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TÚMULO PARA UN REY

Año de la Comadreja Atareada (1483 CV)

Neverwinter

-N

unca he conocido a un enano que no fuera de fiesta en día de paga —le dijo Jelvus Grinch al prometedor enano de la guardia.

—Ya salí hace dos semanas —respondió el enano—. Y seguramente lo haré otra vez muy pronto. No te lo tomes como algo personal.

El viejo ciudadano de Neverwinter sonrió amigablemente.

—No lo haría nunca con un hijo de Bonnego Battleaxe —replicó, recordando con añoranza años muy lejanos.

Mucho tiempo atrás, Jelvus Grinch había sido el líder de facto de la ciudad, el Primer Ciudadano, endurecido en el combate. Todos los esforzados ciudadanos que luchaban por la incipiente ciudad en aquellos tiempos difíciles solicitaban su consejo.

Ahora le habían asignado un puesto menor, al parecer por cortesía. La general Sabine estaba al mando de los muchos mercenarios contratados para la protección de la ciudad, pero le permitía a Jelvus controlar a un pequeño grupo de ellos. Era una prueba de respeto, nada más. Bruenor se había dado cuenta al llegar a Neverwinter, pero al menos era algo.

Los humanos elevaban rápidamente a sus héroes, pero con la misma facilidad los dejaban caer para poner a otros en su lugar.

—Con ninguno cuya familia contara a Drizzt Do’Urden entre sus amigos —prosiguió Jelvus Grinch, asintiendo con la cabeza.

—Ah, mi pa’ m’hablaba d’ese a menudo. Tipo extraño, a lo que parece.

—Único —corrigió Jelvus Grinch.

—¿Alguna vez lo has visto por aquí? —preguntó Bruenor, que había llegado a Neverwinter a comienzos de 1483, utilizando el mismo alias que en su anterior visita a la región.

Cuando Drizzt y él habían pasado por allí buscando Gauntlgrym hacía ya décadas, Bruenor viajaba con el mismo nombre que ahora, Bonnego Battleaxe, salvo que ahora decía que era su hijo.

—¿A Drizzt? —preguntó Jelvus—. No, no, y se dice por ahí que ya no se lo puede encontrar en ninguna parte.

—¿Qu’es lo que sabes? —preguntó Bruenor después de tragar saliva.

—Nadie ha sabío nada de Drizzt desde hace muchos años, eso es lo que se dice —respondió el otro—. Aunque muchos anduvieron buscándolo. Extraños personajes —añadió con una risita—. Otro elfo drow… no recuerdo su nombre, pero una figura extraordinaria. Por lo que recuerdo, ese parecía muy empeñao en encontrarlo.

—¿Con un parche en el ojo? —preguntó Bruenor.

Jelvus Grinch lo miró un momento con expresión de curiosidad.

—Sí.

—Jarlaxle —dijo Bruenor—. Mi pa’ m’habló mucho d’ese. Tipos raros, esos drow, y no se pue’ confiar en ellos.

—No es el caso de Drizzt —respondió rápidamente Jelvus Grinch—. No he conocido otro de ninguna raza al que pudiera considerarse tan leal.

Bruenor no pudo evitar un gesto de dolor ante el recuerdo. Dolido y avergonzado, teniendo en cuenta su propósito y sus intenciones actuales.

—Este enano espera que ese ande to’avía por ahí —respondió Bruenor.

Cogió su paga de los diez últimos días de manos de Jelvus Grinch y la metió en una bolsa que llevaba colgando del cinto. Sopesó la bolsa, asintió con la cabeza y se alejó con la confianza de tener ya fondos suficientes para cerrar el trato.

La ciudad de Neverwinter todavía no se había recuperado del todo de la devastación producida por la erupción volcánica de cuatro décadas atrás. La zona aledaña al río y el puente del Draco Alado habían sido reconstruidos y se habían convertido en una zona floreciente, pero fuera de las nuevas murallas quedaban muchas ruinas de la vieja ciudad. Todas las noches podían verse luces allá afuera, entre las ruinas, cuando tanto viajeros de bien como vagabundos buscaban refugio en los esqueletos abandonados de casas que llevaban muertas mucho tiempo.

Y todas las noches Bruenor se instalaba encima de la muralla escudriñando esas ruinas, vigilando un edificio en particular a la espera de algún signo de vida. La noche anterior había visto el reflejo de un fuego en la ventana vacía, y esa noche, la noche señalada, volvía a estar allí.

El enano se retiró de la muralla y recorrió un camino por los bulevares abandonados hasta salir por los portales desiertos. Sabía que muchas miradas estaban puestas en él, desde canallas y salteadores de caminos hasta viajeros inocentes, entre otros. Sin embargo, a él se lo tenía por un mercenario formal vinculado a la guarnición de Neverwinter y llevaba al hombro, con la indolencia de la costumbre, un hacha. La verdad, frustrado y furioso como estaba, al enano casi le habría venido bien una emboscada.

Llegó al mencionado edificio, hizo una pausa ante el desvencijado portalón y emitió tres agudos silbidos. Ni siquiera esperó la respuesta apropiada, que llegó en el momento en que atravesaba el umbral. Al final del corredor y después de atravesar una puerta improvisada, encontró a sus asociados: un par de hombres, halfling y humano, y una joven elfa.

—Vaya, aquí está el joven Bonnego con nuestras monedas —dijo el humano, Deventry, un tipo delgado de cara afilada y barba completa marcado por varias feas cicatrices—. ¡Puede que esta noche durmamos en una verdadera posada!

—Dinero tirado —dijo Vestra, la elfa, que llevaba una capa verde con capucha que a Bruenor le recordó a una muy parecida que solía usar Drizzt.

Su larga cabellera rubia estaba recogida sin cuidado dentro de la capucha, y sus delicadas facciones tenían vestigios del polvo del camino. A pesar de todo, era bonita, pensó Bruenor, al menos dentro de lo que los esbeltos elfos pueden considerar atractivo.

—Me duele la espalda —insistió Deventry—. Lo dicho, una noche en una cama.

—Sin duda compartirás las sábanas con los piojos —replicó Vestra con una risita.

Deventry hizo con la mano un gesto despectivo.

—Veinte piezas de oro, entonces —le dijo a Bruenor.

—Cuando vea el mapa vosotros veréis el oro.

Deventry sonrió e hizo un gesto con la cabeza al tercero del grupo, el halfling al que llamaban Susurro porque, al menos según la experiencia de Bruenor, jamás decía una palabra.

Susurro sacó un tubo que contenía un rollo de pergamino mientras Deventry hacía a un lado los platos y los restos de su reciente comida, despejando un lugar entre los tres.

—Aquí está tu mapa, como pediste —dijo Deventry mientras ayudaba a Susurro a desenrollarlo.

Bruenor se inclinó, pero el hombre le ganó de mano y no le permitió ver.

—¿Te crees que lo vas a memorizar gratis? —le reprochó Deventry—. ¡Nos ha llevado medio verano hacerlo, y de buena fe!

—Buena fe y veinte piezas de oro —le recordó Bruenor—. Y no, no temas, no lo voy a grabar todo en mi cabeza. Y ahora apártate, porque hay una o dos cosas que me permitirán ver si es verdadero, y cuando las vea donde deben estar, tendrás tu dinero.

Deventry consultó a Vestra con la mirada y cuando la elfa asintió, se apartó del mapa.

Bruenor encontró en seguida el valle rocoso y eso hizo que su memoria se remontara a muchos años atrás. Allí Drizzt y Dahlia habían defendido la retaguardia contra los fanáticos Ashmadai mientras Bruenor, Athrogate y Jarlaxle —¡vaya trío!— buscaban la cueva que los condujera a la Antípoda Oscura y a Gauntlgrym. El enano amplió su búsqueda en el mapa; al parecer, todo encajaba debidamente.

—Habéis encontrado el barranco rocoso —dijo.

—Ya —replicó Deventry.

—¿Y qué había más allá de él, hacia el este?

Deventry lo miró con curiosidad, luego echó una mirada a Susurro, que señaló el mapa.

—Un ancho valle —respondió Vestra.

—¿Lleno de rocas?

—Sí, y lleno de cuevas.

Bruenor asintió y no pudo evitar una sonrisa de satisfacción. Sus exploradores habían encontrado la entrada a Gauntlgrym. Echó mano a su bolsa y sacó un puñado de monedas variadas entre las que buscó y contó veinte piezas de oro que, en realidad, eran la mayor parte de su fortuna.

De hecho, cuando retiró la cantidad convenida, sólo le quedaban una pieza de oro y un puñado de monedas de plata y de cobre.

Se las alargó a Deventry, quien se preparó para recibirlas, pero Bruenor no las soltó inmediatamente. Lo miró fijamente, sopesando sus opciones, y luego ofreció:

—Habrá más si me lleváis hasta allí.

Le entregó las monedas al hombre y a continuación miró a los tres, uno por uno.

—¿Llevarte y dejarte allí? —preguntó Vestra.

Bruenor consideró las posibilidades que se le presentaban. El viaje hasta las cuevas podría ser peligroso, y el viaje por el interior de la Antípoda Oscura aún más. ¿Se atrevería a revelarles a estos tres la entrada a la asombrosa Gauntlgrym?

Sonrió y asintió mientras pensaba en los fantasmas que poblaban la antigua ciudad. Era probable que el mismísimo Stokely Silverstream estuviera allí en ese instante, dijo para sus adentros, junto con cien enanos del Valle del Viento Helado, aunque en Mithril Hall nadie dio señales de saber nada sobre Gauntlgrym como no fuera lo que se contaba sobre una antigua batalla.

Con todo, el enano pensaba que muchos habían dado con el lugar, sin duda. Los fanáticos Ashmadai sabían de ella, lo mismo que Stokely y sus muchachos.

—Tal vez —le respondió a Vestra—. O seguirme por el interior de los túneles. No os preocupéis, daréis por bien empleao vuestro tiempo.

—Cincuenta piezas de oro por llevarte —dijo Deventry.

—Serán diez, ni un cobre más —respondió Bruenor, y bien que le habría gustado tener las diez para dárselas. Sin embargo, no podía esperar diez días más y recibir la siguiente paga.

—Veinte o no hay trato —dijo Deventry.

Bruenor se encogió de hombros y recogió el mapa por el que había pagado. Lo enrolló y lo metió en el tubo que guardó dentro de su chaleco.

—Bueno, pues nada —dijo, y se volvió para marcharse.

—¡Qué sean diez, vale! —le gritó Deventry.

Bruenor no se volvió.

—Puerta noroeste al alba —dijo y se marchó.

Tenía que encontrar a Durham Shaw, capitán de la Muralla, y anunciar su marcha. Su permanencia en Neverwinter tocaba a su fin. Tenía en perspectiva Gauntlgrym y después de eso Mithril Hall.

El rey Bruenor Battlehammer tenía una guerra que librar.

La brisa nocturna traía consigo el inconfundible frescor de los últimos días del verano, lo cual le recordó a Bruenor que su plazo para volver a la Marca Argéntea se estaba agotando rápidamente. Se preguntaba si podría ir a Puerta de Baldur o a Aguas Profundas y contratar allí los servicios de un mago que mediante un conjuro de teleportación lo hiciera llegar hasta allí. O tal vez podría encontrar a una poderosa encantadora que le proporcionara un carro volador de fuego vivo.

El enano hizo un gesto negativo ante esa idea al recordar demasiado bien la última vez que había intentado algo así.

—¿Y bien? ¿Vas a compartir lo que piensas o simplemente te vas a quedar ahí refunfuñando el resto de la noche? —inquirió Vestra.

—¿Eh? —respondió Bruenor, cogido por sorpresa. Estaba completamente ensimismado. Miró alrededor del fuego y a los dos que tenía enfrente—. ¿Dónde está la pequeña rata?

—Explorando el camino por delante —replicó Deventry.

—Susurro cree que hay un camino más rápido hacia el valle de las cuevas —añadió Vestra.

—¿Más rápido? ¿Cuánto? —quiso saber Bruenor.

—Te estás poniendo un poco ansioso, ¿no? —preguntó Deventry—. ¡Nuestra paga será la misma, tanto da que sean diez días o sólo dos!

—Tengo mucho camino por delante —contestó Bruenor con tono calmado—. Y cuando veáis lo que estamos buscando, lo entenderéis. Puede que incluso os interese seguir el viaje conmigo.

Mientras hablaba asentía con el gesto, sopesando las posibilidades. Si podía llegar a Mirabar, unos trescientos kilómetros hacia el norte, pero siguiendo caminos bien señalizados y bastante estables, encontraría aliados poderosos, incluido un número considerable de enanos. En cuanto les revelara su verdadera identidad, las nieves invernales no serían obstáculo para que quisieran cruzar con él el Bosque Acechante hacia Mithril Hall.

—Yo estoy aquí por tu dinero y nada más —le recordó Deventry en un tono que le bastó para recordarle a Bruenor el poco aprecio que tenía por este patán agresivo.

Sin embargo, el enano controló rápidamente sus sentimientos personales hacia el hombre. La misión era más importante. Estaba solo en esto, salvo por estos tres, y era difícil encontrar ayuda cualificada en estas tierras salvajes.

M’apuesto a que vas a cambiar d’idea —respondió, pero al desgaire y con una ancha sonrisa—, pero si no, que sepas que mi dinero es más de lo que podrías cargar.

—Es un buen dato —señaló Vestra.

—Llevadme al valle de las cuevas y seguidme por el túnel un par de días y lo entenderás, elfa —respondió Bruenor con un gesto afirmativo.

—¿Por un túnel? —respondió Vestra, al parecer no demasiado entusiasmada por la misión.

—Yo no me comprometí a nada de eso —señaló Deventry.

Bruenor cerró los ojos, sonrió, y empezó a silbar la melodía de una vieja canción mientras recitaba mentalmente la letra, en la que se hablaba de tierras perdidas y minas profundas y tesoros sin fin.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, encontró a sus tres compañeros reunidos mientras el halfling hacía algo en el suelo con su daga.

—¿Qu’ha encontrao? —preguntó Bruenor.

—Las cuevas… hoy —respondió Vestra.

Se pusieron en marcha, rodeando el lado meridional de una colina y atravesando un ancho valle para acortar. La montaña de cima plana apareció a la distancia, hacia el norte, y al verla Bruenor retrocedió muchos años y recordó la erupción del volcán y la destrucción de Neverwinter. Ese acontecimiento estaba grabado en la memoria de sus dos vidas y podía rememorarlo como si hubiera tenido lugar el día anterior.

Susurro los conducía a buen ritmo. Hicieron un alto para una breve comida y otra vez se pusieron en marcha atravesando el bosque.

Bruenor oteó el horizonte, asintiendo al ver, a lo lejos, en el noroeste, el acceso que había tomado en su último viaje a ese lugar.

—¿Y bien? —preguntó Deventry.

El enano estudió las paredes del valle, tratando de imaginarlas desde la perspectiva opuesta.

—Aquella —decidió, señalando una de las muchas bocas de cuevas visibles desde ese ángulo.

—Nos dijiste que te trajéramos al valle, y aquí estamos —replicó Deventry alargando la mano.

—No seas tonto, chico —dijo Bruenor—. Ven conmigo y escucha lo que tengo que contaros, verás algo que te cambiará la vida.

—Diez piezas de oro —exigió Deventry.

Bruenor apuntó con su barbudo mentón hacia la cueva distante.

—Estoy dispuesto a doblarlo —dijo—. El doble para cada uno de vosotros.

—¡Paga ya, Bonnego! —volvió a exigir Deventry.

—Acabo de prometer sesenta, y si supieras mi verdadero nombre sabrías que eso es una nimiedad —respondió Bruenor con una risita y poniéndose en marcha mientras sus tres compañeros se quedaban mirándose los unos a los otros.

Deventry cogió al enano rudamente por el hombro y lo obligó a volverse.

—¡Diez! —exigió.

Al darse la vuelta, Bruenor giró hacia arriba el brazo y el hombro por encima del brazo del hombre que lo sujetaba y que quedó sujeto bajo su axila por la muñeca. Después se volvió y retorció con fuerza, echando el hombro hacia atrás y dando a Deventry un fuerte tirón que lo hizo chocar contra él, que no se movió ni un paso.

Con la mano que le quedaba libre, Deventry trató de alcanzar su espada, pero Bruenor fue más rápido y, cogiéndolo por la pechera de su casaca, le dio una buena sacudida. A continuación, echó el brazo hacia afuera con una fuerza sorprendente, obligando al hombre a retroceder unos pasos, que lo llevaron al borde del valle, donde perdió el equilibrio y cayó al suelo, rodando por la pendiente cubierta de hierba.

—La oferta sigue en pie —gritó Bruenor, dirigiéndose hacia la entrada de la cueva.

Los otros dos ayudarían a Deventry y tratarían de hacerlo entrar en razón, eso creía Bruenor. Y si se equivocaba, usaría su hacha para acabar con aquel necio y seguiría solo.

Bastaron unos instantes para convencerlo de que no se equivocaba.

—¿Qué es ese lugar? —preguntó Vestra sin aliento mirando a través del pequeño estanque subterráneo hacia una pared de piedra labrada de lo que parecía un castillo.

¡Un castillo subterráneo! Estaban en una gran estancia iluminada por la luz verdosa de un extraño liquen fosforescente. La gran caverna estaba sembrada de pilares naturales, muchos de ellos con elaboradas barandillas que subían en espiral a su alrededor. La escena se completaba con setas gigantes que crecían sobre todo al borde del estanque y cuyo sombrero enorme tenía en la parte interior una tonalidad anaranjada que reflejaba, ampliaba y distorsionaba la luminosidad de los líquenes.

—La Patria de los enanos Delzoun —explicó Bruenor.

—¿Los tuyos están ahí dentro? —preguntó la elfa.

—Podría haber algunos o podría estar vacío. Y podría ser que no llegáramos a la profundidad suficiente pa’ encontrarlos. Lo que yo quiero está na’ más atravesar esa puerta.

Bruenor asió el hacha y se dirigió a una seta cercana. Unos cuantos golpes bastaron para derribarla, y el enano empezó a cortar el enorme sombrero circular.

—Está haciendo una balsa —les explicó Vestra a los demás.

—Estáis invitados a venir si queréis, o a lo mejor preferís esperarme aquí fuera. No tardaré mucho.

Susurro ya estaba a su lado, ayudándole a vaciar el sombrero del hongo, y ese hecho y la expresión de la cara del halfling le hicieron saber a Bruenor que no iba a entrar solo en el complejo.

Lo cierto es que entraron los cuatro juntos, aunque fueron necesarios tres viajes para trasladarlos a todos a través de las oscuras aguas.

Bruenor abría el camino, pero su andar se hizo bastante más lento cuando cruzó el umbral de Gauntlgrym, ya que cada paso estaba cargado de solemnidad y de poderosos recuerdos. Vestra iba detrás de él portando una antorcha y su sombra se proyectaba por delante de Bruenor, bamboleándose a la luz titilante del fuego. En cierto modo, esa inconsistente danza de sombra le pareció adecuada, tan etérea e irreal como toda la aventura. El peso que sentía sobre sus hombros no hacía más que acrecentarse a medida que avanzaban por el corredor de acceso hasta el gran salón de audiencias de Gauntlgrym. A la derecha, sobre el estrado, estaba el trono, aquel asiento que por medios mágicos, aunque sólo temporalmente, había imbuido a Bruenor de la capacidad de liderazgo de Moradin, la perspicacia de Dumathoin y el vigor de Clangeddin en su batalla con el bálor Errtu. Todo lo recordó de forma vívida, la victoria suprema para hacer volver al primordial de fuego a su prisión de agua.

El enano se concentró en ese trono mientras atravesaba la enorme estancia. Sus tres compañeros susurraban impacientes detrás de él, pero no le adelantaban.

Se acercó al trono y fue aminorando la marcha hasta detenerse al vislumbrar los dos túmulos que se habían levantado al otro lado del mismo. Recordó lo que había afirmado Catti-brie en el bosque mágico y supo de inmediato lo que eran y quiénes podían estar enterrados dentro: uno para Bruenor y uno para Thibbledorf Pwent.

Las piedras de uno de ellos habían sido apartadas dejando un agujero. Bruenor se preguntó si esa sería su tumba. ¿Habría expoliado alguien su tumba y profanado su cuerpo? Tuvo un momento de pánico y tragó saliva por la posibilidad de que alguien se hubiera adelantado al propósito que lo traía hasta aquí.

Tan absorto estaba que a duras penas se dio cuenta de que Vestra, Deventry y Susurro le habían adelantado y se acercaban al trono.

—¡Más os vale no tocar na’! —gritó Bruenor a modo de advertencia en el último momento, cuando Susurro ya alargaba la mano hacia la madera lustrada del ornamentado brazo del trono.

—¿Nos has traído aquí para amenazarnos? —dijo Deventry volviéndose airado hacia él—. ¡Si hay tesoros, son tan nuestros como tuyos, enano, aunque tenga que cortarte el gañote para conseguir mi parte!

Bruenor miró a Deventry con dureza y pasó a su lado.

—Es un trono para enanos, zopenco —dijo, y se sentó en él.

Tuvo un primer atisbo de perspicacia, seguridad y vigor, pero en seguida se desvanecieron cuando sintió el enfado del trono, un rechazo emocional y físico palpable, que lo lanzó por los aires hasta que aterrizó pesadamente en el suelo.

Horrorizado, el rey Bruenor se recogió hasta quedar sentado y volvió a mirar el trono.

¡Moradin lo había rechazado!

Sus tres compañeros se rieron de él.

—O sea que está cargado de magia —dijo Vestra—. Benévola o malévola, o tal vez un poco de cada cosa.

—Pues no parece muy afín a los enanos —dijo Deventry con una risa burlona.

Bruenor no supo qué responder. Su mente era un torbellino. Sin duda había maldecido a Moradin y a los demás con convicción en estos veinte años de su segunda vida, pero todo eso había quedado atrás. Por fin había visto la verdad: que había vuelto para deshacer los entuertos del rey Bruenor, que Mielikki no había sido más que un pretexto para conseguir un fin superior. Se había dado cuenta de los errores en que había caído y había vuelto a encontrar el buen camino.

Pero, entonces, ¿por qué lo había rechazado el trono?

Se preguntó si sería la consecuencia de cambios físicos, si se debería a que su sangre no era ahora la de un rey, sino la de un capitán de la guardia. No cabía duda de que se parecía al joven Bruenor, pero la sangre que corría por sus venas era la de Reginald Roundshield y Uween, y no la de Gandalug.

Parecía tan trivial, casi una burla para el propósito de los dioses y del trono. Él era el rey Bruenor. Había visto la verdad y corregido su trayectoria y también su actitud hacia los dioses que le daban poder.

—Os burláis de mí —les susurró a los dioses, entre sombríos pensamientos que parecían elevarse del suelo a su alrededor, sumiéndolo en las sombras de una melancolía desesperanzada. Tan perdido estaba en sus pensamientos que casi no reparó en que sus tres compañeros estaban de pie rodeando el trono en encarnizada discusión, echando algo a suertes con unas pajas que habían sacado de un jergón roto.

Bruenor se puso de pie con gran esfuerzo y avanzó hacia ellos con paso vacilante.

—No os atreváis —dijo.

—¿Un trono para enanos? —dijo Deventry con tono irónico—. Parece que la silla no estaba de acuerdo con tu descripción.

Bruenor trataba en vano de encontrar las palabras para explicar debidamente aquello. Observó que Susurro se frotaba las pequeñas manos ansiosamente y que Vestra lo empujaba hacia el trono.

—¡No lo hagas! —le advirtió.

—¡Vamos a probar por turnos! —le gritó a su vez Deventry.

El halfling saltó al asiento y se volvió, con las manos sobre los reposabrazos. Su expresión siguió denotando ansiedad unos instantes, pero luego se transformó en confusión y cambió rápidamente a un gesto de malestar. Empezó a sacudirse espasmódicamente, como si estuviera recibiendo descargas de energía por la espalda, que es precisamente lo que estaba sucediendo. Intentó gritar mientras la boca se le desfiguraba extrañamente.

—¡Sacadlo de ahí! —gritó Bruenor dando un paso vacilante.

Vestra corrió hacia Susurro, pero en ese momento, el trono lanzó despedido al halfling, no como lo había hecho con Bruenor, sino con mucha más violencia, haciendo saltar al pobre Susurro por los aires. El halfling golpeó de refilón a Vestra, hiriéndola en la cara y derribándola con un tirabuzón. Su vuelo acabó a diez largas zancadas del trono. Aterrizó torpemente, con una pierna estirada debajo del cuerpo. El chasquido del hueso resonó en toda la estancia. Se golpeó el hombro y la cabeza, de lado, contra el suelo de piedra, y siguió rodando hasta chocar contra la pared, donde quedó tirado, sufriendo. ¡Y vaya si gritaba aquel halfling supuestamente mudo!

Los otros tres corrieron hacia él. Vestra trató de ponerlo boca arriba y por sus espasmos se vio claramente que estaba intentando no vomitar ante las heridas de su compañero. Tenía la espinilla partida y los huesos sobresalían de la piel.

—¿Qué has hecho? —le gritó Deventry a Bruenor.

—¡Os dije que no lo hicierais! —le contestó el enano.

Pero Deventry lo empujó. Bruenor se limitó a dar un paso atrás para afirmarse mejor mientras le respondía con un temible gancho de derecha que lo hizo salir despedido y caer de lado en el suelo.

—¡Y la próxima vez te las verás con mi hacha! —le advirtió Bruenor.

—¿Qué es lo que sabes? —inquirió Vestra, apartándose del halfling y acercándose a Deventry para ayudarle a ponerse de pie.

—Lo que sé es que tu amigo estaba pensando en saquear este lugar y el trono, que lo protege, se enteró. ¡Por eso recibió lo que le corresponde a un ladrón!

Deventry empezó a gritarle. Susurro seguía gritando y gimiendo, pero Vestra se impuso al jaleo reinante.

—¡No, Bonnego, hay algo más! —insistió—. ¿Qué sabes sobre ese trono, sobre este lugar?

Bruenor tragó saliva.

—Mi nombre no es Bonnego —dijo, pero los otros no lo oyeron.

Se volvió y les hizo señas de que lo siguieran mientras se dirigía, bordeando el trono por la derecha, hacia los túmulos.

—¿Qué hacemos con él? —oyó que preguntaba Deventry a sus espaldas.

—Llevarlo con nosotros —dijo Vestra, decidida.

A pesar de su necesidad imperiosa de examinar las tumbas, de ver si era la suya o la de Pwent la que había sido profanada, Bruenor se volvió para mirar a aquellos tres. Debían dejar descansar a Susurro. Había que entablillarle la pierna y recolocarle el hombro antes de intentar moverlo.

Pero, al parecer, Deventry no era ni tan listo ni tan compasivo. Se acercó para levantar al halfling, que reduplicó los manotazos y los gritos. Con sus movimientos descontrolados golpeó al hombretón en un ojo, y sus gritos se volvieron todavía más fuertes cuando el otro lo dejó caer otra vez en el suelo.

—¡Va a poner a la cueva entera contra nosotros! —gritó Vestra—. ¡Cállate, Susurro!

Deventry se cubría el ojo herido con la mano y su cara era una máscara de furia. Con la mano libre asió la espada y la sacó del cinto, y antes de que Vestra pudiera siquiera gritarle para volverlo a la cordura, el hombre descargó un golpe brutal y certero.

Susurro dejó de gritar.

Bruenor se estremeció de indignación y de enfado consigo mismo por haber traído a estos tres monstruos a la sagrada Gauntlgrym. Miró el trono… tal vez ese fuera el motivo por el que lo había rechazado.

Se dirigió hacia su tumba con mayor determinación, cuando oyó la voz de Deventry a sus espaldas.

—¡Da la cara, enano!

Siguió caminando.

—¡Bonnego! —le volvió a gritar el otro, esta vez desde mucho más cerca.

Entonces Bruenor se volvió para responder al desafío, hacha en mano. Se encontró con Deventry y Vestra frente a él, con las armas desenvainadas y preparadas.

—Mi nombre no es Bonnego —dijo Bruenor con los dientes apretados—. Es Bruenor, Bruenor Battlehammer. Rey Bruenor Battlehammer de Mithril Hall. Tal vez hayáis oído hablar de mí.

Los dos se miraron con expresión perpleja, era evidente que no habían oído hablar de él. A continuación se volvieron otra vez hacia Bruenor, amenazándolo con sus espadas.

—¿Y qué tienes que ofrecer a cambio de tu vida? —preguntó Vestra—. Como compensación por la muerte de Susurro.

—Sobre eso último tendrías que reclamarle al grandote que tienes por compañero.

—¡La silla lo mató! —le replicó Deventry—. Este lugar lo mató, y tú nos trajiste aquí.

—La estupidez lo mató —lo corrigió Bruenor con una sonrisa torva—. Y el estúpido eres tú.

Deventry lanzó un gruñido y arremetió contra Bruenor, tratando de asestarle un tajo desde arriba. Bruenor alzó el escudo redondo y lo interceptó sin problema. En el mismo movimiento, el enano lanzó un golpe transversal con el hacha que obligó a Deventry a meter la tripa para adentro y echarse hacia atrás. El hombre tocó el suelo sin problema, inclinado hacia adelante con la evidente intención de contraatacar a Bruenor en diagonal, pero el enano era un guerrero demasiado avezado como para no esperar esa maniobra. Retrajo el arma en pleno golpe de través y giró la muñeca invirtiendo la dirección del corte mientras daba un paso hacia adelante.

Una vez más retrocedió Deventry, pero esta vez no lo hizo tan a tiempo, ya que el hacha atravesó su cota de malla y le desgarró no sólo la camisa, sino también la piel, dejando un verdugón y un rastro de sangre.

—¡Rodéalo por la derecha! —le dijo Deventry a Vestra con una mueca de dolor—. Flanquéalo.

—Eso, flanquéame y dame ocasión de elegir con cuál de los dos acabo primero. ¡Perros! —dijo Bruenor, y arremetió con una feroz rutina casi superando al pobre Deventry incluso antes de que hubiera empezado la pelea realmente.

El hombre no supo muy bien qué hacer con su arma y la desvió primero hacia la izquierda para parar el hacha, reculando después cuando el escudo de Bruenor lo golpeó en las costillas.

—¡Vestra! —gritó Deventry retrocediendo vacilante y echándole una mirada a su compañera.

Aunque Bruenor llevaba las de ganar y estaba seguro de acabar con él rápidamente, la mirada sorprendida del hombre hizo que también se tomara un momento para mirar a la elfa.

Vestra tenía la mirada fija a lo lejos y se había quedado blanca.

Sólo atinó a susurrar una palabra:

—Drow.

Bruenor la oyó nítidamente y se dio la vuelta pensando por algún motivo que tenía que ser Drizzt que venía en su auxilio… ¿Acaso no había venido siempre Drizzt a rescatarlo?

De inmediato vio a las dos figuras que avanzaban con lentitud, decididas, con los brazos extendidos, las manos semicerradas en forma de garras y los ojos rojos y relucientes.

—¡Más! —gritó Deventry.

Bruenor siguió el sonido de su voz y a continuación su mirada y vio a otro par que caminaba hacia ellos. Algo no cuadraba, el enano lo supo en seguida, porque esos enemigos no se movían con la agilidad ni con la velocidad propias de los elfos oscuros. ¡Ni mucho menos!

Observó atónito cómo un gran murciélago alzaba el vuelo junto a los dos que avanzaban sobre Deventry, giraba sobre sí en pleno aire al tiempo que se alargaba, saliendo de la voltereta bajo la forma de otro elfo oscuro.

—¡Vampiros! —oyó que gritaba Vestra.

Se volvió a mirarla, pero no encontró sus ojos, porque ella, antorcha en mano, corría hacia la salida.

—¡Eh, escapa! —dijo el enano volviéndose hacia Deventry, pero vio que el hombre ya estaba luchando con dos de los no muertos.

Con una ligereza sorprendente, esquivaron sus feroces ataques y cuando uno consiguió introducirse por detrás de la defensa y golpear al hombre en un hombro, este se elevó del suelo y salió disparado hacia un lado por la simple fuerza del impacto.

Con un gruñido, Bruenor se disponía a correr en ayuda del hombretón, pero frenó en seco y le gritó una advertencia a Vestra al ver que en torno a ella el aire se poblaba con más seres alados. Ella trató de ahuyentarlos con su antorcha, primero a los murciélagos, luego a los vampiros y finalmente la antorcha salió despedida y fue a parar al suelo cuando tres formas cayeron sobre la mujer elfa, derribándola mientras ella no paraba de gritar.

Bruenor no sabía adónde acudir. Hizo ademán de ir hacia Deventry, pero encontró al hombre sacudiéndose con una criatura drow sobre la espalda que lo mordía en el cuello y en la cabeza. Deventry consiguió darse la vuelta defendiéndose con manos y pies. Había conseguido alzar la espada por encima del hombro y la clavó hasta el fondo en la criatura, que cayó con un grito sobrenatural, pero llevándose consigo la espada de Deventry. El hombre corrió tras ella, desesperado por recuperar su arma, pero no había andado más de uno o dos pasos cuando ya tenía encima a otras dos criaturas que le clavaban las garras y lo mordían rabiosamente.

Bruenor no vio la última parte, porque en ese momento otro par de elfos oscuros no muertos se lanzaron contra él tratando de alcanzarlo con sus frías garras.

Su hacha alcanzó a uno de lleno y lo hizo a un lado, pero no podía ganar. Lo entendió por los gritos de Vestra, que sin duda estaba en los postreros momentos de su vida.

Bruenor corrió hacia el trono, invocando a Moradin, reclamando la fuerza que había conocido antes.

No podía ganar ni podía escapar porque dos elfos venían pisándole los talones.

Si saltaba sobre el trono y era rechazado, fallecería incluso antes de poder ponerse de pie. Lo sabía.

Fue así que desvió su trayectoria, rodeando el trono y dirigiéndose a las dos tumbas, aunque sin saber el motivo. ¡Sus perseguidores estaban demasiado cerca!

Se detuvo y se enfrentó a ellos, lanzando un hachazo que alcanzó al más próximo en un costado. La cabeza del hacha se hundió en él hasta la mitad y lo lanzó despedido. Bruenor a duras penas pudo sostener el arma y a punto estuvo de perder el equilibrio cuando el otro vampiro se le echó encima con avidez.

El enano se detuvo, afirmó su pie y se echó hacia atrás en un rápido movimiento en sentido contrario, casi sin pensar en el movimiento, mientras revoleaba el hacha de guerra haciéndola dar vueltas en el aire.

Alcanzó a su atacante en pleno pecho con tremenda fuerza y lo lanzó hacia atrás donde se perdió en la oscuridad.

Bruenor no se lanzó a perseguirlo, sino que se volvió hacia las tumbas, hacia el túmulo que se mantenía intacto.

Confiaba en que fuera su tumba y rogaba que su arma estuviera dentro. Deslizándose hasta el suelo, echó mano de la piedra más próxima del túmulo y la hizo girar hacia un lado. Para entonces, Vestra ya no gritaba y Bruenor procuraba no oír las llamadas frenéticas de Deventry y centrarse en cambio en su tarea desesperada, aparentemente inútil.

—¡Me están comiendo! —gritaba el hombre, y Bruenor tragó saliva y retiró otra piedra.

Oyó un movimiento detrás de sí mientras retiraba la tercera piedra y, en lugar de hacerla a un lado, la cogió en la mano, se volvió y la arrojó en la cara del vampiro que se le venía encima, derribándolo.

Bruenor se dio la vuelta y cayó de rodillas. En ese momento descubrió que realmente era su tumba, porque vio dentro una parte del esqueleto con las manos sujetando el mango de un arma que sin duda reconoció.

Escarbó con desesperación para llegar a ella, confiando en que si volvía a tener en la mano aquella hacha tan mellada conseguiría salir de esa, dejando trozos de vampiros drow sembrados a su paso.

¡Casi la tenía!

Una pesada bota le aplastó el antebrazo contra las piedras, parando en seco su avance.

Los vampiros se reunieron en torno a él, rodeándolo completamente, mirándolo codiciosamente con sus ojos rojos mientras sus colmillos blancos relucían a pesar de la escasa iluminación.