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UNA CONFLUENCIA DE ASESINATOS

Año de los Asesinatos del Nártex (1482 CV)

Valle del Viento Helado

N

adie la recibió con una sonrisa cuando Catti-brie entró en la solitaria posada de la ciudad de Auckney, un pueblo con olor a salitre y barrido por el viento que se asentaba entre la costa septentrional y las altas rocas de los picos al oeste de la Columna del Mundo, mirando hacia el gran océano.

Fue hacia la mesa principal y echó un vistazo a lo que se ofrecía.

—Pescado y más pescado —le dijo con tono jovial al hombre más cercano, con un delantal que lo identificaba como el cocinero o el dueño, o quizá ambos.

—Es lo que hay cuando vives a la orilla del mar —respondió otro hombre que estaba un poco más alejado, con cierta frialdad.

Catti-brie se volvió para mirarlo y se lo encontró evaluando sus curvas, sin mirarla precisamente a los ojos.

—Por tres monedas de oro puedes elegir lo que quieras —dijo el hombre del delantal.

Catti-brie se sorprendió un poco ante un precio tan desorbitado.

—¿Tres?

—¿Has venido con alguna caravana?

—No, he venido sola.

—Por tres monedas de oro puedes elegir lo que quieras —repitió bruscamente el hombre.

—No tengo tanta hambre.

—Son tres, tanto si picoteas un poco como si te hinchas a comer. —Le llegó la voz de una mujer desde el fondo, y Catti-brie se volvió para ver quién hablaba. Parecía tener la misma edad y modo de comportarse que el dueño, así que lo más probable es que fuera su esposa.

—¿Tenéis habitaciones para alquilar?

—Cualquier cosa está en alquiler si tienes el oro —dijo el otro hombre que le dirigió a Catti-brie un guiño bastante desagradable—. ¿No?

—Cinco oros por noche —dijo el dueño.

Catti-brie alzó los brazos, en un gesto que quedaba a medias entre incredulidad y capitulación.

—No vienen muchos visitantes a Auckney.

—Un misterio que sólo un mago podría desentrañar —contestó Catti-brie en tono sarcástico—. ¿Hay alguna otra taberna en la ciudad?

—¿Crees que te lo diría si la hubiera? —respondió el dueño.

—No la hay —dijo su esposa.

—Pero hay habitaciones en alquiler —dijo el otro hombre—, ¡aunque tendrías que compartir! —finalizó la frase con una risa obscena que siguió a Catti-brie en su camino de salida de la taberna.

Miró a los viandantes, todos arrebujados en pesadas capas que los protegían de la brisa helada que salía del mar. Un aire hosco se cernía sobre aquel lugar, un frío tan palpable como el incipiente clima invernal.

Se dirigió hacia lo que parecía ser la avenida principal, un amplio paseo que se abría paso entre los puestos de un mercado al aire libre. Deambuló por el mercado, inspeccionando las mercancías, que básicamente consistían en las últimas frutas y verduras de la temporada y un montón de pescado. Fingió interesarse aunque, francamente, podría haber invocado sus poderes divinos para crear comida cien veces mejor que esa. Tan sólo había preguntado por la comida en la taberna para entablar conversación, ya que, aun estando de paso en Auckney, sentía curiosidad por la ciudad.

Wulfgar había estado allí y había vivido una gran aventura, una que había acabado con una hija adoptiva, aunque fuera por poco tiempo antes de devolvérsela a su madre, Meralda, que por aquel entonces era la Señora de Auckney.

—No lo toques si no lo vas a comprar —le dijo con brusquedad una mercader cuando fue a coger una manzana.

—¿Cómo sabré si está fresca? —preguntó Catti-brie.

—Lo sabrás cuando le hinques el diente, y eso sólo sucederá después de que pagues por ella.

Catti-brie se encogió de hombros y retiró la mano.

—¿Serías tan amable de decirme quién es la persona más anciana de Auckney? —preguntó.

—¿Cómo?

—¿Quién lleva aquí más tiempo? ¿Con quién podría hablar de tiempos pasados?

—Bueno, soy más anciana que tú, así que, ¿cuál es la pregunta? —preguntó la mercader.

—El linaje de Auck, remontándose hasta Meralda…

La mujer se echó a reír.

—¿Su hija Colson?

—Lady Colson —contestó la mujer— murió cuando yo era niña.

—¿Y su progenie se sienta ahora en el trono?

La mujer negó con la cabeza.

—Sus hijos murieron antes que ella, y así se extinguió el linaje.

Catti-brie se mordió el labio, preguntándose cómo reconducir la conversación.

—¿Recuerdas a lady Colson?

La mujer se encogió de hombros.

—Un poco. Pobre muchacha, nacida de una violación y encima, para más desgracia, raptada por el mismo violador.

Catti-brie quiso sacarla de su error, ya que estaba segura de que Wulfgar no había violado a Meralda. Al contrario. Había intervenido, robando a Colson cuando era un bebé para salvarla de los deseos de venganza del Señor de Auckney ya que, aunque Meralda era su esposa, el muy necio no era el padre. Tampoco lo era Wulfgar. Meralda estaba enamorada de otro hombre, cuyo nombre Catti-brie desconocía, cuando el Señor de Auckney la había obligado a casarse con él sin saber que estaba embarazada.

—La Dama Bastarda —dijo la mercader, meneando la cabeza y suspirando.

—¿Y su padre? —Catti-brie tenía miedo de cuál sería la respuesta, pero debía saberlo.

—Un bárbaro bestial, maldito sea su nombre, cualquiera que fuese. Te advierto de que no se menciona su nombre en Auckney.

Catti-brie cerró los ojos y se obligó a tranquilizarse para no caer en la tentación de enmendar las cosas. Miró a la mujer y asintió, logrando incluso sonreír antes de girarse.

—¿Vas a comprar esa manzana? —dijo bruscamente la mujer.

Catti-brie se volvió para echarle un vistazo a la fruta, que ya estaba algo pasada. Sin embargo, miró a la mercader de ceño fruncido y la cogió con cierta reticencia.

—Cuatro monedas de plata. —La mujer pedía varias veces su valor.

Aun así, Catti-brie no tenía ganas de seguir discutiendo, así que le dio las monedas y caminó con aire sombrío calle abajo, hacia la salida de la ciudad. Deambuló por los rocosos pasos de montaña hacia el mar y se sentó sobre un pedrusco de color oscuro, a contemplar el frío oleaje.

Aquel escenario le iba bien a su estado de ánimo, ya que aquel día se había convertido rápidamente en un recordatorio de lo endebles que eran los recuerdos, al igual que el tiempo. Wulfgar había vivido una vida admirable en lo relativo a los acontecimientos sucedidos en Auckney. Había ayudado a lady Meralda a hacer lo correcto y había criado a Colson con amor y decencia, tras lo cual, a un precio personal y emocional bastante elevado, se la había devuelto a su madre.

Aun habiendo hecho todo aquello, en Auckney no se lo recordaba precisamente con cariño. Al parecer, todo lo contrario.

Catti-brie alzó la vista hacia la parte superior de los acantilados, donde se distinguían los tejados y las columnas serpenteantes de humo que salían de las chimeneas y se perdían en el frío aire otoñal. Le pareció un humo frío, salido de un fuego frío en un lugar también frío, y se dio cuenta de inmediato de que no deseaba volver allí, a Auckney, jamás.

Se quedó mirando las oscuras aguas y esbozó una sonrisa irónica.

Lanzó un conjuro para protegerse de los brutales elementos y el brazo derecho comenzó a brillarle suavemente mientras unos zarcillos azulados salían serpenteando por su manga. Se remangó la capa blanca y negra y se introdujo entre las olas, recitando otro hechizo. Esta vez se vio cómo la neblina de las energías arcanas surgía de su brazo izquierdo mientras invocaba una montura.

Una vez hubo llegado su montura acuática, metió los zapatos de cuero en la mochila y se acomodó sobre el lomo del delfín. No era un ejemplar corriente, sino una creación mágica totalmente bajo su control. Se agarró a su aleta dorsal y, con un pensamiento, se alejó a toda velocidad.

Permaneció cerca de la costa, y su montura mágica sorteó una roca tras otra. Pronto se encontró exhausta y sorprendida por lo exigente que resultó ser aquella cabalgada. Aun así, no tenía prisa, sólo deseos de alejarse de Auckney, así que acampó al abrigo de un saliente rocoso, acurrucada junto a un fuego mágico mientras comía alimentos conjurados. Dejó el vestido blanco y el chal negro a secar colgados de la rama de un árbol cercano.

Partió a la mañana siguiente, y otra vez por la tarde, tras una larga pausa para poder comer y descansar. A continuación volvió a llamar a su montura mágica para un tercer viaje aquel día, aunque ese fue corto.

Se sentía en paz, a solas con sus pensamientos y en comunión con la naturaleza y con Mielikki. Al tercer día se percató del cambio de dirección hacia el norte, rodeando la estribación más al oeste de las montañas, y a mediodía del sexto día desde que había salido de Auckney, Catti-brie salió del agua y sintió bajo sus pies descalzos la tierra fría, en vez de la dura y húmeda piedra.

Supo que estaba en casa cuando el viento resonó en sus oídos.

Invocó a una nueva montura, esta vez un unicornio espectral, y cabalgó hacia el oeste, siguiendo el curso del río Shaengarne por la orilla norte, recorriendo rápidamente grandes distancias. Llegó a la ciudad de Bremen, en la orilla sur del Maer Dualdon, justo antes de las nieves en el invierno de 1482. Ahora el viento soplaba mucho más frío, en una tierra más fría que Auckney, pero cuando Catti-brie se mezcló con la gente de aquel pueblo de la parte oeste de Diez Ciudades, se sintió diferente.

Había llegado a casa, a un lugar conocido, y aunque los rostros habían cambiado después de tantas décadas, el Valle del Viento Helado seguía igual, y Diez Ciudades también. Se sintió muy reconfortada por aquella familiaridad y recorrió ciudad tras ciudad en las semanas y meses que siguieron. La comunidad comenzó a verla como una bendición gracias a sus habilidades mágicas, y pronto hizo amigos en todas las tabernas.

Debía crear un clima de confianza y una red de contactos para poder reunir información, y no había nadie que supiera mejor lo que sucedía a su alrededor que los que vendían bebida y comida.

Año de la Comadreja Atareada (1483 CV)

Valle del Viento Helado

—Un halfling de lo más extraño —murmuró Catti-brie mientras observaba entre la hierba, desde lo alto de un risco, la orilla del lago, con los ojos anegados en lágrimas.

Así se lo había descrito uno de los muchos amigos que había hecho desde que llegó al Valle del Viento Helado. No tenía residencia fija en ninguna de las ciudades, pero había pasado la mayor parte de su tiempo entre Bryn Shander, el complejo enano situado bajo la Cumbre de Kelvin, y ese lugar, Bosque Solitario.

Diez días atrás, en Bryn Shander, había oído hablar de un extraño personaje que había llegado con una caravana procedente de Luskan, sumamente elegante y adornado. Una breve investigación la condujo hasta aquel lugar, a las afueras de Bosque Solitario, con vistas al lago, y allí vio a Regis.

Reconoció sin dudarlo a su querido y viejo amigo. Se había dejado crecer la barba, y llevaba el pelo mucho más largo que antes, pero estaba claro que se trataba de Regis, tanto por su aspecto como por su modo de comportarse.

Había sobrevivido todo aquel tiempo y había conseguido llegar a su hogar, al Valle del Viento Helado.

En ese momento, Catti-brie se sintió invadida por una gran sensación de alivio. Durante los meses que había pasado deambulando por Diez Ciudades había estado esperando con impaciencia aquel momento. De hecho, le había sorprendido saber que Regis y Bruenor no hubieran llegado antes que ella al valle, y esa realidad le había recordado todos los peligros que conllevaba el viaje hasta allí, y de sobrevivir durante veintiún años en los peligrosos reinos. El mundo era un lugar salvaje y oscuro; sus propias tribulaciones lo confirmaban.

El hecho de no encontrar a sus amigos, unido a la noticia de que Drizzt llevaba sin aparecer por Diez Ciudades más de una década, además de que se decía que había llegado al Valle del Viento Helado huyendo de algún gran demonio, hicieron que casi perdiera las esperanzas. Catti-brie había visto el monumento dedicado a un drow llamado Tiago junto a la puerta oeste de Bryn Shander, en el lugar donde se decía que había destruido al bálor durante una gran batalla que había provocado la destrucción de parte de la muralla y la puerta de la ciudad. Sin embargo, hacía quince años de esa batalla y no había habido noticias de Drizzt desde entonces.

Ninguna en absoluto.

No sabía nada de Drizzt y además había sido la primera en llegar de los que habían salido de Iruladoon, así que no era de extrañar que la hubieran asaltado las dudas y los miedos en los últimos meses. Sin embargo, tras ver aquello se había sentido conmovida.

Allí estaba Regis, recostado a orillas del Maer Dualdon con un sedal atado al dedo gordo del pie. ¿Cuántas veces habría presenciado aquella escena en los años anteriores a la Plaga de los Conjuros?

Deseaba bajar a toda prisa y abrazarlo con fuerza, pero se contuvo. Había llegado demasiado lejos como para apresurarse al encuentro de Regis, al menos hasta que hubiera averiguado un poco más de cómo había llegado hasta allí y lo que había traído con él, ya fuera sin darse cuenta o por algún motivo.

En el fondo, Catti-brie tenía otras preocupaciones. Sabía que lady Avelyere no habría abandonado su búsqueda. A pesar de que habían pasado casi dos años desde que había huido de la Mansión de Hiedra, aparentemente despistándola al viajar por medios mágicos, Catti-brie no subestimaba la tenacidad de aquella mujer. Avelyere sabía que estaba viva, que había fingido su propia muerte en el enclave de las Sombras y que había realizado un largo viaje hacia el oeste. Quizá incluso supiera que había llegado al Valle del Viento Helado. No podía estar segura, ya que desconocía cuánto podría haberle revelado durante las sesiones de hipnosis mágica a las que la había sometido la poderosa adivina. Podría ser que Avelyere y sus esbirros estuvieran en alguna parte del valle, incluso en alguna de las ciudades, esperando.

Si eso era cierto y la atrapaban, sería una pésima amiga para Regis y para Drizzt, pues propiciaría que se llevaran también al halfling.

Así que se conformó con observarlo desde lejos.

Volvió al bosque, cerca de su casa, y allí construyó un santuario en honor a Mielikki, un jardín privado que quedaría protegido de los rigores del invierno y que cultivaría durante toda la estación siguiente, hasta que llegara la noche del equinoccio de primavera.

La mujer hizo un gesto de aprobación por la elección que había hecho. Observaría de cerca a Regis, pero en secreto.

—Menuda panda de alborotadores —le dijo Darby Snide a Catti-brie cuando esta se acercó a la barra de la taberna que él regentaba en Bremen.

Era un hombre corpulento, de manos enormes y gigantescas patillas que le recorrían toda la línea de la mandíbula, llegando casi a unirse en la barbilla.

Catti-brie miró a su alrededor y comprobó que Cabeza de Jarrete, la taberna, estaba llena esa noche de una multitud bastante ruidosa, especialmente el grupo que estaba más cerca de la ventana frontal. Había oído sus aullidos cuando entró y pasó a su lado.

—¿Por eso me has hecho llamar? —preguntó—. ¿O acaso la despensa no te alcanza para tanta gente?

—Me vendría bien algo de comida, señorita Curtie, si es que tienes algún conjuro preparado para ello —admitió Darby, y Catti-brie asintió.

Cuando llegó al Valle del Viento Helado, pasó los diez primeros días allí en Bremen y alquiló una habitación en esa misma posada. Había tenido que regatear para intercambiar cama y mesa por sus habilidades mágicas. Conjuraba comida, sanaba las heridas menores de los clientes habituales e incluso curó algunas enfermedades como obsequio de la casa. A cambio, Darby la había tratado bastante bien.

De hecho, y nuevamente utilizando el nombre de Delly Curtie, Catti-brie había llegado a acuerdos similares con una taberna en Bryn Shander y con los enanos de Stokely, que vivían bajo la montaña, además de pactos menores con taberneros de varias ciudades.

—Parecen una tripulación de Luskan —comentó Catti-brie.

—Los rumores dicen que son del barco Rethnor —afirmó Darby.

Catti-brie asintió.

—Y bien, ¿por qué me has llamado? ¿Crees que se van a pelear y esperas vender algunos conjuros de sanación?

Darby, sorprendido, se giró rápidamente hacia ella, encontrándose con que le estaba sonriendo de oreja a oreja, lo cual provocó que se echara a reír a carcajadas.

—No, muchacha —respondió—. Pensé que te gustaría saber que han estado preguntando por un amigo tuyo.

De repente, la sonrisa se desvaneció.

—¿Un amigo?

—El pequeño amigo halfling al que has estado buscando y al que encontraste, o eso dicen los rumores, en Bosque Solitario.

Catti-brie lo miró, llena de incredulidad, y después se dio cuenta de que no debería sorprenderle que su búsqueda de Regis la hubiera conducido hasta Bosque Solitario.

—¿Saben dónde encontrarlo? —preguntó.

Darby se encogió de hombros.

—Yo, desde luego, no se lo dije, pero por lo que he oído ese pequeñajo es fácil de localizar gracias a su vestimenta y sus modales. Imagino que tardarán poco en encontrarlo. Puede que sean amigos suyos.

Catti-brie observó atentamente a aquellos rufianes, pero no llegó a la misma conclusión.

—Ten cuidado, Regis. —Le llegó una voz, como salida de ninguna parte, haciéndole abrir un ojo, amodorrado, mientras permanecía tumbado a la orilla del lago.

Estuvo a punto de dar un salto, pero se tranquilizó al oír su nombre real, unido a una entonación y el sonido de una voz que tan familiares le resultaban.

—Estoy aquí, a tu lado. —Le llegó otro susurro—. Hay cuatro tipos del barco Rethnor en el bosque, buscándote.

—¿Catti? —susurró el halfling, que de repente reconoció la voz que le hablaba.

Regis era incapaz de respirar, ni siquiera era capaz de descifrar el sentido de las palabras, aunque poco le importaba en ese glorioso momento. ¡Era Catti-brie! Había sobrevivido todos esos años y el alocado plan que tenían de reunirse en la Cumbre de Kelvin —que le había parecido imposible, ahora que había vuelto al Valle del Viento Helado— podría llegar a tener éxito.

Pero allí estaba ella, a su lado, después de veintiún años… ¿invisible?

—Te avisaré cuando se acerquen —respondió, haciendo que Regis se concentrara de nuevo en el asunto principal—. Finge estar echándote una siesta y atráelos.

Regis se movió ligeramente, acercando la mano al mango de la ballesta que llevaba en la cadera derecha y situándose en mejor ángulo para saltar y darse la vuelta rápidamente. Sin embargo, eso hizo que mirara nervioso su único pie descalzo y el sedal que llevaba atado al dedo gordo.

Fue entonces cuando notó una mano que se posaba sobre ese mismo pie, lo que hizo que casi diera un respingo de sorpresa mientras su amiga invisible desataba cuidadosamente el sedal.

—Están en los árboles —le dijo Catti-brie rápidamente—, avanzan cautelosamente.

—Me alegro de «verte» —la saludó en voz baja con una sonrisa sarcástica, ya que no podía verla en absoluto.

Catti-brie entonó un suave cántico y Regis notó una sensación cálida que le recorría todo el cuerpo. Se llevó la mano a la empuñadura del florete cuando ella comenzó a lanzar un segundo conjuro, y sintió que lo agarraba con más firmeza, como si le hubiera otorgado temporalmente la fortaleza física de su diosa.

Comprendió que lo estaba preparando mágicamente para la batalla, cubriéndolo con conjuros de protección y energía mágica. Esbozó una gran sonrisa, aunque no le duró mucho tiempo.

—¡Un arco! —exclamó Catti-brie de repente.

El halfling se levantó de un salto, girando rápidamente al tiempo que empuñaba la ballesta de mano. Tal y como le había dicho la mujer invisible, iban hacia él cuatro atacantes, tres hombres empuñando espadas y una mujer en la retaguardia apuntándole con un arco.

Escuchó a Catti-brie entonar las palabras de otro conjuro; alzó la mano para disparar, pero vio que una flecha ya se dirigía hacia él. Dio contra algo que parecía ser un escudo mágico, desviando su rumbo con un destello, pero Regis no salió indemne, ya que la flecha salió disparada hacia abajo y se le clavó en el muslo. Dejó escapar un grito de sorpresa y disparó sin control, aunque ninguno de los hombres que iban hacia él aminoró el paso.

El halfling herido se esforzó por mantener el equilibrio y desenvainó sus armas, haciendo una mueca de dolor al moverse la flecha, que estaba bien clavada. Aun así, se dio cuenta de que no había llegado muy profundo y podría cargar algo de peso en ese pie, cosa que seguramente necesitaría.

Los tres rufianes cargaron contra él, apenas a cinco metros de su posición. Regis envió pensamientos al anillo prismático mientras intentaba averiguar cuál sería el mejor ángulo para el paso de distorsión. Necesitaba encontrar un punto en el que pudiera atacar rápidamente a dos oponentes.

Sin embargo, en ese momento Catti-brie se interpuso entre él y sus enemigos activando su conjuro ofensivo más nuevo y haciéndose visible. Alzó las manos frente a sí y de ellas surgió un abanico de llamas que interrumpió la carga.

Los tres atacantes se detuvieron bruscamente, uno de ellos se cayó sobre la arena de la orilla con una voltereta. Todos se sacudían frenéticamente las llamas.

—¡La arquera! —gritó Regis, pero cuando miró detrás de Catti-brie y sus atacantes, una vez se hubieron disipado las llamas, a lo lejos vio a la mujer tendida boca abajo sobre el suelo.

Catti-brie lanzó un nuevo conjuro y Regis pasó rápidamente junto a ella, desviando el ataque del hombre que estaba en el centro con el florete. Ejecutó un movimiento circular con la espada, avanzando rápidamente al tiempo que lanzaba una estocada que dio de lleno en el blanco, más teniendo en cuenta la fuerza incrementada del halfling.

Sin pararse a mirar al hombre que se desplomaba, Regis dio media vuelta hacia la derecha. Esta vez sí que usó el anillo para avanzar un paso más allá del hombre que cargaba contra él, demasiado rápido como para que el rufián llegase a verlo.

La daga del halfling se clavó profundamente en la espalda del hombre, que cayó directamente de rodillas.

Regis se giró justo a tiempo para ver cómo el hombre al que había acuchillado con el florete volvía a la carga, aunque su objetivo esta vez era Catti-brie. Regis le lanzó una pequeña serpiente al pirata con un leve giro de muñeca y gritó para llamar su atención.

Eso fue suficiente para cortarle el impulso y, para cuando el rufián se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, la serpiente mágica se había deslizado hasta su cuello, rodeándolo.

Regis, como siempre que veía la sonrisa maliciosa de aquel rostro fantasmagórico y putrefacto, hizo una mueca al observar cómo aparecía por detrás del hombro del pirata y tiraba de la serpiente enroscada para ahogarlo.

El espadachín se desplomó boca abajo sobre el suelo, soltando la espada. Trató de liberarse, pero fue incapaz de meter los dedos por debajo del garrote. La desesperación lo llevó a adoptar otra táctica y, cogiendo la espada, lanzó una fuerte cuchillada por encima del hombro, como si notase la presencia espectral. Para su alivio, y para sorpresa de Regis, la criatura fantasmal estalló en una bruma incorpórea cuando la espada le dio de lleno en la cara y se disipó, al mismo tiempo que la serpiente moría y lo soltaba.

El pirata tomó una gran bocanada de aire al tiempo que intentaba levantarse, pero Regis ya estaba allí lanzándole una estocada con el florete primero en un hombro, después en el otro, y cuando el pirata volvió a caer, una segunda serpiente aterrizó sobre él y se apresuró a rodearle la garganta. Se removió e intentó lanzar una nueva cuchillada por encima de su hombro, pero el halfling le pisó la mano y volvió a acuchillarle el hombro, dejándolo sin fuerza.

El pirata boqueó, intentando desesperadamente respirar. Con la mano que le quedaba libre, se aferró a la serpiente, e intentó penosamente lanzar un puñetazo por encima del hombro, sin éxito.

Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas, así que Regis, con una mueca de dolor, quiso darse la vuelta. Sin embargo, se dio cuenta de que era incapaz de apartar la mirada, así que se quedó observando hipnotizado mientras el pirata ponía los ojos en blanco y se quedaba por fin inmóvil.

Regis se sintió incapaz de soportarlo; era demasiado personal y despiadado para él. Volvió a lanzar un ataque con el florete, pero esta vez contra el fantasma, y no contra el pirata.

Hubo otro estallido de niebla y el espectro desapareció, al tiempo que la segunda serpiente quedaba inerte. Por un instante, el halfling pensó que el pirata también había muerto, pero entonces el hombre gimió levemente y se movió, casi sin respiración.

Confiando en que el hombre herido no los molestaría más, Regis se apartó de un salto para cargar contra el tercero del grupo, que para entonces ya se había levantado y había arremetido contra Catti-brie.

La mujer estaba frente a él y la actitud calmada con la que se desenvolvía hizo que Regis percibiera la verdadera naturaleza del encuentro. El rufián se había levantado a medias, con una rodilla en tierra y un pie afianzado, y ahí se había quedado, completamente quieto, gracias al efecto de algún conjuro. Todavía le humeaban las ropas, ya que las llamas que surgían de las manos de Catti-brie le habían dado de lleno y, de hecho, se le reavivó una llama en el hombro izquierdo mientras permanecía en esa posición.

—Tu pierna —dijo Catti-brie, preocupada, y se inclinó hacia la flecha.

Sin embargo, Regis pasó junto a ella, mirando fijamente al rufián. Extinguió la llama con unos golpecitos y estudió al pirata, ya que lo había reconocido como el hombre al que había puesto la punta del florete en el cuello en el puente Río Arriba, en Luskan. Nuevamente le puso la hoja en el cuello, pensándose si acabar con él.

—¡Regis, no! —lo regañó Catti-brie—. Te aseguro que no supondrá una amenaza durante un buen rato.

Regis miró a su alrededor. Ninguno de los cuatro parecía estar en condiciones de amenazar a nadie. Uno estaba tendido en el suelo, casi muerto y con sangre brotándole de los hombros y los brazos. Había un segundo que se arrastraba por el suelo hacia el otro lado, muy trabajosamente y sin apenas movilidad en las piernas. La arquera permanecía tumbada boca abajo en la zona de los árboles, muy quieta.

Catti-brie empezó a conjurar.

—¿Qué le ocurrió a ella? —preguntó Regis mientras la señalaba con la cabeza.

Dejó escapar un gruñido y contuvo el aliento cuando Catti-brie se inclinó y le arrancó la flecha de la pierna. Pasó de sentir un dolor muy intenso a la cálida sensación de la sanación mágica en un momento.

La maga se incorporó para situarse junto a él, ayudándolo a apoyarse en aquellos incómodos instantes hasta que su conjuro hiciera efecto.

Él volvió a mirarla fijamente a los ojos azules y le pareció como si los años no hubieran pasado en absoluto, como si él y su querida amiga no se hubieran separado jamás. La atrajo hacia sí, dándole un fuerte abrazo.

—Te estoy muy agradecido, amiga mía —le susurró al oído.

—No he olvidado cómo trataste de ayudarme cuando me hirieron en la Plaga de los Conjuros.

—¡Ni yo! —le aseguró Regis, y deshizo el abrazo a medias para conducirla hacia donde estaba la mujer, entre los árboles.

—Parece que tengo mejor puntería de lo que pensaba —dijo Regis cuando llegaron y encontró un pequeño virote clavado en el lateral del cuello de la mujer.

Se inclinó para recuperar el proyectil y giró a la arquera un poco sobre el costado. Regis también la reconoció de su encuentro en el puente de Luskan.

—O quizá haya sido suerte —añadió el halfling, meneando la cabeza.

Ni siquiera le había estado apuntando a ella cuando disparó su ballesta de mano, así que había tenido bastante suerte.

—¡Ay, Regis, siempre tan afortunado! —dijo Catti-brie.

—Afortunado de tener amigos como tú, desde luego —respondió.

El drow los observaba desde los árboles, entre las sombras, dudando de qué conclusión sacar de la escena que estaba presenciando. Braelin Janquay se preguntó de dónde habría salido aquella aliada del halfling. «¿Plaga de los Conjuros?», dijo sólo moviendo los labios mientras pensaba en la conversación que estaban teniendo aquellos dos. Lo habían enviado al Valle del Viento Helado para observar al extraño halfling y, al parecer, cuanto más lo observaba más extraño se volvía.

Braelin sacudió la cabeza lleno de impotencia. Después de haber presenciado aquel espectáculo, el drow estaba bastante seguro de que nada era lo que parecía.

—Regis —susurró, pronunciando el nombre por el que la mujer había llamado al pequeño, en vez del nombre con el que había viajado hasta Luskan: Araña Topolino.

Le sonaba remotamente el nombre de Regis, pero no lograba acordarse de por qué. Sin embargo, la respuesta del halfling al llamar a la mujer Catti-brie sí que significaba algo, incluso para un drow tan joven, que se había unido a las filas de Bregan D’aerthe hacía relativamente poco.

Braelin Janquay asintió, pensando en que Jarlaxle estaría muy complacido con él cuando le comunicara una información tan sorprendente. Esperaba que también aprobara su intervención en la pelea, ya que había sido un virote de su ballesta de mano, y no un tiro afortunado del halfling asediado, el que había derribado a la arquera.