La Mermaid Tavern había sido primorosamente decorada. Grandes bloques de coral labrado formaban las columnas y los reservados. En las paredes, colgaban galones de la marina y peces espada. Había también murales de Neptuno y de su corte, incluida una enorme imagen animada de un ballet de sirenas, que llamaba la atención. Pero las amplias ventanas de cuarzo sólo traslucían el cambiante azul verdoso del agua de mar, y los únicos peces visibles nadaban en un acuario, frente a la barra. Colonia del Pacífico carecía del encanto grotesco de los emplazamientos de Florida y de Cuba. En cierta medida, se trataba de una ciudad obrera, lo que se reflejaba incluso en sus diversiones.
El hombre sensible se detuvo unos instantes en la entrada y abarcó con una rápida mirada la amplia estancia circular. Menos de la mitad de las mesas se hallaban ocupadas durante aquel período de menor actividad, cuando el turno de las doce a las dieciocho horas seguía trabajando, mientras los demás ya hacía un buen rato que habían abandonado sus pasatiempos más costosos. Sin embargo, como es lógico, siempre había alguien en la taberna. Dalgetty iba clasificando a los clientes a medida que los observaba.
Un grupo de ingenieros que, a juzgar por las aburridas expresiones de las tres o cuatro muchachas que se habían unido a ellos, comentaban sin duda la fuerza de compresión del ultimísimo tanque submarino. Un bioquímico que, por el momento, parecía haber olvidado su plancton y sus algas marinas y se concentraba en una empleada joven y bonita que le acompañaba. Un par de rudos encargados de los cajones de suspensión que se proponían beber a placer.
Un hombre de mantenimiento, un experto en computadoras, el piloto de un tanque, un buzo, un ranchero marino, una bandada de taquígrafos, un inconfundible grupo de turistas, algunos químicos y metalúrgicos… El hombre sensible los descartó a todos. Había otras personas a las que no consiguió clasificar con un mínimo de probabilidades y que, luego de una ligera vacilación, decidió ignorar. De ese modo, sólo quedaba el grupo en el que participaba Thomas Bancroft.
Dicho grupo ocupaba una de las grutas de coral, una caverna en penumbra para la visión corriente. Dalgetty tuvo que entrecerrar los ojos a fin de divisar el interior, y la luz difusa de la taberna se convirtió para él en un intenso resplandor al dilatar tanto las pupilas. Dudó… Sí, no cabía la menor duda, se trataba de Bancroft. Además, junto a su reservado, había otro vacío.
Dalgetty relajó sus nervios ópticos hasta recuperar una percepción normal. Durante los breves segundos de dilatación, los fluorescentes le habían provocado dolor de cabeza. Bloqueó el paso de ese malestar al campo de la conciencia y se dispuso a cruzar la estancia.
Se disponía a entrar en la caverna vacía, cuando una camarera le tocó en el brazo para detenerle, una muchacha joven, que llevaba un iridiscente adorno sobre el escueto uniforme. Gracias a las ingentes sumas de dinero que ingresaban en Colonia del Pacífico, sus habitantes podían permitirse el lujo de las artes decorativas.
—Lo siento, señor —dijo la chica—. Se reservan para grupos. ¿Le interesa una buena mesa?
—Yo soy un grupo —replicó Dalgetty—. Por lo menos, puedo convertirme rápidamente en uno. —Se apartó un poco para evitar que le viera alguno de los acompañantes de Bancroft, si por casualidad se asomaba—. ¿Sería tan amable de buscarme compañía?
Manoseó un billete C y se preguntó cómo se las arreglaban algunas personas para realizar con elegancia semejante gesto.
—Por supuesto, señor —respondió la joven, aceptando el billete con una naturalidad que le envidió y dedicándole una aturdidora sonrisa—. Póngase cómodo.
Dalgetty se apresuró a entrar en la gruta. No sería fácil. Las toscas paredes de color rojo se cerraban sobre su cabeza y formaban un espacio lo bastante amplio para albergar a unas veinte personas. Unos cuantos tubos fluorescentes estratégicamente situados emitían una extraña luz submarina que bastaba para ver, pero impedía que alguien percibiese nada en el interior. Y si uno deseaba aislarse por completo, le bastaría correr el pesado cortinaje. Intimidad… ¡Ja, ja!
Se sentó a la mesa hecha con un madero de deriva y se apoyó en la pared de coral. Cerró los ojos y concentró su voluntad. Sus nervios se sintonizaron con tal tensión que parecían a punto de saltar. Sólo tardó unos segundos en introducir su mente por las rutas requeridas.
Los sonidos de la taberna pasaron de un débil murmullo a una rompiente estruendosa, convirtiéndose en una ola inmensa y entrecortada. Las voces resonaron en su cabeza, agudas y graves, secas y suaves, hasta que el torrente coloquial, sin sentido alguno, se concretó en palabras, palabras, palabras. A alguien se le cayó un vaso. Le pareció el estallido de una bomba.
Dalgetty se estremeció y apretó la oreja contra la pared de la gruta. A pesar de la roca que le separaba de ellos, percibiría lo suficiente de la charla que sostenían. El nivel de sonido era elevado. No obstante, si se la adiestra en la concentración, la mente humana se transforma en un filtro eficaz. La barahúnda exterior desapareció de la conciencia de Dalgetty. Gradualmente, captó el hilo sonoro.
Primer hombre: «… no importa. ¿Qué pueden hacer?».
Segundo hombre: «Presentar una queja al gobierno. ¿Quieres que el FBI nos pise los talones? No me interesa en absoluto».
Primer hombre: «Tranquilízate. Aún no han tomado ninguna medida, y eso que ha pasado ya una semana desde que…».
Segundo hombre: «¿Cómo lo sabes?».
Tercer hombre (Dalgetty recordó haber oído aquella voz firme y autoritaria en sus discursos televisados. Era el propio Bancroft): «Yo lo sé. Tengo suficientes conexiones para sentirme seguro».
Segundo hombre: «De acuerdo, aún no lo han denunciado. ¿Pero por qué?».
Bancroft: «Conoces el motivo. Están tan interesados como nosotros en que el gobierno no se mezcle en esto».
Voz de mujer: «Bueno, ¿pero se quedarán esperando y lo admitirán? No, encontrarán la forma de…».
—YA ESTOY AQUÍ, SEÑOR.
Dalgetty se levantó de un salto y se dio la vuelta. Su corazón latió alocadamente, hasta que sintió que le temblaban las costillas. Maldijo su propia tensión.
—¡VAYA, SEÑOR! ¿QUÉ LE OCURRE? PARECE…
Un nuevo esfuerzo para bajar el volumen, aferrar con los dedos del dominio el atronador corazón y forzarlo al descanso… Dalgetty centró la mirada en la chica que acababa de entrar. El mismo había solicitado su presencia, sólo porque quería ocupar aquel reservado.
La muchacha hablaba ya en un nivel de voz soportable. Otro bonito adorno. El hombre sensible se estremeció, vacilante.
—Siéntate, guapa. Lo lamento. Se me han disparado los nervios. ¿Qué quieres beber?
—Un daiquiri.
La joven sonrió y se sentó junto a él. Dalgetty marcó las consumiciones en el expendedor: el cóctel para ella y un whisky con soda para él.
—Usted es nuevo aquí. ¿Acaban de contratarle o ha venido de visita? —De nuevo la sonrisa—. Me llamó Glenna.
—Pues yo soy Joe —se presentó Dalgetty. A decir verdad, su nombre de pila era Simón—. Sólo pasaré aquí unos días.
—¿De dónde eres? —quiso saber la muchacha—. Yo vengo de Nueva Jersey.
—Lo cual demuestra que nadie nace en California.
Esbozó una sonrisa. Su autodominio se afirmaba. Había controlado sus desenfrenadas emociones y de nuevo se veía capaz de pensar con claridad.
—Soy… Bueno, una especie de flotador. De momento, carezco de verdadera dirección.
El expendedor envió las bebidas en una bandeja y mostró la cuenta en un parpadeo de luces: 20 dólares. No le pareció excesivo, contándolo todo. Dio un billete de cincuenta a la máquina y esta le devolvió el cambio, una moneda de cinco dólares y un billete.
—Bueno, a tu salud —brindó Glenna.
—A la tuya.
Dalgetty entrechocó su copa y se preguntó cómo diría lo que debía decir.
¡Maldición! No le estaba permitido dedicarse a charlar y acariciar a la muchacha. Su misión consistía en escuchar… Pasó por su mente un irónico montaje de todas las series de detectives que había visto, el aficionado que acaba de iniciar su carrera y que resuelve el caso, etcétera. Hasta el momento, no había apreciado los detalles inherentes a la cuestión.
Titubeó y luego decidió que lo mejor sería un enfoque directo. Después, creó deliberadamente una fría confianza entre ambos. En su inconsciente, temía a aquella muchacha, tan ajena a su clase. «Está bien —se dijo—, obliga a la reacción a salir a la superficie, reconócela, reprímela». Debajo de la mesa, sus manos trazaron el complejo dibujo simbólico que contribuía a semejante acumulación de emociones.
—Glenna, sospecho que voy a resultarte un acompañante bastante aburrido. Ocurre que estoy llevando a cabo una investigación psicológica y aprendiendo a concentrarme bajo diversas situaciones. Comprenderás que me gustaría intentarlo en un lugar como este. —Sacó un billete de 2 C y lo depositó ante ella—. Si aceptaras permanecer aquí en silencio… Supongo que no tardaré más de una hora.
—¡Vaya! —La muchacha arrugó el entrecejo. Luego, se encogió de hombros y sonrió con ironía—: Muy bien, tú pagas.
Tomó un cigarrillo de la achatada cajetilla que llevaba en el cinturón, lo encendió y se relajó.
Dalgetty se apoyó contra la pared y volvió a cerrar los ojos.
La joven lo estudió con curiosidad. Era un hombre de estatura mediana, fornido, discretamente vestido con una túnica azul de manga corta, pantalones grises y sandalias. Tenía el cuadrado rostro salpicado de algunas pecas, la nariz chata, ojos almendrados y una sonrisa tímida, muy agradable. Llevaba el cabello rojizo cortado al rape. Calculó su edad en unos veinticinco años. En suma, una persona muy común, sin nada de particular, a excepción de sus músculos de luchador y, desde luego, la excentricidad de su conducta.
Bueno, no se podía decir que mostrara un solo tipo de conducta.
Dalgetty vivió unos instantes de inquietud, no porque la historia que le había contado fuese inverosímil, sino, al contrario, porque se aproximaba demasiado a la verdad. Se liberó de la indecisión. Existía la posibilidad de que ella no hubiera comprendido nada y de que no se le ocurriera mencionarlo. Al menos, que no se lo mencionara a las personas a cuya caza él andaba.
¿O que andaban a la caza de él?
Se concentró y, de modo gradual, las voces volvieron a hacerse perceptibles:
«… quizá. Pero supongo que se mostrarán perseverantes».
Bancroft: «Sí. Está en juego algo demasiado importante para preocuparse por un puñado de vidas. De todos modos, Michael Tighe es humano. Hablará».
Mujer: «¿Quieres decir que podremos obligarle a confesar?».
Era una de las voces más frías que Dalgetty había oído en su vida.
Bancroft: «Sí, aunque detesto recurrir a medidas extremas».
Mujer: «¿Nos queda alguna otra posibilidad? No abrirá la boca a menos que le forcemos. Mientras tanto, su gente recorrerá el planeta para buscarle. Son muy listos».
Bancroft (Con ironía): «Vamos, ¿qué pueden hacer? Se necesita algo más que un aficionado para hallar a un hombre desaparecido. Eso exige todos los recursos de una considerable organización policial. Y como ya he dicho, no les interesa la intromisión del gobierno».
Mujer: «Tom, yo no me siento tan segura. Al fin y al cabo, el Instituto constituye un grupo legal. Está patrocinado por el gobierno y ejerce una influencia abrumadora. Sus graduados…».
Bancroft: «De acuerdo. Es verdad que forma a doce tipos de psicotécnicos. Investiga. Aconseja. Publica descubrimientos y teorías. Pero, créeme, el Instituto Psicotécnico se parece a un iceberg. Su verdadera naturaleza y sus propósitos permanecen ocultos bajo el agua. No, que yo sepa no se dedica a nada ilegal. Sus objetivos son tan amplios que trascienden por completo las leyes».
Hombre: «¿Qué objetivos?».
Bancroft: «Ojalá lo supiera. Sólo poseemos indicios y conjeturas, no lo ignoras. Uno de los motivos que nos proponíamos al apoderarnos de Tighe era averiguar más cosas. Sospecho que su verdadero trabajo exige un absoluto secreto».
Mujer (Pensativa): «Sí, comprendo a lo que te refieres. Si el mundo en general llegara a enterarse de que está siendo… manipulado, la manipulación se tornaría imposible. ¿Pero adonde quiere llevarnos el grupo de Tighe?».
Bancroft: «No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de que pretendan… asumir el mando. Tal vez se propongan algo todavía más grande. (Suspiró). Hagamos frente a la realidad. Tighe es también un cruzado. Un idealista muy sincero, a su manera. Pero ocurre que ha abrazado unos ideales erróneos. Ahí tenéis uno de los motivos por los cuales detestaría verle sufrir algún daño».
Hombre: «Pero en caso de que tengamos…».
Bancroft: «Pues en ese caso, lo haremos y se acabó. De todos modos, no me agradaría».
Hombre: «De acuerdo, tú eres el jefe, ya nos avisarás cuando llegue el momento. Sin embargo, te aconsejo que no esperes demasiado. El Instituto, te lo aseguro, no se limita a un conjunto de científicos poco realistas. Alguien ha salido a buscar a Tighe y, si lo localizara, tropezaríamos con verdaderas dificultades».
Bancroft (En tono moderado): «Bien, vivimos en una época turbulenta o que pronto lo será. Conviene que nos acostumbremos a la idea».
A partir de ahí, la conversación derivó en una charla ociosa. Dalgetty gimió para sus adentros. No habían mencionado ni una sola vez el sitio donde guardaban al prisionero.
De acuerdo, hombrecito, ¿y ahora qué? Thomas Bancroft era un pez gordo. Su empresa legal gozaba de una gran fama. Había formado parte del Congreso y del Gabinete. Y aunque el partido laborista estuviera ahora en el poder, seguía siendo un antiguo estadista muy respetado. Contaba con amigos en el gobierno, en el mundo de los negocios, los sindicatos, los gremios, los clubs y las ligas, desde Mayne a las Hawai. Bastaba con que abriera la boca para que, en una noche oscura, alguien le saltara los dientes a Dalgetty. O bien, si se mostraba prudente, para que acabase arrestado bajo la acusación de conspiración, con bastantes problemas legales para ocuparle durante los próximos seis meses.
Lo que oyó confirmaba las sospechas de Ulrich, un miembro del Instituto, en el sentido de que fue Thomas Bancroft quien secuestró a Tighe. No obstante, aquella confirmación no les servía de nada. Si acudía a la policía con la información, esta podía reaccionar de diversas formas: a) reírse estentóreamente; b) encerrarle para someterle a un examen psiquiátrico; c) peor aún, revelar la historia a Bancroft, que, de ese modo, se enteraría de lo que se proponían los chicos del Instituto y tomaría las medidas pertinentes.