Multitud de veces he reflexionado sobre el largo camino que he recorrido y que probablemente seguiré recorriendo. A menudo rememoro las palabras de Innovindil, su recomendación de que un elfo de larga vida debe aprender a vivirla para adecuarla a la mortalidad de aquellos a los que pueda llegar a conocer y amar. De modo que cuando un humano se muere, pero el elfo enamorado sigue vivo, es el momento de seguir adelante, de romper por completo los lazos emocionales y comenzar de nuevo.
Este planteamiento siempre me ha parecido difícil de poner en práctica y es algo que no puedo resolver con facilidad. En mi cabeza, las palabras de Innovindil no tienen vuelta de hoja. En mi corazón…
No lo sé.
Pese a mi falta de convicción con respecto a este ciclo interminable, se me ocurre que tomar como criterio la duración de la vida humana es también cosa de locos, porque, después de todo, ¿acaso estas razas de vida más corta no viven su vida a saltos, con avances y retrocesos, con finales abruptos y momentos de renovación? Los amigos de la infancia, separados durante algunos meses, tal vez descubran al reunirse que sus lazos se han diluido. Tal vez uno haya entrado en la antesala de la adultez, mientras que el otro sigue anclado en la euforia de la infancia. Lo he visto muchas veces en las Diez Ciudades (si bien era menos frecuente entre la estirpe más disciplinada de Bruenor en Mithril Hall), donde un par de chicos, los mejores amigos, podían distanciarse el uno del otro, y mientras uno iba tras una jovencita que lo fascinaba de una manera que no podría haberse imaginado antes, el otro seguía anclado en pasatiempos infantiles y buscaba placeres menos complicados.
En muchas ocasiones, este alejamiento resultaba ser más que una separación temporal, ya que nunca más volverían a verse bajo la luz de la amistad previa. Nunca más.
Esto no se limita a la transición de la infancia a la adolescencia. ¡Ni mucho menos! Los amigos siguen por diferentes caminos, jurando volver a verse, y muchas veces —no, la mayoría de las veces— ese juramento no se cumple. Cuando Wulfgar nos dejó en Mithril Hall, Bruenor juró que lo visitaría en el Valle del Viento Helado, pero he aquí que esa visita nunca llegó a producirse.
Y cuando Regis y yo nos aventuramos por la Espina del Mundo para visitar a Wulfgar, logramos como recompensa de nuestros esfuerzos una noche, una sola noche, de rememoración. Una noche en la que los tres, sentados en torno a la hoguera de la cueva que Wulfgar había elegido como morada, hablamos de nuestras respectivas trayectorias y recordamos las aventuras que habíamos compartido hacía mucho tiempo.
He oído que estas reuniones pueden resultar desagradables y llenas de silencios incómodos, y, por suerte, ese no fue el caso aquella noche en el Valle del Viento Helado. Nos reímos y tomamos la decisión de que nuestra amistad no se acabaría. Animamos a Wulfgar a que nos abriera su corazón y lo hizo, relatando la historia de su viaje de vuelta al norte de Mithril Hall, cuando devolvió a la hija que había adoptado a su verdadera madre. En este caso los años que habíamos estado separados parecían disiparse, y éramos como tres amigos que no se hubieran alejado nunca, compartiendo el pan y rememorando relatos de grandes aventuras.
Y, sin embargo, fue una sola noche, y cuando me desperté a la mañana siguiente y me encontré con que Wulfgar había preparado algo para desayunar, ambos supimos que nuestro tiempo juntos había tocado a su fin. No había nada más que decir ni quedaban ya historias que contarnos. Ahora él tenía su vida, en el Valle del Viento Helado, mientras que Regis y yo volveríamos a Luskan, y después a Mithril Hall. Porque pese a todo el amor que había entre nosotros, pese a todas las experiencias compartidas, pese a todos los juramentos que habíamos renovado, pese a todo, habíamos llegado ya al final de nuestra vida juntos. Y por eso nos separamos con un último abrazo. Wulfgar había prometido a Regis que un día lo buscaría en las orillas del Maer Dualdon, ¡y que incluso se acercaría sigilosamente y le cebaría el anzuelo de su caña de pescar!
Por supuesto que eso nunca ocurrió, porque a pesar de que Innovindil me aconsejó, como elfa de larga vida, que dividiese mi vida en los períodos de tiempo de los humanos que conociese, también los humanos viven su vida en tramos. Los grandes amigos de hoy juran que seguirán siéndolo cuando se vuelvan a encontrar dentro de cinco años, pero he aquí que cinco años después a menudo son unos desconocidos. En apenas unos años, que no parecen un período muy largo, suelen haberse planteado nuevas vidas con nuevos amigos, y tal vez con nuevas familias.
Así son las cosas, aunque son pocos los que pueden anticiparlas con precisión y muchos menos los que lo admitirán.
Los Compañeros del Salón, los cuatro amigos que conocí en el Valle del Viento Helado, a veces me contaban la vida que habían vivido antes de conocerme. Wulfgar y Catti-brie acababan de llegar a la edad adulta cuando yo entré en sus vidas, pero Bruenor era ya entonces un viejo enano, con aventuras a sus espaldas que habían ocurrido a lo largo de varios siglos y en medio mundo, y Regis había vivido durante décadas en exóticas ciudades del sur, con tantas locas aventuras pasadas como las que le quedaban por venir.
Bruenor me hablaba a menudo de su clan y de Mithril Hall, como es costumbre entre los enanos, mientras que Regis, que probablemente tuviera mucho que ocultar, no soltaba prenda sobre su pasado (pasado que, después de todo, había puesto a Artemis Entreri sobre su rastro). Pero a pesar de lo exhaustivo de las historias que Bruenor me contó acerca de su padre y de su abuelo, de las aventuras que había corrido en los túneles que rodean Mithril Hall, de la fundación del Clan Battlehammer en el Valle del Viento Helado, rara vez sucedió que hubiera conocido, en algún momento, amigos tan importantes para él como yo.
¿O sí los había conocido? ¿Acaso no es ese el misterio y el punto crucial de las advertencias de Innovindil, cuando se las despoja de todo lo demás? ¿Puedo conocer a otro amigo con el que crear lazos tan fuertes como los que compartí con Bruenor? ¿Puedo conocer otro amor comparable al que encontré en los brazos de Catti-brie?
¿Qué vida había tenido Catti-brie antes de que yo la conociera en el ventoso promontorio de la Cumbre de Kelvin o antes de que fuera adoptada por Bruenor? ¿Cuánto había conocido a sus padres? ¿Cuánto los había querido? Rara vez hablaba de ellos, pero se debía sencillamente a que no podía recordarlos. Sólo era una niña, después de todo…
Y así me encuentro en otro de los valles laterales, transitando el camino que me propuso Innovindil: el de la memoria. No se pueden cuestionar los sentimientos de un niño por su madre ni por su padre. Mirar los ojos del niño mientras él mira a uno de los dos es como ver la verdad y el amor profundo. Los ojos de Catti-brie brillaban así por sus padres, sin la menor duda.
Pero no podía hablarme de sus verdaderos padres. ¡No los recordaba!
Ella y yo hablábamos de tener hijos, y ¡cuánto habría deseado yo que eso hubiera llegado a pasar!
Sin embargo, un profundo temor planeaba sobre la cabeza de Catti-brie: la posibilidad de morir antes de que sus hijos, nuestros hijos, tuvieran edad suficiente para recordarla, que la vida de sus propios hijos corriera la misma suerte que la suya en ese sentido, una terrible circunstancia. Porque por más que apenas hablara de ello, y aunque hubiera tenido una buena vida bajo la atenta vigilancia del bondadoso y caritativo Bruenor, la pérdida de sus padres —incluso de unos padres que no podía recordar— fue siempre una pesada carga para Catti-brie. Sentía que una parte de su vida le había sido robada y maldecía con más ganas su incapacidad para recordarla de lo que se alegraba al recordar los detalles más insignificantes de su vida perdida.
Son profundos los valles a uno y otro lado del camino señalado por Innovindil.
Establecidas estas verdades —que Catti-brie no podía siquiera recordar a las dos personas que la habían querido de manera tan instintiva y total; que Wulfgar puso cara de satisfacción cuando Regis y yo lo encontramos en la tundra del Valle del Viento Helado; que se rompen las promesas de reencontrarse con los viejos amigos o que las conversaciones que suelen entablarse en esas reuniones son incómodas—, ¿por qué, entonces, muestro tanta resistencia a los consejos de mi desaparecida amiga elfa?
No lo sé.
Tal vez sea porque encontré algo que está más allá de un encuentro normal, un amor verdadero, una compañera de cuerpo y alma, de pensamientos y de deseos.
Puede que no haya encontrado todavía a otra que cumpla esas condiciones, y me temo que nunca la encontraré.
Quizá sea simplemente que me estoy volviendo loco; tanto si es un problema de culpa como de tristeza, o de rabia frustrada, elevo en mi memoria a un pedestal, al que nadie puede subir, lo que tenía.
Es la última de estas posibilidades la que me aterra, porque semejante decepción sacudiría las bases sobre las que se asienta mi certidumbre. Ha penetrado tan a fondo en mí esta sensación de amor que incluso saber que no hay ni dioses ni diosas ni un proyecto para todo lo que está más allá de lo que realmente sé, ni vida después de la muerte, creo que me dolería menos que llegar a la conclusión de que no hay amor duradero.
Y de ese modo niego la verdad del consejo de Innovindil, porque en esta cuestión elijo que lo que está en mi corazón gobierne a lo que está en mi cabeza.
He llegado a la certidumbre de que, para Drizzt Do’Urden, hacerlo de otra manera sería avanzar por un camino yermo.
DRIZZT DO’URDEN