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Desde luego, eso sólo significaba el comienzo. La pista era larga y quedaba muy poco tiempo antes de que comenzaran a atormentar el cerebro de Tighe. Y a lo largo del sendero, acechaban los lobos.

Durante unos estremecedores segundos, Simón Dalgetty comprendió el embrollo en que se había metido.

Pareció transcurrir una eternidad hasta que el grupo de Bancroft se decidió a marcharse. La mirada de Dalgetty les siguió hasta que salieron del bar: cuatro hombres y la mujer. Todos serenos, educados, de aspecto distinguido, con elegantes trajes oscuros. Probablemente, hasta el grueso guardaespaldas poseía un título universitario, aunque de tercera clase. Jamás se confundiría con asesinos, secuestradores ni siervos de aquellos que traerían de nuevo el gangsterismo político. Sin duda tampoco ellos se veían bajo esa luz, reflexionó Dalgetty.

El enemigo —el secular y proteico enemigo, que durante un sangriento siglo había sido combatido por fascista, nazi, sintoísta, comunista, atomista, americanista y Dios sabía cuántos istas más— se había vuelto cada vez más astuto con el paso del tiempo. Ahora incluso había adquirido la capacidad de engañarse a sí mismo.

Los sentidos de Dalgetty retornaron a la normalidad. De pronto, le causó un gran alivio verse sentado en un reservado con escasa iluminación, en compañía de una bonita muchacha, reducido por un instante a un simple ser humano. Pero su sentido de la misión continuaba ensombreciendo su interior.

—Lamento haber tardado tanto —dijo el hombre sensible—. Pide otra consumición.

—Acabo de hacerlo —sonrió la muchacha. Él reparó en la cifra 10 que brillaba en el expendedor y colocó dos monedas en la ranura. Con los nervios aún vibrantes, marcó para pedir otro whisky.

—¿Conoces a las personas que estaban en la gruta de al lado? —inquirió Glenna—. Vi que las mirabas al salir.

—Bueno, conozco por su fama al señor Bancroft —repuso—. Vive en esta ciudad, ¿no?

—Tiene una casa en la Estación de las Grullas, aunque no pasa mucho tiempo en ella. Supongo que casi siempre está en tierra firme.

Dalgetty asintió con la cabeza. Había llegado a Colonia del Pacífico hacía dos días, que pasó dando vueltas con la esperanza de acercarse a Bancroft lo suficiente para obtener alguna pista. Ya lo había conseguido, pero sus averiguaciones carecían de valor. Se había limitado a confirmar lo que el Instituto consideraba muy probable, sin descubrir ninguna información nueva.

Necesitaba meditar su próximo movimiento. Vació el vaso.

—Será mejor que me vaya —dijo.

—Si quieres, podemos cenar aquí —propuso Glenna.

—Gracias, pero no tengo hambre. Quizá más adelante.

Era verdad. La tensión nerviosa que acarreaba el uso de sus poderes le cortaba el apetito. Además, los fondos no daban para gastos extra.

—De acuerdo, Joe. Me gustaría que volviésemos a vernos —sonrió—. Eres una persona extraña, pero también agradable.

La muchacha rozó los labios de Dalgetty con los suyos, se levantó y salió. Dalgetty cruzó la puerta y pulsó el botón de uno de los ascensores ascendentes. Pasó por numerosos niveles. La taberna se encontraba debajo de los cajones de suspensión de la estación, próxima al cable del ancla principal, junto a la profundidad de las aguas. Por encima de ella, había almacenes, salas de máquinas, cocinas, todas las instalaciones de la existencia moderna. Salió de un quiosco y desembocó en una cubierta superior a nueve metros por encima de la superficie. No había nadie allí. Avanzó hasta la barandilla, se apoyó en ella, miró hacia el mar y gozó de la soledad.

Debajo de él, los niveles descendían hasta la cubierta principal: líneas fluyentes y curvas, amplias láminas de plástico transparente, carteles animados, el césped y los macizos de flores de un pequeño parque, personas que caminaban de prisa o despacio. La inmensa mole giroestabilizada no se movía, al menos de manera perceptible, al impulso de la marejada del Pacífico. La estación del Pelícano, «centro» de la colonia, albergaba sus tiendas, salas de espectáculos y restaurantes, sus servicios y entretenimientos.

En torno a ella, el agua aparecía de color azul añil bajo la luz de la tarde, recorrida por arabescos de espuma. Dalgetty oyó las olas que chocaban contra las escarpadas paredes. En lo alto, el cielo mostraba algunas nubes en el poniente, nubes que se tornaban doradas. Las gaviotas que se cernían en el aire parecían vaciadas en oro, y la bruma del oriente en sombras anunciaba la línea costera del sur de California. El hombre sensible respiró a fondo, dejó que sus nervios, sus músculos y sus vísceras se relajaran, desconectó su mente y, por un momento, se convirtió en un organismo que se limitaba a vivir y se alegraba de hacerlo.

Las demás estaciones, las moles ascendentes y aerodinámicas que constituían Colonia del Pacífico impedían una visión más amplia. Se habían construido algunos puentes colgantes muy espaciosos, para enlazarlas entre sí, pero aún se desarrollaba un importante tráfico marítimo. Hacia el sur, divisó una zona negra sobre las aguas, una granja marítima. En respuesta a un interés fugaz, su entrenada memoria le recordó que, según las últimas cifras, el dieciocho coma tres por ciento de las provisiones alimenticias se extraía de especies modificadas de algas marinas. Sabía que dicho porcentaje aumentaría rápidamente.

En otros puntos, había plantas extractoras de minerales, bases pesqueras y estaciones experimentales y de investigación pura. Debajo de la ciudad flotante, alojada en la plataforma continental, se extendía el emplazamiento submarino: pozos petrolíferos, que completaban los procesos industriales de sintetización, minería, exploración en tanques para descubrir nuevos recursos, un lento desarrollo hacia el exterior a medida que los hombres aprendían a internarse en el frío, la oscuridad y la presión. Resultaba costoso, pero a un mundo superpoblado le quedaban pocas alternativas.

Baja y pura, Venus era ya visible en el horizonte crepuscular. Dalgetty aspiró el aire marino, húmedo y acre, y sintió una ligera compasión por los hombres que estaban allí… Y en la luna, y en Marte, entre los mundos. Realizaban una tarea importantísima y desgarradora. De todos modos, Dalgetty se preguntó hasta qué punto era más importante y significativa que este trabajo en los océanos terrestres.

O más importante y significativa que unas páginas de ecuaciones garabateadas y guardadas en el cajón de uno de los escritorios del Instituto. «¡Basta!». Como un perro bien adiestrado, Dalgetty se sobrepuso al discurrir de su mente. Había venido allí a trabajar también.

Las fuerzas con las que iba a enfrentarse le parecían monstruosas. Un hombre solo contra un tipo de organización desconocida. Debía rescatar a otro hombre antes de que… Bueno, antes de que cambiaran la historia y la lanzaran por un camino equivocado, el largo sendero cuesta abajo. Poseía conocimientos y capacidades, pero no le servirían para detener una bala. Tampoco se incluían en ellos el adiestramiento para ese tipo de guerra. Una guerra que no era guerra, una política que no era política, sino un puñado de ecuaciones garabateadas, un libro de datos trabajosamente recogidos y un cerebro pleno de sueños.

Bancroft tenía a Tighe en su poder…, en alguna parte. El Instituto no podía pedir ayuda al gobierno, pese a que, en gran medida, coincidía con él. Como máximo, prestaría a Dalgetty algunos hombres que le ayudaran, pero no contaba con pelotones de gorilas. Además, el tiempo, como un sabueso, le pisaba los talones.

El hombre sensible se volvió, de pronto consciente de la presencia de otra persona, un hombre maduro, flaco y canoso, con algunos rasgos de intelectual, que se apoyó en la barandilla y comentó en tono tranquilo:

—Bonita noche, ¿no?

—Sí —confirmó Dalgetty—, muy bonita.

—Este lugar me produce una sensación de auténticos logros —agregó el desconocido.

—¿Cómo ha dicho? —se interesó Dalgetty, dispuesto a la charla.

El hombre observó el mar y habló con suavidad, como para sus adentros:

—Tengo cincuenta años. Nací durante la tercera guerra mundial y crecí entre las hambres y las locuras masivas que la siguieron. Marché a luchar en Asia. Me preocupó una población que se expandía de manera insensata y malgastaba unos recursos disminuidos de manera insensata. Vi una América escindida entre la decadencia y la locura. Ahora, sin embargo, puedo detenerme y observar un mundo dirigido por unas Naciones Unidas que funcionan, donde el crecimiento demográfico se nivela y el gobierno democrático se extiende de un país a otro. Estamos conquistando los mares e incluso salimos a otros planetas. Las cosas han cambiado desde mi infancia. En líneas generales, para mejorar.

—¡Ah, un alma hermana! —exclamó Dalgetty—. Sin embargo, creo que simplifica usted demasiado.

El hombre frunció el entrecejo.

—¿Así que vota a los conservadores?

—El partido laborista es conservador —afirmó Dalgetty—. Lo demuestra su coalición con los republicanos, los neofederalistas y algunos grupos disidentes. No, no me preocupa que permanezca en el poder, ni que los conservadores prosperen, ni que los liberales tomen el mando. Me preocupa quién controla al grupo que está en el poder.

—Supongo que sus afiliados —replicó el hombre.

—¿Pero quiénes son sus afiliados? Sabe usted tan bien como yo que el gran fracaso del pueblo estadounidense ha consistido siempre en su falta de interés por la política.

—¿Cómo? No diga eso. Por lo menos vota, ¿no? ¿Cuál fue el último porcentaje?

—Ocho ocho coma tres siete. Por supuesto que votan…, después de que le presentan la lista de candidatos. ¿Pero cuántos de ellos intervienen en la nominación de los candidatos o en la confección de los programas electorales? ¿Cuántos dedican realmente algún tiempo a trabajar en eso o escriben a sus representantes en el Congreso? El término «muñidor» conserva aún su sentido despectivo. En nuestra historia, el voto ha sido demasiado a menudo una mera cuestión de elección entre dos máquinas bien engrasadas. Un grupo lo bastante inteligente y decidido que se haga cargo de un partido, conservará, si quiere, el nombre y las consignas y, en pocos años, efectuará entre bambalinas un viraje completo.

Dalgetty hablaba con rapidez al referirse a una de las facetas de la tarea a la cual había consagrado su vida.

—Dos máquinas, o cuatro, o cinco, como tenemos ahora, son mejores que una sola —afirmó el desconocido.

—No si el mismo grupo las controla a todas —puntualizó Dalgetty con severidad.

—Pero…

—«Si no puedes derrotarlos, únete a ellos». Y si te unes a todos los partidos, mejor aún. De ese modo, nunca pierdes.

—Me parece que eso no ha ocurrido todavía —dijo el hombre.

—No, no ha ocurrido —asintió Dalgetty—. Al menos en Estados Unidos, porque en otros países… Pero no lo olvide, ocurrirá pronto. Hoy las líneas no las trazan las naciones ni los partidos, sino… las filosofías, si entiende lo que quiero decir. Dos perspectivas del destino humano inspiran todas las líneas nacionales, políticas, raciales y religiosas.

—¿Y cuáles son esas dos perspectivas? —inquirió con serenidad el desconocido.

—Podríamos llamarlas libertaria y totalitaria, aunque los pertenecientes a la segunda no se consideran forzosamente como tales. En términos legales, durante el siglo diecinueve se alcanzó la cumbre del individualismo desenfrenado. En honor a la verdad, las presiones y las costumbres sociales resultaban más represivas de lo que supone hoy la mayoría de la gente. En el siglo veinte, se quebró esa rigidez en las costumbres, la moral y los hábitos de pensamiento. Piense, por ejemplo, en la emancipación de las mujeres, la facilidad del divorcio o las leyes sobre la intimidad. Al mismo tiempo, el control legal se hizo más severo. El gobierno se encargó de un número cada vez mayor de funciones, los impuestos ascendieron de manera desorbitada, y la vida del individuo quedó cada vez más circunscrita por reglamentaciones que decían «debes» y «no debes». Bueno, según afirman, la guerra se halla a punto de desaparecer en tanto institución. Con eso se aliviarán muchas presiones. Se han eliminado medidas tan constreñidoras como el servicio militar obligatorio, los trabajos forzados o el racionamiento. Poco a poco, vamos logrando una sociedad donde el individuo goza del máximo de libertad, tanto respecto a las leyes como a las costumbres. Quizá se haya desarrollado más en Estados Unidos, Canadá y Brasil, pero se va extendiendo a todo el mundo. Sin embargo, hay elementos a quienes no agradan las consecuencias del auténtico libertarismo. Y la nueva ciencia de la conducta humana, masiva e individual, alcanza una formulación rigurosa. Se está convirtiendo en la herramienta más poderosa con que se haya contado nunca, porque aquel que controle la mente humana controlará asimismo todos los actos del hombre. Recuerde que cualquiera puede utilizar dicha ciencia. Si lee entre líneas, descubrirá la oculta lucha por asegurarse su dominio en cuanto llegue a la madurez y a la fase de aprovechamiento empírico.

—¡Ah, sí! —dijo su interlocutor—. El Instituto Psicotécnico.

Dalgetty asintió con la cabeza, preguntándose por qué se había lanzado a pronunciar semejante conferencia. Bueno, cuantas más personas tuvieran cierta idea de la verdad mejor…, aunque de nada les serviría conocer toda la verdad. Todavía no.

—El Instituto adiestra a tantas personas para cargos gubernamentales y ejecuta tantas tareas consultivas que, en ocasiones, da la impresión de que, de manera casi imperceptible, se va haciendo cargo de todo el espectáculo —agregó el otro hombre.

Dalgetty se estremeció a causa de la brisa del ocaso y lamentó no haber llevado su capa. Pensó con hastío: «Ya salió de nuevo. Ya está aquí otra vez la historia que ellos divulgan, no con acusaciones descaradas ni en su totalidad, sino por una vía lenta y sutil, un susurro aquí, una alusión allá, una noticia periodística parcial, un artículo supuestamente desapasionado… ¡Ah, desde luego! Conocen la semántica aplicada».

—Hay demasiadas personas que temen semejante resultado —declaró—. No tienen por qué. El Instituto es una organización investigadora privada, que cuenta con una subvención federal. Sus archivos están abiertos a la consulta del público.

—¿Todos los archivos?

El rostro del hombre se difuminaba en el crepúsculo. Dalgetty creyó percibir una ceja que se alzaba con escepticismo. No respondió a la observación, aunque dijo:

—Existe en el público la idea confusa de que un grupo en posesión de una ciencia completa del hombre, que el Instituto no posee ni con mucho, «asumiría el mando» de inmediato y, mediante manipulaciones de un tipo no especificado, pero aterradoramente sutil, gobernaría el mundo. La teoría sostiene que, sabiendo los botones que hay que apretar y todas las cosas por el estilo, los hombres harán lo que deseas, sin enterarse de que les están manipulando. Una solemne majadería.

—Bueno, yo no lo aseguraría —repuso el hombre—. En líneas generales, parece bastante plausible.

Dalgetty meneó la cabeza.

—Supongamos que soy ingeniero y veo una avalancha a punto de caerme encima. Sabré en teoría lo que debería hacer para detenerla, dónde colocar la dinamita, dónde erigir la pared de cemento, etcétera. Ahora bien, esos conocimientos no me servirán de nada. No dispondré de tiempo ni de las energías precisas para utilizarlos. Lo mismo sucede con respecto a la dinámica humana, tanto masiva como individual. Se necesitan meses o años para cambiar las convicciones de un hombre. Y cuando se trata de cientos de millones de seres humanos… —Se encogió de hombros—. Las corrientes sociales abarcan demasiado para ejercer sobre ellas algo más que un control leve y gradual. A decir verdad, quizá los resultados más valiosos conseguidos hasta la fecha no sean los que enseñan qué puede hacerse, sino los que demuestran lo que no puede hacerse.

—Se expresa usted con el tono de la autoridad —comentó el hombre.

—Soy psicólogo —replicó Dalgetty con sinceridad, pero no agregó que actuaba al mismo tiempo como sujeto, observador y cobaya—. Supongo que hablo demasiado. Voy de mal en peor.

—Nada de eso.

El hombre apoyó la espalda en la barandilla. Su mano surgió de las sombras tendiendo un paquete.

—¿Fuma?

—No, gracias.

—Una rareza en nuestra época.

El breve resplandor del mechero dibujó el rostro del desconocido sobre el fondo del crepúsculo.

—He descubierto otros métodos de relajación.

—Le felicito. A propósito, yo soy profesor de literatura inglesa en Colorado.

—Por desdicha, lo desconozco todo sobre ese campo —confesó Dalgetty.

Durante unos instantes, el hombre sensible experimentó una sensación de pérdida. Sus procesos mentales se habían apartado demasiado del ser humano corriente para encontrar algún interés en la literatura o la poesía. La música, la escultura, la pintura, en cambio… En ellas sí había algo. Miró las aguas extensas y centelleantes, fijándose en las estaciones, con las luces apagadas, pero iluminadas por las primeras estrellas, y saboreó con verdadero placer la infinidad de simetrías y armonías. Se precisaban unos sentidos como los suyos para descubrir aquel mundo maravilloso.

—Estoy de vacaciones —explicó el hombre. Como Dalgetty no respondiera, agregó tras una breve pausa—: Supongo que usted también, ¿no?

Dalgetty sintió un ligero estremecimiento. Una pregunta personal procedente de un desconocido… Bueno, uno no esperaba discreción por parte de alguien como la joven Glenna. Pero un profesor debería estar mejor condicionado con respecto a las costumbres sobre la intimidad.

—Sí —repuso secamente—. Sólo he venido de visita.

—A propósito, me llamo Tyler, Harmon Tyler.

—Joe Thomson.

Dalgetty estrechó la mano que le ofrecía.

—Podríamos continuar esta conversación, si piensa quedarse algún tiempo —propuso Tyler—. Ha planteado algunos puntos interesantes.

Dalgetty valoró la situación. Quizá valiera la pena quedarse mientras Bancroft permaneciera en la colonia, con la esperanza de averiguar algo más.

—Tal vez pase otro par de días aquí —respondió.

—Magnífico —declaró Tyler.

Miró hacia el cielo, que comenzaba a poblarse de estrellas. La cubierta seguía vacía. Rodeaba la mole oscura y elevada de una torre de observación meteorológica, que funcionaba durante la noche mediante mandos automáticos, por lo que no había nadie más a la vista. Algunos tubos fluorescentes formaban pálidos charcos de luz incandescente sobre el suelo de plástico. Tyler miró la hora y agregó en tono distraído:

—Son las diecinueve treinta. Si no le molesta esperar hasta las veinte, le mostraré algo interesante.

—¿De qué se trata?

—Una sorpresa —rió Tyler entre dientes—. Pocas personas lo conocen. Bien, volviendo a la cuestión que planteó usted antes…

La media hora transcurrió velozmente. Dalgetty llevó casi todo el peso de la charla:

—… y la acción de masas. Escuche, en una primera aproximación bastante tosca, un estado de equilibrio semántico a escala mundial, que nunca ha existido, desde luego, quedaría representado por una ecuación según la fórm…

—Discúlpeme. —Tyler volvió a consultar el dial luminoso—. Si no le importa interrumpirse durante unos minutos, le mostraré ese espectáculo extraño del que le hablé.

—¿Cómo? ¡Ah, sí! Claro.

Tyler arrojó el cigarrillo, que dejó una estela en la penumbra, como un minúsculo meteoro. Asió a Dalgetty por un brazo. Ambos rodearon sin apresurarse la torre meteorológica.

Los hombres llegaron del otro lado y se encontraron con ellos a mitad de camino. Dalgetty apenas los había vislumbrado cuando sintió un pinchazo en el pecho.

¡Una pistola de dardos!

El mundo rugió a su alrededor. Avanzó un paso e intentó gritar, pero se le agarrotó la garganta. La cubierta se elevó y chocó contra él. Luego, su mente empezó a deslizarse en la oscuridad.

De alguna parte, la voluntad surgió en su interior, los reflejos adiestrados funcionaron y Dalgetty aprestó todas sus energías mermantes para luchar contra el anestésico. Fue como un tantear en la niebla. Perdió una y otra vez el conocimiento, mientras la opresión se intensificaba. Como un rayo vislumbre en medio de la pesadilla, advirtió que le transportaban. En una ocasión alguien detuvo al grupo en un pasillo y preguntó si había algún problema. La respuesta pareció surgir de un punto muy lejano:

—No lo sé. Se desmayó…, así de simple. Le llevamos a un médico.

Tardaron un siglo en bajar por un ascensor. Las paredes del cobertizo para botes se estremecieron con un temblor líquido en torno a Dalgetty. Le subieron a bordo de una embarcación grande, invisible entre la bruma gris. Un fragmento de su embotado ser pensó que se trataba de un cobertizo privado, pues nadie intentó detener…, intentó detener…, intentó detener…

Entonces cayó sobre él la noche.