PRÓLOGO

Año del Despertar de los Durmientes (1484 CV)

La Cumbre de Kelvin

L

as estrellas se inclinaron sobre él, como tantas otras veces había sucedido antaño en este lugar encantado.

Se encontraba en la Cumbre de Bruenor, pero no sabía cómo había llegado allí. A su lado iba Guenhwyvar, que lo ayudaba a andar manteniendo en alto su pierna rota, pero él no recordaba haberla llamado.

De todos los parajes en los que había estado Drizzt, en ninguno se había sentido más cómodo que aquí. Tal vez fuera la compañía que tan a menudo había encontrado en este lugar, pero incluso sin la presencia de Bruenor a su lado, este solitario pico que se elevaba por encima de la plana y oscura tundra, siempre le había servido a Drizzt Do’Urden de apoyo espiritual. Aquí arriba se sentía minúsculo y mortal, pero al mismo tiempo tenía la seguridad de formar parte de algo mucho más grande, algo eterno.

En la Cumbre de Bruenor, las estrellas descendían hacia él, o él se elevaba hacia ellas, flotando sin estar coartado por sus constreñimientos físicos; su espíritu se alzaba remontándose hasta las esferas celestiales. Allí podía oír el sonido del gran mecanismo de relojería, podía sentir el soplo de los vientos celestiales en el rostro y podía fundirse con el éter.

Era el lugar donde Drizzt meditaba con mayor profundidad, un lugar donde comprendía el gran ciclo de la vida y la muerte. Un lugar que parecía ser adecuado, mientras la herida de su frente seguía sangrando.

Año del Primer Círculo (1468 CV)

Netheril

Un polvoriento ocaso que inundaba el cielo de franjas rosadas y anaranjadas suspendidas sobre la llanura interminable recordaba que esta región había sido, no mucho tiempo atrás, el vasto y mágico desierto conocido como Anauroch. La llegada de la Sombra, primero, y del trauma de la gran Plaga de los Conjuros, después, habían transformado en cierta medida la región de Toril, pero la persistente naturaleza del encantamiento de desertización de Anauroch no había permitido que desapareciera. Ahora había más lluvias y más vegetación, y las blancas arenas cambiantes habían tomado un sucio tono de tierra parda a medida que la renovada flora se aferraba al suelo.

La polvorienta puesta de sol, aunque habitual, servía como advertencia a los recién llegados a la región, sobre todo a los netherilianos del enclave de las Sombras, de que lo que había pasado una vez podría volver a pasar de nuevo. Estas vistas reavivaban en los nómadas bedine las leyendas ancestrales; eran como un recordatorio de la vida que habían vivido sus antepasados antes de la transformación que había experimentado su antiguo territorio.

Sin embargo, los dos agentes shadovar que avanzaban hacia el este a través de la llanura apenas si le prestaron atención y, desde luego, no se interesaron por las tonalidades del cielo, porque tras meses de intensas investigaciones parecía que finalmente sus desvelos iban a dar frutos y por ese motivo no apartaban la vista del camino que tenían por delante.

—¿Qué interés podría tener alguien por vivir aquí? —preguntó Untaris, el más alto de los dos, que según se decía era la fuerza bruta, mientras que Alpirs era el cerebro—. Hierba y viento, tormentas de arena, phaerimm y asabi, y otros monstruos por el estilo.

El musculoso guerrero sombrío movió la cabeza y escupió al suelo desde lo alto de su caballo pinto. Alpirs De’Noutess se rio de la ocurrencia, pero no porque estuviera en desacuerdo con él.

—Los bedine siempre estuvieron cegados por lo orgullosos que están de sus tradiciones.

—No entienden que el mundo ha cambiado —acotó Untaris.

—Sí que lo entienden, amigo mío —respondió Alpirs—. Lo que no comprenden es que no hay nada que puedan hacer al respecto. Su único futuro es servir a Netheril, pero algunos, como es el caso de los desai hacia los que nos dirigimos, creen que si se mantienen lejos de las ciudades civilizadas de Netheril, entre los leones y los phaerimm, no los molestaremos demasiado. —Y se rio de lo que acababa de decir—. Por lo general están en lo cierto.

—Pero eso se acabó —sentenció Untaris.

—Para los desai, sí —concedió Alpirs—. Sobre todo si lo que creemos que ocurre con los niños es verdad.

Al terminar la frase, Alpirs señaló con la cabeza hacia el sur, donde una solitaria tienda resistía los embates del viento racheado. Presionó los flancos de su yegua castaña y emprendió un trote en línea recta hacia la tienda, seguido de cerca por Untaris. De la tienda surgió una figura solitaria, vestida con un ropón de algodón blanco hasta los tobillos, que empezó a dar voces para avisar de la llegada de los jinetes. El cuello de la prenda del bedine era redondo y estaba adornado con un gran botón y una borla, distintivos de la tribu desai, y como la mayoría de los bedine de esta región, el hombre vestía una túnica sin mangas llamada aba, con franjas marrones y rojas.

—Llevo mucho tiempo esperando —dijo el hombre cuando tuvo cerca a los dos jinetes, volviendo hacia ellos su rostro apergaminado por efecto del viento y del sol, enmarcado por la blanca kufiya que le cubría la cabeza—. ¡Habréis de pagarme bien si queréis algo!

—Está rabioso, como siempre, este perro bedine —susurró Untaris, pero Alpirs ya tenía en la mano el remedio para el enfado.

—¿Te parece bien esto? —preguntó Alpirs al informador bedine mientras alargaba la mano en la que sostenía una corona de pelo de camello entretejido con hilos de oro, un igal digno de un jefe.

Pese a la legendaria capacidad de negociación de los bedine, el repentino brillo de los ojos traicionó al anciano al contemplarla.

Alpirs desmontó y tras él lo hizo Untaris, y avanzaron hacia el informador llevando los caballos de las riendas.

—Me alegro de verte, Jhinjab —dijo Alpirs haciendo una reverencia y ofreciéndole el hermoso igal, que retiró de inmediato en el momento en que el bedine alargaba su brazo para cogerlo.

—Apruebas tus honorarios, ¿verdad? —preguntó Alpirs con una sonrisa irónica.

En respuesta, Jhinjab elevó el brazo y tocó su propio igal, que sujetaba la kufiya con que se cubría la cabeza. Era un desgastado cordón negro, que había estado entretejido con metales preciosos, pero que ahora no era más que una raída pieza de pelo de camello. Para los bedine, el igal era una muestra de importancia, de orgullo.

—La muchacha está en el campo —dijo con su marcado acento bedine y pronunciando cada palabra cuidadosamente, con nitidez y con soltura; se trataba de que no les entrara arena en la boca, según le había explicado en una ocasión Alpirs a Untaris—. El campo está en la cresta del este —siguió diciendo Jhinjab—. Yo ya he cumplido —sentenció al tiempo que alargaba la mano una vez más para coger el igal, pero Alpirs lo apartó rápidamente.

—¿Y qué edad tiene la chica?

—Todavía es pequeña —respondió Jhinjab, apoyando una mano en la cadera.

—¿Qué edad? —El bedine lo miró fijamente—. ¿Cuatro? ¿Cinco? Piensa, amigo mío, es importante —dijo Alpirs.

Jhinjab cerró los ojos mientras sus labios se movían y murmuraban algunas palabras relacionadas con un acontecimiento o con un verano caluroso.

—Entonces, cinco —dijo—. Justo cinco en primavera.

Alpirs no pudo reprimir una sonrisa y miró a Untaris, que también sonreía.

—Sesenta y tres —dijo Untaris echando cuentas.

Los dos shadovar asintieron e intercambiaron una sonrisa.

—Mi igal —exigió Jhinjab, tratando de coger el regalo. Pero una vez más Alpirs lo puso fuera de su alcance.

—¿Estás seguro de que es cierto?

—Cinco, sí, cinco —respondió el informante bedine.

—No, de eso no —aclaró Alpirs—. Te pregunto si estás seguro de todo lo que nos has contado. ¿Crees de verdad que esta niña es… especial?

—Es ella —respondió el bedine—. Canta, no para de cantar. Canta palabras que no componen frases, ¿entendéis?

—Me parece una niña como otra cualquiera —opinó Untaris con escepticismo—. Construye palabras y canta esas cosas sin sentido.

—No, no, no, no es eso —respondió con vehemencia Jhinjab, agitando frenéticamente sus escuálidos brazos liberados de las mangas triangulares de su túnica—. Canta conjuros.

—¿Estás diciendo que es una maga? —inquirió Alpirs.

—Hizo brotar un jardín.

—¿Su jardín? ¿Su santuario?

Jhinjab asintió con entusiasmo.

—Eso es lo que tú dices —intervino Untaris—, pero nosotros aún no hemos visto ese santuario.

El anciano informante entornó los ojos y miró a su alrededor, apantallando sus ojos y tratando de orientarse. Señaló hacia el sudeste, en dirección a una duna de arena donde se levantaba una columna de alabastro blanco en medio de una nube de arena.

—Detrás de aquella duna, hacia el sur, oculto entre las rocas donde el viento repele la arena.

—¿A qué distancia? —preguntó Alpirs, levantando la mano para evitar que Untaris hablase.

Jhinjab se encogió de hombros.

—Es una distancia larga a pie, pero corta a caballo.

—¿Cruzando esas ardientes arenas? —preguntó Alpirs, sin esconder ahora su propio escepticismo.

Jhinjab asintió.

—Dijiste que el campamento se encontraba hacia el oeste —le espetó Untaris antes de que Alpirs lo hiciera callar.

Una vez más, el informante bedine se limitó a asentir.

—Entonces, se trata de un nuevo campamento —afirmó Alpirs.

—No —dijo Jhinjab—. Están allí desde la primavera.

—Pero el santuario de la chica está en la otra dirección, a una larga distancia.

—¿Tenemos que creernos que la niña cruzó sola el desierto? Una distancia larga, según dijiste, y a través de un terreno peligroso —razonó Untaris.

Jhinjab se encogió de hombros y se guardó la respuesta.

Alpirs colgó el igal de una presilla de su cinturón y levantó la mano cuando Jhinjab hizo ademán de protestar.

—Iremos a ver el santuario —le explicó—. Y luego volveremos a verte.

—Está escondido —protestó Jhinjab.

—Claro que lo está —gruñó Untaris, y de un salto montó en su caballo pinto—. ¿Podría estar en alguna otra dirección?

—¡No, de ningún modo! —protestó Jhinjab—. ¡Hice lo que me pedisteis y ahora tenéis que pagarme! ¡La niña está en el campamento!

—Tú te quedas aquí, y quizá llegues a cobrar —respondió Alpirs.

—Por supuesto que obtendrás una recompensa —agregó Untaris en un tono inquietante.

Jhinjab tragó saliva.

—Si confías en tu información, entonces permanecerás aquí.

—¡Me pagaréis! —insistió el bedine.

—¿O si no, qué? —preguntó Alpirs.

—O se lo contará a los desai —agregó Untaris, y cuando ambos shadovar se dieron la vuelta para mirar al viejo bedine amenazadoramente, Jhinjab palideció.

—No —empezó a protestar, pero la palabra se ahogó en su garganta cuando Alpirs enarboló su larga daga, cuya punta amenazaba, segundos después, la garganta del pobre bedine.

—Monta con mi amigo —le exigió Alpirs, y Untaris alargó el brazo libre hacia Jhinjab.

—No puedo ir… —tartamudeó el bedine—. Tengo que… los desai no saben que me he ausentado… echarán de menos a Jhinjab. Me buscarán…

Alpirs retiró el cuchillo y dio una patada en la entrepierna al anciano bedine. Se inclinó sobre él mientras se retorcía de dolor y susurró en el oído de Jhinjab:

—Los desai no pueden hacerte nada que yo no te vaya a hacer si no te subes a ese caballo ahora mismo.

Sin esperar siquiera una respuesta, Alpirs subió a su caballo, y, por supuesto, Jhinjab aceptó la ayuda de Untaris para subir a su montura, tras lo cual pusieron rumbo hacia la elevada duna que se veía al sureste.

Ruqiah, de cinco años, rodeó la tienda corriendo y se agachó respaldándose en la lona, tratando de controlar la respiración.

—¡Por aquí! —oyó decir a Tahnood, pero, por suerte, su torturador avanzaba en dirección contraria, entre otro par de tiendas.

Ruqiah se echó al suelo boca abajo y empezó a gatear, sonriendo mientras la pandilla de niños mayores que ella seguía a Tahnood por el camino erróneo. Por el momento los había despistado, pero sólo era un respiro temporal y lo sabía por experiencia, porque Tahnood era un adversario incansable y disfrutaba mostrando su superioridad.

La niña se sentó y se puso a planear su próximo movimiento. El sol empezaba a esconderse por el oeste, pero la tribu había encontrado un nuevo manantial y ella sabía que las celebraciones durarían hasta bien entrada la noche. No se mandaría a los niños a dormir y las peleas en el barro continuarían, alentadas por los adultos.

La charca embarrada creada por el manantial era una señal de que había agua suficiente para desperdiciarla, y para los habitantes del desierto, los nómadas bedine, era sin duda algo digno de celebrar.

Ruqiah sólo deseaba que los juegos no causasen demasiado daño.

—Sentada sola, siempre sola —dijo una voz, la voz de su padre que la cogió de una oreja y la puso de pie.

Ruqiah se volvió para contemplar la amplia sonrisa de Niraj, una sonrisa vital, jovial y amable. Era de baja estatura para lo que era habitual entre los bedine, pero tenía un cuerpo robusto y fuerte, y era muy respetado. Rara vez se lo veía con la kufiya, prefería dejar que su terrosa calva brillase en todo su esplendor bajo el sol del desierto.

—¿Dónde están los demás niños? —preguntó a su querida hija.

—Buscándome —admitió Ruqiah—, para oscurecerme.

—Vaya —respondió Niraj.

Ruqiah tenía la piel más clara que la mayoría de los bedine, incluso más clara que la de su madre, Kavita. También el grueso y ondulado cabello de Ruqiah era de un castaño más claro, con algunos mechones rojizos, en lugar del habitual castaño oscuro o incluso negro cuervo de los bedine.

—Se burlan de mí porque soy diferente —dijo.

Niraj le guiñó un ojo y se pasó la mano por la calva.

—No eres tan diferente —le explicó.

Ruqiah sonrió. Su padre le había dicho que el cabello más claro lo había heredado de la familia paterna, aunque por suerte no lo había perdido como él. La niña no se creía del todo ese cuento, porque los demás le habían dicho que el pelo de Niraj había sido tan negro como una noche sin estrellas, pero eso no hizo más que suscitar en ella un mayor aprecio por el gesto de su padre.

—Me quieren tirar pegotes de barro y lanzarme a la charca —se quejó.

—El barro está frío y tiene un tacto suave —respondió Niraj.

Ruqiah bajó la cabeza.

—Me avergüenzan.

Sintió la mano de su padre en la barbilla forzándola suavemente a levantar la cara para que lo mirara a los ojos, aquellos ojos negros, muy diferentes de las pupilas profundamente azules de la niña.

—Nunca podrán avergonzarte, niña mía —le dijo—. Tú serás como tu madre, la mujer más hermosa de los desai. Tahnood es mayor que tú. Ya ha empezado a darse cuenta de esa verdad y lo manifiesta de maneras que él mismo no comprende. No trata de avergonzarte, sino de llamar tu atención hasta que tengas edad suficiente para casarte.

—¿Casarme? —respondió Ruqiah, y casi estuvo a punto de estallar en carcajadas, antes de darse cuenta de que esa reacción no sería apropiada para una niña de su edad.

Cuando controló la explosión, se percató de que en la tribu de los bedine tal vez lo que decía Niraj era cierto. Sus padres no estaban entre los líderes de la tribu, pero eran muy respetados, tenían una tienda con todas las comodidades y contaban con ganado suficiente para darle una dote adecuada, incluso para Tahnood, cuya familia ocupaba una posición superior entre los desai y a quien se veía como candidato a jefe de la tribu. Aún no había cumplido los diez años y ya mandaba a los niños, incluso a los que estaban a punto de convertirse formalmente en adultos, dos años mayores que él.

Tahnood Dubujeb era el cabecilla de la pandilla de niños desai, pensó Ruqiah, pero no dijo nada. Se valía de víctimas como ella para fortalecer su primacía y, sin la menor duda, lo hacía alentado por su orgulloso padre y su sobreprotectora madre.

A Ruqiah se le pasó por la cabeza hacer una visita a la tienda de los Dubujeb cuando la tribu se hubiera retirado ya entrada la noche. Quizá llevaría consigo algunos escorpiones…

Ante semejante idea no pudo reprimir una sonrisita, ya que se imaginó a Tahnood saliendo desnudo de su tienda y gritando, con un escorpión clavado en las nalgas.

—Así está mejor, mi pequeña Zibrija —dijo Niraj, acariciándole la cabeza y llamándola por su apodo, que era también el nombre de una flor de especial belleza que crecía entre las rocas azotadas por el viento a la sombra de las dunas.

Es evidente que se equivocaba al interpretar la repentina alegría de la niña, y Ruqiah se preguntaba —y no era la primera vez— cuál podría ser la reacción de Niraj y Kavita si llegaran a descubrir lo que había realmente detrás de aquellos ojos de cinco años.

—¡Por aquí! —Era la voz de Tahnood, que se acercaba, y parecía que finalmente había descubierto el engaño de Ruqiah.

—¡Corre! ¡Corre! —le dijo Niraj muy divertido, sacándola del escondite—. ¡Y si te llenan de barro, no dejes de sonreír y recuerda que hay agua en abundancia para que te laves!

Ruqiah lanzó un suspiro, pero salió corriendo, y no había recorrido mucho trecho cuando oyó reír a su padre en el momento en que Tahnood y los otros llegaron de todas las direcciones. Ella se imaginó una docena de maneras de despistarlos, y hasta de volverlos locos persiguiéndola, pero las carcajadas de su padre disiparon aquellos oscuros pensamientos de su mente.

Se dejaría capturar y que le arrojaran pellas de barro y que la lanzaran a la charca.

Por las tradiciones de los bedine, porque la tribu desai quería que sus niños estrechasen lazos afectivos jugando.

Por Niraj.

Untaris no pudo reprimir una sonrisa que dejó al descubierto la brecha que había entre sus dientes cuando se arrodilló delante de la pequeña oquedad abierta en la peña azotada por el viento, un estrecho canal que conducía a una zona más abierta protegida de los vientos y la arena por paredes de roca. Habían pasado varias veces por este lugar sin darse cuenta de la abertura, hasta tal punto disimulaba la sombra de la piedra la escueta entrada.

—Podría pertenecer a la época de Rasilith —razonó Alpirs, refiriéndose a la antigua ciudad que en el pasado había dominado esta región—. Hay cosas que se resisten a desaparecer.

Untaris asintió con la cabeza y se coló a través de la abertura accediendo a un pequeño jardín secreto. Pensó que era muy ingenioso. Esta zona estaba cuidada —bien cuidada— y muchas de las flores, coloridas y fragantes, parecían haber sido trasplantadas hacía muy poco.

—¿Lo veis? —estalló Jhinjab—. Tal como os lo dijo Jhinjab, ¿eh?

—Aquí no hay agua suficiente para mantener estas plantas —le dijo Untaris a su compañero.

Alargó la mano para tocar una gran rosa roja y cerró los dedos sobre ella arrancándole los pétalos.

—Entonces alguien tiene que traer el agua hasta aquí —reflexionó Alpirs.

—Alguien no —insistió Jhinjab—. La niña.

—Eso es lo que tú dices —respondió Alpirs con escepticismo.

Se volvió hacia su compañero, que estaba mucho más familiarizado con la jardinería que él, y le preguntó cuánta agua sería necesaria para estas plantas un día cualquiera.

—¿Con el calor del sol del desierto? —Untaris se encogió de hombros, luego miró a su alrededor, calculando que el terreno tendría diez zancadas por cinco y que estaba lleno de plantas vivaces, flores, parras e incluso un pequeño ciprés, de copa plana, que daba sombra a la mitad sur del jardín secreto.

—Más de la que podría acarrear una niña —opinó Untaris, y ambos shadovar se giraron para encararse con Jhinjab.

—¡Ella no trae el agua! —insistió el informante bedine—. Nunca la he visto. ¡Jhinjab nunca dijo eso!

—Pero tú aseguras que este es su jardín —respondió Alpirs.

—Sí, sí.

—¿Entonces lo mantiene sin agua?

—En los alrededores de Rasilith ha-hay mucha agua —tartamudeó el bedine, y miró en derredor como si esperara ver surgir un río cruzando el jardín bajo las plantas.

—El suelo está húmedo —informó Untaris, limpiándose un rastro de tierra mojada adherida a sus dedos—. Pero aquí no hay un manantial de agua.

—Entonces estará cerca —apuntó Jhinjab.

—O la niña lo hace brotar —intervino Alpirs, y tanto él como Untaris se encogieron de hombros. Después de todo, esa criatura era la Elegida de un dios, o eso creían ellos.

—Sin embargo, ahí está, perfectamente cuidado —señaló Untaris—. Las plantas están primorosamente podadas y no se ven malas hierbas ni plantas del desierto. Y debería haberlas si hubiera un manantial de agua cerca.

—Entonces alguien lo atiende, y lo hace bien —agregó Alpirs.

—¡La niña! —volvió a insistir Jhinjab—. Es tal como os lo dijo Jhinjab.

Mientras hablaba no apartaba la vista del precioso igal sujeto al cinturón de Alpirs.

—¿Esperamos aquí a que vuelva? —preguntó Untaris.

Alpirs negó con la cabeza.

—Ya he visto demasiado de Rasilith y olido demasiado a estos perros bedine.

Se volvió hacia Jhinjab.

—¿Se llama Ruqiah?

—Sí, sí, Ruqiah. Hija de Niraj y Kavita.

—¿Es ella la que viene aquí? ¿Viene sola?

—Sí, sí. Viene sola.

—¿De día o de noche?

—De día. Tal vez venga de noche, pero Jhinjab sólo la ve de día.

Alpirs y Untaris intercambiaron una mirada.

—El campamento desai está a unos kilómetros de aquí —terció Untaris—. Es un camino muy largo para una niña pequeña.

En ese momento se oyó rugir a un león en la oscuridad, y su triste rugido rebotó contra las rocas.

—Es un largo trayecto por tierras llenas de peligros —dijo Alpirs.

—Los leones no la molestan —interrumpió Jhinjab, que otra vez parecía estar algo agitado y empezó a hablar con su acento bedine más marcado—. La he visto pasar al lado de ellos mientras dormían sobre la hierba.

Alpirs hizo señas a Untaris de que lo siguiera y salió del jardín secreto. Hizo un alto para mirar a Jhinjab.

—Espera aquí —le dijo.

—Es un auténtico cuento —dijo Untaris cuando ambos estuvieron fuera, entre las rocas azotadas por el viento, próximos a una gran duna en la que se elevaba, en un ángulo extraño, un chapitel de alabastro—. Demasiado, tal vez, para que sea mentira.

Untaris se encogió de hombros y no pareció muy convencido.

—Alguien está cuidando el jardín —le recordó Alpirs.

—Hacia el mediodía podemos estar en el enclave de las Sombras —dijo Untaris—. Dejemos que el señor Ulfbinder resuelva este misterio.

Alpirs estuvo de acuerdo y le hizo una señal con la barbilla para que volviera al jardín secreto. Mientras él iba a buscar los caballos, Untaris entró de nuevo para darle su recompensa a Jhinjab.

Abandonaron al viejo bedine tirado bajo el ciprés, manando sangre por la herida de su rajada garganta y empapando el suelo en derredor de las raíces y las flores.

La humillación hirió la sensibilidad de Ruqiah. Cargada al hombro por Tahnood como un saco de comida para los camellos, la pobre niña trataba en vano de estirar su pareo para cubrirse las desnudas piernas. No valía la pena resistirse. Tahnood avanzaba rodeado por sus amigos, que escoltaban a la pareja en su marcha por entre las tiendas desai camino de la charca del manantial, en las afueras del campamento en dirección sur.

Al cortejo se sumaron muchos adultos felices, coreando y cantando, mientras que muchos otros, casi toda la tribu, estaban ya congregados en torno a la charca. Mujeres descalzas bailaban sin inhibición alguna sobre el promontorio, levantando sus pies todo lo que podían, y a menudo resbalaban y acababan chapoteando en el barro, lo cual celebraban con gritos estentóreos los espectadores.

Se hincaron en el suelo de aquella zona numerosos troncos huecos y el agua empezó a gorgotear desbordándose por la parte superior de los mismos, lanzando agudos destellos al reflejar las múltiples hogueras encendidas en torno al pozo. Los desai querían celebrarlo toda la noche, como exigía la tradición cuando se descubría un nuevo pozo.

Ruqiah trató de no distraerse con la animación, los cantos y el tumulto que la rodeaban. Se centró ahora en su propia canción, con la esperanza de realzar todavía más la celebración. Susurró a los vientos, convocó a las nubes.

Luego se vio lanzada por los aires y su canción se convirtió en un chillido. Contorsionó el cuerpo e incluso consiguió caer de pie en la charca, pero fue un vano consuelo, porque resbaló y bruscamente acabó tendida de espaldas y despatarrada en el barro.

Las mujeres se rieron, los hombres dieron gritos de júbilo y Tahnood la contempló con aire de superioridad. El gran conquistador cruzó los brazos sobre su pecho adolescente.

Ruqiah no reaccionó, siguió con su callada canción, convocando a las nubes. Unas fuertes manos la cogieron por los muslos y empezaron a darle vueltas, luego la pusieron boca abajo y le dieron unas cuantas vueltas más. Su pelo castaño se le aplastó sobre la cabeza, y no llegaba a discernir dónde terminaba su pareo y dónde empezaban sus piernas desnudas, porque en ese momento tenían el mismo color, cubiertos como estaban por una capa de barro. Tenía las fosas nasales saturadas con el olor a barro e incluso sentía su sabor en la boca.

El tormento se prolongó algún tiempo más, pero Ruqiah ni se dio cuenta, porque tenía su canción y eso era un refugio para ella. En lo alto, se amontonaron las nubes en respuesta a su llamada.

Finalmente, los chicos de más edad la liberaron, y de sus gargantas brotó un canto en honor de Tahnood el Conquistador, y las mujeres más viejas cantaron una canción para él y sobre él. Ruqiah se fijó en el padre de Tahnood, rebosante de orgullo, e identificó a sus propios padres. Niraj le dedicó una ancha y cálida sonrisa, moviendo la cabeza en señal de gratitud por haber aceptado el juego con dignidad y mesura. A su lado estaba Kavita, que lucía su negro y sedoso cabello. Su sonrisa no era de satisfacción y trató de asentir con la cabeza, pero Ruqiah podía notar que estaba llena de compasión por su hija, o tal vez no era más que un silencioso lamento por el hecho de que Ruqiah hubiera sido elegida de ese modo.

Después de todo, este juego tenía sus implicaciones. Tahnood la había individualizado, la había distinguido entre las demás. Había indicado a los desai que la hermosa Ruqiah, con sus cabellos claros y sus chispeantes ojos azules, sería su elegida.

Ruqiah tuvo la sensación de que muchas chicas de la tribu, algunas de su misma edad o un poco mayores, la miraban ahora con abierta hostilidad.

—¡Lavadla! —dijo en voz alta la madre de Tahnood, y varias mujeres se pusieron a la tarea—. ¡El agua! ¡El agua!

Ruqiah miró a Niraj, y él asintió una vez más, y le dedicó una cálida sonrisa. Sintió que Tahnood la cogía por la muñeca, firmemente, pero con suavidad. La puso de pie y condujo a la embarrada niña hasta el tronco hueco más cercano. Acababan de comenzar a lavarla con el agua helada del manantial cuando un relámpago partió en dos el cielo, acompañado por el retumbar del trueno, seguidos ambos por una repentina y copiosa lluvia.

Los gritos de sorpresa se convirtieron en exclamaciones de alegría mientras la tribu entera empezaba a bailar y a cantar, y seguramente esta era una buena señal que probaba que el joven Tahnood había elegido sabiamente esta noche del afloramiento de las aguas.

Ruqiah elevó la cara hacia el cielo y dejó que la lluvia arrastrara el barro.

—Ya no te puedes escapar —le susurró Tahnood—. Nunca escaparás de mí.

Ruqiah lo miró fijamente, casi con pena y con una actitud tan claramente divertida que desconcertó al chico. De repente, en ese sencillo intercambio de miradas, Ruqiah había tomado la delantera. Tahnood se pasó la lengua por los labios con cierto nerviosismo y enfurruñado se fue a bailar con los demás.

Ruqiah lo vio marcharse. Pese a las ínfulas del chico y al acoso casi constante al que la sometía, Tahnood le gustaba. Sabía que se enfrentaba a grandes expectativas. Mucha gente de la tribu desai había puesto grandes esperanzas en el futuro de aquel preadolescente. Por sus venas corría sangre noble, había nacido para mandar y cualquier fallo en su entorno produciría un derrumbe muchísimo mayor que las flaquezas de los demás niños. Ruqiah no podía evitar compadecerse de él.

La lluvia arreció, entre las nubes que cubrían el cielo se observaban de cuando en cuando algunos relámpagos. Ruqiah se acercó al rudimentario tubo de madera y dejó que el agua fresca inundara su cuerpo, estimulándola al limpiarse los últimos vestigios de barro. Se dio cuenta de que se le había roto el pareo. Exhaló un profundo suspiro y cruzó la charca de barro en dirección a sus padres.

—¡Zibrija! —la saludó alegremente su padre y empezó a acomodarle el cabello mojado con su robusta mano. Luego la atrajo hacia sí y le dio un fuerte abrazo.

—¿Estás bien, mi amorcito? —preguntó Kavita, inclinándose a la altura de Ruqiah para mirarla a los ojos.

Ruqiah sonrió y asintió con la cabeza.

—Tahnood nunca me haría daño —aseguró con convicción.

—Si te lo hubiera hecho lo habría atado al lado de un hormiguero —se indignó Niraj.

—Yo te ayudaría, padre —dijo Ruqiah, y mostró a sus padres el desgarrón de su pareo.

—Eso no es nada —la tranquilizó Kavita mientras examinaba la rotura—. Ven, vamos a buscar otro y a colgar ese a secar sobre la silla. Por la mañana te lo coseré.

—¡Por la tarde, querrás decir! —intervino cariñosamente Niraj, y con las mismas entrelazó sus manos con las de Kavita y empezó a hacerla girar en una especie de danza—. ¡Porque esta noche tenemos el manantial y la lluvia! ¡Oh, la lluvia! ¡Esta noche bailaremos y beberemos, y mañana dormiremos toda la mañana!

La mujer se echó a reír y se soltó de su marido, cogió a su hija de la mano y se alejó del lugar de la celebración. Ambas se internaron por las calles vacías entre las tiendas. El tamborileo de la lluvia sobre las lonas las acompañaba, lo mismo que la música de fondo de la celebración en torno a la charca del manantial. De vez en cuando un nuevo y potente trueno hacía retumbar el suelo.

—Haces que tu padre se sienta muy orgulloso, Zibrija —le dijo Kavita a Ruqiah—. Los mayores te observan muy atentamente. Creen que estarás entre los líderes de tu edad. Te formarán para que seas uno de ellos.

—Sí —respondió Ruqiah obedientemente, aunque pensaba que la predicción de Kavita era poco probable; de hecho, le parecía imposible.

Dieron la vuelta a la esquina de su tienda, y Kavita buscó a tientas la solapa que hacía de puerta. Pero no llegó a abrirla, y Ruqiah, notando su duda, la miró, luego siguió con la vista la expresión helada de su madre hasta la silueta de un hombre de gran estatura, un hombre que no era desai, que iba hacia ellas con una antorcha en la mano.

—¿Qué es lo que…? —empezó a decir la mujer, y emitió un gruñido al tiempo que daba un paso hacia él.

Volvió la vista hacia Ruqiah y la empujó a un lado, susurrando «¡Corre, corre!», y había tanto dolor en la voz de Kavita que Ruqiah supo incluso antes de que se desplomara que su madre había sido apuñalada.

El hombre que empuñaba la espada detrás de Kavita cogió a la mujer y la lanzó dentro de la tienda. El otro sombrío —porque eran realmente sombríos netherilianos— rodeó rápidamente la tienda para cortarle el paso a Ruqiah.

Pero la niña no había huido. No, se coló dentro de la tienda detrás de su vacilante madre, chapoteando con sus pequeños pies en el barro y la sangre. Lanzó un grito agudo al cruzar por delante del sombrío de menor estatura y sentir el mordisco de su espada.

No le prestó atención porque todo su empeño era permanecer al lado de su madre herida. Cayó sobre Kavita cuando la mujer se desplomó dentro de la tienda mientras la vida se le escapaba a chorros por la profunda herida que le habían infligido en la cintura, a punto de perder la consciencia, demasiado próxima a la muerte para responder a los desesperados requerimientos de Ruqiah.

—Acabas de apuñalar a la pequeña, estúpido —dijo a su compañero el shadovar más alto al tiempo que entraba en la tienda.

—Bah, cierra el pico —respondió el otro—. ¡Ruqiah, niña, ven aquí o tu padre será el próximo al que ensarte con mi espada!

Ruqiah siguió llamando, pero sus palabras no iban dirigidas a Kavita. Ahora se había refugiado en un lugar especial, cantando dulces estribillos. Una cicatriz en su antebrazo derecho empezó a brillar con un azul tan brillante como sus ojos y por debajo de su larga manga surgió una luminosidad que formaba curiosas y mágicas volutas, como de humo. Sintió que sus manos estaban cada vez más calientes a medida que el suave brillo las envolvía y las apretó contra la herida abierta en la cintura de su madre. La sangre siguió manando por unos instantes, antes de detenerse la hemorragia por completo.

Podía sentir claramente que el espíritu de su madre moribunda trataba de abandonar el cuerpo, pero ella lo mantuvo en su lugar dirigiendo su canción a Kavita, recordándole que todavía no era el momento de morir. Entonces Ruqiah posó una mano sobre su propia herida, notando cómo su elemento vital manaba del costado, justo por debajo de las costillas.

—¡Ruqiah, niña! —dijo el shadovar a su espalda.

Ruqiah se sentó sobre los talones, apartándose ligeramente de su madre, y lentamente se puso de pie.

—No me llamo Ruqiah —dijo con parsimonia.

—Cógela ya —dijo el otro shadovar, y ella oyó cómo daba el primer paso.

Cuando se dio la vuelta, sus ojos azules lanzaban destellos y ahora eran sus dos mangas las que brillaban y despedían energías mágicas azules, que, como serpientes amaestradas de luz flotante, se estiraban y se enroscaban a su alrededor.

—¡No! —gritó, y agitó la mano, de la que salió disparada una ráfaga de humo que impactó directamente en la cara del hombre más bajo.

—¡No! —repitió Ruqiah, y el humo se convirtió en un centenar, en un millar de murciélagos, que empezaron a revolotear alrededor de los intrusos, chocando contra ellos.

—¡Mi… —dijo Ruqiah, y las alas de los murciélagos se convirtieron en hojas de guadaña que abrían tajos en las carnes de los dos shadovar que empezaron a recular dando traspiés y con gritos de sorpresa.

Dando vueltas y produciendo cortes, los murciélagos se lanzaron en tromba contra ellos llenos de furia, dejando largos surcos de sangre.

—… nombre… —dijo Ruqiah, y en el aire apareció una bola de fuego entre los dos hombres, luego se disparó en una estela explosiva.

Los sombríos empezaron a dar vueltas y saltos y se tropezaron con las llamas y con la barrera de murciélagos de alas de guadaña.

—… es… —dijo Ruqiah, y siete proyectiles de energía arcana surgieron de los dedos de su mano izquierda e impactaron sobre los atacantes.

—… Catti-brie! —concluyó, elevando los brazos e invocando a la tormenta que había convocado para la celebración, que le respondió con un pavoroso rayo que alcanzó a los dos shadovar y los destruyó.

Un cegador relámpago, un estruendoso y reverberante estallido, y todo se consumó. Los atacantes yacían muertos, sus cuerpos chisporroteaban pasto de las llamas. El más alto se había salido de sus botas, que habían quedado de pie, todavía humeantes.

Y Catti-brie, la niña que no era una niña, se volvió hacia su madre, transmitiéndole más ondas curativas y susurrándole al oído palabras de aliento.