Durante quién sabe cuánto tiempo, la estrella había orbitado silenciosa en la inmensidad que se extendía entre Betelgeuse y Rigel. Bastante más grande que el término medio —aproximadamente vez y media las dimensiones del Sol—, la intensidad de su brillo era proporcional a su tamaño. Una bola incandescente, con corona y relieves de esplendorosa gloria. Pero hay muchas como ella. Una nave del primer Sublime Reconocimiento descubrió su existencia. No obstante, la tripulación se sentía más interesada por un sol vecino dotado de planetas. Además, no debía demorarse demasiado en aquel sistema. La galaxia es inmensa, y su objetivo consistía en obtener algunos datos acerca de este brazo espiral que habitamos. En consecuencia, algunas señales espectroscópicas escaparon a su atención.
Nadie retornó allí durante un par de siglos. La civilización técnica tenía a su disposición más de lo que podía abarcar —por no hablar de comprender— en los millones de astros más cercanos. De modo que nadie sospechó el hecho de que se trataba de una estrella más vieja de lo normal para su tipo dentro de aquella región. Sin duda, procedía de otros parajes. Claro que no era muy antigua desde el punto de vista astronómico. Pero los grandes soles sin descendencia evolucionan rápida y extrañamente.
No obstante, por pura casualidad, una nave de reconocimiento de la Liga Polesotécnica, que exploraba la lejanía en busca de nuevos mercados, pasaba a un año luz de distancia cuando la estrella explotó.
Aclaremos —si es que la simultaneidad tiene algún significado en las distancias interestelares— que la agonía mortal se había iniciado unos meses atrás. Nunca tan feroz, la reacción termonuclear había incendiado el último hidrógeno del núcleo central. Desequilibradas por la presión de la radiación, las capas exteriores se hundieron bajo su propio peso. Se liberaron fuerzas que dispararon un orden enteramente distinto de fusiones atómicas. Nacieron nuevos elementos, no sólo los que suelen encontrarse en los planetas, sino también los efímeros transuránicos. Durante un tiempo, el tecnecio dominó esa anarquía. Raudales de neutrones y neutrinos arrastraron consigo el resto de la energía equilibrante. La compresión se convirtió en catástrofe. Durante el breve apogeo, la supernova fue tan radiante como toda su galaxia.
La tripulación habría muerto debido a la proximidad, de no encontrarse la nave en hiperimpulsión. No se quedaron allí. Todavía les alcanzaba una cantidad peligrosa de radiación entre los microsaltos cuánticos. Además, carecían del equipo necesario para estudiar un fenómeno tan poco común. Aquélla suponía la primera oportunidad en toda nuestra historia de observar en directo una supernova. La Tierra estaba demasiado lejana para pedir ayuda. En cambio, la colonia científica de Catawrayannis no distaba demasiado. Desde allí les enviarían material de laboratorio.
Para rastrear en detalle el desarrollo de los acontecimientos, se necesitaban considerables recursos. Entre otras cosas, para habilitar un lugar donde pudiesen vivir los hombres y fabricar los instrumentos a medida que los precisaban, es decir, aquellos que no se almacenaban en las factorías corrientes. Para cuando llegaran, el frente de onda que transmitía información sobre los acontecimientos en rápido progreso se habría extendido tan lejos que la debilitación, inversa al cuadrado de la distancia, crearía enloquecedoras inexactitudes.
Ahora bien, a una distancia de poco más de un parsec de la estrella —una distancia excelente para la observación durante un período de años—, había un sol de tipo G. Uno de sus planetas se asemejaba a la Tierra en numerosos aspectos de la clasificación, tanto físicos como bioquímicos. Los registros de Reconocimiento indicaban que su cultura más avanzada rozaba ya la revolución, científico-industrial. ¡Excelente!
Claro que los informes de Reconocimiento eran más que incompletos y tenían un retraso de dos siglos.
—No.
El maestro mercader David Falkayn retrocedió alarmado. Los cuatro guardias más próximos a él empuñaron sus pistolas. Superficial y profanamente, Falkayn se preguntó qué canon habría violado ahora.
—Imploro tu misericordia —dijo.
Hacha Larga Morruchan, mano del vach Dathyr, se inclinó hacia delante en su estrado. Alto incluso según los cánones merseyanos, lo que significaba sobrepasar la elevada estatura de Falkayn en unos quince centímetros, sus largos ropajes de un tono naranja, con los hombros ensanchados, y la mitra rematada por cuernos volvía casi aplastante su figura. Por debajo, era poco más o menos antropoide, salvo por su postura inclinada, contrapesada por la cola, que formaba un trípode con los pies calzados con botas, sobre el cual se apoyaba. Tenía la piel verde, un tanto escamosa, y carecía por completo de pelo. Una aserrada cresta se extendía desde la parte superior de su coronilla hasta el extremo de la cola. Profundas circunvoluciones en la cabeza hacían el papel de orejas. No obstante, su rostro era humano, su estructura ósea corpulenta y su fisiología esencialmente mamífera.
Falkayn ignoraba cuánto sabía la mente que se ocultaba detrás de aquellos ojos, de un negro de azabache.
La áspera voz de bajo dijo:
—No dominarás este mundo. Si renunciáramos al derecho y al feudo franco que nuestros antepasados ganaron, el Dios enviaría a sus espíritus para amonestarnos.
Falkayn paseó la mirada a su alrededor. Rara vez se había sentido tan solo. La sala de audiencias del castillo de Afon se extendía, alta y angosta, mejor proporcionada que cualquiera construida por los hombres. Los tapices curiosamente entretejidos que cubrían las paredes de piedra —entre ventanas arqueadas en la parte superior y en la inferior— y las banderas de batallas que colgaban de las vigas servían muy poco para apagar los ecos. Los guerreros, alineados desde la antecámara hasta una chimenea en cuyo hogar se hubiera asado un elefante, usaban armaduras y cascos con máscaras de demonios. Sumadas a los sables corvos y las picas provistas de púas, las armas de fuego no parecían fuera de lugar. En cambio, la posibilidad de entrever el cielo azul se mostraba inaccesible y lejana.
Les rodeaba un frío aire invernal. La fuerza de gravedad apenas superaba la terrestre. Sin embargo, Falkayn no dejaba de sentir su influencia.
Se irguió. Llevaba su propia pistola al cinto, no un insensibilizador químico, sino un arma energética. Adzel, desde la ciudad, y Chee Lan, a bordo de la nave, escuchaban todo a través del transceptor que él llevaba en la muñeca. La nave tenía potencia suficiente para arrasar Ardaig. Morruchan debía de saberlo.
Pero la misión de Falkayn consistía en lograr su cooperación. Escogió con todo cuidado sus palabras:
—Te imploro misericordia, mano, si acaso yerro en mi ignorancia y hablo mal tu lengua… Nada deseo, excepto la amistad. Anuncio nuevas de un peligro inminente contra el que debéis prepararos temprano si no queréis perder todo cuanto poseéis. Mi gente gustosa os enseñará cómo actuar. Tan vastos son los afanes necesarios y tan escaso el tiempo que por fuerza habréis de aceptar consejo nuestro. Si no, inútiles seremos. Pero nuestro comportamiento jamás será de conquistadores. Eso no sólo sería un acto malvado, sino que no daría nada a quienes traficamos con muchos mundos. No, queremos ser hermanos, venimos a ayudar en un día de dolorosa necesidad.
Morruchan frunció el ceño y se frotó el mentón.
—Sigue. Francamente, tengo mis dudas —replicó—. Según dices, Valenderay está a punto de convertirse en una supernova…
—No, mano, afirmo que ya lo ha hecho. Su luz afligirá este planeta en menos de tres años.
Falkayn utilizó la unidad de tiempo merseyana, un poco mayor que la terrestre. Se maldijo a sí mismo por las dificultades idiomáticas. Los xenólogos de Reconocimiento habían asimilado bastante bien la lengua de Eriau durante los varios meses que habían pasado allí, y Falkayn y sus compañeros de tripulación la aprendieron por medio de la transformación sináptica durante el viaje. Y ahora resultaba que, doscientos años atrás, Eriau se hallaba en pleno cambio lingüístico. ¡Ni siquiera pronunciaba correctamente las vocales! Hizo un esfuerzo por actualizar sus conocimientos de gramática:
—Serías… quiero decir si es tu deseo… Si quieres confirmar lo que digo, te llevaremos a ti, o a un miembro leal de tu corte, en nuestro vehículo, para que el estallido estelar sea contemplado por ojos vivientes.
—Sin duda los científicos y los poetas se batirían en duelo por conseguir participar en ese viaje —dijo Morruchan con sequedad—. Pero creo en lo que dices. Tú mismo, tu nave y tus compañeros dais la prueba de ello. —Su voz se agudizó—. No obstante, no soy ningún crédulo y no te considero un semidiós sólo porque vengas del exterior. Tecnológicamente, tu civilización le lleva la delantera a la mía, eso es todo. Una atenta lectura de los registros del breve período que los extranjeros pasaron entre nosotros demuestra que no tenían razones más nobles que una curiosidad profesional. Aquello fue circunstancial. Se marcharon y jamás regresaron. Hasta ahora. Dime entonces qué esperas de nosotros.
Falkayn experimentó cierto alivio. Morruchan parecía de su propia especie, después de todo. No se asombró, no se mostró idealista, no se dejó llevar por ninguna incomprensible motivación no humana. Se enfrentaba a un astuto y escéptico político, perteneciente a una cultura orientada hacia lo pragmático.
«Por lo menos, eso parece —se dijo el hombre a modo de advertencia—. ¿Qué sé en realidad acerca de Merseya?».
A juzgar por las observaciones hechas en órbita, el control radial, el contacto inicial por radio y el viaje hasta allí en un coche eléctrico de superficie, en el planeta vivía una mezcla de sociedades, dominadas por la que rodeaba el Ancho Océano. Dos siglos antes, el gobierno local se había dividido en tres clanes aristocráticos. Falkayn suponía que, desde entonces, habían alcanzado algún grado de unificación continental, ya que su solicitud de entrevistarse con la más alta autoridad le había llevado a Ardaig y a una confrontación con aquel individuo. No obstante, ¿podía hablar Morruchan por toda su especie? Falkayn lo dudaba. Bueno, por algo había que empezar.
—Seré sincero, mano —dijo—. Mi tripulación y yo sólo hemos venido a preparar el camino. Si tenemos éxito, nos recompensarán con una parte de las ganancias resultantes. Nuestros científicos desean utilizar Merseya y sus lunas como bases desde las cuales observar la supernova durante los próximos doce años. Lo mejor para ellos sería que vosotros satisficierais la mayor parte de sus necesidades, no sólo en cuanto a alimentos, sino respecto a una serie de instrumentos que ellos os enseñarían a fabricar. Os lo abonarían todo a un precio justo y, por añadidura, adquiriríais conocimientos. Pero antes debemos asegurarnos de que perdura una civilización merseyana. Para ello, tendremos que ejecutar grandes trabajos. Vosotros nos pagaréis por ellos y por las mercancías provistas a tal efecto. El precio no será usurario. Nos dejará sólo una pequeña ganancia. Con ella compraremos cualquier mercancía merseyana susceptible de venderse entre nosotros obteniendo nuevos beneficios. —Sonrió—. Así, todos saldremos ganando y nadie tiene nada que temer. La Liga Polesotécnica no está compuesta por conquistadores ni bandidos, sino por meros aventureros mercantiles, que intentan ganarse la vida honradamente.
—¡Hum! —gruñó Morruchan—. Hemos llegado al nudo de la cuestión. Cuando te comunicaste con nosotros por primera vez y hablaste acerca de una supernova, mis colegas y yo consultamos a los astrónomos. No somos del todo salvajes y conocemos al menos la energía atómica y los viajes interplanetarios. Bien, nuestros astrónomos afirman que una estrella semejante alcanza una potencia de apogeo alrededor de quince mil millones de veces superior a la de Korych. ¿Correcto?
—Bastante aproximado, mano, en caso de que Korych sea vuestro sol.
—La única estrella cercana capaz de estallar de esa manera es Valenderay. De acuerdo con tu descripción como la más brillante al sur del cielo, debes de referirte a ella.
Falkayn asintió. Luego, inseguro de que ese gesto significara lo mismo para los merseyanos que para él, corroboró:
—Sí.
—Me pareció algo terrible —prosiguió Morruchan—, hasta que me señalaron que Valenderay se encuentra a una distancia de tres y medio años luz, una distancia tan enorme que ninguna mente puede imaginar. La radiación, cuando llegue a nosotros, apenas se elevará a un tercio de la que recibimos a diario desde Korych. En unos cincuenta y cinco días terrestres, se habrá reducido a la mitad… Y así sucesivamente, hasta que, poco tiempo después, sólo veremos una nebulosa brillante por la noche. Claro que cabe esperar fastidiosos fenómenos atmosféricos, tormentas, lluvias torrenciales, quizás alguna inundación, si se derrite hielo suficiente en el casquete polar del sur. Todo eso pasará. De cualquier forma, el centro de la civilización está aquí, en el hemisferio norte. También es verdad que, en el apogeo, habrá una cantidad peligrosa de radiaciones X y ultravioleta. Pero la atmósfera de Merseya las bloqueará.
Morruchan se echó hacia atrás, apoyándose en la cola, y unió en forma de puente los dedos de sus manos extrañamente humanas.
—O sea que el peligro del que hablas apenas existe —terminó—. ¿Qué pretendes en realidad?
Revivió en Falkayn su educación como hijo de nobles en Hermes. Irguió los hombros y se cuadró. Impresionante de verdad: un joven alto, rubio, de brillantes ojos azules en un rostro delgado y de pómulos altos.
—Mano —dijo con gravedad—, percibo que aún no has tenido tiempo de consultar a tus sabios en cuestiones de…
Se interrumpió. Ignoraba el equivalente merseyano de «electrónica».
Morruchan se abstuvo de sacar partido de la situación. Al contrario, decidió mostrarse cooperativo. La réplica de Falkayn fue vacilante y se interrumpió a menudo mientras elaboraban entre ambos y deducían el significado de una frase comprensible a medias. En esencia y en lenguaje común, dijo lo siguiente:
«Mano, en parte estás en lo cierto. Pero considera lo que seguirá. La erupción de una supernova es más violenta de lo que pensáis. Incluye procesos nucleares tan complejos que nosotros mismos aún no los comprendemos con todo detalle. Por esta razón queremos estudiarlos. Te diré lo que sabemos y tus físicos te lo confirmarán.
»Cuando los núcleos y los electrones se recombinan en bola de fuego celeste, generan vibraciones magnéticas asimétricas. Sin duda sabes lo que esto significa en lo que respecta a la detonación de un arma atómica. Ahora, piensa en ello a escala estelar. Cuando esas fuerzas choquen, caerán sobre el campo magnético de Merseya, hasta alcanzar la superficie. Los motores eléctricos no protegidos, los generadores, las líneas de transmisión… Sí, por supuesto, tenéis pantallas, pero se dispararán vuestros disyuntores automáticos, se inducirán voltajes intolerables y todo el sistema se estropeará. Lo mismo ocurrirá con las líneas de telecomunicación. Y las computadoras. En el caso de que uséis transistores… ¿Ah, los usáis…? El encontronazo entre la conducción positiva y la negativa borrará todos los bancos de memoria, interrumpirá todas las operaciones de sus pistas.
»Los electrones envueltos en esa vibración magnética no tardarán mucho en arribar. A medida que giren en espiral en el campo del planeta, su radiación sincrotónica envolverá por completo cualquier aparato electrónico que hayáis logrado salvar. Los protones serán sin duda más lentos, pues se mueven poco más o menos a la mitad de velocidad que la luz. Luego, llegarán las partículas alta y después la materia más pesada. Año tras año tras año de polvillo cósmico, en su mayor parte radiactivo, hasta un total superior, en orden de magnitud, al que ninguna guerra podría originar sin destruir toda civilización. Vuestro magnetismo planetario no supone ninguna protección. La mayoría de los iones son lo bastante energéticos para atravesarlo. Tampoco vuestra atmósfera os proporcionará ninguna defensa. Los núcleos pesados que la atraviesen producirán una radiación secundaria que alcanzará el suelo.
»No digo que este planeta quede privado de toda vida. Afirmo, sin embargo, que, de no proceder a los preparativos adecuados, sufrirá un desastre ecológico. Tal vez vuestra especie sobreviva, tal vez no. En caso positivo, se reducirá a un escaso número de individuos, famélicos y primitivos. La prematura interrupción de los sistemas eléctricos de los que ahora depende vuestra civilización se habrá ocupado de ello. Imagínalo. De repente, se corta el suministro de alimentos a las ciudades. Los moradores se desbandan entonces como una horda rapaz. Y si la mayoría de vuestros agricultores son tan especializados como supongo, ni siquiera cosecharán lo suficiente para sustentarse a sí mismos. Una vez que la lucha y el hambre se hagan generales, se inutilizarán los servicios médicos y comenzarán las pestes. El efecto será similar al de un ataque nuclear contra un país sin defensa civil. Tengo entendido que en Merseya habéis logrado evitar eso, pero sin duda contáis con estudios teóricos sobre el tema y… yo he visto planetas en los que ocurrió.
»Mucho antes del final, vuestras colonias de todo el sistema serán aniquiladas por la destrucción del aparato que mantiene vivos a los colonos. Y durante muchos años, no despegará ninguna nave espacial.
»A menos que aceptéis nuestra colaboración. Sabemos generar pequeñas pantallas de fuerza para las máquinas, y otras enormes para proteger hasta cierto punto un planeta entero. No bastan, desde luego, pero también conocemos la forma de aislamiento contra las energías que las penetren. Sabemos construir motores y líneas de comunicación que no se verán afectadas. Sabemos diseminar sustancias que protegen la vida contra toda radiación dura. Conocemos la manera de restaurar los genes mutados. En síntesis, poseemos los conocimientos que necesitáis para sobrevivir.
»El esfuerzo será enorme y, en su mayor parte, debéis realizarlo vosotros mismos. Nuestro personal disponible escasea, y nuestras líneas de transporte interestelar resultan demasiado largas. Sin embargo, os proveeremos de ingenieros y organizadores.
»Para serte franco, mano, suerte para vosotros que nos hemos enterado de esto a tiempo, justo a tiempo. No nos temáis. No nos mueven ambiciones con respecto a Merseya, aunque sólo fuera porque se encuentra mucho más allá de nuestra esfera normal de operaciones y porque tenemos millones de planetas más rentables y mucho más cercanos a nosotros. Deseamos salvaros porque sois seres inteligentes. No obstante, resultará muy costoso, y una buena parte del trabajo descansará en manos de equipos como el mío, creados para obtener beneficios. En consecuencia, además de una base científica, necesitamos una razonable compensación económica.
»Al final, sin embargo, nos marcharemos. Lo que hagáis entonces será asunto vuestro. Al menos, no habréis perdido vuestra civilización. Además, dispondréis de una buena cantidad de nuevos equipos y de nuevos conocimientos. Considero que para vosotros supone una verdadera ganga».
Falkayn calló. Durante un rato, sólo hubo silencio, en la poco iluminada y larga sala. Falkayn tuvo conciencia de olores que nunca había percibido en la Tierra ni en Mermes.
Por último, Morruchan dijo pausadamente:
—Necesito pensarlo. Tendré que conferenciar con mis colegas y con otras personas. Hay muchas complicaciones. Por ejemplo, no veo ninguna buena razón para hacer nada por la colonia de Ronruad. Por el contrario, encuentro que existen muchas, y excelentes, para dejar que se extinga.
—¿Cómo? —Falkayn apretó los dientes—. ¿Te refieres al próximo planeta exterior? Tengo entendido que las mercancías transitan aprisa a través de ese sistema.
—Claro que sí, claro que sí —reconoció Morruchan en tono impaciente—. Dependemos de los demás planetas para una serie de materias primas, por ejemplo algunos materiales fisionables o gases complejos de los mundos exteriores. No obstante, Ronruad sólo le interesa al Gethfennu.
Morruchan pronunció las palabras con tal disgusto que Falkayn aplazó el momento de pedir explicaciones.
—Las recomendaciones que presente en mi informe se inspirarán principalmente en la sabiduría del mano —se limitó a decir.
—Aprecio tu cortesía —replicó Morruchan.
Falkayn no supo si había o no ironía en su voz. De hecho, el mano había recibido la novedad con más frialdad de la que cabía esperar. Claro que pertenecía a una raza diferente a los hombres, con una distinta tradición militar.
—Espero que, por el momento, honres al vach Dathyr aceptando nuestra hospitalidad —le invitó el merseyano.
—Bueno…
Falkayn vaciló. Pensaba regresar a la nave, pero quizás haría más progresos quedándose allí. El personal de Reconocimiento había descubierto que la comida merseyana era asimilable para los hombres, además de sabrosa. Uno de los informes evidenciaba un auténtico éxtasis por la cerveza del lugar.
—Acepto agradecido —decidió por fin.
—Muy bien. Te sugiero que vayas a descansar y refrescarte a las cámaras ya preparadas para ti. Con tu anuencia, se presentará un mensajero a preguntarte qué debe traerte de tu vehículo. ¿O prefieres que sea trasladado aquí?
—¡Hum, no! Razones políticas…
A Falkayn no le interesaba en absoluto correr ningún riesgo. Los merseyanos no estaban tan retrasados con respecto a la Liga como para no darles una sorpresa desagradable si se lo proponían.
Morruchan arrugó la piel que le cubría la cresta sobre la frente, pero no hizo ningún comentario.
—Cenarás conmigo y con mis consejeros a la puesta del sol —informó.
Se despidieron ceremoniosamente.
Dos guardias condujeron a Falkayn a través de una serie de pasillos. Subieron una majestuosa escalinata, con la barandilla tallada en forma de serpiente. Le dejaron en sus habitaciones, espaciosas y con una serie de dispositivos que brindaban una comodidad y un bienestar que no tenían mucho que envidiar a los de su propia civilización. Las alfombras hechas con pieles de reptiles y las cabezas de animales que adornaban las paredes sobre colgaduras de color carmesí, suscitaban una cierta inquietud. Sin embargo, no le importó demasiado. Uno de los balcones daba a los jardines del palacio, cuyo austero buen gusto recordaban el estilo japonés primitivo, y a la ciudad.
Ardaig ocupaba un área considerable y debía de albergar de dos a tres millones de almas. El palacio se hallaba en un sector antiguo, con edificios de piedra gris almenados y rematados por fantásticas tórrelas. Las montañas que la rodeaban aparecían salpicadas de villas pertenecientes a los ricos, en medio de un manto de nieve blanca sombreada de azul. Terraplenada con estructuras altas y modernas, la bahía resplandecía como el bronce de un cañón. Entraban y salían cargueros. Un reactor con ala en delta silbó en lo alto. Sin embargo, se oía muy poco ruido de tráfico. En el sacrosanto Barrio Antiguo, se prohibían todos los vehículos que no fueran imprescindibles.
—Me llamo Wedhi, protector —se presentó el bajo merseyano de túnica negra que le aguardaba—. Espero que me permitas ser tu vasallo para servirte en lo que ordenes.
—Te doy las gracias —respondió Falkayn—. ¿Querrás mostrarme ahora cómo funcionan las instalaciones? —No veía la hora de conocer un cuarto de baño diseñado para ese pueblo—. Luego, acaso te pida un pichel de cerveza, un libro de texto sobre geografía política y un poco de intimidad por unas cuantas horas.
—El protector ha hablado. Te ruego que me sigas.
Los dos entraron en la cámara contigua, amueblada a la manera de un dormitorio. Como por accidente, Wedhi rozó la puerta con la cola. Dado que no se trataba de una puerta automática, sino que se movía sobre goznes, se cerró a causa del impacto. Wedhi asió la mano de Falkayn y le dejó algo en la palma. Simultáneamente, se mordió los labios. ¿Significaría ese gesto que debía guardar silencio?
Falkayn sintió que un estremecimiento recorría su espina dorsal. Asintió y se guardó el fragmento de papel en un bolsillo.
En cuanto se quedó solo, abrió la nota, inclinándose sobre ella por si le espiaban. La grafía no había cambiado.
Ten cuidado, habitante estelar. Hacha Larga Morruchan no es tu amigo. Si logras que esta noche alguien de tu compañía visite en secreto la casa de la esquina de Triau y Victory señalada con dos esvásticas gemelas sobre la puerta, la verdad saldrá a la luz.
A medida que caía la noche, fue asomando la luna Neihevin, con su color de cobre, por encima de las colinas del este, en cuyos bosques centelleaba la escarcha. Lythyr, una pequeña y pálida media luna, ya estaba en lo alto, mientras Rigel se abría camino en el corazón de la constelación del Lancero.
Chee Lan se apartó de la pantalla visora con un estremecimiento y una frase muy poco femenina.
—No estoy programada para eso —se quejó la computadora de la nave.
—La sugerencia iba dirigida a mis dioses —replicó Chee.
Permaneció un buen rato meditando con tristeza sobre sus pesares. Ta-chih-chien-pih —O2 Eridani A II, o Cyntia para los humanos— le parecía aún más distante de lo que estaba. La tibia y rojiza luz solar, las crujientes hojas alrededor de los hogares de las copas de los árboles se habían perdido en el tiempo y en el espacio. No sólo la intimidaba el frío exterior. ¡Aquellos merseyanos eran tan condenadamente grandes!
Ella no abultaba más que un perro de tamaño mediano, aunque el espeso rabo agregaba cierta magnitud a su figura. Sus brazos, casi tan largos como las piernas, concluían en delicadas manos de seis dedos. La cubría una piel blanca y plumosa, salvo donde se destacaba una máscara azulada, enmarcando los ojos verdes y la cara redonda de hocico romo. Al verla por primera vez, las féminas humanas tenían la tendencia a llamarla «encanto».
Se erizó. Las orejas, los bigotes y el pelo se le pusieron de punta. ¿Qué hacía ella, descendiente de carnívoros que perseguían a sus presas de rama en rama en saltos de cinco metros, xenobióloga de profesión, promotora mercantil por elección y campeona de tiro porque le encantaba disparar armas de fuego, qué hacía sintiendo algo parecido al respeto por una pandilla de bárbaros pelones y patizambos? Se sentía sobre todo irritada. Había albergado la esperanza de concluir su última escultura mientras permanecía a bordo de la nave. En cambio, debía fastidiarse y salir a traquetear en medio de aquel asqueroso mal tiempo, moverse sin ser vista a través de un montón de piedras mugrientas al que sus constructores llamaban ciudad, oír a un patán parlotear horas enteras acerca de una riña entre cucarachas borrachas, soportando una perorata pretendidamente de carácter político… ¡Y fingir que se tomaba en serio la parodia!
Un cigarrillo narcótico la apaciguó, aunque lo consumió en feroces chupadas.
—Bueno, supongo que la cuestión reviste su importancia —murmuró—. Me esperan suculentas comisiones si el proyecto prospera.
—De acuerdo con mi programación, nuestro primer objetivo es de carácter humanitario —dijo la computadora—, pese a que no logro encontrar ese concepto en mi almacenamiento de datos.
—No te preocupes, Cabeza Hueca —replicó Chee, ahora de humor más benigno—. Por si quieres saberlo, se relaciona con esas represiones que tienes archivadas bajo el título de leyes y ética. Pero este viaje no nos concierne. Ya sé, los corazones sangrantes cacarean sobre eso de «Rescatar una Civilización Prometedora», como si la galaxia no hubiese introducido ya el caos en muchas civilizaciones. Bien, si quieren pagar, allá ellos. No les queda más remedio que trabajar con la Liga, porque la mayor parte de las naves le pertenecen y no las alquilará de balde. Y la Liga tendrá que empezar por nosotros, pues a los promotores mercantiles se les supone expertos en establecer los primeros contactos, y nosotros éramos los únicos disponibles en ese momento, lo cual fue un golpe de buena suerte.
Apagó el cigarrillo e inició los preparativos. De hecho, no había alternativa. Tuvo que reconocerlo después de una conversación tri-direccional por radio con sus compañeros. (No les preocupaba que algún espía escuchara su conversación, dado que ningún merseyano conocía una sola palabra de ánglico). Falkayn estaba paralizado en el palacio. Adzel andaba suelto por la ciudad, pero sería el último al que elegirían para una misión secreta. En consecuencia, la única disponible era Chee Lan.
—Mantén el contacto con nosotros tres —ordenó a la nave—. Registra todo lo que entre esta noche por mi comunicador bidireccional. No te muevas sin recibir órdenes en idioma galáctico y no respondas a ningún intento nativo de comunicación. Avísanos de inmediato si observas cualquier cosa desacostumbrada. Si no sabes nada de nosotros en veinticuatro horas, regresa a Catawrayannis e informa.
Como Chee no pidió respuesta, el computador no se la proporcionó.
Chee se ciñó un arnés de gravedad, un equipo de herramientas y dos pistolas, un insensibilizador y un inyector de aire. Se echó encima una capa negra, no tanto para protegerse del frío como para disimular tantos arreos. Apagó las luces, abrió la portezuela del personal sólo lo suficiente para pasar y saltó. El aire era frío y cortante. Más allá parecía líquido. Bajo los cielos, reinaba el silencio. Incluso el zumbido de su propia gravedad se perdía en él. Al pasar por encima de los soldados que rodeaban la nave, la Cabezona, con carros blindados y artillería —una precaución sensata desde la perspectiva nativa, tuvo que reconocerle, lógicamente descrita como guardia de honor—, vislumbró el tímido parpadeo de las hogueras de campamento y oyó un fragmento de una bronca canción. Silbó en las cercanías un aerodeslizador grande y negro, cruzando la Vía Láctea. Chee Lan modificó su trayectoria para evitar que la vieran.
Durante algún tiempo, sobrevoló una extensión cubierta de nieve. En un planeta desconocido, nadie aterriza en el centro de la ciudad si puede evitarlo. Las montañas y los bosques daban paso a un llano cultivado, en el que se apiñaban las luces de los poblados alrededor de los castillos de torres almenadas. Merseya —aquel continente, al menos— parecía haber mantenido el feudalismo incluso en los albores de la era industrial. ¿O no?
Quizás aquella misma noche lo descubriría.
Ante sus ojos aparecieron la costa y Ardaig. En aquella ciudad no centelleaban las luces ni rugía el tráfico como en la mayoría de las comunidades de Técnica. Las ventanas amarillas esparcían sus puntos luminosos como luciérnagas atrapadas en una red fosforescente. El río Oiss refulgía con un brillo mate al fluir a través de la ciudad y penetrar en la bahía, bañada por la doble claridad lunar. Triple en realidad. Ahora asomaba Wythna. Un murmullo de máquinas se elevó hacia el cielo.
Chee eludió otro aparato y bajó como un rayo hacia el Barrio Antiguo, casi en penumbra. Aterrizó detrás de un bazar cerrado y buscó la callejuela más cercana. Se acurrucó y observó los contornos. En aquel sector crecía en las calles un césped resistente, ahora cubierto por una capa de hielo. Las farolas distaban bastante entre sí. Pasó un merseyano montado en una especie de percherón astado. El ciudadano llevaba la cola plegada sobre la grupa de la bestia. A sus espaldas, flotaba la capa, dejando al descubierto una chaqueta acolchada, reforzada con relucientes discos de metal, y un fusil terciado al hombro.
Indudablemente no era un guardia. Chee había visto los uniformes militares, y Falkayn le había transmitido imágenes de las tropas de la corte de Morruchan por intermedio de la antena direccional manual. También la había informado de que los soldados hacían además las veces de policías. En ese caso, ¿por qué iba armado un civil? Eso indicaba un grado de desorden y violencia impropio de una sociedad tecnológica…, a menos que dicha sociedad tuviese más problemas de los que Morruchan admitía. Chee comprobó si sus armas salían con facilidad de su funda.
Se desvaneció el cloc cloc de los cascos. Chee asomó la cabeza fuera de la callejuela y buscó orientación en los carteles de la calle. En lugar de palabras, los merseyanos utilizaban coloridos emblemas heráldicos. Pero la gente de Reconocimiento había trazado un buen mapa de Ardaig, que el grupo de Falkayn memorizó. El Barrio Antiguo no podía haber cambiado mucho. Avanzó a grandes pasos, buscando cobertura cada vez que aparecía un jinete o un peatón. No hubo muchos.
¡Allí estaba la esquina señalada! Entrecerró los ojos para ver mejor en las tinieblas e identificó el símbolo tallado en el dintel de una casa gris, de pobre aspecto. Subió a toda prisa las escaleras y llamó a la puerta, sin apartar la mano libre del insensibilizador.
La puerta se abrió con un crujido. Un rayo de luz se filtró a través de la hendedura. Frente a Chee, apareció un merseyano empuñando una pistola. Movió la cabeza a un lado y a otro, esforzándose por ver quién llamaba en medio de la noche.
—Estoy aquí, idiota —musitó Chee.
El otro bajó la vista y retrocedió de un salto.
—¡Eh! ¿Eres de la nave estelar?
—No —se mofó Chee—, he venido a revisar las cañerías. —Pasó directamente a un pasillo con friso de madera—. Si quieres conservar el secreto que me trajo aquí, permíteme sugerirte que cierres la puerta.
El merseyano obedeció. Permaneció un momento observándola bajo la luz de una lámpara incandescente.
—Pensé que serías… diferente.
—Los que visitaron por primera vez este mundo eran terráqueos, pero supongo que no os imaginaréis que todas las razas del cosmos se ajustan a sus ridículas características. Escucha, no dispongo de mucho tiempo que dedicar al asunto por el que me habéis convocado, de modo que condúceme en el acto ante tu amo.
El merseyano obedeció de nuevo. Vestía con ropas semejantes a las que usaban por la calle, una casaca con cinturón y pantalones muy holgados. Pero cierta precisión en el corte, al igual que las rayas de colores azul y dorado y el doble galón bordado en las mangas, indicaban que se trataba de una librea. ¿O un uniforme? Chee confirmó esta segunda posibilidad al ver a otros dos individuos ataviados de manera similar, armados y en posición de firmes delante de una puerta. Estos últimos la saludaron y la hicieron pasar.
Chee penetró en una cámara señorial. Aunque había instalado un calefactor radiante, crepitaba el fuego en el hogar. Chee prestó escasa atención a las suntuosas colgaduras y a las columnas talladas. Dirigió la mirada a los dos personajes que la aguardaban sentados.
Uno de ellos, atlético, con el rostro surcado por cicatrices, golpeteaba inquieto el suelo con la punta de la cola. Lleva manto azul y dorado y una corta lanza de ceremonia. Al ver a Chee, contuvo el aliento. La cyntiana resolvió que le convenía mostrarse amable.
—Mi nombre es Chee Lan, respetables. Formo parte de la expedición interestelar y he venido en respuesta a vuestra cordial invitación.
—Khraich —El aristócrata, una vez recuperado el aplomo, se llevó un dedo a la ceja—. Bienvenida seas. Yo soy Dagla, llamado Pronta Ira, mano del vach Allen. Te presento a mi camarada Olgor hu Freylin, que ostenta el rango de maestro de la guerra en la república de Lafdigu y ha venido a Ardaig como delegado de su país.
Olgor era de edad mediana, rechoncho y de piel más oscura y rasgos más achatados que los comunes en torno al Ancho Océano. También vestía como un extranjero, una especie de toga con hebras de metal entretejidas en la tela de color púrpura. Su voz sonaba suave e imperturbable, carente de la aspereza propia de aquellas tierras. Cruzó los brazos —¿un gesto de saludo?— y dijo en eriau y con fuerte acento extranjero:
—Grande es el honor que nos haces. Puesto que los últimos visitantes de tu poderosa civilización permanecieron confinados sobre todo en esta región, quizá no tengas noticias de la mía. Permíteme, pues, decirte que Lafdigu se encuentra en el hemisferio sur y ocupa una buena parte de su continente. En aquellos tiempos, no estábamos aún industrializados. Ahora pensamos que la situación ha cambiado.
—Todo lo contrario, maestro de la guerra, ten la certeza de que nuestra gente ha oído hablar mucho de la venerable cultura de Lafdigu y lamento de veras no tener tiempo para visitarla personalmente.
A medida que soltaba sus mentiras, Chee Lan iba adquiriendo mayor tacto. La cyntiana gruñó para sus adentros: «¡Por favor! Como si no tuviéramos problemas suficientes, también interviene en esto la politiquería internacional».
La entrada de un sirviente, con una botella de cristal tallado y copas les interrumpió.
—Confío en que tu raza, a semejanza de los terráqueos, pueda compartir un refresco merseyano —invitó Dagla.
—Desde luego —aceptó Chee—. Es indispensable que quienes viajan juntos ingieran las mismas sustancias. Muchas gracias, mano.
—No contábamos con…, hurgh…, con un invitado de tus dimensiones —intervino Olgor—. ¿Prefieres una copa más pequeña? El vino es fuerte.
—Esta me parece perfecta. —Chee saltó a una mesa baja, se sentó en cuclillas y levantó su copa con las dos manos—. Entre los galácticos, se acostumbra a beber a la salud de los amigos. A la vuestra, respetables.
Bebió un largo trago. Había comprobado a menudo que resultaba ventajoso guardar silencio sobre el hecho de que el alcohol no afecta el cerebro cyntiano.
Dagla bebió una cantidad mayor aún, paseó la mirada por la habitación y rugió:
—Con tu permiso, capitán, basta de formalidades. —Chee se quitó la capa—. ¿O debo decir capitana?
Vació el vaso de un trago. En su sociedad, se juzgaba que las mujeres debían limitarse a la cocina, la iglesia y los críos.
—Tenemos… —vaciló—, tenemos importantes asuntos que tratar.
—El mano es demasiado brusco con nuestra noble invitada —protestó Olgor.
—Nada de eso, el tiempo apremia —respondió Chee—. Evidentemente, se trata de una cuestión de mucho peso, puesto que llegasteis a sobornar a un sirviente de la mismísima corte de Morruchan.
Dagla sonrió.
—Instalé allí a Wedhi hace ocho años. Una buena cámara acústica.
—Espero que el mano del vach Hallen pueda confiar en sus propios servidores… —ronroneó Chee.
Dagla arrugó el ceño, mientras Olgor fruncía los labios.
—Hay que correr algún riesgo. —Dagla pareció cortar el aire con un ademán—. Los únicos datos que conocemos los obtuvimos por vuestras primeras comunicaciones de radio, que decían muy poco. Morruchan os aisló con toda prontitud. Espera sin duda que sólo os enteréis de lo que él desea.
Para manipularos. Aquí, en esta casa, podemos hablar con franqueza.
«Con tanta franqueza como vosotros decidáis», pensó Chee.
—Tenéis toda mi atención —dijo.
Entre Dagla y Olgor hilvanaron por fragmentos el relato. Lo que decían parecía razonable.
Cuando llegó el equipo de Reconocimiento, la cultura del Ancho Océano se hallaba a un paso de la era de las máquinas. Se había descubierto ya el método científico. Poseían una astronomía heliocéntrica, una física postnewtoniana y premaxweliana, una química naciente, una taxonomía bien desarrollada y algunas especulaciones acerca de la evolución. Las máquinas de vapor funcionaban en los primeros ferrocarriles. Sin embargo, el poder político continuaba fragmentado entre los diversos vachs. Los científicos, los ingenieros, los maestros, trabajaban bajo el patronato de uno u otro mano.
Los visitantes del espacio tenían demasiado sentido de la responsabilidad para transmitirles ningún tipo de información práctica significativa. De todas maneras, no les hubiera servido para nada. ¿Cómo se fabrican transistores, por ejemplo, si no se sabe refinar los semimetales ultrapuros? ¿Y para qué se quieren, si todavía no se cuenta con la electrónica? Sin embargo, los humanos habían dado un fuerte empujón a la ciencia teórica y experimental con sus relatos… Y sobre todo, mediante el simple e impresionante hecho de su presencia.
Luego, se habían marchado.
Un pueblo salvaje y orgulloso, al que irritaba su propia insignificancia. Chee conjeturó que allí estaba la raíz de la mayor parte de la efervescencia social que siguió. Y acaso un motivo más urgente que la curiosidad o los beneficios comenzó a impulsar a los científicos: el deseo, la necesidad de ponerse al día, de permitir la entrada de Merseya en la escena galáctica.
Los vachs cabalgaron con gran astucia sobre la cresta de la ola. Poco a poco, dejaron de lado sus disputas, formaron una confederación libre, afrontaron los nuevos problemas con suficiente habilidad para que no surgiera ningún movimiento que les despojara de sus privilegios. No obstante, persistieron las rivalidades, los propósitos excluyentes y a menudo un espíritu reaccionario, un retorno a los viejos tiempos en que los jóvenes respetaban al Dios y a sus mayores.
Entretanto, se extendió la modernización por todo el planeta. El país que no mantenía ese ritmo pronto caía bajo la dominación extranjera. A Lafdigu le había ido muy bien. Chee tuvo la clara impresión de que la república era en realidad una dictadura de botas claveteadas. Sus propias ambiciones imperiales chocaban con las de los manos. Se había evitado la guerra nuclear en el terreno, pero, de vez en cuando, se entablaban batallas espaciales horrendas y sin resultados definitivos.
—Y así estamos —agregó Dagla—. Por ser el más vasto y el más poderoso, la voz del vach Dathyr se escucha más en este reino. Pero hay otros vachs que le presionan: Hallen, Ynvory, Rueth, incluso Urdiolch, que no posee tierras. Comprenderás lo que significaría si alguno de ellos obtuviese vuestros servicios exclusivos.
Olgor asintió.
—Entre otras cuestiones —dijo—, a Hacha Larga Morruchan le gustaría lograr que se ignore a mi país. Al estar situado en el hemisferio sur, nos tocará lo peor del estallido de la supernova. Si no nos protegemos, quedaremos eliminados de sus ecuaciones.
—Con toda sinceridad, capitana —prosiguió Dagla—, no creo que Morruchan desee vuestra ayuda. Khraich, sí, aceptará la indispensable para evitar el colapso total. Pero ha despotricado durante mucho tiempo contra el mundo moderno y sus costumbres. No lamentaría ver la civilización industrial lo bastante reducida para retornar al orgulloso feudalismo.
—¿Qué hará para impedirnos llevar a cabo nuestro trabajo? —inquirió Chee—. No le juzgo tan tonto como para matarnos, pues otros seguirán nuestros pasos.
—Ese es capaz de cualquier cosa —opinó Dagla—. Tratará, como mínimo, de mantener su posición, de que operéis a través de él y recibáis la mayoría de vuestra información de sus fuentes… Y se aprovechará de vosotros para incrementar su poder. ¡A expensas de todos los demás!
—Lo previmos incluso en Lafdigu, cuando tuvimos noticias de vuestra llegada —apuntó Olgor—. El Colegio de Estrategas me envió aquí de inmediato para captarnos todas las alianzas posibles. Algunos manos se muestran dispuestos a admitir que mi país continúe siendo una fuerza en el mundo, como precio por nuestra colaboración en debilitar a sus vecinos más cercanos.
Chee dijo lentamente:
—A mi entender, suponéis demasiadas cosas con respecto a nosotros, pese a vuestros escasos conocimientos.
—Capitana —puntualizó Olgor—, la Merseya civilizada ha tenido dos siglos para estudiar cada palabra, cada imagen, cada leyenda acerca de vosotros. Algunos os creen semejantes a dioses… o a demonios. Sí, han florecido cultos basados en la esperanza de vuestro retorno y no me atrevo a imaginar qué harán ahora que habéis venido. Sin embargo, hay entre nosotros mentes más frías, y aquella primera expedición fue sincera, ¿verdad? Por lo tanto, según el postulado más razonable, ninguna de las razas estelares posee poderes mentales de los que nosotros carecemos. Ocurre, sencillamente, que tienen historias más prolongadas. Y cuando supimos cuántas estrellas hay, comprendimos que vuestra civilización está muy poco extendida entre ellas. No haréis un enorme esfuerzo por nosotros, en términos de vuestra propia economía. Imposible. Os urgen otras cosas. Tampoco contáis con el tiempo necesario para enteraros de todo sobre Merseya y discutir cada detalle de vuestra actuación. La supernova destellará en nuestros cielos en menos de tres años. Os veis forzados a cooperar con cualquier autoridad que encontréis y creer en su palabra en cuanto a cuáles son las cosas cruciales que se deben salvar y cuáles deben abandonarse. ¿Me equivoco?
Chee sopesó su respuesta.
—Hasta cierto punto tienes razón —repuso con prudencia.
—Morruchan lo sabe —prosiguió Dagla— y utilizará este conocimiento en la forma que más le convenga. —Se inclinó hacia delante, enorme en comparación de Chee—. Por nuestra parte, no lo toleraremos. Preferimos que el mundo se derrumbe para ser reconstruido por nosotros a que el vach Dathyr absorba lo que nuestros antepasados forjaron. Ningún esfuerzo planetario saldrá adelante sin la ayuda de la mayoría. Si no se concede voz y voto en las decisiones que se tomen, lucharemos.
—Mano, mano… —le reconvino Olgor.
—No, sus palabras no me ofenden —le tranquilizó Chee—. De hecho, agradezco tan sincera advertencia. Como comprenderéis, ninguno de los pueblos de Merseya nos inspira sentimientos negativos, no nos inclinamos en favor de ninguno y no tomamos partido… —Y añadió para sí: «ni nos interesan vuestras inmundas maniobras»—. Si habéis preparado un documento en el que queda establecida vuestra posición, con mucho gusto lo estudiaremos.
Olgor abrió un cofre, del que sacó un fajo de papeles atado con algo parecido a una piel de serpiente.
—Fue escrito con cierta prisa —se disculpó—. Ya os proporcionaremos una relación más completa.
—Servirá por el momento.
Chee se preguntó si debía quedarse aún. Sin duda se enteraría de algo más… No, tendría que espigar demasiado entre lo que oyera para eliminar la propaganda. Además, ya había sido todo lo diplomática que cabía esperar de ella. ¿O no?
Podrían llamar directamente a la nave, les dijo. Si Morruchan trataba de interferir las ondas aéreas, ella lo interferiría a su vez, dejándole en una posición difícil. Olgor parecía impresionado. Dala puso objeciones a un sistema de comunicación susceptible de control. Chee suspiró.
—Entonces invítanos aquí para sostener una conversación privada —sugirió—. ¿Provocará eso un ataque de Morruchan contra vosotros?
—No, supongo que no…, aunque eso le dará una idea de lo que sabemos y de nuestros propósitos.
Chee habló con su voz más dulce:
—Yo creía que el mano del vach Hallen sólo deseaba poner fin a tantas intrigas y egoísmos, lograr una apertura, de modo que los merseyanos luchasen juntos por el bienestar común.
Jamás había albergado una opinión tan tonta, pero Dagla no era capaz de reconocer que su principal interés consistía en poner a los suyos por encima de todos los demás. Alborotó mucho acerca de un transmisor que los equipos merseyanos fuesen incapaces de detectar. ¿No tenían uno así los galácticos? Claro que lo tenían, pero Chee no pensaba soltar prenda sobre los materiales con semejante potencialidad. Dijo que lo lamentaba, que no habían traído nada…
—Una pena… Buenas noches, mano, buenas noches, maestro de la guerra.
El guardia que la había recibido en la entrada la acompañó hasta la puerta. Se preguntó por qué no le habrían hecho sus anfitriones. ¿Por cautela o sólo por una diferencia en sus costumbres? Bien, no importaba. Ahora debía volver a la nave. Corrió por la calle helada buscando una callejuela desde la cual no se advirtiera su despegue. Tal vez hubiera alguien por allí aficionado a apretar el gatillo.
Divisó un hueco entre dos casas y se precipitó en la oscuridad. Un cuerpo cayó sobre ella. Unos brazos la inmovilizaron. Chilló. Una luz destelló brevemente y le cubrieron la cabeza con un saco. Chee inhaló un olor agridulce y perdió el sentido.
Adzel no sabía aún qué le ocurría ni cómo se había iniciado aquello. Andaba por allí, sumido en sus propios pensamientos y, de pronto, se vio designado como orador en una reunión de plegaria. Si en efecto se trataba de rezos…
Carraspeó.
—Amigos míos —empezó.
Un bramido recorrió la sala. Rostros, rostros y más rostros contemplaban la tribuna, que él llenaba con sus cuatro metros y medio de largo. Debía de haber presentes un millar de merseyanos: plebeyos, pecheros y proletariado urbano, en su mayoría mal vestidos, entre ellos muchas mujeres. Las clases bajas no separaban los sexos con tanta rigidez como las altas. Los olores que emanaban volvían espeso y almizcleño el aire. La sala, situada en la parte nueva de Ardaig, había sido construida sin lujo. Pero sus proporciones, los matices contrastantes de los paneles, los símbolos pintados en escarlata a lo largo de las paredes, recordaron a Adzel que se hallaba en un planeta extraño.
Aprovechó la interrupción para levantar hasta el morro el transceptor que colgaba sobre su pecho y murmurar en tono lastimero:
—¿Qué les digo, David?
—Sé benévolo y evasivo —le aconsejó Falkayn—. No creo que a mis anfitriones les guste lo que está ocurriendo.
El tercer tripulante de la nave miró por encima de la fervorosa multitud, en dirección a la entrada. Junto a la puerta, vio a tres guardias de la corte de Morruchan.
A Adzel no le preocupaba un ataque físico. Además de contar con la nave como respaldo, él mismo resultaba formidable, un centauroide de mil kilos, con una coraza natural que despedía un brillo verdoso en la parte superior y dorado en la inferior. La columna vertebral tenía crestas mucho más impresionantes que las de cualquier merseyano. Las orejas no eran de suave cartílago, sino huesudas, y un saliente similar protegía sus ojos. Su rostro de cocodrilo mostraba al abrir la boca una alarmante serie de colmillos. En consecuencia, le había tocado a él, entre los tres miembros del equipo, deambular por la ciudad recogiendo impresiones. Los argumentos de Morruchan en sentido contrario habían sido rechazados con toda amabilidad.
—No temas que plantee dificultados, mano —le tranquilizó Falkayn confiadamente—. Adzel nunca participaría en ningún tipo de violencia. Es un budista, un amante de la paz, tolerante en lo que toca a la conducta de los demás.
No logró, sin embargo, rechazar la porfía de la multitud, que acabó por arrinconarle.
—¿Sabes algo de Chee? —preguntó.
—Nada todavía —contestó Falkayn—. Claro está, Cabeza Hueca sigue controlando. Supongo que se pondrá en contacto con nosotros mañana. Por favor, no vuelvas a interrumpirme. Estoy en pleno e interminable banquete oficial.
Adzel levantó los brazos para reclamar silencio. Por desdicha, aquel gesto significaba allí un estímulo para gritar con mayor vehemencia. Cambió de posición. Sus cascos resonaron ruidosos sobre la plataforma, y su cola volcó un candelabro de pie.
—Lo siento… —se disculpó.
Un merseyano de túnica roja llamado Gryf, el delirante jefe de aquella organización —¿se llamaban los fieles de la Estrella?— levantó el pesado objeto e impuso silencio en la sala.
—Amigos, amigos míos. Estoy… Agradezco profundamente el honor que me concedéis al pedirme que pronuncie unas palabras. —Trató de recordar los discursos políticos que había oído cuando estudiaba en la Tierra—. En la gran fraternidad de las razas inteligentes, que se extiende a todo lo largo y lo ancho del universo, es indudable que a Merseya le corresponde desempeñar un magnífico papel.
—¡Muéstranos…, muéstranos el camino! —aulló el público—. El camino, la verdad, la larga senda hacia el futuro.
—¡Ah…! Sí, será un placer. —Adzel se volvió hacia Gryf—. Pero tal vez antes, vuestro…, hum…, vuestro glorioso líder quiera explicarme los motivos de este… de esta…
¿Cómo se decía «club»? ¿O la palabra que necesitaba era «iglesia»? Sobre todas las cosas, Adzel necesitaba información.
—El noble galáctico bromea —comentó Gryf extasiado—. Sabes muy bien quiénes son los que han vivido de acuerdo con los preceptos impartidos por los galácticos, en la leal esperanza del retorno que nos prometieron. Somos vuestro instrumento escogido para la salvación de Merseya y la erradicación de sus males. ¡Usadnos!
Adzel era planetólogo de profesión, pero su insaciable curiosidad le había llevado a estudiar otros muchos campos. Recorrió mentalmente los libros que había leído, las sociedades que había visitado, hasta que identificó el modelo. Aquella gente había adjudicado una significación casi religiosa a una escala casual en su planeta. ¡Oh, la gema en el loto! ¿Qué clase de confusión se había originado?
Tenía que descubrirlo.
—Eso está… muy bien —afirmó—. Muy bien, sin duda alguna. Dime, ¿a cuánto asciende el número de vuestros miembros?
—A más de dos millones, protector, dispersos en veinte naciones. Hay algunas eminencias entre nosotros, por ejemplo el heredero del vach Isthyr. Pero la mayoría está integrada por pobres virtuosos. De saber que en este día llegaría el protector… Bien, vendrán todos lo antes posible a escuchar tu mandato.
Adzel previo que semejante afluencia colmaría la medida. Mientras recorría las calles, Ardaig le había parecido ya bastante turbulenta. Y lo poco que había aprendido —a través de los psicólogos de Reconocimiento— acerca de los instintos básicos merseyanos sugería que formaban una especie combativa. Por lo tanto, la histeria masiva podía derivar en incidentes muy desagradables.
—¡No! —gritó.
El volumen de su voz casi hizo caer a Gryf del estrado. Moderó el tono.
—Que permanezcan en sus hogares. La serenidad, la paciencia y el cumplimiento de los deberes cotidianos son las más excelsas virtudes galácticas.
«¡Intenta que se trague eso un aventurero mercantil!», se dijo Adzel para sus adentros. Se contuvo y anunció en voz alta:
—No os ofrezco ningún milagro.
Estuvo a punto de agregar que la noticia que llevaba se refería a sangre, sudor y lágrimas. Al fin, decidió callar. Cuando uno se enfrenta a un pueblo cuyas reacciones no sabe predecir, semejantes noticias deben comunicarse con tacto y cuidado. La primera comunicación radial de Falkayn había sido cauta precisamente por esa razón.
—Eso está claro —intervino Gryf, que no era ningún estúpido, ni siquiera un loco, excepto en sus creencias—. Nosotros mismos debemos liberarnos de nuestros opresores. Dinos por dónde empezar.
Adzel observó que los soldados de Morruchan empuñaban con firmeza sus fusiles. «¿Esperan que pongamos en marcha algún tipo de revolución social? —pensó como en un torbellino—. No podemos. No nos atañe. A nosotros nos corresponde vuestras vidas y para lograrlo no debemos debilitar, sino fortalecer la autoridad establecida, a fin de que coopere con nosotros. Toda revolución madura con lentitud, como consecuencia de la tecnología… ¿Me atreveré a decírselo?». La pedantería tal vez les apaciguase, aunque sólo fuera aburriéndoles hasta dormirles.
—En el caso de que se necesite un gobierno —declamó—, existe un requerimiento básico para que dicho gobierno funcione bien: su legitimidad. Y el problema básico de cualquier innovador político consiste en cómo continuar, o en cómo establecer de nuevo, una base sólida para tal legitimidad. Por consiguiente, los recién llegados como yo mismo no podemos…
Fue interrumpido —más tarde se sintió tentado a decir «rescatado»— por un ruido procedente del exterior, un ruido que iba en crescendo, un bronco sonsonete, el martilleo de pisadas sobre el pavimento. Las mujeres del público gimieron. Los hombres gruñeron y avanzaron hacia la puerta. Gryf saltó de la plataforma, se lanzó hacia lo que Adzel identificó como un telecomunicador y activó la antena direccional. Quedó a la vista la calle y una turba armada. Por encima de sus cabezas, contra el fondo de tejados cubiertos de nieve y el cielo nocturno, ondeaba un estandarte amarillo.
—¡Los demonistas! —rugió Gryf—. Me lo temía.
Adzel corrió a su lado.
—¿Quiénes son?
—Una secta de lunáticos. Imaginan que vosotros, los galácticos, deseáis y habéis deseado desde el principio corrompernos hasta conducirnos a nuestra propia destrucción. No te preocupes, estaba preparado para esto. Mira.
Por los callejones, avanzaban apretadas filas de fornidos varones armados. Uno de los soldados de caballería pronunció unas palabras ante el micrófono de un transmisor portátil. Sin duda pedía ayuda para sofocar el inminente tumulto. Adzel regresó al estrado y suplicó a todos que permanecieran en el interior de la sala.
Quizás hubiera logrado su objetivo, gracias a la potencia de sus pulmones más que por la razón, pero en ese momento sonó en su transceptor la voz de Falkayn:
—¡Reúnete conmigo de inmediato! ¡Han raptado a Chee!
—¿Qué dices? ¿Quién? ¿Por qué?
La barahúnda que le rodeaba perdió toda su importancia.
—Lo ignoro. Cabeza Hueca acaba de avisarme. Chee ya había abandonado el lugar de su visita. Cabeza Hueca captó un grito, los sonidos de un forcejeo y nada más. Voy a pedirle que trate de rastrearla por medio de la onda de transmisión. Cabeza Hueca dice que la fuente está en movimiento. Muévete tú también y ven al castillo.
Adzel se movió y, al hacerlo, arrastró consigo un trozo de pared.
Korych se elevó a través de las nieblas invernales, que se volvieron doradas al humear más allá de las torres y por encima del río. Los timbales intensificaron su redoble ritual desde la montaña Eidh. Se alzaron las persianas de puertas y ventanas, comenzaron a formarse los corros del mercado, resonó el murmullo de un centenar de pequeños talleres. A la distancia, pero más profundos y más portentosos, se oían el zumbido del tráfico y los motores en los barrios nuevos, los toques de sirena de las embarcaciones de la bahía, el silbido de los aviones a chorro en lo alto, el estruendo de los cohetes cuando una nave abandonó el puerto espacial en dirección a la luna Seith.
Hacha Larga Morruchan apagó las luces de la cámara donde se ocupaba de los asuntos confidenciales. La luz del amanecer fluyó pálida a través del vidrio, poniendo de relieve el tono macilento de los rostros.
—Estoy muy fatigado —dijo—. Y nos encontramos en un callejón sin salida.
—Mano —respondió Falkayn—, lamento que así sea, pero no nos moveremos de aquí hasta tomar alguna decisión.
Morruchan y Dagla echaban fuego por los ojos. El rostro de Olgor permanecía inexpresivo. Ninguno de ellos estaba acostumbrado a semejantes tratos. Falkayn miró a cada uno de ellos a los ojos, y Adzel levantó la cabeza desde su posición en el suelo, donde se había enroscado. Los merseyanos se apoyaron de nuevo sobre sus colas.
—La totalidad de vuestro mundo está en juego, respetables —advirtió Falkayn—. Mi gente no sentirá el menor deseo de gastar tiempo y dinero, de prescindir de algunos de los suyos, si le espera tan ingrato tratamiento.
Alzó los arreos colocados sobre el escritorio de Morruchan y los sopesó. Guiados por Cabeza Hueca, los sabuesos de la corte los habían encontrado en una zanja de las afueras de la ciudad y los habían llevado al castillo horas atrás. Con toda evidencia, los raptores de Chee sospecharon que a través de aquellos objetos se transmitía una señal. Falkayn los sintió conmovedoramente ligeros en su mano.
—¿Qué quieres que te digamos? —argumentó Olgor—. Cada uno hemos expresado nuestras sospechas de que alguno de los otros dirigió la acción con el propósito de obtener ventajas para sí mismo. También pudo haberla llevado a cabo otro vach u otra nación, o los demonistas, incluso los fieles de la Estrella, por alguna retorcida razón. —Se volvió hacia Dagla—. ¿Seguro que no tienes la menor idea de para quién trabajaba tu servidor?
—Ya te he dicho que no —replicó el mano de Hallen—. En este país no tenemos la costumbre de fisgonear en las vidas ajenas. Sólo sé que Dwyr ingresó a mi servicio hace unos años, que su prestación fue satisfactoria y que ahora ha desaparecido. Supongo que actuaba cómo espía de alguien y que habló a sus amos de la posibilidad de aprehender a un miembro de la tripulación galáctica. Resulta muy fácil hacer una llamada por telecomunicador y sólo necesitaban cubrir las escasas rutas posibles para ella al separarse de nosotros.
—En síntesis —declaró Morruchan—, actuó de manera similar al espía tuyo que te reveló mis movimientos.
—Ya basta, respetables —suspiró Falkayn—. Demasiadas veces hemos abordado el mismo tema en esta maldita noche. Acaso una investigación nos proporcione alguna clave sobre Dwyr, por ejemplo de dónde viene y otros datos. Pero eso llevará tiempo. Debemos analizar todas las posibilidades de inmediato. Incluyendo un examen de vosotros mismos. Os sugiero que os practiquéis mutuamente un registro de comprobación.
—¿Y quién te registrará a ti? —quiso saber Morruchan.
—¿Qué pretende insinuar el mano?
—Que tal vez se trate de una triquiñuela tuya.
Falkayn se mesó los cabellos.
—¿Y por qué razón?
Le hubiera gustado agregar algo, pero las relaciones ya se habían enfriado.
—¿Cómo puedo saberlo? —alegó Morruchan—. Tú eres un desconocido. Dices que no te mueven designios imperialistas, pero tus compañeros se han reunido con rivales míos, con un culto cuya principal esperanza consiste en trastocar el orden de las cosas, y el Dios sabrá con quién más. ¿Con el Gethfennu, por ejemplo?
—¿Sería el mano tan amable de explicarme quiénes forman este último? —inquirió Adzel con su voz más melosa.
—Ya hemos hablado de ellos —respondió Dagla.
—Sin duda mientras yo estaba fuera, orientando nuestra nave en su búsqueda y el consiguiente retorno a la base. Te ruego que disculpes la pregunta de un humilde tonto.
La idea de que alguien como Adzel se llamase a sí mismo humilde tonto pilló tan de improviso y desconcertó tanto a los merseyanos que olvidaron su furia. Falkayn añadió:
—No me disgustaría que te extendieras más sobre ellos. Jamás sospeché de su existencia antes de ahora.
—Forman un sindicato criminal, extendido a lo largo y lo ancho del mundo y por el espacio —explicó Morruchan—. Ladrones, asesinos, rameras, estafadores, corruptores de todo lo bueno.
Morruchan prosiguió su relato. Mientras hablaba, Falkayn se dedicó a analizar cada una de sus palabras. Sin duda el Gethfennu constituía una pésima influencia, pero Morruchan tenía demasiados prejuicios y ningún sentido histórico, lo que le impedía comprender por qué había prosperado el sindicato. La revolución industrial había hecho temblar los pilares de la sociedad. Los trabajadores que acudieron en tropel a las ciudades se vieron libres de las viejas restricciones feudales… y también de la correspondiente protección. El empobrecimiento cultural y material engendró el desorden. No obstante, sobrevivió la tradición señorial, aunque en forma distorsionada. En poco tiempo, las bandas se reunieron en una red que ofrecía a sus miembros protección y objetivos, además de beneficios.
El reino clandestino del Gethfennu nunca sería destruido por unos vachs y unas naciones divididos entre sí. El Sindicato se defendía de manera muy eficaz, más a menudo manejando el dinero y las influencias que recurriendo a la violencia. Y desde luego, representaba una válvula de seguridad. Un plebeyo que frecuentara sus garitos o casas de placer tal vez saliera esquilmado, pero no tramaría una insurrección.
Por lo tanto, se llegó a un acuerdo tácito, del tipo que muchos planetas conocen, entre ellos la Tierra. Los mandamases de la banda mantenían la estafa y el vicio a un nivel tolerable, limitándolos a determinadas áreas y a ciertas clases. El asesinato, el robo y el chantaje no alcanzaron el aristocrático palacio ni los altos cargos financieros. Sí el soborno, en cambio, en algunos países, con lo cual el Gethfennu se vio reforzado.
En los últimos tiempos, sus tentáculos se habían extendido más allá de aquellos cielos, y la banda se había convertido en una empresa interplanetaria. Como ejemplo estaba Ronruad, el planeta exterior más cercano. Exceptuando en lo que se refería a la investigación científica, presentaba escaso valor intrínseco. Por el contrario, como base, tenía tanta importancia estratégica que su emplazamiento había llegado a provocar alguna guerra. En consecuencia, el último tratado de paz general lo había neutralizado, dejándolo fuera de toda jurisdicción. Poco tiempo después, el Gethfennu se aprovechó de esta circunstancia y fundó allí una colonia, donde todo se hallaba permitido. Una línea de viajes espaciales —era un secreto a voces que la controlaba el sindicato— ofrecía un servicio de pasajeros. Luridor se transformó en la ciudad pionera adonde acudían los merseyanos respetables en busca de una alegría desenfrenada, aunque costosa. También llegó a ser un nido de problemas, y Falkayn comprendía muy bien por qué razón Morruchan no quería protegerla contra los efectos de la supernova.
Descubrió que lo mismo opinaba Dagla y muy probablemente, pensó, la mayoría de los manos. Olgor lo manifestó con menos énfasis, pero estuvo de acuerdo en que, en el mejor de los casos. Ronruad debía ocupar el último lugar en el orden de prioridades.
—¿Insinúas que el Gethfennu raptó a Chee Lan para cobrar un rescate? —preguntó Adzel.
—Cabe en lo posible —contestó Dagla—, aunque tal vez el rescate que os pidan consista en obligaros a prestarles ayuda. Si se han infiltrado también en el servicio del mano Morruchan, conocerán la situación.
—Pero no pueden ser tan ingenuos… —objetó Falkayn.
—Investigaré —prometió Morruchan—. Estoy en condiciones de informarme directamente. Sin embargo, los canales de comunicación con el Gethfennu son intrincados y, por lo tanto, lentos.
—En cualquier caso —aclaró Falkayn de mal humor—, Adzel y yo no tenemos la menor intención de dejar a nuestra compañera durante años en las garras de esos criminales, para que al final quizá le corten la cabeza.
—Todavía no sabes si ha caído en su poder —le recordó Olgor.
—Cierto. No obstante, rondaremos el espacio, acercándonos a su colonia. En Merseya, que conocemos mal, poco podríamos hacer. Aquí debéis investigar vosotros, respetables, y lograr que todos los demás colaboren en vuestra investigación.
La orden pareció acabar con la poca paciencia de Morruchan.
—¿Crees que no tenemos más ocupaciones que buscar a ese ser? ¿Nosotros, que dominamos a millones?
Falkayn se enojó a su vez.
—¡Pues si queréis seguir dominándolos, más vale que convirtáis la búsqueda de Chee Lan en vuestra mayor preocupación!
—¡Calma, calma! —intervino Olgor—. Nos sentimos todos tan cansados, que los aliados nos volvemos enemigos. Eso no es bueno. —Apoyó una mano en el hombro de Falkayn—. Galáctico, supongo que te darás cuenta de que organizar un registro de todo el sistema en un mundo tan diverso como el nuestro supone una tarea de mayor magnitud que el registro en sí. No pocos líderes de naciones, tribus, clanes y facciones desconfiarán de la verdad cuando se la transmitamos. Demostrarla exigirá una gran habilidad diplomática. Otros centrarán su interés en manipular esta cuestión para obtener ventajas sobre nosotros. Y otros aún albergarán la esperanza de que os vayáis para no retornar jamás… Y no hablo sólo de los demonistas.
—Si no nos devuelven a Chee sana y salva —amenazó Falkayn—, es posible que estos últimos vean satisfecho su deseo.
Los labios de Olgor dibujaron una sonrisa superficial.
—Galáctico —murmuró—, no hagamos juegos de palabras. Vuestros científicos quieren adquirir aquí conocimientos y prestigio, vuestros mercaderes esperan obtener beneficios. No permitirán que un lamentable incidente provocado por unos pocos merseyanos y que afecta a uno solo de los vuestros… No permitirán que eso se interponga entre ellos y sus objetivos, ¿verdad?
Falkayn observó con fijeza los ojos de ébano de Olgor. Fue el primero en bajar la vista. Sintió náuseas. El maestro de la guerra de Lafdigu había descubierto su baladronada.
Los tres líderes, claro está, organizarían algún tipo de investigación, aunque sólo se encaminase a averiguar qué organización había infiltrado agentes entre su personal y hasta qué punto. También era indudable que otros merseyanos cooperarían. Pero la investigación estaría mal coordinada y se desarrollaría con lentitud. No lograría nada contra seres tan astutos como los que habían capturado a Chee Lan.
Para sus tres interlocutores, y sin duda para la casi totalidad de los merseyanos, Chee Lan carecía de valor.
Despertó en una celda.
La estancia medía menos de tres metros de largo, y la mitad de ancho y altura. Sin ventanas, sin puertas y sin comodidades. La capa de pintura no lograba ocultar la construcción básica, formada por grandes bloques, cuya insensibilidad a los puñetazos sugería gran espesor. En las paredes, había soportes que sujetaban en su lugar equipos de diversas clases. A pesar del diseño ajeno por entero al de Técnica, Chee reconoció una lámpara, un renovador de aire con termostato, una unidad de desperdicios, un canapé de aceleración… ¡Por Cosmos, equipos espaciales!
No le llegaba ningún sonido, ninguna vibración, salvo el leve zumbido del aventador de unidades de aire. Las paredes eran blancas, sin ninguna nota de color. Un rato después, tuvo la sensación de que se juntaban. Les soltó una serie de improperios.
Sollozó aliviada cuando vio que uno de los bloques se deslizaba de costado. Asomó un rostro merseyano. Detrás, divisó sólo el brillante metal. Retumbos, un fuerte estruendo y gritos que impartían órdenes resonaron, a través de lo que debía de ser el casco de una nave, procedentes sin duda de un puerto espacial.
—¿Te sientes bien? —inquirió el merseyano.
El recién llegado parecía más duro aún que el término medio, pero evidentemente trataba de mostrarse cortés. Llevaba una pulcra casaca, con las insignias correspondientes a su graduación.
Chee se debatió contra la idea de dar un salto, arañarle los ojos y precipitarse hacia la libertad. No, no tenía la menor posibilidad de éxito. Pero tampoco pensaba abrazarle.
—Sí, gracias —refunfuñó—. Si dejamos de lado insignificancias tales como el hecho de que tus inmundos lacayos me golpearon y me asfixiaron, además de la sed y el hambre. Por semejante atropello, creo que pediré a mis compañeros que borren este apestoso planeta del universo.
El merseyano rió.
—A juzgar por tu estado de ánimo, no estás enferma. Te he traído comida y agua. —Le entregó unos recipientes—. En breve, iniciaremos un viaje de unos cuantos días. ¿Necesitas algo?
—¿Adonde nos dirigimos? ¿Quién eres? ¿Qué significa…?
—Hurh, pequeña, no pienso mantener abierto este agujero mucho tiempo, corriendo el riesgo de que algún lengua larga lo descubra. Dime ahora mismo lo que necesitas, para intentar que te lo envíen desde la ciudad.
Más tarde, Chee se maldijo a sí misma con más pintoresquismo del que jamás había empleado con nadie, ni siquiera con Adzel. Solicitando determinados objetos, hubiera proporcionado algunos indicios a sus compañeros. Demasiado obnubilada, demasiado aturdida por los acontecimientos, pidió automáticamente libros e imágenes que la ayudaran a comprender mejor la situación de Merseya. También un texto de gramática, se apresuró a añadir. Estaba harta de hablar como un Shakespeare. El merseyano asintió y volvió a colocar el bloque en su lugar. Oyó un débil chasquido. Una cerradura de ranura y lengüeta, pensó, accionada por una llave magnética.
Las raciones la reanimaron. Poco después, se sentía lo bastante bien para sacar algunas conclusiones. Con toda claridad, la habían encerrado en un compartimento secreto, empotrado en el muro de un refugio antirradiación.
Los vehículos interplanetarios merseyanos funcionaban con energía iónica termonuclear. Los que practicaban aterrizajes —transbordadores que se ocupaban de las grandes naves o de las tareas especiales como aquélla— se asentaban en silos profundos y partían de ellos, a fin de que los campos electromagnéticos contuvieran el chorro de presión y lo neutralizaran antes de que envenenara los alrededores. Todos llevaban un blocao para proteger a la tripulación y los pasajeros, en caso de verse atrapados por una tormenta solar. En conjunto, una estupenda obra de ingeniería. Lamentablemente, sería abandonada en cuanto supiesen aprovechar la fuerza de gravedad y las pantallas de fuerzas.
Unos cuantos días en gravedad merseyana. Hum, eso significaba un planeta cercano. No conociendo las posiciones del momento, imposible deducir cuál. El tráfico era intenso en el sistema korychano, como indicaban los instrumentos de la Cabezona mientras se acercaban. Desde cierta distancia, Chee había seguido en las pantallas de aumento una parte de la flota, espaciosos vehículos de carga y brillantes unidades navales.
Regresó su raptor con los materiales que le había pedido y le advirtió que se atara para el lanzamiento. Con gran afabilidad, se presentó como Iriad el Viajero, al mando de aquella embarcación de carga.
—¿Para quién o quiénes trabajas? —quiso saber Chee.
Iriad vaciló. Luego, se encogió de hombros.
—Para el Gethfennu —respondió.
El bloque se deslizó de nuevo, dejándola encerrada una vez más.
El ascenso no se pareció en nada a la sencilla elevación flotante de una nave galáctica. La aceleración aplastó a Chee contra su canapé. Un ruido atronador estremeció el blocao. Transcurrieron minutos eternos hasta que la presión cedió y el vehículo inició una marcha uniforme.
Después, durante un tiempo infinito, Chee no tuvo nada en qué ocuparse, excepto estudiar. Los oficiales le llevaban las raciones alimenticias. Muy distintos entre sí, procedían de todos los rincones de Merseya. Algunos no hablaban eriau, y ninguno tenía mucho que decir. Chee sopesó la idea de convertir su equipo de salvamento en un arma, pero, sin herramientas, la perspectiva era desalentadora. De modo que, para entretenerse, reflexionó sobre las cosas que le gustaría hacer en Iriad cuando se le presentara la ocasión. Si sus compañeros se hubieran enterado de sus pensamientos, se habrían sobrecogido de espanto.
En una ocasión, su estómago, el único reloj con que contaba, le informó de que la comida llevaba mucho retraso. Cuando por último se abrió la puerta de su celda, dejó escapar un torrente de palabrotas. Iriad retrocedió y empuñó una pistola. Chee se inmovilizó.
—¿Qué pasa? —quiso saber—. ¿Mi bazofia todavía no está lo bastante enmohecida?
Iriad parecía alterado.
—Nos abordaron —explicó en voz baja.
—¿Qué dices?
En ningún momento había notado que variara la aceleración.
—Tu gente. Se arrimaron a nosotros e igualaron nuestro vector con la misma facilidad con que un corredor alcanza a otro. Desconocía su armamento, de modo que… El que subió a bordo era un verdadero dragón.
Chee dio varios puñetazos contra la cubierta protectora. ¡No, no, no! Adzel había estado a pocos metros de distancia sin sospechar… ¡El enorme y feo fanfarrón la buscaba!
Iriad se enderezó.
—Sólo que Haguan me advirtió de esa posibilidad —dijo, recuperando la confianza en sí mismo—. Sabemos cómo pasar cosas de contrabando. Y vosotros, los galácticos, no sois dioses.
—¿Adonde se dirigieron?
—Se alejaron. Fueron a inspeccionar otros vehículos.
—¿Crees en serio que conseguirás mantenerme oculta mucho tiempo?
—Ronruad está lleno de refugios de Haguan.
Iriad le entregó su almuerzo, recogió los envases vacíos y se marchó.
Varias comidas más tarde, volvió para supervisar la transferencia de Chee de la celda a un cajón de embalaje. Forzada a punta de pistola, obedeció sus instrucciones. La inmovilizaron entre almohadillas junto a una unidad aérea, en la oscuridad. Siguieron horas de maniobras, aterrizaje, esperas, descarga y transporte, hasta su desconocido punto de destino.
Al fin, abrieron la caja, y Chee emergió de ella lentamente. El peso no alcanzaba a media g standard. No obstante, tenía los músculos agarrotados. Un par de descargadores se llevaron el cajón. Detrás, había unos guardias, acompañados de un merseyano que afirmó ser médico y procedió a examinarla de manera lo bastante experta y compleja para satisfacerle. Debía descansar un rato, diagnosticó, por lo cual se marcharon todos, dejándola sola.
Sus habitaciones eran interiores, pero lujosas. La comida que le llevaron, excelente. Se acurrucó en la cama y se convenció a sí misma de que debía dormir.
Algún tiempo después, la acompañaron por un largo pasillo con paneles y le hicieron subir una rampa en espiral, hasta conducirla a la presencia de aquel que había ordenado su rapto.
Estaba sentado detrás de un escritorio de oscura madera encerada, que daba la impresión de tener una hectárea de superficie. Una espesa piel blanca alfombraba la habitación y amortiguaba las pisadas. Brillaban los cuadros, suspiraba la música, el incienso endulzaba el aire. Las ventanas se abrían al exterior. Aquella parte de la laberíntica casa se proyectaba por encima del nivel del suelo. Chee vio arenas rojizas, extraños matorrales silvestres, una tormenta de polvo que atravesaba una desvaída cadena de montañas, coronada por cristales de hielo. Korych se alzaba cerca del horizonte, lejano pero feroz a través de la tenue atmósfera. Algunas estrellas titilaban en el cielo purpúreo. Entre ellas, Chee Lan reconoció Valenderay y se estremeció al verla tan luminosa y estable a pesar de que en aquellos momentos la muerte la cabalgaba con sus alas de luz.
—Te saludo, galáctica.
En labios de aquel individuo, la pronunciación del eriau sonaba distinta que en boca de Olgor.
—Soy Haguan Elutaz. Tengo entendido que tu nombre es Chee Lan.
Ella arqueó el lomo, dobló el rabo y escupió, aunque se sentía impotente. El merseyano, gigantesco, con una panza que hinchaba su manto dorado, no pertenecía a la raza del Ancho Océano. Su piel llena de escamas, lucía un color negro brillante. Sus ojos le parecieron a Chee dos almendras; su nariz, una cimitarra.
Esbozó un gesto con una mano cargada de sortijas. Los guardias de Chee entrechocaron las colas con los tobillos y se marcharon. A sus espaldas, se cerró la puerta. Pero sobre el escritorio de Haguan, al lado de un intercomunicador, había una pistola.
—No temas —sonrió Haguan—. No queremos hacerte daño. Lamentamos las indignidades que has sufrido e intentaremos repararlas. La necesidad nos obligó a actuar.
—¿La necesidad de suicidaros? —se burló Chee.
—La necesidad de sobrevivir. ¿Por qué no te acomodas en ese diván? Tenemos mucho que hablar. Puedo pedir cualquier bebida que desees. ¿Un poco de vino de moras?
Chee meneó la cabeza. No obstante, aceptó la propuesta de acomodarse y saltó al asiento.
—Espero que me expliques vuestra abominable conducta —dijo.
—Con mucho gusto. —Haguan apoyó todo el peso de su cuerpo sobre la cola—. Seguramente ignorarás qué es el Gethfennu, pues nació después de la partida de los primeros galácticos. Ahora…
Siguió hablando largo rato. Y desde luego, no mentía al referirse a un sindicato que abarcaba todo el sistema, que controlaba millones de vidas e incontables riquezas, un sindicato lo bastante fuerte para construir su propia ciudad en aquel planeta y lo suficientemente astuto para dividir a sus enemigos entre sí, de modo que ninguno se atreviera a atacar la colonia. Todo cuanto Chee había visto confirmaba sus palabras.
—¿Estamos ahora en esa ciudad vuestra? —inquirió.
—No. En otro lugar de Ronruad. Prefiero no especificar cuál. Siento mucho respeto por tu inteligencia.
—Y yo ninguno por la tuya.
—¿Khraich? Pues te equivocas. Creo que operamos de forma muy eficaz, a pesar de que nos enteramos de tu paradero a última hora. Claro está, una organización como la nuestra ha de permanecer siempre preparada para cualquier eventualidad y nos hemos mantenido alerta desde vuestra llegada. Lo poco que supimos… —Maguan dirigió la mirada al blanco punto de Valenderay y aventuró—: Aquella estrella va a explotar, ¿verdad?
—Sí, Vuestra civilización quedará aniquilada, a menos que…
—Lo sé, lo sé. Entre los nuestros, hay algunos científicos. —Se inclinó hacia delante—. Los gobiernos asociados de Merseya consideran esta oportunidad como única para librarse del fastidioso Gethfennu. Basta con que en el planeta madre y en otros sitios se nos niegue la ayuda para salvar nuestra colonia, nuestra flota, nuestras propiedades. Eso acabará con nosotros. Supongo que los galácticos estaréis de acuerdo en que así sea. Dado que no existen medios para protegerlo todo a tiempo, ¿por qué no incluirnos en lo que ha de ser abandonado? Supongo que vosotros deseáis favorecer algún tipo de ley y de orden.
Chee asintió. Detrás de la máscara de piel oscura, sus ojos destellaron como esmeraldas. Haguan había acertado. A la Liga no le importaba demasiado con quién trataba, pero sí a los ciudadanos, cuyos impuestos financiarían la mayor parte de las operaciones de rescate.
—O sea que, para ganar nuestra amistad, te apoderaste de mí por la fuerza —se mofó Chee con escaso entusiasmo.
—¿Qué podíamos perder? Conferenciar con vosotros e interceder por nuestra causa no nos habría servido de nada.
—Supón que mis compañeros recomiendan que no se preste ninguna ayuda a la totalidad de la coprófaga raza merseyana…
—Entonces nadie evitará el colapso —reconoció Haguan con fría calma—. El Gethfennu cuenta con más posibilidades de mejorar su posición relativa que la mayoría de las demás organizaciones. No obstante, dudo que tus compañeros aboguen por semejante recomendación o que vuestros superiores la tomen en cuenta en caso de que así lo hicieran. Por lo tanto, necesitamos una cuña para conseguir asistencia técnica. Tú.
Chee retorció los bigotes en una especie de sonrisa.
—No soy un rehén tan importante.
—Probablemente no —reconoció Haguan—. Pero sí una fuente de información.
A la cyntiana se le erizó el pelaje a causa de la alarma.
—¿Tu reducido cerebro alberga la peregrina idea de que sabré enseñaros a protegeros por vosotros mismos? ¡Ni siquiera soy ingeniero!
—Comprendido. Sin embargo, conoces muy bien tu propia civilización. Sabes de qué son o no capaces los ingenieros. Más importante aún, has visto muchos planetas, las diferentes razas y culturas que los habitan, las costumbres, las leyes, las necesidades. Puedes decirnos qué nos espera. Nos ayudarás a conseguir naves interestelares… Un atraco aconsejado por ti obtendrá el éxito, sobre todo si es inesperado. También nos enseñarás a pilotar esas naves y nos pondrás en contacto con alguien que, pagándole, acuda en nuestra ayuda.
—Si supones que la Liga Polesotécnica lo toleraría…
Relampaguearon los dientes en el rostro de Haguan.
—Tal vez no, tal vez sí. Con tantas estrellas, la diversidad de pueblos e intereses debe de rayar en lo inconcebible. El Gethfennu posee una gran habilidad para despertar la competencia entre los demás. Cualquier información que nos proporciones nos indicará cómo actuar en este caso específico. En realidad, no imagino a tu Liga desatando una guerra para evitar que otros nos rescaten, en un momento en que todos los recursos deben reservarse para salvar a Merseya. —Extendió las manos—. O quizás encontremos un enfoque distinto —concluyó—. Depende de lo que tú digas y sugieras.
—¿Cómo sabes que puedes confiar en mí?
Haguan exclamó con voz acerada:
—¡Juzgamos el terreno por los frutos que produce! Si fracasamos, si vemos que el Gethfennu está condenado, te aplicaremos la política reservada a los traidores. ¿Te interesa visitar mis instalaciones de castigo? Son bastante amplias. Aunque pertenezcas a distinta especie, creo que conseguiremos mantenerte viva y consciente durante muchos días.
Se abatió el silencio sobre la vasta cámara. Korych se deslizó bajo el horizonte. En el acto, el cielo dejó aparecer toda su negrura, salpicada de legiones de estrellas.
Haguan encendió una luz, a fin de correr un velo sobre tan imponente visión.
—En cambio, si nos salvas, recuperarás la libertad y recibirás una sustanciosa recompensa, Chee vislumbró en las palabras de Haguan un presagio de años de esterilidad. Y el desdén de los amigos si alguna vez retornaba. Una vida de exilio.
—¿Me retendrás hasta entonces?
—Por supuesto.
Nada. Ni la sombra de una huella. Chee había desaparecido en un vacío más insondable que el de los espacios que rodeaban la nave.
Falkayn y Adzel lo habían intentado todo. Incluso visitaron Luridor, la ciudad pecadora de Ronruad, mientras la nave acechaba en lo alto y mostraba, con un único destello de fusión de sus cañones de energía nuclear, el peligro que se cernía sobre el mundo. Registraron, amenazaron, sobornaron y suplicaron. A veces se enfrentaron al terror y otras a la arrogancia innata de los señores de Merseya. Pero nadie, en ningún sitio, les proporcionó el menor indicio sobre quién retenía a Chee Lan ni en donde la guardaban.
Falkayn se pasó una mano por los despeinados mechones rubios. Tenía los ojos inyectados en sangre y el rostro demacrado.
—Sigo pensando que debimos traer a bordo al director de ese casino y presionarle.
—No —le rebatió Adzel—. Al margen de la moralidad de la cuestión, estoy seguro de que cualquiera que posea alguna información sobre Chee se mantendrá oculto. Se trata de una precaución elemental. Ni siquiera tenemos la seguridad de que el régimen proscrito sea el responsable del secuestro.
—En efecto. Pudieron ser Morruchan, Dagla, Olgor, o cualquier colega suyo sin que ellos lo sepan, o uno entre un centenar de otros gobiernos, o algún grupo de fanáticos, o… ¡Judas!
Falkayn observó la pantalla visora de popa. La media luna de Ronruad, con sus matices de un rojo leonado, menguaba entre las constelaciones, mientras la nave aceleraba al máximo para dirigirse de nuevo a Merseya. Ronruad era un planeta enano, un guijarro de color ocre que ni siquiera provocaría una salpicadura decente de caer en el río. Pero incluso el más insignificante de los planetas constituye un mundo: montañas, llanos, valles, arroyos, cuevas, aguas, millones de kilómetros cuadrados, un mundo demasiado vasto y variado para abarcarlo. Y Merseya era más vasta aún. Y había otros planetas, y lunas, y asteroides, además del espacio mismo.
A los raptores de Chee les bastaría trasladarla en caso necesario para que las posibilidades de que una flota de detectives de la Liga la encontrara se redujeran a proporciones infinitesimales.
—Sólo los merseyanos saben dónde buscar, qué hacer, a quién presionar —musitó Falkayn por enésima vez—. Nosotros no conocemos los detalles. Nadie perteneciente a nuestra cultura los conocerá jamás… ¡Sería preciso asimilar cinco mil millones de años de existencia planetaria! Hemos de poner a trabajar a los merseyanos, movilizarlos de verdad.
—Prefieren dedicarse a su propio trabajo —le recordó Adzel.
Falkayn se explayó en mordaces comentarios acerca del valor que concedía al trabajo de los merseyanos.
—¿Y qué hay de aquellos fanáticos? —preguntó después de una prolongada pausa, durante la cual se serenó—. Me refiero al grupo al que dirigiste la palabra.
—Sí, los fieles de la Estrella se comportarían como aliados leales —asintió Adzel—. Por desgracia, son pobres en su mayoría y muy poco realistas. No creo que nos sirviesen de nada. De hecho, temo que compliquen aún más nuestro problema, enredándose en batallas campales con los demonistas.
—¿Hablas de los antigalácticos?
Falkayn se frotó la barbilla. Las cerdas produjeron un áspero rasgueo entre el incesante y suave zumbido que llenaba la cabida. Inhaló el acre aroma de su propio abatimiento.
—Quizás hayan sido ellos —musitó.
—Lo dudo. Habrá que investigarlos, claro, lo que supone una ardua empresa, pero no me parecieron bien organizados.
—¡Maldición! Si no la recuperamos, propondré que se deje pudrir a toda esta raza.
—No prestarían la menor atención a tu propuesta. Además, sería injusto dejar morir a millones de individuos por el crimen de unos cuantos.
—En estos momentos esos millones de individuos deberían ocuparse de rastrear a aquellos cuantos. ¿Por qué no? En algún sitio ha de haber huellas de Chee Lan. Si se siguen todas y cada una…
El panel detector parpadeó. Cabeza Hueca anunció:
—Nave observada. Creo se trata transportador químico sistema exterior. Alcance…
—Cierra el pico y vete a hacer puñetas —le ordenó Falkayn, con un vocabulario en otras circunstancias inverosímil en su boca.
—No estoy programada para…
Falkayn ahogó la voz apretando el botón de desconexión.
Permaneció un rato en silencio, contemplando las estrellas. La pipa se le cayó de las manos sin que lo advirtiera. Adzel suspiró y apoyó la cabeza en el suelo.
—¡Pobrecita Chee! —murmuró Falkayn al cabo de un rato—. Vino a morir muy lejos.
—Es muy probable que siga con vida —respondió Adzel.
—Eso espero… Acostumbrada a saltar de árbol en árbol en un bosque infinito, verse encerrada la matará.
—O desequilibrará su mente. Se pone rabiosa con tanta facilidad… Y si su ira no encuentra salida, continúa creciendo en su interior.
—Tú siempre reñías con ella.
—Eso no significaba nada. Después, siempre me preparaba una comida especial. En una ocasión, le demostré mi admiración por una de sus pinturas. Entonces la arrojó en mis manos, diciéndome: «Toma esta tontería». Reaccionó como un cachorro demasiado tímido para decirte que te quiere.
—Hum…
El botón de conexión del ordenador saltó.
—Necesario reajuste curso —indicó Cabeza Hueca—, con propósito evitar paso peligrosamente próximo transportador mineral.
—Pues hazlo —ordenó Falkayn en tono desapacible—. ¡Caray, vaya tráfico espacial más intenso!
—Nos hallamos en el plano eclíptico y todavía cerca de Ronruad —explicó Adzel—. No se debe a la casualidad.
Falkayn entrelazó las manos. La boquilla de la pipa produjo un seco chasquido.
—¿Por qué no bombardeamos la superficie sin matar a nadie? —dijo con voz extrañamente fría—. Nos limitaríamos a incendiar unas cuantas instalaciones de valor económico, prometiendo más de lo mismo si no abandonan su estúpida actitud y empiezan a buscar enserio a Chee.
—No. Gozamos de una considerable libertad de acción, pero no de tanta.
—Ya lo discutiríamos después con la junta investigadora.
—Semejante acción no causaría más que confusión y antagonismo, además de entorpecer las tareas de rescate. De hecho, las impediría por completo. Como habrás observado, el orgullo es una característica fundamental de las culturas merseyanas dominantes. Cualquier intento de intimidación sin contar con una fórmula que nos permita salvar las apariencias les induciría a rechazar la ayuda galáctica. Nos convertiríamos en responsables de un delito. No lo permitiré, David.
—¿Así que no podemos hacer nada, nada para…? Falkayn no concluyó su frase. Dio un puñetazo en el brazo de la silla y se puso en pie de un salto. Adzel se levantó, con los nervios de punta. Conocía a su compañero.
Merseya aparecía como una inmensidad salpicada de océanos, blasonada de nubes y continentes, bordeada de amaneceres y crepúsculos en el zafiro profundo de su cielo. Sus cuatro lunas pequeñas formaban una diadema. Korych resplandecía con su plumaje de luz zodiacal.
El crucero espacial Yonuar, de la Flota Unida de los Grandes Vachs, oscilaba cercano a la órbita polar. Oficialmente, patrullaba el espacio, por si era necesario prestar ayuda a los vehículos civiles que se encontraran en apuros. En realidad, vigilaba las naves de guerra de Lafdigu, de Wolder, de la Alianza Nersan…, de cualquiera de quien desconfiaran sus amos, incluidos los recién llegados galácticos, en caso de que retornaran. Sólo el Dios sabía sus intenciones. Había que andar con tiento y conservar las armas a mano.
En su puente de mando, el capitán Tryntaf Fangryf-Tamer fijó la vista en el falso tanque e intentó imaginar qué ocultaban esas miríadas de soles. Había crecido sabiendo que otros revoloteaban libremente entre ellos, mientras que su pueblo permanecía confinado en aquel único sistema. Y detestaba esa certeza. Allí estaban otra vez. ¿Para qué? Corrían demasiados rumores, pero la mayoría de ellos se centraban en el amenazador destello llamado Valenderay.
Ayuda, colaboración… ¿Se convertiría el vach Isthyr en mero cliente de algún grotesco mundo exterior?
Parpadeó una señal. Una voz dijo por el intercomunicador: «De Central Radar a capitán. Detectado objeto en una ruta interceptada». Siguieron unas cifras increíbles. Desde luego, no se trataba de un meteoro, pese a la ausencia de radiación a propulsión. En consecuencia… ¡Los galácticos! Cuando Tryntaf se precipitó a impartir órdenes, la chaqueta negra de su uniforme se tensó sobre sus hombros. Zafarrancho de combate. No quería buscarse problemas, pero era prudente y, si se presentaban dificultades, le encantaría ver cómo soportaban los extranjeros los rayos láser y los cohetes nucleares.
En las pantallas, iba aumentando de tamaño una achaparrada y truncada gota de agua, ridículamente minúscula contra la mole de bestia marina del Yonuar. Se emparejó con la órbita de este a tal velocidad que Tryntaf oyó silbar el aire entre sus labios. ¡Condenación! ¿Por qué no se partía aquel casco y la tripulación se extendía sobre él en una capa rojiza? Algún tipo de contracampo… El vehículo flotaba a pocos kilómetros de distancia. Tryntaf procuró calmarse. Sin duda se dirigirían a él y debía mantenerse sereno, cerebral y frío.
Las instrucciones selladas mencionaban que los galácticos habían dejado Merseya indignados porque la totalidad del planeta no se dedicaba por entero a la tarea que ellos deseaban. Los manos habían recomendado moderación. Harían lo que razonablemente pudieran por cumplir con sus huéspedes de las estrellas, pero también tenían otros intereses. Los galácticos se mostraron incapaces de comprender que los asuntos de todos los mundos revestían mayor importancia que sus deseos personales. Su actitud fue recibida con altivez, para no dejar mal parado el nombre de los vachs de todas las naciones.
Por lo tanto, cuando la pantalla del comunicador exterior le proporcionó una imagen, Tryntaf dejó un dedo apoyado sobre el botón que desencadenaría el combate. Le costó ocultar su repugnancia. Aquellos rasgos afilados, la mata de pelo, el cuerpo sin cola, la vellosa piel pardusca le parecían una sucia caricatura de la especie merseyana. Habría preferido hablar con su compañero, a quien percibía en el fondo. Una criatura francamente extraña.
No obstante, Tryntaf intercambió las cortesías habituales y preguntó en tono sereno a los galácticos qué deseaban. Falkayn dominaba ya bastante bien el lenguaje merseyano moderno.
—Capitán —dijo—, créeme que lo lamento y te pido disculpas, pero tendrás que retornar a la base.
A Tryntaf le dio un vuelco el corazón. Sólo su cinturón de seguridad evitó que se viera lanzado hacia atrás y que cruzara de un salto el puente, en el vuelo de ensueño de la gravedad cero. Tragó saliva y logró responder con voz tranquila:
—¿Por qué razón?
—Se la hemos comunicado a varios de vuestros líderes —explicó Falkayn—, pero, dado que ellos no aceptan la idea, te la explicaré a ti personalmente. Alguien, no sabemos quién, ha raptado a un miembro de nuestra tripulación. Creo que comprenderás, capitán, que el honor exige recuperarlo.
—Lo comprendo —reconoció Tryntaf—, y el honor nos exige a nosotros colaborar en la tarea. ¿Pero qué tiene eso que ver con mi nave?
—Permíteme proseguir, por favor. Deseo demostrarte que no pretendemos ofenderte. Disponemos de muy poco tiempo para prepararnos antes del desastre y de un personal muy escaso. La contribución de cada uno es vital. Nos resulta imposible prescindir de los conocimientos especializados de nuestra compañera desaparecida, de modo que su regreso adquiere la máxima importancia para todos los merseyanos.
Tryntaf gruñó. Reconocía la legitimidad del argumento, aun a sabiendas de que sólo estaba destinado a encontrar una vía aceptable para que su gente cediera a la voluntad de los extranjeros.
—La búsqueda no acabará nunca si permitimos que la trasladen a otro punto en el espacio —continuó Falkayn—. En consecuencia, mientras no vuelva con nosotros, debe interrumpirse todo tráfico interplanetario.
Tryntaf ahogó un juramento.
—Imposible —denegó.
—Todo lo contrario —repuso Falkayn—. Esperamos tu cooperación. Ahora bien, si tu sentido del deber no lo consiente, nosotros pondremos en vigor ese decreto.
Tryntaf se asombró a sí mismo al oírse decir, en una oleada de furia:
—No he recibido esas órdenes.
—Lo lamento. Sé que tus superiores acabarán por impartirlas. Sin embargo, eso requiere su tiempo, y los casos de urgencia no esperan. Te ruego que retornes a la base.
El dedo de Tryntaf presionó el botón.
—¿Y si no lo hago?
—Capitán, no corras el riesgo de que dañemos tu hermosa nave…
Tryntaf dio la señal.
Sus artilleros apuntaron y vomitaron una descarga de rayos y cohetes.
Ni uno solo dio en el blanco. El enemigo se ladeó, dejando pasar los misiles como meros guijarros. Un rayo de pleno poder les acertó, pero no en el casco. La energía chisporroteó y cayó en forma de lluvia sobre una barrera invisible.
El pequeño vehículo voló en curva como un avión. Un destello salió de su morro. Sonaron las alarmas. En un grito cercano a la histeria, desde Control de Averías informaron al capitán que el blindaje había sido arrancado como madera cortada con un cuchillo. El daño no era grave. No obstante, de haber apuntado a los depósitos de masa reactora…
—Cuánto lo siento, capitán —oyó la voz de Falkayn—. Se producen con tanta facilidad los accidentes con los sistemas de armas excesivamente automatizados, ¿verdad? Por el bien de tu tripulación y por el bien de tu país, la responsabilidad de cuya nave te corresponde, te ruego que modifiques tu decisión.
—¡Alto el fuego! —resolló Tryntaf.
—¿Regresarás al planeta? —quiso saber Falkayn.
—Te doy mi palabra —replicó Tryntaf con la garganta seca.
—Bien. Eres un hombre sensato, capitán. Te presento mis respetos. ¡Ah! Te ruego que notifiques lo ocurrido a tus colegas comandantes de naves espaciales, con objeto de que tomen las medidas destinadas a asegurar que no ocurrirán más accidentes. Entretanto, por favor, inicia la retirada.
Los reactores apuñalaron el espacio. El Yonuar, orgullo de los vachs, emprendió su espiral interior.
A bordo de la Cabezona, Falkayn se secó la frente y sonrió a Adzel:
—Por un instante, temí que ese imbécil nos acertara.
—Pudimos inutilizar su comandancia sin causar bajas —comentó Adzel—. Creo que disponen de salvavidas.
—Sí, pero piensa en las pérdidas y en las protestas. —Falkayn se estremeció—. Venga, sigamos viaje. Nos falta por convencer a muchos más.
—¿Piensas que una sola nave civil bloqueará todo un globo? —preguntó Adzel—. Que yo sepa, nunca se ha hecho nada semejante.
—No, supongo que no. El campo opuesto contaba también con fuerzas como el impulso de gravedad, por ejemplo. Los botes de remos merseyanos son otra cosa. Nos bastará vigilar este planeta, a través del cual pasa todo el tráfico. —Falkayn cargó su pipa de tabaco—. Adzel, ¿por qué no redactas nuestra comunicación al público? Tú eres más diplomático que yo.
—¿Y qué les digo?
—Lo mismo que acabo de manifestar yo, adornado y atado con una cinta rosa.
—¿De verdad esperas que funcione, David?
—Tengo bastantes esperanzas. Oye, nos limitaremos a pedir que depositen a Chee en un lugar seguro y que nos lo notifiquen después. Descartaremos toda intención por nuestra parte de castigar a nadie y les persuadiremos señalando que los galácticos hemos de demostrar el valor de nuestra palabra si la misión que nos trajo aquí ha de tener alguna posibilidad de éxito. Si los raptores no cumplen… En primer lugar, la totalidad de la población les dará caza día y noche. En segundo lugar, ellos mismos, sean quienes fueren, se enfrentarán a graves problemas a causa del bloqueo. No tendrían una flota interplanetaria de tal magnitud de no ser básica para su economía.
Adzel se revolvió incómodo en su asiento.
—No debemos dar lugar a que nadie muera de hambre.
—No lo haremos. Los alimentos no se envían a través del espacio, excepto los muy costosos, los destinados a los gastrónomos. ¿Cuántas veces tengo que explicártelo, cabeza dura? En cambio, les forzaremos a perder dinero. Megacréditos diarios. Algunos de los capitostes merseyanos quedarán varados en lugares como Luridor y se volverán locos ordenando a sus subordinados que pongan remedio a la cuestión. Cerrarán las fábricas, los puertos espaciales permanecerán ociosos, se desmoronarán las inversiones, se originará un desequilibrio político y militar… En fin, ocurrirá de todo. —Falkayn encendió la pipa, aspiró y exhaló una nube de humo azul—. En realidad, no llegaremos tan lejos, creo. Los merseyanos son tan capaces como nosotros de prever las consecuencias. No se trata de un desastre hipotético, que tendrá lugar dentro de tres años, sino del dinero y el poder que perderán en este mismo momento. Por lo tanto, concederán la prioridad a encontrar a esos raptores y descargar su resentimiento contra ellos. Estos últimos lo sabrán también y harán todo lo posible por evitarlo. Apuesto lo que quieras que, en unos días, se ofrecerán a canjear a Chee por el indulto.
—Espero que cumplamos nuestra palabra —dijo Adzel.
—Ya te he dicho que la cumpliremos. Ojalá no nos viéramos obligados a ello.
—Por favor, David, no seas tan cínico. Detesto verte perder la dignidad.
Falkayn rió entre dientes.
—Así obtengo beneficios. Adelante, Cabeza Hueca, localízanos otra nave.
La sala de teleconferencias del castillo Afon podía operar un circuito cerrado que abarcaba el mundo entero. Aquel día lo puso en funcionamiento.
Falkayn estaba sentado en una silla que había llevado consigo y contemplaba, a través de la mesa marcada por las dagas de guerreros ancestrales, el mosaico de pantallas que cubrían la pared opuesta. Un centenar o más de rostros merseyanos le observaban con el ceño fruncido. A esa escala, carecían de individualidad. Todos salvo uno, un semblante negro rodeado de marcos vacíos. Ningún señor permitiría que su imagen se proyectara junto a la de Maguan Eluatz.
Morruchan, el mano del vach Dathyr, instalado junto al humano, se levantó y dijo con fría formalidad:
—Nos hemos reunido en el nombre del Dios y de la sangre. Ojalá nos hayamos reunido para el bien. Ojalá la sabiduría y el honor nos acompañen…
Falkayn le escuchaba a medias, repasando mentalmente su discurso. En el mejor de los casos, le esperaban problemas tan grandes como una bomba de cobalto.
No había ningún peligro, claro. La Cabezona flotaba a la vista por encima de Ardaig. La televisión transmitía su imagen a toda Merseya. Eso le vinculaba a Adzel y a Chee Lan, que aguardaban junto a la artillería. Se sentía protegido.
Ahora bien, sus palabras podían provocar una ira tan grandiosa como para desbaratar su misión. Debía decirlo con infinito cuidado, con la esperanza de que saliera bien.
—… la obligación con nuestro huésped nos exige que le escuchemos —concluyó Morruchan bruscamente.
Falkayn se puso en pie. Sabía que aquellos ojos le veían como un monstruo motivado por razones incomprensibles y que, además, había demostrado ser peligroso. Por lo tanto, se había presentado desarmado y vestido con su mono gris más sencillo. Empezó a hablar con mucha suavidad.
—Respetables —dijo—, perdonadme que no emplee vuestros títulos, ya que ostentáis muchos rangos y representáis a muchas naciones. Vosotros vais a decidir por toda vuestra raza. Espero que os sintáis libres de pronunciaros con tanta franqueza como yo lo haré. Celebramos una conferencia secreta e informal, que intenta determinar lo mejor para Merseya. Permitidme en primer lugar expresar mi sincera gratitud por vuestros generosos esfuerzos, que nos devolvieron sana y salva a nuestra compañera de equipo. Permitidme también agradeceros vuestra aceptación de mi deseo de que el… el cacique Haguan Eluatz participara en esta honorable asamblea, a pesar de que, según la ley, no tenía ningún derecho. En breve os aclararé la razón de mi solicitud. Permitidme, por último, expresaros de nuevo mi pesar por haberme visto en la necesidad de interrumpir vuestro comercio espacial, aunque fuera durante un período muy breve, y mi reconocimiento por vuestra cooperación en esta medida de emergencia. Espero que consideréis justificadas las pérdidas cuando lleguen los míos para ayudaros a salvar vuestra civilización.
Después de estas palabras introductorias, Falkayn abordó el meollo de la cuestión.
—Ahora bien, es hora ya de que olvidemos el pasado y pensemos en el futuro. Debemos organizar la gran tarea. El problema consiste en saber cómo. Los tecnólogos galácticos no desean usurpar la autoridad merseyana. De hecho, ni siquiera podrían hacerlo. Serían demasiado pocos, demasiado extraños, y supondría para ellos una carga excesiva. Si han de cumplir su trabajo en el breve tiempo disponible, no les queda otro recurso que aceptar la guía de los poderes actuales. Habrán de utilizar las instalaciones existentes, para lo cual deben contar con la autorización de quienes las controlan. No me detendré en los detalles. Unos dirigentes experimentados como vosotros, respetables, comprenderán con facilidad lo que esto significa. —Se aclaró la garganta—. Obviamente, una de las cuestiones más importantes se refiere a quién se entenderá de manera directa con nuestra gente, que no tiene el menor deseo de discriminar. Todos serán consultados dentro de la esfera de sus prerrogativas. Todos recibirán ayuda, dentro de lo posible. Sin embargo, un comité formado por la totalidad resultaría muy numeroso y muy diverso. Para plantear una política global, nuestra gente prefiere un pequeño consejo merseyano unificado, al que pueda llegar a conocer a fondo y con el que desarrollar procedimientos eficaces para tomar las decisiones. Más aún, han de aprovecharse los recursos de todo el sistema de manera coordinada. Por ejemplo, ¿cómo permitir que el país Uno acapare minerales que necesita el país Dos? Los envíos pasarán libremente de un punto cualquiera a cualquier otro. Necesitamos poner en servicio toda la flota carguera disponible. Nosotros os proporcionaremos pantallas de radiación para vuestros vehículos, pero no disponemos de estos en la cantidad precisa. Por otra parte, habrá que mantener cierta dosis de la actividad normal. La gente tendrá que comer, por ejemplo. Entonces, ¿cómo proceder a una apropiada distribución de los recursos y establecer un sistema justo de prioridades?
En su interior, Falkayn no veía la hora de fumar una pipa. No obstante, prosiguió en el mismo tono sereno y seguro.
—A partir de estas consideraciones, respetables, resulta esencial para nosotros una organización internacional capaz de proporcionarnos, imparcialmente, información, consejo y coordinación. Si cuenta con instalaciones y trabajadores propios, tanto mejor. Ojalá una organización semejante existiese ya de manera legal. No es así y dudo que haya tiempo de formarla. Si me permitís que lo diga, respetables, sobre Merseya gravitan demasiados rencores y celos, que venís arrastrando desde el pasado, para uniros en hermandad de la noche a la mañana. De hecho, dicho grupo internacional habrá de ser estrechamente vigilado, para que no trate de engrandecerse a sí mismo y desmerecer a otros. Nosotros, los galácticos, podemos colaborar con una sola organización, no con un centenar de ellas. Ahora bien —el sudor perlaba la frente de Falkayn—, carezco de autoridad plenipotenciaria. La misión de mi equipo se reduce a presentar propuestas. Sin embargo, el problema es tan urgente que sin duda se adoptará cualquier plan que propongamos con el propósito de iniciar la tarea de inmediato. Bien. Hemos descubierto un grupo que trasciende al resto, que no se deja llevar por las barreras existentes entre un pueblo y otro. Se trata de un grupo amplio, poderoso, rico, disciplinado, eficiente. No se ajusta del todo a lo que mi civilización preferiría como principal instrumento para la salvación de Merseya. Con toda sinceridad, nos gustaría verlo perderse en un sumidero en lugar de atrincherarse más aún. Pero nosotros acostumbramos a decir que la necesidad no conoce leyes.
Falkayn percibió que aumentaba la tensión, como si se cerniera sobre ellos una tempestad. A toda prisa, antes de que se produjera el estallido, aclaró:
—Me refiero al Gethfennu.
La escena que siguió fue indescriptible.
Bueno, a fin de cuentas, se había limitado a adelantar el contenido de su informe. Podría señalar que él también tenía motivos para quejarse y los dejaba de lado por el bien común. Incluso podría —y con considerable placer— formular algunas coloridas invectivas contra el linaje y las costumbres de Maguan…, que sonreía muy pagado de sí mismo.
Al fin, horas más tarde, la asamblea acordó considerar la propuesta. Falkayn adivinaba el resultado. A Merseya no le quedaba ninguna opción.
Las pantallas se apagaron.
Empapado en sudor, tembloroso y exhausto, Falkayn observó en silencio el rostro de Hacha Larga Morruchan. A su lado, el mano se destacaba como un gigante. Sus dedos tamborileaban cerca de la culata de su pistola. Por último dijo, escupiendo cada palabra:
—Confío en que sepas lo que haces. No sólo perpetúas esa pandilla, sino que le concedes la legitimidad. A partir de ahora, se juzgará parte integrante de la sociedad establecida.
—Entonces tendrán que obedecer sus leyes, ¿verdad?
A Falkayn le dolía la laringe. Su voz sonó ronca.
—¿Ellos? ¡Nunca! —Morruchan meditó un instante—. Bueno, ya llegará el día del ajuste de cuentas. Los vachs lo prepararán. Y después… ¿Nos enseñaréis a construir naves estelares?
—No, si me dan voz y voto en la decisión —replicó Falkayn.
—Otro tanto en tu contra, aunque poco importa a largo plazo. Nuestra raza está destinada a aprender mucho más sobre esa cuestión… Bien, galáctico, nuestros nietos lo verán.
—¿La gratitud menoscabaría vuestra dignidad?
—No. Existen entre nosotros suficientes soñadores para una orgía de sentimentalismo. Pero tú volverás a tu lugar de origen. Yo me quedaré.
Falkayn se sentía demasiado cansado para discutir. Se despidió en tono formal y llamó a la nave para que vinieran a buscarle.
Más tarde, mientras atravesaban la noche interestelar, escuchó la diatriba de Chee:
—… todavía he de vérmelas con esos patas sucias. Lamentarán haberme puesto un dedo encima.
—No te propondrás volver, ¿verdad? —inquirió Falkayn.
—Claro que no —respondió Chee Lan—. Pero los ingenieros de Merseya necesitarán diversión. Una parte de la misma se la proporcionará el Gethfennu, supongo que sobre todo en juegos de azar. Si yo sugiero a nuestros muchachos que traigan ciertos artilugios en miniatura capaces, por ejemplo, de controlar una ruleta…
Adzel suspiró.
—En este espléndido y terrible cosmos, ¿por qué las criaturas vivientes hemos de ser eternamente perversas? —dijo.
Una sonrisa torció la boca de Falkayn.
—De lo contrario, no nos divertiríamos tanto.
Humanos y no humanos seguían trabajando cuando el frente de la onda causada por la supernova llegó a Merseya.
De pronto, la estrella —apenas menos fulgurante que Korych— llenó la noche sureña con un destello demasiado brutal para el ojo común. Un brillo blanco azulado cubrió la tierra, destacando agudamente las sombras, iluminando como en un relámpago los árboles y las montañas. Batieron alas en los bosques, chillaron los animales a través del aire impuro, redoblaron los tambores y se elevaron plegarías en aldeas que antaño temían la oscuridad que ahora ansiaban. El día que siguió fue espeluznante y terrible.
La estrella se marchitó a través de los meses, hasta que se convirtió en una punta de cuchillo apenas visible cuando el sol brillaba en lo alto. Creció en belleza, sin embargo, pues la radiación excitaba los gases que la rodeaban, de manera tal que destellaba en medio de una blancura que se profundizaba en los bordes, entre un azul violáceo y un encaje nebular que refulgía con un centenar de mágicos matices. También en los cielos de Merseya vibraron estandartes de auroras, cuyo susurro se oía incluso en la superficie. Todos los vientos transportaban en sus ráfagas el olor de las tormentas.
Entonces comenzó la lluvia nuclear. Y ya nada volvió a ser divertido.