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LA COMPRENSIÓN DIVINA

Año del Intemporal (1479 CV)

Mithril Hall

L

a luz de la antorcha titilaba, proyectando sombras erráticas en la vasta sala vacía mientras la figura solitaria avanzaba por el estrecho puente. Una caída abrupta a derecha e izquierda no hacía más que acentuar la soledad de la escena: un solo enano de paso vacilante cuya antorcha a duras penas conseguía mantener a raya la oscuridad.

Su paso se hizo aún más lento al acercarse a la plataforma central del grandioso puente que atravesaba el abismo conocido como la Garganta de Garumn. Sus pasos resonaban, botas duras sobre la piedra. La inestabilidad de la antorcha era señal de que estaba temblando.

Hizo una pausa al llegar al borde frontal de la plataforma circular. Al otro lado, en la oscuridad, oyó el sonido del agua —las Cascadas de Bruenor— que marcaban el tramo final hacia la puerta oriental de Mithril Hall.

Para Bruenor, el regreso no era ni siquiera agridulce, era sólo amargo.

Había recorrido este camino con la caravana hacía apenas diez días, pero no se había detenido siquiera a mirar el estrado situado en el lado norte de la plataforma ceremonial. En el poco tiempo que llevaba en Mithril Hall no había vuelto a hacer este camino hacia el este, había pasado sus días en la gran Ciudad Subterránea y ni siquiera se había aventurado a ir hasta la puerta occidental ni al Valle del Guardián que quedaba al otro lado y que se suponía era el escenario de su mayor victoria.

Ahora el Valle del Guardián estaba muy vigilado, con puestos fortificados y máquinas de guerra rodeando los picos más altos. Protegido contra los orcos, le habían dicho a Bruenor —es decir a Reginald Roundshield de la Ciudadela Felbarr—, porque las molestas criaturas se venían mostrando muy activas últimamente.

Otra vez.

Qué extraño le había resultado a Bruenor oír las discusiones sobre sí mismo, el cuestionamiento de su propio criterio como rey hacía ya cien años, cuando había firmado la paz con el rey Obould Muchasflechas. Argumentaciones cruzadas que a Bruenor le sonaban muy parecidas a los debates que había oído y en los había participado en los días del tratado.

No se había resuelto nada. Ahora estas tierras disfrutaban de una paz relativa, pero a muchos de los enanos del Mithril Hall actual aquello les parecía más la actitud agazapada del tigre antes del ataque mortal que una alianza, una colaboración o tan siquiera una tolerancia auténtica y duradera entre Mithril Hall y los orcos. Peor aún, se decía en voz baja, porque ahora los orcos habían hecho incursiones en los reinos de los alrededores de sus propias tierras y conocían las fortificaciones y, tal vez, la forma de utilizarlas a su favor.

La mirada de Bruenor se detuvo sobre el estrado, sobre el pergamino desplegado encima y sujeto por una pieza de cristal traslúcido. Tragó saliva y alzó la vista poco a poco.

Vio la firma, su firma, y la tosca marca del rey Obould.

—¿M’aconsejaste mal, elfo? —preguntó para sus adentros, como si estuviera hablando con Drizzt, que le había aconsejado con ocasión de esta importantísima decisión; que en realidad le había insistido decididamente que firmara el tratado.

—Ah, no pue’o saberlo —susurró Bruenor.

—¿Qu’es lo qu’hay que saber? —preguntó una voz a sus espaldas, sobresaltándolo, más aún porque no la acompañaba la luz de ninguna antorcha.

Al volverse vio a Dain el Mellado, que obviamente lo había seguido hasta aquí, secreta y sigilosamente.

—Si este documento tendrá vigencia en estos tiempos —respondió Bruenor.

—Bah, ese tratao —dijo el viejo guerrero—. Recuerdo cuándo se firmó. Nunca me gustó demasiao.

—¿Entonces el rey Bruenor estaba equivocao?

—¡Cuidao con lo que dices, chico! —lo reprendió Dain—. ¡No se t’ocurra hablar mal de un rey cuando t’encuentras en su residencia!

—Fue hace mucho tiempo —replicó Bruenor.

Dain el Mellado se puso a su lado y apoyó la mano en el montaje de cristal, pasando los dedos con suavidad por las firmas de Bruenor y Obould.

—Ya lo creo, pero pue’s estar seguro de que yo m’acuerdo, y también el rey Emerus Warcrown, no lo dudes, especialmente ahora qu’estos nuevos orcos se están poniendo guerreros otra vez por toda la Marca Argéntea.

—¿Crees qu’el rey Bruenor cometió un error al firmar el tratao?

Dain el Mellado se tomó un instante antes de contestar, limitándose a contemplar el pergamino. Finalmente se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Yo mismo m’opuse, sin duda. Se lo dije personalmente al rey Emerus, aunque por entonces yo no era más que un joven combatiente que no había alcanzao el menor renombre.

—El rey Emerus estuvo presente cuando se firmó —dijo Bruenor, y recordó perfectamente la mirada que le había dirigido Emerus al acercarse para añadir su firma, una expresión más de resignación que de antipatía.

—Es cierto —dijo Dain—. No fue su elección, pue’s creerlo.

—Hubiera preferío la guerra.

—¡La mayoría de los enanos la habrían preferío!

—Pero no el rey Bruenor —dijo en un tono que podría haberse interpretado como acusador para estudiar la expresión del otro.

El viejo veterano se limitó a encogerse de hombros y no manifestó su acuerdo.

—Ay, el rey Bruenor no encontró ningún apoyo pa’ una guerra. Ni de Luna Plateada, ni de Sundabar. —Hizo una pausa y respiró hondo, y Bruenor sabía lo que venía a continuación—. Ni siquiera de Felbarr.

—¿El rey Emerus no se puso del lado de Mithril Hall? —preguntó Bruenor fingiendo sorpresa.

Otro encogimiento de hombros del Dain.

—Sin Sundabar y sin Luna Plateada no habríamos conseguido na’ contra los miles de orcos —dijo—. ¡Decenas de miles! ¡Decenas de decenas de miles!

—¿O sea que no culpas a Bruenor?

Dain el Mellado hizo otra pausa y se quedó mirando largamente el tratado.

—Si guardo algún rencor, chico, que sepas qu’es a los reinos humanos de la Marca Argéntea y a los elfos de Luna Plateada y del Bosque de la Luna. ¡Podríamos haber puesto sobre el terreno un ejército capaz de hacer temblar al mundo entero! ¡Podríamos haber hecho volver al maldito Obould a su agujero para que no volviera a salir nunca más!

—He oído hablar de lo qu’hay ahora —dijo Bruenor—. ¡Tal vez hagamos exactamente eso de aquí en poco!

El encogimiento de hombros de Dain, dubitativo y casi resignado, sorprendió a Bruenor.

El rey enano abrió mucho los ojos.

—¿O sea qu’has perdío el gusto por el combate, perro viejo?

—Si vuelves a decir eso te tiro de cabeza al abismo, pué’s creerme —respondió Dain el Mellado.

—Entonces, ¿qué? Seguro que has oído los rumores sobre los movimientos de los orcos igual que yo. Sabes que están hostigando pa’ provocar una batalla.

Dain miró en derredor, como para asegurarse de que estaban realmente solos.

—El rey Connerad… —dijo meneando la cabeza.

—Un buen enano, sin duda, e hijo de un héroe, el rey Banak —dijo Bruenor.

—Sí, pero le falta estatura —explicó Dain—. No es su culpa, pero es así. Cuando Bruenor hablaba, en la Marca Argéntea todos lo escuchaban. Había mostrado su valía en el campo de batalla, ya lo creo, ¡más de lo que cualquiera pudiera imaginar! Ni siquiera el rey Emerus podría haber ocupado un pedestal más alto que el suyo. El rey Connerad es un buen enano, como dices, y su pueblo lo quiere, sin duda, pero no es el rey Bruenor. No hay ningún rey Bruenor en ninguna parte y si la Marca no se une en un frente único, las legiones de Muchasflechas nos arrasarán.

Bruenor se sintió orgulloso y abrumado al mismo tiempo. El fugaz momento de orgullo le dio nuevos ánimos, pero sólo brevemente, hasta que sintió el peso del mundo sobre sus jóvenes y fuertes hombros.

No sabía qué decir, pero sabía lo que quería decir. Quería sujetar a Dain por el cuello de la camisa y gritarle a la cara la verdad.

Pero de repente se le ocurrió preguntarse si aquel habría sido el plan de los dioses desde el principio.

—¿Qu’es lo que sabes? —preguntó Dain el Mellado.

Las palabras sacudieron a Bruenor y le hicieron tomar conciencia de que estaba jadeando bajo el peso de las emociones.

—¿Qu… qué? —preguntó tartamudeando.

—¿Qu’es lo que sabes?

—Nada —contestó Bruenor, y realmente no estaba en condiciones de responder a esa ni a ninguna otra pregunta en aquel momento, porque su cabeza era un auténtico torbellino de posibilidades.

Consideró su enfado con los dioses, con Moradin en particular, por permitir que él fuera manipulado de esta manera por Catti-brie y por Mielikki, por privarlo de manera tan manifiesta del significado y de la recompensa de su vida.

Pero entonces pensó en Dumathoin, Guardián de los Secretos bajo la Montaña, y se le ocurrió que su salida de Iruladoon, aunque facilitada por Mielikki, tal vez no hubiera sido en absoluto obra de esta diosa.

Volvió otra vez la vista hacia el tratado, hacia su firma. ¿Su mayor logro o su mayor locura? En realidad, esa había sido siempre la cuestión y ahora, con el espectro de la guerra cerniéndose otra vez sobre la Marca Argéntea, la respuesta le parecía clara.

Gracias al poder de Mielikki se le había concedido el renacimiento, pero tal vez (sí, más que tal vez, se convenció entonces) gracias al poder de Moradin había sido puesto ahí, en este lugar y en este momento, cuando se avecinaba esa crisis.

Mithril Hall —la Marca Argéntea, de hecho— necesitaba un rey Bruenor, lo acababa de decir Dain el Mellado.

Sólo Bruenor Battlehammer sabía dónde encontrar uno.

La fiesta estaba en pleno apogeo, como era costumbre cada vez que una gran caravana de una de las tres comunidades enanas de la Marca Argéntea —Mithril Hall, Ciudadela Felbarr y Ciudadela Adbar— se preparaba para marchar a casa de una de las otras. Además, la caravana de la Ciudadela Adbar había llegado la noche anterior, dando a los enanos de Mithril Hall una razón más para descorchar el Rompebuches.

Brindaron por la Ciudadela Felbarr. Brindaron por la Ciudadela Adbar. Brindaron por Mithril Hall. Brindaron por la hermandad Delzoun. Brindaron por la desaparición de Muchasflechas. ¡Brindaron por brindar!

Observar la alegría desde la multitud resultó una experiencia extraña para Bruenor, tan acostumbrado a verla desde el estrado y a ser él quien proponía los brindis. No pudo evitar sonreír al recordar las muchas veces que lo había hecho con Drizzt y Catti-brie, con Regis y Nanfoodle, y, por supuesto, con Thibbledorf Pwent a su lado, que llenaba su espumante jarra y lo palmeaba en la espalda con una ruda ovación cada vez que proponía un brindis.

Reconoció al rey Connerad y lo recordó como un buen chico, y a su padre como un gran general y líder, y como uno de los enanos más valientes que haya conocido jamás. Banak Brawnanvil había sido fundamental en la defensa de Mithril Hall contra las huestes de Obould en los días que precedieron a la firma del tratado de paz.

Como era habitual en estas reuniones, todos los enanos de Felbarr que iban a partir podían subir al estrado y chocar su jarra con la del rey de Mithril Hall. Bruenor se puso a la cola detrás de Dain el Mellado.

—¿Lo conoces? —le preguntó al veterano en un susurro.

—¿Al rey Connerad?

—Sí.

—Ya lo creo —respondió Dain—. D’hace cien años cuanto menos.

—Entonces, preséntame antes d’irte.

—¿Y le cuento tus hazañas? —preguntó con sarcasmo el otro.

No’staría mal —respondió Bruenor sin pudor y sin vacilación mientras levantaba la medalla de oro que llevaba al cuello—. ¡Voy a pedirle un favor, y eso seguro qu’ayudará!

—¿Qué? —preguntó Dain con incredulidad, volviéndose y echando a Bruenor una mirada sorprendida.

Bruenor se limitó a indicarle que avanzara, porque era su turno de chocar la jarra con la del rey. Y eso hizo, y bebió con entusiasmo antes de pasar el brazo por encima del hombro del rey Connerad, ya que en realidad eran viejos compañeros de combate. El veterano hizo que el rey se volviera a mirar al joven enano que lo seguía en la fila.

—Pequeño Erre Erre —le explicó.

—¿El chico de Erre Erre?

—Eso, rey Connerad, este vien’a ser Pequeño Erre Erre, Reginald Roundshield hijo. ¡Y un peleón hecho y derecho! ¡Vino a Mithril Hall como parte de su deseo de valor!

—Anda ya. ¿Un deseo de valor? ¿A su eda’? —dijo el rey Connerad, y Bruenor se dio cuenta de que fingía sorpresa para dar mayor énfasis a su cumplido—. Y la medalla. ¡Vaya, vaya! —añadió el rey enano.

—Sí, como que fue Pequeño Erre Erre el que hizo papilla a los orcos y derribó al gigante de las montañas. Y un puñao de nosotros, yo mismo incluido, habríamos muerto en las Rauvin de no haber sido por Pequeño Erre Erre.

Lo dijo en voz alta y muchos lo oyeron, de modo que Bruenor fue rodeado por un coro de aclamaciones cuando llegó junto al rey de Mithril Hall, junto al rey que lo era porque el propio Bruenor había nombrado a su padre como sucesor sabiendo muy bien que el trono recaería en Connerad.

—¡Entonces, levanto mi jarra por un héroe! —declaró el rey, chocando con el jarro de Bruenor.

Sin embargo, hizo una pausa cuando las jarras se encontraron, porque Bruenor le clavó una mirada que Connerad Brawnanvil seguramente había visto antes en el enano que había sido su rey. En sus ojos brilló una chispa de reconocimiento, pero quedó subsumida en una mirada de confusión.

—Ah, buen rey Connerad, podrías hacerme un honor más alto que chocar tu jarra con la mía —dijo Bruenor.

La multitud se quedó muda, tomada por sorpresa por el atrevimiento de este enano tan joven.

—Ah, veamos, dime, dime —lo animó el rey.

M’haría ilusión ir al oeste, a Mirabar, por poner un caso, o hasta Luskan incluso —explicó Bruenor—. M’han dicho que Mithril Hall envía allí caravanas y serviría en una mu’ honrado.

Eso provocó unas cuantas exclamaciones de asombro alrededor del estrado, incluso entre los enanos a los que Bruenor había acompañado desde Ciudadela Felbarr.

—Eh, chico ¿qué t’has creío? —preguntó Dain el Mellado adelantándose, pero el rey Connerad alzó la mano para contener al viejo veterano.

M’apetece ver el mar, buen rey —replicó Bruenor—. M’han dicho que tú organizas esas caravanas.

—Claro que sí, pero no a esta altura del año. La próxima será en primavera.

—Y estaría honrao d’ir en ella.

—Mucho esperar.

—Entonces ¿podría pedir un segundo favor?

—¡Claro, tien’arrestos el chico! —gritó un enano entre la multitud, lo que provocó más risas y más de una ovación.

—¡No, si toavía va’ pedir la hija del rey en su cama! —rugió otro, y las risas se redoblaron.

También el rey Connerad parecía muy divertido y nada ultrajado. Esto no sorprendió en absoluto a Bruenor, que lo conocía bien.

—Me gustaría entrenar con tu Brigada de Rompebuches —explicó Bruenor—. Por mi pa’e que siempre hablaba bien de la banda y de un enano de nombre Thibbledorf Pwent…

—¡Por el Pwent! —se oyó gritar, y el grito se convirtió en un rugido que dio lugar al brindis más estruendoso de todos.

Y qué bien le vino al corazón de Bruenor oír esas aclamaciones por su querido amigo, que había muerto heroicamente defendiéndolo y ayudándolo a culminar la más importante de todas sus misiones en el remoto y antiguo reino conocido como Gauntlgrym.

—Me entrenaría en su nombre y por su memoria, para llevar su fuerza a la Ciudadela Felbarr y así servir mejor al rey Emerus —explicó Bruenor.

El rey Connerad echó una mirada a Dain el Mellado, que mantuvo su expresión de perplejidad un momento más antes de asentir dando su consentimiento.

—¡Hecho, pues! —proclamó el rey, alzando su jarra una vez más—. ¡Por Pequeño Erre Erre de los Rompebuches!

—Bah, a ver si lo aguanta —se burló un feo enano que estaba al lado del estrado, otro al que Bruenor reconoció de un siglo atrás, aunque no pudo recordar su nombre. Tenía idea de que había servido con los Rompebuches bajo las órdenes de Pwent.

—¡Ten cuidao! —dijo Dain—. ¡Pequeño Erre Erre te pue’ enseñar unas cuantas cosas!

—¡Hurra! —gritaron los visitantes de la Ciudadela Felbarr.

—¡Hurra! —rugieron los cientos de Mithril Hall.

Y así siguió la fiesta, entre bravuconadas y brindis. Cualquier cosa por un trago.

Bruenor se despertó temprano en la misma sala a la mañana siguiente. La cabeza le dolía de tanto brindis y tanta ovación. Consciente a medias, se arrastró hasta una mesa donde habían servido profusión de huevos, beicon, bollos y bayas.

—Estamos orgullosos de ti —le dijo Dain, arrastrándose hasta él.

—Gracias por tu ayuda y tus bendiciones —respondió Bruenor.

—Bah, te debía eso cuanto menos, ¿no? Pero no creas que hablo por hablar, Pequeño Erre Erre. Eres el orgullo de toa la Ciudadela Felbarr. Esos Rompebuches son el mejor grupo de combate de toa esta tierra, sin discusión. El rey Emerus estará muy contento por ti cuando s’entere d’esto, pero que sepas que también deberás temerle, porque tie’s qu’hacer que nos sintamos orgullosos ¿t’has enterao?

—Que sí, que sí —lo tranquilizó Bruenor.

—¿Y de verdá piensas ir al oeste, hasta el mar?

—Que sí otra vez —dijo Bruenor—. Es algo que necesito hacer.

—¡Entonces estarás fuera de Felbarr dos años o más! —dijo Dain.

—Y tus ojos grises y viejos toavía me verán como un mocoso cuando vuelva.

Dain el Mellado sonrió, palmeó a Bruenor en el hombro y se volvió a quedar dormido, metiendo la cara en un tazón de gachas.

Bruenor se detuvo ante las tumbas de Catti-brie y Regis, situadas en un lugar de honor, una al lado de la otra. Ahí, bajo los túmulos, yacían los fríos cuerpos mortales de esos dos queridos amigos. A esas alturas los dos serían sólo esqueletos, polvo tal vez, pensó Bruenor, porque habían pasado cien años.

Él siempre había creído que el alma no se acababa con el cuerpo, que despojarse de la forma mortal no sería el final de la existencia, pero comprobarlo ahora con tanta claridad no dejaba de ser chocante. Recordó el día que Drizzt y él los habían enterrado. Bruenor había besado por última vez la mano de Catti-brie y había sentido en sus labios el frío contacto de su piel. Recordó sus ganas de deslizarse entre las rocas a su lado para infundirle su calor. Si hubiera podido, se habría cambiado por ella, absorbiendo su frío y dándole su vida.

Había sido el peor día de la vida de Bruenor, el día en que se había roto su corazón.

Ahora allí, de pie, volvieron a brotar las lágrimas de sus ojos grises, a pesar de que sabía que Catti-brie y Regis estaban vivos, que habían vuelto a la vida en cuerpos semejantes en estatura y en salud. La Catti-brie que había visto en Iruladoon era la que él había conocido como su hija, en toda su juventud y plenitud de fuerzas.

Allí cerca estaba su propia tumba, una de las dos, aunque esa nunca había sido habitada. La habían construido y consagrado los sacerdotes de Mithril Hall a modo de estratagema para que Bruenor pudiera abdicar secretamente y ceder el trono a Banak Brawnanvil siguiendo la tradición enana. Bruenor se acercó a la recargada tumba y se quedó mirándola, pero se encontró extrañamente vacío de emoción. El sarcófago de piedra era sin duda digno de un rey, y hasta tenía una pequeña escultura de su figura en atuendo de guerra, de pie sobre la piedra plana. Cediendo a un repentino impulso, se quitó la medalla que llevaba al cuello y la colgó del único cuerno del yelmo de la estatua.

Sonrió al pensar en el gesto, pensando que en cierto modo le había añadido peso y significado a la tumba. Se quedó observando el movimiento oscilante de la medalla de oro hasta que se asentó, y le pareció apropiado, porque en este momento el pasado y el presente se habían unido en un objetivo común.

Con un último saludo a lo que había sido, el enano que volvía a ser joven siguió recorriendo las catacumbas hasta llegar por fin a la más grandiosa de todas las tumbas, la de Gandalug Battlehammer. Allí Bruenor se dio cuenta de que se encontraba ante un alma gemela, porque también Gandalug había vuelto de la muerte, de la prisión en la que lo tenía encerrado la Madre Matrona Baenre, para convertirse una vez más en el rey de Mithril Hall, en un momento y un lugar muy distantes de su existencia anterior.

—Ah, ahora veo lo qu’has pasao, mi viejo rey —susurró Bruenor en la oscuridad—. ¡Cómo te las habrás visto! —Apoyó la mano sobre las piedras que cubrían el cuerpo de Gandalug y cerró los ojos como comunicándose con el espíritu que había encontrado el descanso final en este lugar—. ¿‘Tás con él? —preguntó—. ¿Has encontrao tu sitio en la mesa de Moradin por fin, mi viejo rey?

Bruenor asintió al hacer las preguntas, seguro de las respuestas, y una sonrisa se extendió por su cara. Quería volver a las otras tumbas para disculparse con Catti-brie y con Regis, y de paso con Drizzt. Tal vez volviera a visitarlos al salir de las catacumbas.

Porque ya no tenía intención de ir al Valle del Viento Helado, lo supo en ese momento, y aceptó el hecho de haber faltado a su compromiso con Mielikki y sus amigos.

Él era Bruenor Battlehammer, el octavo, el décimo, y pronto el décimo tercer rey de Mithril Hall, enviado de vuelta por Moradin para acabar la tarea que había iniciado.

Iría hacia el oeste para recuperar sus galas y su importancia, para volver a ser reconocido como el rey Bruenor. Después regresaría para unir la Marca Argéntea. Decidió que ese era el regalo que le había hecho Moradin, y su responsabilidad era para con ese dios. El regalo de Moradin y el engaño de Moradin, del mismo modo que era la responsabilidad de Bruenor y el engaño de Bruenor.

—Que así sea —susurró con un gesto afirmativo.

Se preguntó si tal vez cuando hubiera terminado aquí con su misión podría encontrar a Catti-brie, Drizzt y Regis… después de todo, dispondría de exploradores y, estando todavía en el Valle del Viento Helado Stokely Silverstream y sus muchachos, podría encontrar la forma de reunirse con ellos.

Tal vez sería demasiado tarde para ayudar a hacer realidad los planes de Mielikki. Su elección tendría un coste para sus amigos, un coste muy elevado.

—Que así sea —repitió el tenaz enano. Al fin y al cabo podría haberse sumergido en el estanque en Iruladoon, abandonando la misión incluso antes de que empezara. Wulfgar había elegido ese camino. ¿Se podría culpar a Wulfgar si no salvaban a Drizzt de la Reina Araña?

Bruenor respiró hondo para serenarse mientras se erguía.

—Entiendo tu dolor, mi viejo rey —le dijo a Gandalug en un susurro—. Fuera de tu época.

Asintió mientras se volvía para irse, tratando de convencerse de que tenía razón.

Se detuvo antes de haber dado siquiera un paso y se volvió, con el gesto torcido y la expresión cambiada.

—Tiene que ser así —dijo—. Si no, todo es un juego. —Su mandíbula barbuda se desencajó mientras trataba de traducir sus pensamientos en palabras, mientras trataba de enunciar el sentimiento visceral que lo atenazaba.

En cierto modo, que se le hubiera negado el lugar que le correspondía en la mesa de Moradin sólo por Mielikki, sólo por el bien de Drizzt, le parecía algo trivial. Al fin y al cabo, ¿no había muchos discípulos vivos de la diosa que podrían haber llevado a cabo esta misión?

A la vista de esa verdad tan desazonadora y evidente, Bruenor se dio cuenta de que su elección de abandonar Iruladoon había sido una burla de todo lo que había hecho, de una vida de siglos de valor y logros y, sobre todo, de la lealtad a las tradiciones y a una tríada de dioses que no eran Mielikki.

Sin embargo, a la luz de esta nueva revelación, que Moradin se había valido del encantamiento de Mielikki para devolver al gran rey de Mithril Hall, que por sí solo podría rescatar a la Marca Argéntea de la invasión de Muchasflechas…

Para Bruenor Battlehammer, la lógica y la justificación estaban claras. Podría perdonar la postergación de la recompensa de Moradin, que consistía en ocupar un lugar de honor en la Patria de los enanos, por esa revelación.

Y tal vez fuera más que eso. Bruenor se dio cuenta y sonrió a la tumba de Gandalug.

—He sido un buen servidor —susurró—, tanto pa’ la estirpe como pa’ la raza y pa’ los dioses. Por eso me dan otra oportunidad, ¿ves? ¡Ay, elegí mal cuando puse mi nombre en ese maldito tratao! Pero ahora me dan una oportunidad para romperlo y hacer lo que debería haber hecho cien años antes.

Rio por lo bajo y evocó una imagen de sí mismo en la cima de una piedra del Valle del Guardián, machacando orcos a diestro y siniestro.

—Eh, orcos, dormid con un ojo abierto, ¿me oís? Porque ese monstruo qu’hay debajo de vuestras camas sostiene el hacha del rey Bruenor Battlehammer.