UNA MUESTRA DE ALMA DE ÉBANO
Año del Halfling Sonriente (1481 CV)
Delthuntle
L
a cinta que llevaba en la cabeza tenía un encantamiento de luz permanente e iluminaba el agua a su alrededor. Si bien esa luz le permitía a Regis ver por dónde nadaba en tan profundas y turbias aguas, también lo convertía en un blanco fácil.
¿Merodearían los tiburones por esta zona, a kilómetros de la costa de Aglarond? ¿O tal vez súbditos de Umberlee, como los feroces sahuagin o los peligrosos mermen?
Llevaba consigo armas formidables y sabía combatir, incluso debajo del agua, pero en esa inmersión no se movía con la habitual sensación de libertad. Se encontraba mucho más lejos, en aguas mucho más oscuras y a unas profundidades que nunca había alcanzado.
Se sujetaba a la línea de fondeo mientras iba descendiendo lenta y cuidadosamente. Todavía podía distinguir el contorno de la considerable embarcación que quedaba en la superficie, donde esperaban Dedos Ligeros, Donnola, Pericolo y varios miembros de la tripulación. Llegó a otra cinta que habían atado en la línea de fondeo y que señalaba que faltaban algo más de quince metros para llegar al fondo. Hizo una pausa y miró hacia abajo, escudriñando la oscuridad. El fondo del océano quedaba todavía bastante más allá de la zona iluminada.
Siguió bajando, vacilante, lentamente.
Demasiado lejos, se dio cuenta. Negó con la cabeza y empezó a subir otra vez, con lentitud para que su cuerpo se fuera adaptando sin dificultad al cambio de presión. Salió a la superficie al lado del barco, boqueando para llenar los pulmones de aire.
—¿Y bien? ¿Lo has visto? —preguntó Pericolo en seguida, acercándose a la borda y asomándose ansiosamente.
—No me sumergí lo suficiente.
—¿Por qué has vuelto, entonces? —le espetó el Abuelo. Donnola le apoyó una mano en el hombro para tranquilizarlo.
—Estaba calculando la profundidad y la distancia —explicó Regis, escupiendo agua con cada palabra porque el mar había empezado a ponerse más bravo.
—Se va a poner el sol —le advirtió Dedos Ligeros.
—De todos modos allí no hay nada de luz —replicó rápidamente Regis—. Llegaré al fondo en esta inmersión, pero no puedo asegurar que el pecio que buscamos esté ahí.
Pericolo emitió un sonoro suspiro.
—Es probable que sean necesarias muchas inmersiones y muchos días de búsqueda —le recordó Dedos Ligeros al viejo halfling.
—¡Más si Araña no llega al fondo en cada una! —dijo Pericolo.
—Está lejos —dijo Regis, aunque con resignación porque sabía que estos halfling no entendían las dificultades de las profundidades, por más que intentara explicarlo. Estaba llegando al doble de la profundidad que otras veces y en aguas mucho más peligrosas, con corrientes más fuertes y visibilidad limitada.
Nadó hasta la línea de fondeo y comprobó la lazada de la segunda línea atada a él y sujeta también al arnés que llevaba puesto. Treinta metros de cuerda élfica, ligera y resistente, lo mantendrían unido a la línea de salvamento. Una vez que llegara al fondo, buscaría en un radio de esa extensión, no más, a menos que se atreviera a soltarse de la atadura en esas aguas tan peligrosas.
Pericolo se disponía a protestar otra vez, pero Regis no se quedó para oírlo.
Respiró hondo y desapareció bajo el agua oscura, moviéndose más rápidamente esta vez, de modo que muy pronto llegó a la marca de la línea, a unos quince metros del fondo marino y tres veces esa distancia o más de la superficie.
El halfling siguió bajando, deslizando las manos por la cuerda. Sentía la presión en los oídos, pero también sentía que su cuerpo se adaptaba rápidamente. Era el don de la herencia genasi, el don de una gran capacidad pulmonar y de un organismo más maleable a las presiones de las profundidades.
Detectó el ancla sujeta contra un saliente rocoso. Se sorprendió al comprobar cómo bajaba repentinamente la temperatura ahí abajo y supo que no podría quedarse mucho tiempo. Volvió a comprobar la línea de seguridad sujeta a la de fondeo, entonces empezó a nadar hasta el extremo y a continuación en círculos alrededor.
Pericolo le había asegurado que ese era el lugar, pero no vio el menor indicio de un naufragio. Llegó a un lecho arenoso liso entre las rocas y lo atravesó sin tocar el fondo. Se sentía muy vulnerable y miraba a un lado y a otro como si esperara ver, saliendo de la oscuridad, a un tiburón gigante capaz de comérselo de un solo bocado.
Sin embargo, la sorpresa llegó desde abajo, ya que hubo una repentina erupción que hizo volar la arena en todas las direcciones. Agitó los brazos y empezó a gorgotear, sobresaltado. A punto estuvo de tragar agua.
Su sorpresa aumentó todavía más cuando un gigantesco pez raya pasó agitando sus poderosas alas y se alejó a toda velocidad, haciéndole dar vueltas por la fuerte corriente que produjo. Regis jamás había visto un animal parecido, de enormes mandíbulas y una larga y afilada cola.
La arena se asentó y él también cuando perdió de vista a la raya.
Siguió adelante con más cautela, observando el terreno y las rocas, prestando más atención a las oquedades que había en ellas que a lo que tenía por delante. Le preocupaba más mantenerse vivo que cualquier pecio que pudiera haber.
El pez gigantesco volvió, y esta vez no estaba solo.
Regis se mantuvo muy quieto mientras las rayas se deslizaban a su alrededor. Podía sentir su curiosidad y se dio cuenta de que lo que las atraía era la luz que llevaba sujeta a la cabeza. Salían deslizándose de la oscuridad, aparecían de repente, con sus abdómenes blancos y brillantes. Una tras otra pasaron flotando a su lado y, a pesar de que cada una de ellas —y eran por lo menos una docena— era mucho más grande que él y podría habérselo comido de un bocado, el halfling se encontró riendo para sus adentros ante lo irreal de la escena. Se sentía como si no estuviera en el agua, sino más bien flotando en el cielo nocturno, rodeado de mágicos behemoths celestiales.
Después de un buen rato, se acordó de su misión y de la tremenda cantidad de agua que había entre él y la superficie. Siguió adelante, con los gigantescos peces flotando a su alrededor a modo de escolta, y el halfling llegó a pensar que de verdad lo eran, porque se dio cuenta de que no pretendían hacerle daño, que lo que los atraía hacia él era la curiosidad, no la agresión ni el hambre.
Casi había completado su amplio circuito en torno a la línea de fondeo, hasta llegar a una cresta oscura, cuando se encontró con que el fondo desaparecía bajo él, hacia la oscuridad. Lo peor era que la corriente en esta garganta resultaba bastante fuerte, por lo que Regis se sujetó a las rocas de la cresta y pensó en volver atrás en lugar de seguir adelante. Estaba a punto de hacerlo cuando vio una viga contra las piedras justo por debajo y por delante de donde estaba. Al principio apenas se fijó en ella y empezó a recular, y ya había recorrido cierta distancia antes de darse cuenta siquiera de lo que había visto.
Un mástil.
Regis volvió a toda prisa hacia la cresta y bajó más, hacia la viga. Sí, era un mástil, apoyado contra la piedra. Valiéndose del ángulo inclinado como señal, el halfling siguió adelante, hasta el mismísimo extremo de su atadura. No podía distinguir muy bien las marcas, pero le pareció que había algo allí, un casco, apoyado de lado contra las rocas que estaban por delante y por debajo de él. Echó la mano hacia atrás y tiró del cordón élfico, pero ya no daba más de sí.
Miró hacia arriba, al ascenso largo y oscuro y a las rayas que flotaban a su alrededor.
Iba a llevar mucho tiempo volver a la superficie, levar el ancla y desplazar la embarcación, y la idea de sumergirse de nuevo cuando ya se hubiera puesto el sol no le resultaba tranquilizadora.
Regis rebuscó en su arnés y sacó una de las pociones de Dedos Ligeros. ¿Cuántas veces le había dicho el mago que no las usara a menos que fuera absolutamente necesario? Eran caras y su destilación llevaba mucho tiempo. Pero Regis no estaba dispuesto a volver a la superficie y sumergirse otra vez. Se llevó la ampolla a la boca y quitó el tapón con los dientes. El líquido frío le permitiría respirar bajo el agua. Se desenganchó de la línea que lo sujetaba y empezó a bajar, agarrándose a las rocas con la misma seguridad que si estuviera bajando por la ladera de una montaña. La corriente tiraba de él y si lo atrapaba se temía que lo arrastraría muy lejos, y probablemente moriría ahogado.
Pero entonces vio el casco, golpeado y roto, partido por su parte central.
No podía estar seguro de que fuera el barco que venía buscando, porque el Mar de las Estrellas Fugaces estaba lleno de naufragios. Y, no obstante, estaba seguro.
Lo atraía como el canto de una sirena, aunque, preso de la arrebatadora y mágica melodía, Regis sólo creía que era su propia curiosidad lo que lo acuciaba.
Se acercó arrastrándose, pero no tenía ningún acceso directo al casco partido, de modo que se afirmó contra la roca, tomó impulso y nadó furiosamente.
La corriente se apoderó de él y lo arrastró más allá del pecio. En el último momento, el halfling extendió la mano, se aferró a la barandilla y se sujetó con todas sus fuerzas, pues su vida dependía de ello.
Por fin se impulsó y subió a bordo, arrastrándose como una araña por el lateral del casco hacia la gran hendidura.
Se asomó al interior, iluminando con su luz una escena donde había reinado la oscuridad durante muchas décadas.
Había peces por todas partes y entre el parpadeo de sus escamas Regis entrevió unos cajones tirados por la bodega, algunos rotos, pero otros intactos, y sobre todo uno de ellos atrajo su atención porque lanzaba destellos de plata bajo la luz de la cinta que rodeaba su cabeza.
Se introdujo en el casco y, liberado de la presión de la corriente, se puso a rebuscar. Abrió una bolsa que le había dado Pericolo, una bolsa de contención, y puso dentro un par de cajas pequeñas y un cofre, sin dejar de avanzar hacia el gran cajón de plata.
Cuando llegó justo encima, se dio cuenta de que no era un cajón.
Era un ataúd.
Un ataúd de plata, rodeado de trozos de espejo roto. Regis vio su propio reflejo en un gran trozo, pero apartó la vista de inmediato al recordar la historia de las ratas encarnizadas que le había contado Donnola.
Demasiado tarde.
Un halfling, una reproducción del propio Regis, se deslizó fuera del espejo, armado con un florete idéntico al que Regis llevaba al cinto.
Regis dio un grito y salieron burbujas de su boca. Se echó atrás, chocando contra los cajones y cajas, pensando sólo en escapar, pero no pudo. La imagen mágica estaba demasiado cerca y demasiado empeñada en destruirlo.
Vio la punta del florete que buscaba su cara.
—Lleva demasiado tiempo allá abajo. —Donnola se asomó a la borda tratando de escrutar las oscuras aguas.
—Tranquila, muchacha —intervino Dedos Ligeros—. Tu amiguito tiene pociones por si las necesita. Ha estado sumergido más tiempo otras veces sólo para pescar ostras.
Donnola no respondió. Sólo sacudió la cabeza. Sabía que Dedos Ligeros estaba forzando la verdad porque Araña jamás había estado sumergido tanto tiempo, de eso estaba segura.
—¿Podrías proporcionarnos una imagen mágica? —preguntó Pericolo, evidentemente tan nervioso como su nieta.
Dedos Ligeros asintió y rebuscó dentro de su túnica, sacando tubos con pergaminos, uno tras otro, hasta dar con el indicado. Sacó los textos, carraspeó e inició el encantamiento. Instantes después, un ojo, enorme y bulboso, sólo una pupila tan grande como la cabeza del halfling, apareció en el aire junto a él, flotando como si estuviera en el agua.
Dedos Ligeros hizo un encantamiento sobre el ojo, dándole luz, y luego lo lanzó al mar y lo dirigió a las profundidades siguiendo la línea de fondeo. No tardó mucho en llegar al fondo.
—Veo su sujeción —anunció el mago, porque sólo él podía ver la escena a través de su ojo de mago—. Araña está en el fondo, por ese lado. —Señaló hacia el noreste, hacia la costa, aunque las colinas de Aglarond estaban muy lejos para verlas. Al mismo tiempo, el ojo de mago seguía recorriendo la sujeción.
Dedos Ligeros advirtió que la cuerda estaba floja, pero por el momento se guardó la información.
—Se ha soltado de la sujeción —anunció por fin. Donnola y Pericolo ahogaron un grito y algunos de los miembros de la tripulación empezaron a murmurar en tono ominoso—. Un barranco… el agua se hace más profunda.
—¡Entonces sigue la dirección que marca la sujeción! —exigió Pericolo, pero eso era lo que estaba haciendo Dedos Ligeros.
—¡El Diamante de Thepurl! —dijo el mago con voz entrecortada—. ¡Y la luz de Araña en su interior!
Regis retrocedió en un remolino de burbujas y manoteos, tratando desesperadamente de esquivar el florete. Sintió el picotazo del arma y soltó un aullido, echándose hacia atrás violentamente. Chocó con una pila de cajones cuya madera carcomida se hizo trizas con el impacto dejándolo caer en un cubículo estrecho.
Apenas podía moverse y no había posibilidad ni de retroceder más ni de apartarse hacia un lado.
El doble de Regis seguía avanzando metódicamente, sin emoción alguna, lanzando estocadas con su florete.
El miedo envolvió a Regis como unas alas negras, oscuras, paralizándolo. ¡Jamás llegaría al Valle del Viento Helado! Tanto entrenamiento y preparación habían sido en vano.
No volvería a ver a Donnola.
Medio sentado como estaba se las arregló para sacar su florete y alzarlo torpemente en actitud defensiva, pero su adversario, una imagen especular de sí mismo, era tan diestro como él y llevaba las de ganar. En cuanto la espada de Regis le salió al encuentro, la de su doble reprodujo su ángulo, giró en un remolino acuático e hirió a Regis en la mano. Un floreo y un movimiento rápido le arrebataron el arma.
Regis trató de repeler el ataque arrojándole trozos de madera y el contenido de los cajones rotos. ¡A duras penas reparaba en aquellos tesoros! Joyas y piedras preciosas resbalaban sobre pilas de monedas. Bandejas de plata y copas de oro bailaban y salían dando tumbos.
Regis echó la mano hacia atrás, tratando de encontrar a tientas un camino, pero no tenía espacio. Sus dedos chocaron con la tapa rugosa de un cofre en el momento en que el florete se le echaba encima, otra vez lanzó un grito y llevado por su instinto, echó adelante el brazo en cuya mano sujetaba la tapa del cofre.
El improvisado escudo paró la embestida de su doble. La punta del florete lo atravesó e hirió a Regis en el dedo. Soltó la plancha de madera, pero permaneció delante de él, ensartada firmemente en la hoja de su enemigo.
Una imagen de Donnola cruzó por su mente fugazmente… ¡si quería volver a verla tenía que hacer algo ya!
Bajó la mano apoyándola sobre los restos esparcidos y se volvió a medias, tratando de salir por la fuerza del estrecho cubículo cuando notó algo cilíndrico bajo la mano, una empuñadura, e instintivamente la asió con la mano y la levantó para poder verla.
Era una daga de bloqueo con triple hoja. Tenía una cuchilla principal, larga, de plata, de doble filo, flanqueada por otras dos laterales de exquisito diseño que daban la impresión de estar hechas de jade o de algún otro cristal de color verde intenso. Talladas como serpientes, se enroscaban desde el pomo hasta formar una cruz y volvían a curvarse, una hacia adelante y otra hacia atrás de la hoja principal. Después salían otra vez hacia los lados y se curvaban hacia adelante de tal modo que las fauces abiertas de las serpientes talladas abarcaban con facilidad un tercio de la longitud de la hoja principal, tan larga como el antebrazo de un halfling.
Como es obvio, Regis no se detuvo a admirar la factura. Desesperado y casi sin tiempo se apoyó contra la plancha de madera ensartada en el estoque y empujó hacia adelante con todas sus fuerzas, lanzando potentes cuchilladas por encima del escudo.
Su otro yo reculó, pero el agua no tardó en teñirse de sangre entre los dos combatientes.
Regis empujó hacia adelante, llegando a aguas más claras, pero se dio cuenta de que su adversario, hábilmente, se había retirado a un lado. Se volvió, dando brazadas para controlar sus movimientos flotantes, y se lanzó hacia adelante para pararse al ver que el otro había liberado su espada y la plancha de madera salía flotando hacia un lado.
Su doble volvió a la ofensiva.
Regis utilizó la daga para bloquear el florete y lo enganchó entre la hoja principal y una de las serpientes. Se disponía a iniciar una torsión para trabar el arma de su oponente cuando la sorpresa lo dejó con la boca abierta: las serpientes de su daga cobraron vida, o al menos se volvieron animadas, y se cerraron sobre el florete, inmovilizándolo.
Regis torció la muñeca con fuerza y la daga le ayudó en su movimiento hasta que la hoja del florete se partió en dos.
Tiró de la daga hacia atrás y cargó contra su otro yo. Ahora, como sintiendo que iba a asestar el golpe definitivo, las serpientes de su daga se retrajeron y formaron un guardamano.
Regis sintió un golpe sordo en el vientre, pero eso no lo frenó. Incansable, su brazo propinaba una puñalada tras otra atravesando sin dificultad carne y hueso.
El agua volvió a oscurecerse, pero Regis no se paraba y seguía atacando furiosamente. Una y otra vez, movido por el terror, temiendo parar, Regis clavaba el acero.
Y de repente, como una ilusión, su doble desapareció, se plegó sobre sí hasta que se convirtió en nada, llevándose incluso la sangre del agua consigo. Desaparecido, todo él, sin dejar vestigio alguno, ni siquiera la punta rota de su florete, como si nunca hubiera existido, salvo que a Regis le seguía sangrando la mano.
Se miró la herida, pero se encontró contemplando la daga modificada. Recordó su forma previa, con las tres hojas, y como respondiendo a su evocación, las serpientes se soltaron de su mano y volvieron a su forma original.
Y así se endurecieron, transformándose otra vez en hojas laterales inanimadas. Intrigado, el halfling siguió contemplando el arma y otra vez cambió la imagen mental de ella, pensando que prefería la empuñadura más firme y reforzada.
Las hojas laterales de la daga obedecieron, cobraron vida otra vez y se ajustaron firme pero cómodamente a su mano derecha. Menudo premio había encontrado; pero también sabía que no tenía tiempo para pensar en eso ahora. ¡Tenía que salir de allí!
Buscó su florete, pero había quedado en el cubículo que estaba hecho un revoltijo de restos de madera y cajones caídos. Miró hacia el lado donde estaba su bolsa, cerca del ataúd de plata. En lugar de la bolsa cogió la plancha de madera y se acercó con todo cuidado al ataúd, colocando su improvisado escudo encima del cristal encantado.
Tenía que salir de allí, lo sabía cuando recogió la bolsa y se la colgó al hombro. Tenía que…
Tenía que abrir el ataúd.
La idea le pareció descabellada, por puesto, pero se dio cuenta de que no podía desecharla fácilmente.
Entendió que no era una idea fugaz mientras trataba de dejarla de lado, pero no tuvo éxito.
Se quedó mirando el ataúd. ¿Era ese el lugar donde descansaba el gran liche Alma de Ébano?
Tenía que abrir el ataúd. Tenía que saberlo.
Pasó por el agua justo encima del féretro. Sólo entonces se dio cuenta de lo mucho que se había demorado y echó mano a la segunda ampolla que llevaba en su cinturón, consciente de que el efecto de la primera estaba llegando a su fin.
Pero no había acabado de llevarse el vial a los labios cuando reparó en que la tapa del ataúd de plata parecía volverse más delgada, cada vez menos opaca. Sorprendido, distinguió una forma dentro del ataúd.
La tapa se volvió traslúcida.
Miró el cadáver, aquella forma descompuesta, hinchada, horrorosa.
Le sonreía, con los muertos ojos abiertos.
Tendió hacia él un brazo esquelético con jirones de carne agitados por las corrientes de agua. ¡El brazo trataba de alcanzarlo, saliendo de la tumba, como si la tapa del ataúd hubiera desaparecido!
Regis dejó caer el vial y escapó buscando como loco la grieta del casco, con la respiración agitada en una confusión de burbujas. Braceó y nadó, y de no haber estado las serpientes de la daga aferradas a su mano, seguramente se le habría caído el arma.
Al llegar a aguas abiertas y ser arrastrado por la corriente, se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas. Subía demasiado rápido, pero no le importaba. ¡En ese momento sólo le importaba escapar!
—¡Allí! ¡Allí! ¡Oh, pobre chico! —gritó Dedos Ligeros dando saltos y señalando hacia el nordeste.
Todavía estaba mirando a través de su ojo de mago y había visto a Araña salir del casco, dejando un rastro de sangre, los ojos desorbitados por el terror y los pulmones a punto de estallar a juzgar por su expresión.
—¡Levad el ancla! —Al grito de Pericolo los demás halfling empezaron a tirar de la línea y a izar el ancla.
El encantamiento del ojo de mago expiró.
—¡Más rápido! —imploraba Dedos Ligeros a la tripulación, mientras se daba palmadas en la frente y maldecía para sus adentros el mal cálculo de su conjuro.
—¡Oh, Araña!
Pericolo y él se inclinaron sobre la borda con la vista fija en la distancia. El agua se agitó cuando Araña irrumpió a través de ella, jadeando y levantando una columna de espuma antes de volver a hundirse.
—¡Más rápido! —exigió Pericolo—. ¡Aguanta, muchacho! —gritó.
Él y Dedos Ligeros se volvieron al oír un golpe a sus espaldas, y casi no les había dado tiempo a identificarlo como el ruido de las botas de Donnola al caer sobre la cubierta cuando ya la joven había pasado corriendo entre ellos y se había lanzado al mar.
—¡Donnola! —gritó Pericolo.
Se volvió hacia la tripulación gritándoles que apuraran e incluso se puso a tirar junto con ellos de la línea de fondeo.
—¡Haz algo, mago! —le gritó a Dedos Ligeros.
—¡No tengo nada que ofrecer, Abuelo!
—¡Un servidor! ¡Un truco de amarre! ¡Velocidad para Donnola! ¡Algo!
Pero el mago sólo pudo encogerse de hombros, impotente.
—Nada —dijo con tono derrotado, aunque se irguió de golpe y gritó—. ¡Lo tiene! ¡Donnola lo tiene! —Y empezó a dar saltos de alegría sobre la cubierta.
Pericolo volvió a la borda y llegó en el preciso momento en que se oía el ascenso del ancla por encima del lateral.
De todos modos, ya no importaba, porque Donnola se acercaba sujetando estrechamente con un brazo a Araña por el pecho.
—¿Está muerto? Pobre chico —dijo Pericolo con un gemido, porque el joven halfling no daba señales de vida.
—Ayudadme —rogó Donnola, escupiendo agua y evidentemente exhausta.
Empujó a Araña hacia arriba, donde Pericolo y Dedos Ligeros lo sujetaron por la camisa y lo subieron a cubierta.
A pesar de las preocupaciones más inmediatas, todos se quedaron boquiabiertos al ver la fabulosa daga aferrada a la mano de Araña. Lo tendieron sobre la cubierta mientras otros ayudaban a Donnola a subir a bordo.
—Remad con fuerza, desplegad las velas. ¡A Delthuntle! —ordenó Pericolo—. Debemos encontrar un clérigo para el chico.
—Araña, Araña —rogaba Donnola colocándose a horcajadas sobre el postrado halfling—. ¡Oh, Araña, no te me mueras!
Regis, retrocediendo desde una gran oscuridad, no pudo dejar de oír ese ruego. Abrió un ojo, tosió expulsando algo de agua salada, y esbozó una sonrisa.
A continuación se sumió en la inconsciencia, abandonándose al tierno abrazo de Donnola Topolino.
—Me salvó la vida —dijo Regis cogiendo la daga de tres hoja de manos del Abuelo Pericolo—. Había perdido mi florete.
—Fácilmente reemplazable —dijo Pericolo—. No vale la pena volver al lugar del naufragio para recuperarlo.
—No voy a volver allí —dijo Regis rotundo. A su lado, Donnola le puso una mano tranquilizadora en el hombro.
—No, no, por supuesto que no. Tranquilízate, querido Araña —respondió Pericolo con una cálida sonrisa—. Tu valor y competencia extraordinarios alcanzaron cotas que superaron mis expectativas. ¡Y eran elevadas, te lo aseguro! No te pediría que volvieras y, en cualquier caso, no tengo planes al respecto.
Sonrió con ironía.
—Venderás la ubicación del pecio —dijo Regis, y tanto Donnola como Dedos Ligeros lo miraron sorprendidos, pero luego asintieron manifestando su acuerdo y se volvieron hacia Pericolo, que lucía una amplísima sonrisa.
—¿Veis? —dijo el Abuelo—. Mi fe en Araña no era inmerecida. ¡Bien pensado, hijo mío! Sí, tenemos nuestros tesoros —señaló con el brazo hacia un lado, hacia una mesa cubierta de joyas y piedras preciosas, de frascos con pociones y fruslerías varias—, y probablemente lo mejor que podía encontrarse en el lote. Tengo toda la prueba que necesito del naufragio para subastar su ubicación, e independientemente de lo que resulte de ello, he…
—Has consolidado tu fama como la persona que descubrió el lugar donde descansa Alma de Ébano —interrumpió Regis.
Pericolo hizo un gesto afirmativo y palmeó a su joven protegido en el otro hombro.
—Se te prometió la posibilidad de elegir entre los tesoros, y al menos eso te has ganado.
Regis se volvió y echó una mirada a la mesa.
—La daga es poderosa —dijo Dedos Ligeros—. Más de lo que tú has descubierto hasta ahora. Sospecho que posee muchos encantamientos y, lo que es mejor, no es dueña de su propia identidad ni tiene orgullo, que suele ser el problema de estas armas de gran poder.
Regis asintió. Él podía dar fe de lo que decía el mago porque recordaba el caso de Khazid’hea, la Tajadora, y lo que le había hecho a Catti-brie hacía ya más de un siglo. Ella no estaba preparada para entablar un combate mental con la espada, y la maligna arma la había superado.
—¿Qué más puede hacer? —preguntó Regis, pero Dedos Ligeros sólo respondió con un encogimiento de hombros y meneando la cabeza.
—Como segunda opción, te sugiero esto —dijo Pericolo presentándole un curioso anillo formado por una banda de hierro que llevaba engastada una gema con forma de prisma.
—Te resultará de utilidad en muchas de tus tareas. Eso creo.
Regis lo cogió y lo acercó a sus ojos. De inmediato le encontró una utilidad, porque girando la piedra triangular de determinada manera y mirando a través de ella se ampliaba el campo de visión inmediato.
—Otro elemento lleno de magia —dijo Dedos Ligeros—. Y muy útil.
—¿Qué más puede hacer?
—Ya lo elegirás cuando lo necesites —le aseguró el mago—. Así es como funcionan los anillos mágicos.
Regis se puso el anillo y se estremeció cuando una corriente helada de energía lo recorrió. Miró el anillo con cierta preocupación.
—Hay conjuros capaces de ver el calor y criaturas que ven el mundo de esa manera —explicó Dedos Ligeros, algo que Regis conocía bien, por supuesto, pero que probablemente no sabría Araña—. Creo que con ese anillo te vuelves invisible a esos encantamientos.
—No es muy reconfortante, sin embargo —dijo Donnola, envolviéndose con sus brazos al tiempo que se apartaba de Regis, y todos rompieron a reír.
Regis cerró los ojos e hizo una llamada al anillo. El escalofrío pasó y tuvo atisbos de otras posibilidades contenidas en el objeto. Se le ocurrió que al poner en marcha el escalofrío quedaría protegido del calor, incluso del fuego. Y se dio cuenta también de que el prisma precioso tenía más posibilidades. No pudo evitar sonreír.
Un banco de niebla ascendió desde las profundidades y se concentró encima del Mar de las Estrellas Fugaces, por encima del Diamante de Thepurl, en la oscuridad de la noche. Quedó suspendido allí durante un tiempo, deshilachándose con la brisa marina, pero sin disiparse en absoluto.
Entonces empezó a desplazarse, pero no llevado por la brisa, sino en sentido contrario, avanzando lentamente hacia el nordeste, hacia la costa de Aglarond y la ciudad de Delthuntle.
Regis se despertó al oír un grito horroroso como no había oído otro jamás. Un grito que helaba la sangre. Tan desgarrador que el halfling se cayó de la cama y quedó en el suelo enredado en las sábanas y las mantas.
Por fin consiguió desenvolverse, asió su daga y se acurrucó en un rincón, tratando de decidir su próximo movimiento. No se atrevió a encender una vela.
Miró por la ventana, pensando en salir y rodear el edificio para encontrar una posición más adecuada. Trató de identificar el grito. ¿Quién había sido? ¿De dónde había venido?
Contuvo la respiración cuando se abrió de golpe la puerta de su habitación y entró la luz brillante de una antorcha. Reconoció la silueta de Donnola, que entró tambaleándose, y corrió hacia ella.
—¡Corre! —le dijo la joven arrojándole algunas cosas.
—Rápido, señora —gritó el guardia de Donnola, que entró en la habitación con la antorcha.
La luz le permitió a Regis ver los regalos que Donnola le había ofrecido: un cinto para la espada y una faltriquera. Vio con sorpresa el fabuloso florete de Pericolo que colgaba del cinto y al otro lado la funda más pequeña para la ballesta mágica de mano.
—Corre y no mires atrás —dijo Donnola, poniendo aquellas cosas en la mano de Regis.
—¿El Abuelo? —preguntó Regis sin aliento, y entonces comprendió quién había sido el que había gritado.
—Y esto —añadió Donnola, sacando un birrete azul, el preciado gorro del Abuelo Pericolo Topolino.
En aquel momento supo con certeza que el gran halfling tenía que estar muerto.
—No puedo marcharme —dijo en un susurro.
—No tienes elección, muchacho —dijo Dedos Ligeros, que había llegado hasta la puerta.
—¡Por tu bien y por el de todos nosotros!
—¿Qué significa esto? —preguntó Regis.
Donnola lo cogió por los hombros y lo puso frente a ella, después lo besó con suavidad.
—Alma de Ébano —susurró, separándose—. Está aquí… ha venido a por ti. ¡Vete, te lo ruego! Sal por la ventana y sal de Delthuntle, en seguida.
—No hay tiempo, muchacho —añadió Dedos Ligeros—. No podemos detenerlo, no podemos derrotarlo.
Su expresión era reflejo de su estupor. El asombrado halfling cogió el birrete que le ofrecía Donnola y miró hacia su ventana.
Donnola se le echó encima y lo volvió a besar profunda y apasionadamente, con dulzura y tristeza.
¿Cómo podría dejarla?
Pero en su cabeza volvió a ver la imagen que había visto en el naufragio, la forma horrenda del liche, y sintió que las piernas se le doblaban.
Se prendió el cinturón de la espada, puso su daga del lado opuesto al del magnífico florete y justo al lado de la ballesta de mano y se dirigió a la ventana rápidamente, saliendo por ella con la ligereza de una araña. Sin embargo, no se dirigió directamente al suelo, como debería haber hecho, sino que, viendo una luz que brillaba en el interior, se deslizó por la pared de la segunda planta hasta la cámara principal.
En cuanto miró hacia adentro vio a Pericolo. El viejo halfling estaba sentado delante de la chimenea. ¡Se le veía francamente viejo! El pelo de plata del Abuelo había raleado notablemente y se había vuelto totalmente blanco. ¡Y su cara! Estaba toda arrugada, como si de repente hubiera envejecido varias décadas.
Regis tardó un buen rato en darse cuenta de que estaba jadeando.
Entonces reparó en una niebla que se deslizaba por debajo de la puerta de la habitación de Pericolo y sintió un gran escalofrío que esta vez no provenía del anillo.
—Alma de ébano —susurró.
Huyó rápidamente. Se metió entre los setos y atravesó a tumbos el pequeño prado y el camino. Recorrió un buen trecho antes de volver la vista.
Sin embargo, sus pensamientos sí miraban hacia atrás.
¡Había abandonado a Donnola! ¡La había dejado en una casa con el liche Alma de Ébano!
Sintió que se le saltaban las lágrimas. ¿Volvía a ser el mismo Regis de antes? ¿Aquel acompañante que casi siempre era una carga más que un valioso aliado para sus amigos?
Paró en seco y se volvió para mirar la casa.
—¡No! —dijo con determinación buscando con las manos el florete y la daga.
¡No iba a abandonar a sus amigos, no iba a huir como un cobarde, dejando que se enfrentaran solos a tan temible enemigo!
Dio un paso hacia la mansión, pero se detuvo y retrocedió de inmediato, porque vio una niebla que se formaba fuera de la casa de Pericolo, una pequeña acumulación junto a la ventana.
Supo en seguida que no era una niebla corriente.
Estaba seguro de que venía a por él.
—Viene a por ti —susurró, recordando las palabras de Donnola.
Regis se dio la vuelta y salió corriendo.
Esa misma tarde, Araña estaba sentado a solas detrás del camarote del capitán, en la cubierta de un velero. Ya había perdido de vista la costa de Aglarond.
Llevaba puesto el sombrero de Pericolo, aunque había invocado sus cualidades mágicas para cambiar su aspecto por el de una simple boina de tela negra. Ese sombrero también había modificado su aspecto haciéndolo parecer mucho mayor y con una cabellera rubia y rizada en lugar de castaña. Incluso había añadido un fino bigote y una pequeña perilla para conseguir mayor efecto. Y su florete, esa arma fabulosa y fácilmente reconocible, se parecía ahora mucho más al que Regis llevaba consigo cuando se topó con los restos del liche. Había escondido debidamente la ballesta de mano, porque era demasiado llamativa y su sola factura hablaba tan a las claras del tesoro de un rey que resultaba difícil disfrazarla. No obstante, la daga de tres hojas cabía perfectamente en la funda destinada a la ballesta y él era diestro en la técnica de combate a dos manos.
Miró a su alrededor para asegurarse de que estaba solo y entonces se centró en la faltriquera que colgaba de su cinto. La conocía bien, y conocía también las palabras clave para activarla, en realidad era lo que acababa de hacer para guardar dentro la ballesta. Cualquiera que desconociese las palabras mágicas la habría tomado por una faltriquera normal con unas cuantas monedas dentro, pero en cuanto Regis susurró «Por el amor de las perlas rosadas», introdujo la mano mucho más adentro, hasta el codo, y sin la sensación de haber tocado fondo ni mucho menos, aunque exteriormente el contenedor mágico seguía teniendo el aspecto de una pequeña faltriquera en la que apenas se podían meter los dedos.
Regis pensó en monedas y sintió un montón de oro bajo la mano.
Despejó su mente y dejó que la faltriquera le hablara directamente a él, comunicándole cuál era su contenido. En su mayor parte era ropa: algunas prendas para el embarrado camino, también vestimenta adecuada para asistir a las grandes fiestas de los señores de Aguas Profundas. Hubo algo que llamó especialmente su atención y que sacó de la mágica faltriquera. Era la armadura de guerra de Pericolo, una camisa blanca revestida de mithril. Volvió a mirar en derredor y se la puso rápidamente, vistiendo por encima su abrigo, después volvió a meter la mano en la bolsa de contención y encontró inmediatamente otra prenda, algo conocido como chaleco de ladrón. Sonrió y la dejó de lado… por ahora.
Tenía abundancia de dinero y de joyas, suficiente para pagarse la permanencia a bordo durante años, pensó. Donnola lo había pensado todo muy bien antes de ir en su busca aquella noche oscura.
Se imaginó un libro y lo extrajo de la bolsa, y en cuanto le echó una mirada al contenido volvió a meter ávidamente la mano en el contenedor mágico.
—¡Vaya! —susurró ahogando un grito de deleite y sorpresa al notar la presencia de un elemento, o juego de elementos: un laboratorio de alquimia portátil que complementaba el libro de recetas que acababa de sacar.
Estaba bien entrenado y, desde entonces, bien equipado. Podía mirar al futuro con esperanza.
Este barco iba rumbo a las Tierras de la Piedra de Sangre, a la ciudad de Procampur, aunque Regis sabía que esa era sólo una escala, porque ahí apenas comenzaba el camino que había emprendido al salir de Delthuntle. Tenía pensado tomar el primer barco que saliera de Procampur con rumbo a las Tierras de los Valles, en la orilla occidental del Mar de las Estrellas Fugaces. Era hora de que Regis, con sus dieciocho años, pusiera los ojos en el remoto oeste.
No podía dejar de pensar en Donnola, ni en Eiverbreen. ¿Cómo se las arreglaría su padre sin él? Y ni siquiera había podido despedirse de él por el temor de poner al liche en la pista del indefenso halfling.
—Donnola se ocupará de él —se dijo, y estaba convencido porque confiaba en ella más de lo que había confiado nunca en nadie.
Esa idea lo sacudió profundamente, sobre todo considerando el rumbo en el que se había embarcado, en el camino que lo llevaría hasta sus amigos, los Compañeros del Salón.
Se dijo que volvería a Delthuntle. Ahora debía tener fe en Donnola, en que escaparía de Alma de Ébano. Ella ocuparía el lugar de Pericolo con el fiel Dedos Ligeros a su lado.
Sí, debía tener fe en ella.
Pero volvería a verla, pensó, y acompañó esa idea con un gesto decidido de la cabeza.
No obstante, primero debía acudir al encuentro en un lejano lugar llamado Valle del Viento Helado, ya que estaba a menos de tres años de la fecha en que se había fijado.
No pudo evitar una risita al recordar su primer viaje al Valle del Viento Helado, con otro cuerpo y en otro tiempo, hacía ya décadas. También entonces se había visto viviendo una vida de lujo, bien alimentado, bien alojado, establecido y satisfecho en la remota ciudad de Calimport.
También en aquella ocasión había tenido que salir corriendo, víctima de una mortal persecución.
La sonrisa se le borró al pensar en la última imagen del Abuelo Pericolo, sentado en su butaca y convertido de golpe en un cadáver marchito.
Por sus mejillas angelicales corrían las lágrimas y nada deseaba tanto como darle su merecido al liche asesino.
No obstante, al recordar la atroz imagen de Alma de Ébano se quedó sin respiración.
Sorprendido se encontró deseando que fuera otra vez un cazador tan corriente como Artemis Entreri el que le seguía la pista.