claros le miraron con extrema frialdad—. Me parece que no se da cuenta de su situación. Es usted nuestro prisionero, ¿entiende?
Dalgetty tensó los músculos, sin responder. Bancroft suspiró.
—Tráiganle —ordenó.
Uno de los guardias abandonó la estancia. Dalgetty se deprimió. «¡Papá!», pensó angustiado. Casimir se acercó y se detuvo ante él. Buscó con los ojos la mirada de Dalgetty.
—No haga el tonto —aconsejó—. Es más doloroso de lo que se imagina. Hable.
Dalgetty la miró. «Tengo miedo —pensó—. Dios sabe hasta qué punto tengo miedo». Percibió el acre olor de su propio sudor.
—No —respondió.
—Le aseguro que recurrirán a todo.
La mujer hablaba con una voz agradable, pausada y suave, que en ese momento se tornó áspera. Palideció a causa de la tensión.
—Vamos, hombre, no se condene a sí mismo a la insensatez…
Había algo raro en esas palabras. Los sentidos de Dalgetty comenzaron a funcionar. Se había acercado, y él percibió las señales de su horror, pese a que la mujer intentaba ocultarlas. «No es tan dura como simula. En ese caso, ¿por qué se ha unido a ellos?». Dalgetty lanzó un farol:
—Sé quién es usted. ¿Se lo digo a sus amigos?
—No, no lo haga.
La mujer retrocedió con rigidez, y los aguzados sentidos de Dalgetty captaron el olor del miedo. Pocos segundos después Casimir había recuperado el control.
—Está bien —dijo—, haga lo que le parezca.
Pero en el fondo persistía el pensamiento, refrenado por la viscosidad del pánico: «¿Sabrá que pertenezco al FBI?».
¡El FBI! El hombre sensible se agitó pese a las correas. ¡Santo cielo! Recuperó la serenidad mientras la mujer regresaba junto a su jefe. Su mente seguía trabajando. Si, ¿por qué no? Los hombres del Instituto se relacionaban poco con los detectives federales, que, desde la abolición de los desacreditados servicios de seguridad, habían vuelto a cumplir funciones más amplias. Sin duda desconfiaban por su cuenta de Bertrand Meade y le asignaron algunos agentes. También había mujeres en su seno, y una mujer siempre llama menos la atención que un hombre.
Sintió un escalofrío. No le interesaba en absoluto la presencia allí de un agente federal.
La puerta se abrió de nuevo. Un cuarteto de guardias hizo pasar a Michael Tighe. El inglés se detuvo, con la mirada fija frente a él.
—¡Simón!
Fue una exclamación ronca, cargada de pesar.
—Papá, ¿te han hecho daño? —preguntó Dalgetty con delicadeza.
—No, no… Por ahora, no. —Meneó la cana cabeza—. Pero tú…
—Tómalo con calma, papá.
Los guardias acompañaron a Tighe hasta un banco delantero y le obligaron a sentarse. El anciano y el joven cruzaron sus miradas a través del espacio. Tighe habló a la manera oculta:
«¿Qué piensas hacer? No voy a permanecer sentado y dejar que ellos…». Dalgetty no podía responder de manera inaudible, por lo que sacudió la cabeza y exclamó en voz alta:
—Todo irá bien.
«¿Crees posible una fuga? Procuraré ayudarte».
—No —rechazó Dalgetty—. Ocurra lo que ocurra, no hagas ni digas nada. Es una orden.
Bloqueó su sensibilidad, mientras Bancroft estallaba:
—¡Basta! Uno de los dos cederá. Si el doctor Tighe se resiste, nos ocuparemos de él y veremos si el señor Dalgetty lo consigue.
Bancroft hizo un floreo con la mano al coger un cigarro. Dos de los matones se acercaron a la silla. Llevaban tubos flexibles de caucho artificial en las manos.
El primer golpe alcanzó a Dalgetty en las costillas. No lo sintió —había interpuesto un bloque nervioso—, pero le castañetearon los dientes. Mientras permaneciera insensible, sería incapaz de escuchar…
Un segundo golpe, y otro más. Dalgetty apretó los puños. ¿Qué hacer, qué hacer? Miró en dirección al escritorio. Bancroft fumaba, contemplando el espectáculo de manera tan desapasionada como si se tratase de un experimento apenas interesante. Casimir permanecía de espaldas. Uno de los matones se irguió.
—Jefe, pasa algo raro. Me parece que no siente nada.
—¿Drogado? —Bancroft frunció el ceño—. No, es prácticamente imposible.
Se frotó el mentón y estudió sorprendido a Dalgetty. Casimir se dio la vuelta para mirarle. El sudor cubría el rostro de Michael Tighe, que brillaba bajo la fría luz blanca.
—De todos modos, se le puede hacer daño —afirmó el guardia.
Bancroft se estremeció.
—No me gusta la mutilación completa —puntualizó—. En fin… Dalgetty, se lo había advertido.
«¡Vete, Simón! —susurró Tighe—. Sal de aquí».
Dalgetty levantó su pelirroja cabeza. La determinación cristalizó en su interior. No serviría para nada con los brazos rotos, un pie aplastado, un ojo arrancado, los pulmones chamuscados… Casimir formaba parte del FBI. Quizá lograra ayudarle.
Puso a prueba la tensión de las correas. Medio centímetro de cuero artificial… Un tirón las soltaría, pero, ¿se quebraría los huesos al hacerlo? «Sólo hay un modo de averiguarlo», pensó pesaroso.
—Iré a buscar un soplete —dijo uno de los guardias del fondo de la habitación.
Su rostro mostraba una impasividad absoluta. La mayoría de aquellos matones debían de ser deficientes mentales, se dijo Dalgetty, como casi todos los guardias en los campos de exterminio del siglo XX. Nada de molesta compasión por la carne humana que destrozaban, desollaban y quemaban.
Se concentró. Esta vez le invadió la ira, una nube de furia que se alzaba en su mente, una pantalla roja de rabia que se interpuso en su visión. ¿Cómo se atrevían?
Gruñó a medida que la energía inundaba su interior. Ni siquiera sintió las correas cuando estallaron. El mismo ímpetu le arrojó a través de la habitación, hacia la puerta.
Alguien gritó. Uno de los guardias, un hombre gigantesco, le cerró el paso. El puño de Dalgetty apareció ante sus ojos, se oyó un crujido, y el cráneo del matón chocó contra su propia columna vertebral. Dalgetty ya lo había sobrepasado. Le cerraron la puerta en las narices. La madera se astilló cuando él atravesó la puerta.
Una bala silbó a sus espaldas. Se escabulló por el pasillo, subió por la escalera más cercana, y su velocidad hizo que las paredes se desdibujaran. Otro proyectil se incrustó en los paneles de un costado. Trazó una curva, vio una ventana y se cubrió los ojos con un brazo para saltar.
El plástico era resistente, pero sus setenta y siete kilos lo golpearon a una velocidad de cuatro metros y medio por segundo. ¡Dalgetty atravesó la ventana!
La luz del sol relampagueó ante sus ojos al chocar contra el suelo. Rodó, se puso en pie de un salto e inició la carrera a través del césped y el jardín. Abarcó el paisaje con la mirada mientras corría. En semejante estado de temor y de ira, no dominaba sus pensamientos. Sin embargo, su memoria almacenó los datos para estudiarlos más tarde.