21

LA ESTRATAGEMA

Año del Intemporal (1479 CV)

El enclave de las Sombras

E

l diminuto ratón miró con sus ojos enormes el edificio en llamas.

El tejado se derrumbó y los bidones de aceite de alumbrado que quedaban explotaron produciendo una enorme bola de fuego que se elevó por los aires.

El ratón rezó para sus adentros por el cadáver que quedaba dentro del edificio. Consideraba que necesitaba presenciar eso, aunque sabía que no debía, y cuando por fin la razón se impuso a la emoción y al sentido de obligación, se alejó a toda prisa.

Una vez en el callejón, el ratón se convirtió en murciélago y se elevó en medio de la noche hasta la muralla del enclave de las Sombras y salió de la ciudad flotante.

Catti-brie no se atrevió a volver a su forma humana. No era fácil engañar a lady Avelyere ni impedir que utilizara todos los trucos mágicos y conjuros a su alcance.

Catti-brie sólo podía confiar en que su distracción explosiva y el haber colocado a la mujer muerta en la escena del desastre mantuvieran a la adivina entretenida el tiempo suficiente para permitirle huir sin problema.

Pensó en aquella mujer. Había ido al cementerio y creado a una zombie. Había profanado una tumba y perturbado el sueño de los muertos.

La idea le producía una incómoda desazón, porque sin duda no era una acción de la que se sintiera orgullosa, aunque fuera necesaria; y la zombie había sido creada por el poder de Mielikki, aunque un conjuro así era totalmente contrario a los principios representados por la diosa, los del ciclo natural de la vida y la muerte.

Eran circunstancias extraordinarias y Catti-brie tuvo que aceptar el poder de animación de los muertos que se le había concedido como confirmación de que Mielikki comprendía y aceptaba su decisión. La misión era lo más importante y se había visto seriamente comprometida. Bajo hipnosis y encantamientos, Catti-brie había revelado a lady Avelyere demasiados secretos. Ese recuerdo hizo que la joven pensara en la posibilidad de que volvieran a atraparla y sabía que en ese caso estaría totalmente indefensa. Hizo brotar unas alas más grandes en su forma de roedor transformándose una vez más. Al cabo de unos instantes, un águila se posó en el desierto y se convirtió en un lobo que se internó silenciosamente en la noche. Catti-brie sabía que no podría mantener esto durante mucho tiempo porque se estaba agotando rápidamente su energía mágica, de modo que tenía que encontrar un lugar protegido y mantenerlo debidamente oculto a miradas intrusas, mágicas.

Por supuesto, elevaría una plegaria por la pobre mujer cuyo cadáver había profanado con animación mágica.

Cuando se acomodó para pasar la noche protegida por un saliente rocoso, lo hizo confiando en que las muchas bendiciones y custodias de las que había rodeado a la mujer muerta bastarían para evitar las intrusiones mágicas de Avelyere, tanto por su propio bien como por la dignidad de la muerta.

—No me lo creo —comentó lady Avelyere de pie al borde de las ruinas humeantes—. No fue casualidad que aquí cayera un rayo. ¡Ya hemos asistido antes a este juego!

—Nosotros la habíamos comprometido, y también su misión —se atrevió a decir Rhyalle—. A lo mejor Ruqiah había perdido valor… se había convertido en algo insignificante, incluso peligroso para los designios de su diosa, Mielikki.

—¿Y por eso se metió en un barril de yesca y se voló por los aires con una descarga inspirada por su diosa?

—Una descarga divina muy potenciada por los elementos almacenados en ese lugar, por lo que parece —dijo Rhyalle.

Sin embargo, lady Avelyere negaba con la cabeza a cada palabra de aquella endeble explicación.

—Eso podría ser obra de A’tar o de lady Lloth, pero dudo de que Mielikki apoyase… —hizo una pausa, casi incapaz de pronunciar la palabra, y señaló con un gesto ampuloso el edificio arrasado, en llamas, antes de acabar— esto.

Una silueta delgada se acercó entre la difusa humareda.

—La hemos encontrado, señora —dijo Eerika en voz baja mientras miraba por encima del hombro al otro extremo del derruido almacén—. Lo que queda de ella.

Lady Avelyere encabezó la marcha y atravesó las ruinas humeantes, uniéndose a otras tres de sus discípulas en el lugar que Eerika había señalado. Siguió sus miradas y miró hacia abajo, después apartó rápidamente la vista del macabro espectáculo. El cuerpo ennegrecido, calcinado, encogido a la mitad de su estatura, estaba de lado, con un brazo extendido hacia afuera y el otro aparentemente reducido a cenizas.

Lady Avelyere respiró hondo y no tardó en darse cuenta de que no era una buena idea, ya que el olor a carne quemada prácticamente la hizo doblarse por las náuseas.

—Traed una manta y recoged… esta cosa —ordenó—. Llevadla al Aquelarre.

—¿A Ruqiah? —preguntó Eerika, claramente confundida por la referencia.

La maga señaló airada el cadáver.

—¡Eso! —dijo, rotunda, y salió a toda prisa, incapaz de aplicarle el nombre de Ruqiah.

Sí, ya había visto antes esta estratagema, en el campamento de los desai. Una leve sonrisa cruzó las facciones disgustadas de lady Avelyere, porque ella sabía que los muertos pueden contar historias.

Con las alas desplegadas, el águila aprovechaba las corrientes de aire caliente, sobrevolando en perezosos círculos el campamento desai. Esa forma le daba a Catti-brie una visión agudizada, de modo que desde esa gran altura podía distinguir con claridad los rostros de los que se movían allá abajo. Ya había observado la tienda de Niraj y Kavita, y centraba su mirada en ella. Al fin y al cabo, era todavía muy temprano y las probabilidades de que los dos estuvieran levantados y ya hubieran salido al exterior eran escasas.

¡Cuánto le habría gustado bajar hasta allí, recuperar la forma humana y aceptar un último y cálido abrazo de sus padres!

Pero sabía que no podía hacerlo. Seguramente lady Avelyere visitaría a la pareja y emplearía su insidiosa magia para meterse en sus pensamientos. Si trataban de encubrir a Catti-brie, serían descubiertos y castigados sin piedad, sin duda, y, en cualquier caso, decirles la verdad, que estaba viva, sólo contribuiría a poner a Avelyere sobre su pista.

Catti-brie se repetía una y otra vez aquella oscura verdad, pero entonces vio la cabeza calva y oscura de Niraj que salía de la tienda y, antes de darse cuenta siquiera, había inclinado las alas y volaba más bajo.

Se contuvo y trató de controlar sus impulsos, con el corazón realmente roto. El sentimiento no hizo más que intensificarse cuando vio aparecer la negra cabellera de Kavita junto a Niraj.

Él la rodeó con el brazo, de una manera casual, afectuosa, y los dos se pusieron a mirar hacia el norte; Kavita se protegía los ojos del resplandor de la mañana.

Catti-brie se dio cuenta de que estaban mirando hacia el enclave de las Sombras. Estaban pensando en su hija, y creyó sinceramente que era lo que hacían todas las mañanas.

El águila empezó a volar más bajo, tratando de permanecer detrás de la pareja para que Catti-brie pudiera oír lo que hablaban sin distraerlos.

—Seguro que está bien —oyó que afirmaba Niraj mientras atraía a Kavita hacia sí.

Un grito atrajo la atención de Catti-brie. Un miembro de la tribu había reparado en ella, que sobrevolaba las tiendas. No podía quedarse, lo sabía. Los agricultores la tratarían como una amenaza para el ganado.

Atravesó volando el campamento, lanzando un agudo chillido al pasar cerca de Niraj y Kavita, que se volvieron a mirarla estupefactos cuando la enorme águila bajó en picado hacia ellos.

Catti-brie bajó las alas, una después de otra, después giró hacia la derecha y con un fuerte aleteo ganó velocidad y altura mientras oía la voz entrecortada de Kavita:

—¿Ruqiah?

Catti-brie se conformó con eso. No había más remedio, porque era lo único que podía ofrecer, un atisbo, por el bien de ellos y el suyo propio. Atravesó el desierto hacia el oeste, dejando rápidamente atrás, muy atrás, el campamento desai.

Supo que quizá no lo volvería a ver jamás, y tampoco a Niraj y Kavita.

Cuando aterrizó en un pequeño valle arbolado y protegido, agotada su magia, y recuperó su forma humana, estaba llorando a lágrima viva.

—Pon más empeño —le pidió lady Avelyere a su amigo brujo.

—Señora, no tengo nada más que ofrecer —dijo el anciano con una risa ahogada—. He usado todos los conjuros de los que disponía. ¡El cadáver se niega a hablarme!

—Entonces, haz que vuelva su espíritu del más allá —insistió la mujer.

—¡Mira esas heridas! No tardaría en volver a caer muerta.

—Hazlo de todos modos —ordenó fríamente lady Avelyere.

—Deberías recurrir a un sacerdote —replicó el usuario de la magia oscura.

—Ya lo he hecho —le aseguró la mujer.

Lady Avelyere había aplicado sus propios conjuros al cadáver sin el menor resultado. No podía conseguir comunicación alguna con ese cadáver calcinado y ennegrecido. Entonces había venido la sacerdotisa —que no fue barata— y también ella había sido incapaz de hablar con la muerta. Y ante ese fracaso, la sacerdotisa había tratado infructuosamente de resucitar el cuerpo. La resurrección se contaba entre los conjuros más poderosos en el repertorio de cualquier sacerdote y, de hecho, muy pocos podían tratar de realizar un encantamiento tan divinamente brillante. No creía que fuera a fallar y, sin embargo, lo había hecho de la forma más absoluta, ni un solo movimiento, ni un atisbo de vida en el cadáver carbonizado.

—El cadáver ha sido custodiado —había afirmado la sacerdotisa—. Consagrado y poderosamente bendecido.

Lady Avelyere le había implorado que volviera a intentarlo, pero ella no había querido saber nada y había partido abruptamente. De hecho, la sacerdotisa había ido más lejos. No se había quedado sólo en su negativa personal ya que, como supo después Avelyere, ningún otro sacerdote estaba dispuesto a acudir a su llamada y a realizar ritual alguno sobre este cadáver en concreto.

Y ahora este hombre, Derenek el Oscuro, famoso en todo el enclave de las Sombras por su destreza en la manipulación de los no muertos, había resultado igualmente inútil.

—¿Y qué dijo el sacerdote? —preguntó Derenek.

—Sacerdotisa —corrigió lady Avelyere, pero se limitó a quedarse contemplando el cuerpo sin dar la menor respuesta o justificación.

—¿Santificado? —preguntó el brujo—. Este cuerpo ha sido poderosamente protegido contra la profanación.

—Los conjuros de Ruqiah —dijo Avelyere con amargura.

—O la propia Ruqiah —aportó una voz inesperada desde la puerta, y la adivina y el brujo se dieron la vuelta y vieron que lord Parise Ulfbinder entraba en la habitación—. ¿No era de esperar que una Elegida de un dios estuviera tan protegida en la muerte?

—Por supuesto, lord Ulfbinder —dijo Derenek, y acompañó sus palabras de una respetuosa reverencia.

—Quédate con ella —le dijo la maga al nigromante—. Sigue intentándolo.

—He probado todos los conjuros, señora —replicó Derenek.

—¡Pues pruébalos otra vez! —exigió lady Avelyere—. ¡Y después otra vez más! ¡Quiero respuestas! —Y salió de la habitación para reunirse con un sonriente lord Ulfbinder.

—Huele fatal —comentó él cuando estuvieron fuera.

—¡Esa no es Ruqiah! —insistió lady Avelyere.

—Pero reconoces que seguramente estará protegida contra profanaciones.

—No —respondió la mujer pensativa, aunque rápidamente cambió su respuesta—. Sí, pero no es ella.

—¿Cómo lo sabes?

—He visto antes esta estratagema. Parece que es así como lo hacen los desai. Se valieron de una niña muerta para ocultar la verdad de Ruqiah hace años —dijo con un bufido sardónico—. Y también entonces fue una muerte supuestamente causada por un rayo que la alcanzó por accidente.

—El rayo que cayó sobre el almacén no fue una coincidencia —corroboró Parise.

—Tampoco fue un suicidio —insistió lady Avelyere—. Ella no haría tal cosa. ¿Qué diosa que se precie aceptaría eso?

—Si su propósito era más grande que su vida —dijo Parise, conduciéndola hacia su razonamiento—, ¿no se sacrificaría de buena gana por el bien mayor?

—Nosotros no éramos una amenaza.

—Pero ¿cómo iba ella a saberlo?

—¡Ella no debería saber nada! —insistió lady Avelyere—. Ni que yo había descubierto la verdad sobre Ruq… Catti-brie ni que ella había divulgado pistas acerca de la reunión prevista bajo mi influencia mágica.

—Si piensas que ella lo ignoraba todo, entonces, ¿por qué habría de matarse? ¿O por qué habría de recurrir a una estratagema tan elaborada? En ese caso, ¿no sería más probable que se tratase de un trágico accidente? Tal vez no sea una coincidencia, sino un cálculo erróneo debido a la confusión de la joven. Y si de algún modo hubiera desentrañado tu red mental, ¿no es probable que se matase antes que poner en peligro el propósito de su regreso a Toril? Había renacido precisamente por ese motivo, o eso fue lo que me contaste.

—Así fue —admitió lady Avelyere. Hizo una pausa y dirigió su mirada hacia la puerta de la habitación, tratando de poner las cosas en su sitio.

El razonamiento de Parise era impecable. Ya se tratase de un suicidio fingido o de uno real, seguramente había sido precipitado por haber revelado su secreto.

—Esa no es Ruqiah —dijo tajante un momento después. Se volvió y miró a Parise directamente, con expresión seria, firme y decidida—. Ha tratado de engañarnos y se ha escapado del enclave de las Sombras.

Parise se encogió de hombros, no quería entrar en esa discusión.

—Y voy a encontrarla —juró lady Avelyere.

—Yo no voy a disuadirte de intentarlo —dijo Parise—. Si las diosas Lloth y Mielikki quieren enfrentarse por el alma de Drizzt Do’Urden, me encantaría ser testigo.

—Y lo serás —prometió lady Avelyere—. Y que sepas que si sobrevive a esa prueba, nuestra pequeña Ruqiah tendrá que responder ante mí.

El verano había empezado a eclosionar en la Marca Argéntea. Las orillas de los grandes ríos estaban bordeadas de cerezos colmados de flores vaporosas y blancas.

La imagen tocó una cuerda sensible de Catti-brie, le recordó días muy lejanos, tiempos perdidos en la distancia y, por un momento, el primero en mucho tiempo, se sintió libre del peso emocional. Por un instante, apenas unos segundos, Catti-brie fue capaz de apartar el pesar por Niraj y Kavita a un rincón lejano de su mente y de disfrutar de la perspectiva de reunirse con los Compañeros del Salón, con su padre Bruenor y su amigo Regis y, sobre todo, de volver a estar en brazos de Drizzt.

Otra vez era un ave de gran tamaño, un grácil halcón, posado en la rama de un árbol desnudo, muerto, que tendía sus ramas sobre la orilla oriental del Surbrin a escasa distancia corriente abajo del puente de piedra que cruzaba el río. Pudo ver las paredes decoradas que bordeaban el camino más allá del puente, que serpenteaba hacia las rocosas laderas de las colinas que conducían a la puerta oriental de su amado Mithril Hall.

¡Qué ganas tenía de entrar allí! ¡Cómo le hubiera gustado volver a ver los reverenciados salones que durante tantos años había considerado su hogar!

Se estremeció al pensar en la posibilidad de contemplar su propia tumba y la de Regis. Su cuerpo anterior estaría en esa tumba, aunque seguramente sólo quedaría la osamenta.

La idea la tentó enormemente, pero sólo unos instantes, porque ahora era una hija favorita de Mielikki y había visto el mundo a través de la filosofía de la diosa, el ciclo interminable, la existencia eterna dentro de los límites físicos que contienen el espíritu y le dan sustancia y forma.

El cadáver descompuesto que yacía bajo el túmulo de Mithril Hall no podía definirla. Ya no.

Sin embargo, la idea le causó desazón. A pesar de su devoción y de su fe en la canción que había aprendido en Iruladoon, el aire de Mielikki, Catti-brie no quería verse frente a esa tumba.

Todavía no. Simplemente no estaba preparada.

El halcón desplegó las alas y se elevó en el aire, atravesando el río y alejándose.

Hacia el este. Siempre hacia el este.

Catti-brie acababa de alejarse cuando una caravana avanzó por el camino de la orilla oriental.

Los enanos del otro lado del puente gritaron cuando la carreta que abría la marcha llegó al puente. Pero lo que hacían era darles la bienvenida, no pedir identificación, ya que esa carreta llevaba un estandarte muy conocido para la gente de Mithril Hall.

Junto al conductor de la cuarta carreta iba un joven enano de barba rojiza que tuvo que recordarse no dejar de respirar mientras cruzaban ese puente y recorrían el camino que llevaba a las grandes puertas de Mithril Hall, el reino en el que había reinado dos veces.