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FIDELIDAD

Año de la Comadreja Atareada (1483 CV)

Gauntlgrym

B

ruenor, haciendo gala de la proverbial tozudez enana, hizo caso omiso de los monstruos que intentaban alcanzarlo y luchó contra la presión que ejercía la bota, tratando con todas sus fuerzas de acercarse al hacha llena de muescas. Si tan sólo fuera capaz de agarrarla…

Pero le fue imposible y dejó escapar un pequeño gruñido cuando la bota presionó más fuerte, con una fuerza sobrehumana, haciéndole polvo la mano contra la roca. Las garras le destrozaban la piel y la ropa, y los chillidos fantasmales de los hambrientos elfos no muertos resonaron en el interior de la caverna.

—¡Atrás! —oyó decir, y aquella voz ronca de peculiar acento le dio un respiro.

En ese momento las manos dejaron de agarrarlo, pero la bota lo sostuvo. Se las arregló para volverse y echarle un vistazo a su captor, y emitió un grito ahogado. Fue tal la sorpresa que quedó aturdido e incapaz de resistirse cuando una manaza lo agarró por el cuello de la camisa y tiró de él bruscamente, levantándolo con facilidad.

Toavía sigues vivo porqu’eres un enano, ladrón, pero no será por mucho tiempo —dijo el vampiro, un enano no muerto cubierto por una armadura de placas—. Quiero que conozcas la tumba que estabas robando antes de romperte el cuello.

—El túmulo del rey Bruenor —susurró, y con voz trémula añadió—: Pwent.

El vampiro lo sacudió con tanta fuerza que le crujieron todos los huesos.

—¿Qué m’has llamao?

—Pwent… oh, mi Pwent, ¿en qué t’has convertío?

El enano vampiro Thibbledorf Pwent se quedó mirando al enano joven, lo inspeccionó de arriba abajo. Ambos se miraron fijamente en silencio durante un buen rato, un silencio sólo roto por los solitarios latidos del corazón de Bruenor.

—¿Mi rey? —preguntó Thibbledorf Pwent. Fue entonces cuando soltó a Bruenor, retirando la mano temblorosa—. ¿Mi rey?

Los vampiros drow que los rodeaban no paraban de revolverse inquietos entre siseos, deseosos de volver a saltar sobre el enano vivo y destrozarlo.

—¡Venga, marchaos de aquí! —exigió Pwent, gritándoles y gesticulando amenazador.

El grupo retrocedió, perdiéndose entre las sombras mientras emitía siseos de protesta para poco después lanzarse sobre los tres compañeros de Bruenor y alimentarse de su sangre aún caliente.

—¿Qu’haces? —preguntó Bruenor, incrédulo, mientras miraba horrorizado a su alrededor—. Pwent, ¿qué…?

—Moriste mientras tirabas de la palanca —respondió Pwent, y a Bruenor le dio la impresión de que estaba algo resentido—. Pero yo no. Sin embargo, el maldito amigo vampiro de Dahlia me mordió en el cuello, me pasó su maldición.

—Un vampiro —murmuró Bruenor, mientras intentaba encajar las piezas y encontrarle el sentido a aquella locura. ¿Pwent era un vampiro que rondaba Gauntlgrym con la ayuda de un grupo de drow?—. Pwent —dijo, comprensivo, preocupado y claramente confundido—, ¿qu’estás haciendo?

—Un grupo de malditos drow s’asentó aquí —contestó.

El enano vampiro frunció el ceño y dejó escapar un fiero rugido. Bruenor tuvo miedo, durante un instante, de que Pwent se abalanzara sobre él con furia asesina, y en el fondo supo que sus temores no eran infundados. Thibbledorf Pwent estaba al límite, se veía claramente la lucha interna en su mirada inerte.

—¡Los contengo, lucho contra ellos! —dijo Pwent—. Pero eso es to’ lo que me queda, mi rey. Es to’ lo que queda de Pwent. Y t’aseguro que me sabe a gloria cuando hundo los colmillos en sus blandos cuellos. ¡Es un placer, mi rey!

Tras decir eso dio un paso al frente, mostrando sus colmillos alargados, y Bruenor volvió a temerse que saltara al cuello de su rey.

Sin embargo, Pwent, haciendo visibles esfuerzos, retrocedió.

—Soy tu rey —declaró Bruenor—. Soy tu amigo, siempre lo he sido, y tú eres mi amigo.

El vampiro consiguió hacer un gesto de asentimiento.

—Si fueras mi amigo, me matarías —dijo—. Pero no puedes, y no estoy dispuesto a dejarte.

Bajó la mirada hacia el túmulo y le dio una patada, tan fuerte que lanzó por los aires un gran montón de piedras.

Bruenor observó su propio cadáver, el hacha cubierta de muescas, que había sobrevivido intacta a las muchas décadas que habían pasado. Se fijó en su vieja armadura, propia de un rey, y en el escudo con el símbolo de la jarra espumosa que correspondía al clan Battlehammer, un escudo que había parado los ataques de cientos de enemigos. Observó el cráneo, su cráneo, de un blanco grisáceo con trozos descoloridos de piel seca. El hecho de darse cuenta de que estaba mirando su propia cabeza putrefacta fue tan perturbador que le llevó un rato darse cuenta de que le faltaba el yelmo de un solo cuerno. Intentó recordar dónde lo había perdido. ¿Acaso había caído al foso del primordial cuando él y Pwent habían cruzado el abismo a gatas?

Intentó convencerse a sí mismo de que ya no importaba.

—Quise suicidarme —prosiguió Pwent, que ignoraba por completo el conflicto interior de Bruenor—. Pensé que podría, pero cuando la luz del sol penetró en la cueva y me quemó, salí corriendo. M’escondí en la oscuridad, en la locura, pero no pienso rendirme, mi rey. ¡Voy a luchar!

Bruenor sacó su vieja y fiable arma de las manos del esqueleto.

—Pero… ¿Mi rey? —preguntó de repente Pwent y, por el tono de su voz, Bruenor supo lo que pasaría a continuación.

—¿Co-cómo? —tartamudeó Pwent—. ¡No pue’s ser él!

Bruenor se giró para mirar a su viejo amigo.

—Ah, pero lo soy, y esa es la peor parte. Tengo una historia que contarte, viejo amigo, y mucho me temo qu’es tan oscura como la tuya.

Cuando terminó, dirigió la vista hacia el trono de Gauntlgrym, el vehículo de poder divino que lo había rechazado con tanta fuerza. Había llegado hasta allí lleno de esperanzas, con fe renovada en Moradin y admirándose de la ingeniosa ocurrencia que había tenido al usar a Mielikki.

Sin embargo, tras haber sido rechazado, Bruenor no sabía muy bien qué pensar.

—Ayúdame a coger mi armadura y mi escudo —dijo.

Thibbledorf Pwent lo miró con gesto incrédulo.

—Soy yo, zopenco, y no recuerdo que m’hayas mirao así desde que Nanfoodle me envenenó pa’ ayudarme a salir de Mithril Hall.

Pwent pestañeó, sorprendido, mientras ponía en orden lo que acababa de oír.

—Mi rey —dijo, asintiendo, y fue a ayudar a Bruenor con el cadáver.

Mientras se ponía sus viejas vestimentas, le contó a Pwent la historia de Iruladoon, de la promesa a Mielikki y el encuentro acordado en la Cumbre de Kelvin. Se dio cuenta de que el vampiro no intervenía demasiado en la conversación, algo impropio de Thibbledorf Pwent, que siempre tenía alguna opinión que compartir, pero al mirar de cerca a su viejo amigo lo comprendió: en realidad, no estaba escuchando. De hecho, la forma en que lo miraba le advertía de que el vampiro, incluso entonces, luchaba contra el ansia propia de su dolencia. Bruenor se dio cuenta de que Pwent tenía sed de sangre, de cualquier sangre, incluso de la suya.

—¿Así qu’ahora te dedicas a matar drow, eh? —dijo Bruenor con rapidez, tratando de distraerlo.

—Sí, pero ya no tanto ahora que los de abajo saben de mi existencia —respondió Pwent—. Como ves, m’hice con unos cuantos y maté definitivamente a algunos más, pero la mayor parte del tiempo la paso en los túneles superiores, en vez de cerca de la forja, donde están los malditos drow.

—¿La forja?

—Sí, la’stán usando.

Bruenor hizo una mueca al pensar en los elfos oscuros tomando posesión de la forja de Gauntlgrym, uno de los talleres más reverenciados de su herencia Delzoun.

—Deberías marcharte —dijo Pwent, que parecía luchar con cada palabra que pronunciaba—. Te fallé, mi rey, no hagas que te falle aún más.

—Sin embargo, aún sigues vigilando esta estancia —respondió Bruenor, que se acercó un poco más y posó la mano sobre el recio hombro de su amigo—. Aun en tu estado, sigues vigilando esta estancia, mi tumba y el trono.

—Es todo lo que tengo —respondió Pwent con un hilo de voz—. Un clavo ardiente al qu’agarrarme… —dijo cada vez con menos voz.

Bruenor le dio unas palmaditas y asintió con actitud comprensiva.

—Mi leal Pwent —lo tranquilizó—. Fiel hasta el final.

Pwent meneó la cabeza.

—Es todo lo que nos queda a los enanos —dijo Bruenor—. La lealtá. El honor está en ser fiel a tu palabra y a tus amigos. No se nos pide na’ más, ni tampoco tenemos na’ más qu’ofrecer.

Al escucharse decir esas últimas palabras, Bruenor dirigió la vista al trono y pensó en su rechazo.

—Drizzt —dijo, más para sí que para Pwent.

—Sí, lo vi en los primeros días de mi afección —respondió, inesperadamente, Pwent, y Bruenor se volvió para mirarlo—. Fue él quien me dejó en la cueva al amanecer, pero creyó que era mejor de lo que en realidad soy. —Meneó la peluda cabeza y bajó la vista apesadumbrado.

Bruenor trató de averiguar de qué estaba hablando, pero tenía cosas más urgentes en las que pensar.

—Habría sido un buen enano, ese Drizzt, ¿no?

Demasiao flacucho —respondió Pwent—, pero sí, en su corazón lo hubiera sido. No hubo nadie que te fuera más fiel, aparte de mí.

—Una lealtad que no correspondí —murmuró Bruenor, que de repente se sentía bastante avergonzado. Volvió a mirar hacia el trono—. Un buen amigo —añadió en voz más alta.

—Sí, pero si lo fuera, hubiera acabado conmigo en aquella cueva —dijo Pwent, nuevamente en voz alta—. No se pue’ fiar uno del corazón de un vampiro.

Bruenor quedó aturdido por aquellas palabras y, al encontrarles sentido, lo comprendió por fin. Se giró, con el hacha lista.

Sin embargo, Thibbledorf Pwent había desaparecido.

Bruenor fue rápidamente de un lado a otro.

—¡Pwent! —lo llamó—. ¿M’estás dando caza, enano? ¡Pwent!

Siguió sin obtener respuesta.

Bruenor golpeó su escudo con el hacha.

—¿Pwent?

Oyó un ruido junto al trono y se giró de un salto justo a tiempo para ver cómo una nube del tamaño de un enano se alejaba flotando y después se colaba por entre las grietas del suelo. Bruenor corrió hasta allí, pero Pwent ya no estaba. Miró hacia el trono y, al fijarse en el asiento, vio su yelmo de un solo cuerno.

—Ay Pwent, mi Pwent —susurró Bruenor con lágrimas en los ojos. Dejó el hacha apoyada contra la parte frontal del trono y cogió el yelmo, la única corona que había llevado jamás, con ambas manos—. Mi leal Pwent —susurró, y pensó que, incluso con su afección, la maldición del vampirismo, Thibbledorf Pwent lo había avergonzado enseñándole cómo debía comportarse un enano.

Fidelidad.

Fue entonces cuando Bruenor lo comprendió con mayor claridad que nunca desde el día que había salido de Iruladoon. Dejó a un lado los pensamientos sobre si Moradin había engañado a Mielikki. Él, Bruenor, había hecho un juramento a cambio de resucitar, y ese juramento era acudir en ayuda de su amigo más leal. Drizzt Do’Urden había luchado por Mithril Hall y por Bruenor tan ferozmente como cualquier enano.

—Los Compañeros del Salón —dijo—. Qué tonto he sido.

Se puso el yelmo, cogió el hacha y con un gruñido decidido se sentó de un salto en el trono de Gauntlgrym.

—La sabiduría de Moradin —recitó—. Los secretos de Dumathoin. La fuerza de Clangeddin. Y por todos los enanos leales. El honor es lo único qu’existe pa’ un enano. Mi palabra y mi corazón. ¡Fidelidá!

Se recostó sobre el trono y cerró los ojos, notando cómo se empezaban a cerrar sus heridas.

Pensó en Catti-brie y en Regis, y, por supuesto, en Drizzt. Pensó en su muchacho Wulfgar y le deseó paz eterna en los Salones de Tempus. Pensó en el pobre Pwent y supo que debía volver a aquel lugar para proporcionarle descanso a su amigo.

Pero no lo haría solo.

Los Compañeros del Salón le darían la paz a Thibbledorf Pwent.

Desde luego.

—Se cree el dueño y señor —le llegó una voz, que lo arrancó de su ensimismamiento. Se incorporó y vio que se acercaban tres siluetas. Supo en seguida que eran elfos oscuros y vampiros, ya que había dos que caminaban con dificultad. El tercero sin embargo, que iba en el medio, parecía más ágil, más natural y, por un instante, Bruenor se preguntó si seguiría vivo.

—Tu amigo enano, el señor vampiro —dijo el drow, que no dominaba muy bien la Lengua Común. Bruenor tardó en descifrar sus palabras, ya que su pronunciación era irregular y poco natural—, nos toma por simples esbirros, pero quizá no todos lo seamos.

Bruenor no tuvo ni que descifrar aquella última frase para darse cuenta de sus intenciones asesinas.

Se preparó, tras indicarle al trono que lo lanzara contra ellos, aunque esta vez en su beneficio, cosa que hizo con gran potencia, lanzándolo por los aires mientras Bruenor gritaba a pleno pulmón:

—¡Moradin!

Cayó sobre los dos vampiros menores, que acabaron despatarrados sobre el suelo mientras que él aterrizó perfectamente equilibrado, utilizando el impulso para hacer oscilar su hacha a mayor altura. Justo cuando el vampiro drow se disponía a emitir un grito de protesta, su cabeza salió despedida de entre los hombros con un corte limpio, para a continuación perderse en la oscuridad.

Bruenor rugió, girando a la izquierda para hacer frente a la carga de aquellas dos criaturas menores. La fuerza de Clangeddin le recorrió los brazos, podía sentir a los dioses en su interior, aprobándolo mientras lanzaba un potente golpe con el hacha en sentido horizontal.

Uno de los drow no muertos se desplomó, partido por la mitad.

El enano se giró justo a tiempo para ver huir al tercero, que se elevaba por los aires para transformarse nuevamente en un murciélago.

—¡Ni se te ocurra! —gritó mientras le arrojaba el hacha, que voló directa a su destino.

El vampiro se estrelló contra el suelo y, cuando Bruenor llegó, lo encontró prácticamente hecho pedazos, a medio camino entre su forma drow y la forma de murciélago, con un brazo, un ala y la cabeza hechos un grotesco amasijo de huesos.

El enano se agachó, cogió el hacha por el mango y la arrancó.

—¡Fidelidá! —gritó a la oscuridad—. ¡Resiste, mi Pwent! ¡Te juro que t’encontraré y t’enviaré a la Patria enana, donde deberías estar!

Pero sabía que no era el momento. La estación ya estaba muy avanzada y el paso hacia el Valle del Viento Helado, que estaba al menos a unos diez días de camino hacia el norte, pronto quedaría cerrado. Si no llegaba antes de las primeras nevadas, no conseguiría llegar a Diez Ciudades en varios meses y, muy probablemente, no llegaría a tiempo para cumplir su juramento.

Sacó una antorcha de su mochila y la encendió con la que estaba a punto de extinguirse junto al cadáver destrozado de Vestra. Rezó una breve oración por sus tres compañeros caídos, pero no pudo detenerse a hacerles unos túmulos y, además, tampoco es que lo merecieran. Bastante generoso había sido rezando la oración.

Así pues, partió con su yelmo de un solo cuerno y su escudo con el emblema de la jarra de cerveza, llevando el hacha llena de muescas al hombro y en su interior la sabiduría de Moradin, los secretos de Dumathoin y la fuerza de Clangeddin.

El rey Bruenor Battlehammer de Mithril Hall.

Además, lo que era más importante ahora que lo comprendía, el amigo Bruenor Battlehammer de los Compañeros del Salón.