COMPLICACIONES
Año del Halfling Sonriente (1481 CV)
Delthuntle
A
quellos años se contaban entre los mejores de la vida de Regis, de sus dos vidas juntas, y en gran parte eso se debía precisamente a esta danza y a este adversario.
La punta de la espada lo buscó en una serie de rápidas embestidas. El pie de Donnola se apoyaba firmemente sobre la estera mientras ella avanzaba manteniendo un equilibrio perfecto.
Regis se le oponía con una espada en alto, desviando cada estocada hacia la izquierda, haciendo que el florete de ella girara sólo un par de grados, lo suficiente para errar el golpe.
—¡En los dos sentidos! —le recordó, porque Donnola ya había prevenido a Regis contra el peligro de caer en un ritmo de bloqueos, y para acentuar sus palabras, mantuvo su siguiente embestida un segundo más y entró por detrás del oscilante florete de Regis, con los ojos y la sonrisa resplandecientes ante la perspectiva de su aparente golpe de muerte.
Sin embargo, le salió al encuentro el puñal que Regis sostenía en la mano izquierda por detrás de su derecha y que desvió el ataque de Donnola hacia la derecha. Y en ese movimiento, Regis empezó a retraer su florete, haciéndolo descender y echando el hombro derecho hacia atrás, e iniciando el giro de todo el cuerpo para alejarse de la hoja del arma de su contrincante.
Remató el giro con una estocada devastadora. El sobresalto hizo que su oponente retrocediera rápidamente y estuviera a punto de tropezar.
No obstante, Regis le siguió el ritmo, con estocadas altas y bajas, y manteniendo en todo momento la postura perfecta, con el pie retrasado perpendicular a la línea de combate y el otro apuntando hacia adelante.
Donnola lo esquivó desviándose hacia la derecha y cuando Regis se volvió para mantener la presión, ella rápidamente se desplazó hacia la izquierda. No era esta su forma característica de combatir, y Regis se dio cuenta de que lo estaba poniendo a prueba, usando técnicas que serían de esperar de un contrincante con una espada más pesada o con un arma más apta para dar tajos o asestar golpes. Lo obligaba a moverse, a girar, para ver si era capaz de reaccionar sin perder la posición.
Así, siguieron muchas estocadas y bloqueos, y Regis iba ganando una ventaja clara y estable por primera vez en todos sus años de combate.
—¡Bien hecho!, pero espera —le exigió Donnola saltando hacia atrás y bajando la espada.
—¡Al diablo! —replicó Regis, porque la tenía acorralada. ¡Lo sabía!
—Has demostrado tu agilidad y destreza para mantener el equilibrio —dijo Donnola—, pero no pudiste rematar.
—No tuve que rematar —protestó Regis—. ¡Tú usas florete y puñal, lo mismo que yo!
—Remata —lo retó Donnola, poniéndose otra vez en posición de combate—. Jamás podrás ganar sin hacerlo. ¿Piensas que vas a combatir siempre con un halfling armado con un florete? Nada de eso, Araña. ¡Vas a luchar contra un orco o un humano, que son más grandes y más fuertes y pueden aplastarte el cráneo desde lejos!
—¡Ajá! —añadió con una diestra parada cuando Regis salió hacia adelante con una serie de pasos repentinos, equilibrados, sin cruzar en ningún momento el pie de atrás por delante, la postura de carga perfecta.
—¡No puedes ganar desde ahí! —se rio Donnola, y cuando Regis arremetió más ferozmente, se quitó de en medio con una pirueta.
—¡Vaya, aquí viene el garrote hacia tu cabeza! —empezó a decir, e inmediatamente se replegó, alejándose otra vez mientras Regis seguía persiguiéndola. Ahora él la movía deliberadamente, recortándole el espacio, arrinconándola.
Ella lo veía, y él lo sabía.
—¡No puedes pillarme! —declaró Donnola, girando hacia un lado, pero Regis había previsto el movimiento y se desplazó junto con ella, buscándola con el florete.
Lo esquivó brillantemente, como siempre, con un bloqueo envolvente y una estocada, pero Regis estaba preparado para esa reacción y también él hizo un floreo, girando la espada hacia arriba y luego hacia abajo, y de repente hacia arriba otra vez, levantando el brazo de Donnola mientras lanzaba la estocada.
Dio contra ella y la atrapó contra la pared. Allí estaban, tan cerca, cara a cara. El brazo con que ella sostenía la espada por encima de su cabeza, apresado contra la pared por la espada de Regis.
La punta del puñal de la mujer se apoyó contra las costillas de él en el mismo momento en que el puñal de Regis apareció contra las suyas.
Regis la había dejado sin aliento y también así había quedado él, porque no podía respirar teniendo tan cerca a esa hermosa criatura.
Se quedaron un largo instante mirándose.
De repente, Donnola lo besó apasionadamente y consiguió separarse de la pared.
Regis sintió que se le aflojaban las piernas y a duras penas pudo mantener el equilibrio, pero cuando Donnola se desasió, el halfling se encontró sin apoyo y a punto estuvo de caer de bruces.
El florete de la mujer apareció contra su pecho en lo que podría haber sido una estocada mortal.
Donnola se rio de él.
—Aprenderás —dijo, y girando graciosamente como una mariposa abandonó la estancia.
Regis se quedó allí, con el florete caído, sintiéndose decididamente desnudo. Su cabeza era un torbellino de pensamientos. Trató de centrarse en el combate, en los hechos que le habían dado semejante ventaja. Trató de aprender de ese momento, pero era un ejercicio inútil cuando tenía el beso quemante de Donnola tan fresco en la mente y en el cuerpo…
¡Pensar que ella lo había besado así!
La mujer le llevaba sólo ocho años, tendría unos veinticinco, y era tan inteligente, hermosa y brillante con la espada como en su diplomacia…
¿Brillante en su diplomacia?
Regis sacudió la cabeza para apartar las telarañas y miró la puerta por la que se había ido ella. Por la que había salido después de desarmarlo con un beso inesperado y de haberlo vencido en el combate.
¿Brillante diplomacia?
El dedo índice de Pericolo señalaba el mapa extendido sobre la mesa y una sonrisa taimada apareció en su cara.
Donnola miró el plano, una carta náutica del Mar de las Estrellas Fugaces, tal vez la más completa de cuantas existían. Porque Pericolo había trabajado en ese proyecto durante años, tantos como Donnola podía recordar o incluso más.
El Abuelo había gastado una pequeña fortuna en aquella detallada carta náutica, llegando en un momento a ofrecer un botín a cualquier barco que hiciera sondeos alrededor de los diversos arrecifes y bancos. Y años antes, Pericolo había contratado al mejor cartógrafo conocido de este mar y lo había traído a Delthuntle, proporcionándole unos elegantes aposentos y todos los mapas que se pudieran adquirir para la compilación de esta grandiosa obra.
Cuando Dedos Ligeros llevaba a Araña a sus zambullidas mañaneras, el mago sabía perfectamente adónde iban y lo profundas que serían las aguas.
Donnola levantó la vista del mapa para mirar al mago, que estaba impasible a un lado habiendo recibido ya, obviamente, el gran anuncio de Pericolo, y cuando Donnola alzó la mirada para estudiar a su abuelo, encontró que lucía la sonrisa más satisfecha que le había visto jamás.
Entonces lo entendió.
—Lo has encontrado —dijo sin aliento.
Pericolo se limitó a sonreír.
—El Pecio del Liche —musitó Donnola volviendo a mirar el punto que señalaba el dedo, al sur de Aglarond.
—Alma de Ébano —añadió Pericolo refiriéndose a un poderoso liche que se decía que estaba encerrado en un ataúd de plata a bordo de su barco, el Diamante de Thepurl. Según la leyenda, el barco había sido hundido por los piratas en la época de la Plaga de Conjuros. Se decía que tenía cajones llenos de las grandes reservas del tesoro mágico de Alma de Ébano, sacado de su guarida en el bosque del Sátiro.
En los confines sudorientales del Mar de las Estrellas Fugaces, los marineros hablaban del Pecio del Liche; había sido tema de conversación en muchas de las fiestas a las que había asistido Donnola. Ella siempre lo había tomado por un rumor y una leyenda, una fuente de intrigas para alimentar sueños y fantasías de gran poder y riqueza. Siempre había pensado que eran historias muy exageradas, una forma que tenían los nobles ociosos de pavonearse con fingidas aventuras, pero Donnola sabía muy bien que Pericolo realmente creía en las historias del tesoro del Diamante de Thepurl. Él no había dedicado todo ese tiempo a la búsqueda por ansias de poder o de riqueza, sino porque la consideraba su aventura más importante.
Sería el hombre que había rescatado los tesoros de Alma de Ébano, y así Pericolo Topolino dejaría su nombre grabado entre las leyendas del Mar de las Estrellas Fugaces.
—¿Cómo sabes que es…? —empezó a preguntar Donnola.
—Está ahí —respondió Pericolo con rotundidad—. En una fosa a doce leguas al sudoeste del punto más meridional de Aglarond.
Donnola tragó saliva y volvió a mirar el mapa.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he sospechado desde hace tiempo —respondió Pericolo.
—He convocado a elementales de agua para que investigasen la zona —añadió Dedos Ligeros.
Se dirigió a un lateral de la habitación, a un armario cubierto de astrolabios y mapas enrollados y un par de catalejos. De un cajón sacó algo cubierto con una tela negra y volvió a la mesa.
Donnola y Dedos Ligeros se miraron mientras el mago retiraba lentamente la tela, dejando ver un trozo de cristal con forma de daga. No, reparó Donnola, no era cristal, sino un trozo de espejo roto. Ladeó la cabeza sin saber muy bien qué pensar del curioso objeto.
—Adelante, mírate en él —dijo Pericolo—. Eres demasiado grande como para activar sustancialmente la magia del trozo de espejo.
Donnola cogió el espejo de Dedos Ligeros y contempló lo que reflejaba, es decir, la parte de sí misma que podía verse en él, que no tenía más de tres dedos en su punto más ancho.
Vio la mitad de su sonrisa y un ojo pardo… no, la mitad de su expresión ceñuda y un ojo inyectado en sangre. Perpleja, se apartó y miró a sus compañeros.
Dedos Ligeros, sonriendo, tendió la mano para que Donnola le diera el trozo de espejo.
—De haber sido el espejo completo y no sólo un trozo, jamás habría permitido que te miraras en él —dijo Pericolo.
Donnola se encogió de hombros, todavía más intrigada cuando miró al mago, que de uno de los múltiples bolsillos de su amplia túnica sacó una pequeña rata. El animalito trepó por su mano, que él volvió para que Donnola pudiera verla. Dedos Ligeros se inclinó hacia el suelo al lado de la mesa, la rata en una mano y el espejo en la otra, y situó ambas cosas de tal modo que la rata pudiera verse reflejada.
Donnola dio un grito ahogado y a punto estuvo de saltar en el aire cuando una segunda rata, idéntica a la primera, salió corriendo del espejo y se lanzó furiosa contra la primera, que respondió de la misma manera. Con ferocidad repentina, aparentemente desmedida, los roedores se atacaron mutuamente, mordiéndose y girando en un baile confuso que no tardó en volverse sangriento. Sus chillidos no dejaban oír otra cosa.
—¡Haz que paren! —rogó Donnola, horrorizada por el espectáculo.
Miró a Dedos Ligeros que, haciendo honor a su mote, ya estaba dibujando movimientos ondulantes en el aire con la mano.
Formuló un conjuro, en realidad un desconjuro. El aire reverberó cargado de energía mágica y una de las ratas desapareció sin más.
—¿Qué es? —preguntó ansiosa la joven halfling.
—Un Espejo de Oposición —explicó Pericolo—. Todo el que se mire en él encontrará una réplica de sí mismo dispuesta a materializarse y presentarle batalla.
—Y conserva bastante magia, aunque es evidente que se hizo trizas y permaneció en el fondo del mar durante cien años —explicó el mago.
—Alma de Ébano tenía uno, según cuenta la leyenda —apuntó Pericolo.
—¿Y tú encontraste esto…? —Donnola hizo una pausa y señaló con el dedo el punto en la carta náutica.
Pericolo asintió con gesto sombrío.
—Es el Pecio del Liche. Llevaba algún tiempo sospechándolo y ahora tengo los medios para hacerme con él.
Donnola asintió mientras asimilaba sus palabras, luego abrió mucho los ojos cuando llegó a entender aquella afirmación. «Los medios para hacerme con él» sonó claramente en su cabeza.
—Has llegado a quererlo como a un hijo —protestó, con apenas un hilo de voz.
Pericolo la miró, al principio pareció sorprendido por su observación, pero entonces le contestó:
—¿Y tú más que eso? —inquirió con una sagaz sonrisa.
Donnola lo desechó con una carcajada, pero su abuelo no dejaba de sonreír.
—¿Vas a negar que amas a Araña? —preguntó Donnola.
—¿Por qué lo habría de negar? Lo traje a nuestra familia como si fuera mi hij… mi nieto —replicó Pericolo—. Su padre vive en una casa que compré para él y con fondos que yo proveo.
—Y, sin embargo, piensas mandarlo a hacer esto —dijo Donnola con sequedad—. Lo mandarás a las profundidades a buscar este pecio.
—El peligro forma parte de la vida, niña mía, y una parte importante. ¡No lo olvides!
—¡Lo enviarás a la muerte!
—¡No te permito esa insolencia! Durante años he buscado el tesoro perdido de Alma de Ébano y ahora es mío, lo tengo al alcance de la mano.
—Gracias a Araña.
—Sí.
—O sea que das más valor a este tesoro que a… —empezó Donnola, pero el destello de furia en los ojos de Pericolo hizo que se callara.
—Precisamente es mi aprecio por el chico lo que me lleva a ofrecerle esto —sostuvo el Abuelo—. ¡Ah!, si yo tuviera el don de los genasi que él tiene… Con todas las aventuras que he vivido, con todas las victorias y todos los botines… ¡Este seguramente los eclipsaría a todos, del mismo modo que una luna gigantesca taparía al sol!
—¿Y lo pondrías en peligro?
Pericolo dio un bufido despreciativo.
—Te hago ir a ti todas las semanas a la guarida de los chacales de las arenas y te quiero más que a nadie.
—Eso es diferente —replicó Donnola—. Yo soy mayor y tengo más mundo.
—No cuando empezaste —le retrucó Pericolo—. Piensa un poco, mi preciosa nieta. ¿Cuántos años tenías cuando asististe a tu primer baile en Delthuntle? No habías cumplido los dieciséis, creo, y Araña ya tiene dos años más. Cuando tenías su edad, ya habías asistido a docenas de esas fiestas en ese nido de intrigas, y más de uno de esos bailes terminó con un cadáver en algún callejón de las inmediaciones, ¿no? Y cuando cumpliste los dieciocho, con mis bendiciones y mi apoyo, ya habías robado una docena de palacios, esquilmado a media docena de señores de Aglarond y matado a tres asesinos, incluso dos en una sola pelea. ¿Debería haber ocultado a Donnola en una habitación como hacemos con Araña?
La muchacha farfulló algo, pero no tenía una verdadera respuesta.
—¿O es que crees que tú no me importabas y que era un temerario?
—Eso era diferente —dijo ella en voz baja y sin demasiada convicción.
—Él está dispuesto a abrirse camino, a conseguir una posición de autoridad y de responsabilidad.
—Es diferente —volvió a susurrar negando con la cabeza y tragando saliva.
—¿En qué, niña?
—Yo iba a las casas de la nobleza, pero a él vas a mandarlo a las profundidades del mar en busca de la cámara del tesoro de un liche.
Pericolo miró la carta náutica desplegada ante sí, al lugar en el que su dedo había dejado una marca en el pergamino, el lugar donde creía que estaba el Diamante de Thepurl. Estuvo largo rato sin decir nada, pero entonces alzó la vista hacia Donnola y asintió.
—Cuanto mayor es el riesgo, mayor es la recompensa —dijo con sonrisa decidida.
—¿El riesgo para Araña y la recompensa para Pericolo? —respondió ella con sarcasmo.
El Abuelo entornó los ojos. Donnola tragó saliva, desacostumbrada a ver una expresión amenazadora en él hacia ella.
—Toda la gloria para Araña si lo consigue —dijo tajante—. Toda la gloria y una parte de los tesoros. En realidad, ¿para qué los necesito? ¡Para nada! Es la aventura, la conquista; yo lo supervisaré todo y, en adelante, cuando se mencione mi nombre por toda la costa del Mar de las Estrellas Fugaces, se dirá que fui yo, Pericolo Topolino, el que recuperó el Pecio del Liche. Y Araña también será mencionado. ¿Es que no lo entiendes, niña mía? —preguntó con exasperación—. Le ofrezco a Araña la ocasión de lograr la inmortalidad, la ocasión de hacerse un nombre que resonará por Aglarond durante siglos.
—¿Y si fracasa?
—Lo lloraremos y encontraremos a otro que esté a la altura de la tarea —respondió el Abuelo sin la más mínima vacilación. Con una risita y meneando la cabeza miró fijamente a Donnola—. No voy a vivir en una fortaleza amurallada y tú tampoco. Mira más allá de tus sentimientos por Araña. ¿Es prudencia lo que quieres realmente, mi amada nieta? Entonces, ¿no te he enseñado nada?
Donnola respiró hondo.
—¿Qué sientes cuando entras por la ventana de un tonto rico sin haber sido invitada? —preguntó—. ¿Qué siente Donnola cuando las sombras que la rodean revelan la presencia de un asesino, o cuando sale a recibirla un acero mortal?
La joven halfling no pestañeó.
—Viva —respondió Pericolo por ella—. Te sientes viva. Eso es lo que te he enseñado, así es como has vivido. ¡A decir verdad, así es como he vivido yo! ¿Hay otra manera?
Donnola bajó la mirada, avergonzada. Las aventuras que había vivido durante la última década volvieron a su memoria. ¿Cuántas veces había estado al borde de la muerte? Y Pericolo había visto la amenaza del desastre todavía más cerca que ella en esos diez años. Y, sin embargo, por todo lo que había oído de boca de su abuelo, del Abuelo, los diez últimos años habían sido la década más tranquila de su vida aventurera.
—¿Dudas de mi amor por ti? —le preguntó Pericolo.
—Jamás —respondió la chica sin la menor vacilación, alzando la mirada tan rápido que pudo mirarlo a los ojos mientras lo decía.
—Si pudiera ofrecerte a ti esta inmersión, ¿la aceptarías?
La mujer se pasó la lengua por los labios. No respondió, pero tanto ella como el Abuelo y Dedos Ligeros, que reía por lo bajo, conocían la respuesta, por supuesto.
—Entonces no dudes tampoco de mi amor por Araña —le rogó Pericolo—. Le ofrezco la más grande de todas las aventuras: ¡el Diamante de Thepurl!
—Un barco maldito de un poderoso muerto viviente.
—Un barco hundido con grandes tesoros —la corrigió Pericolo—. Y sé dónde está, y Araña, con la ayuda de Dedos Ligeros, puede llegar a él. ¡Ay, cuánto envidio a este jovencito!
Donnola se disponía a responder, pero se contuvo. ¿Bajaría ella al Diamante de Thepurl si fuera posible?
Por supuesto que sí, sin la menor duda.
Una sonrisa no de derrota, sino de aceptación, empezó a extenderse por el rostro de Donnola y descubrió que también ella envidiaba a Araña.
Regis entró en la pequeña pero bien acondicionada cabaña con cierta desazón. Siempre le pasaba lo mismo cuando iba a ese lugar. No podía desechar el recuerdo de aquellos primeros días en los que solía encontrar a Eiverbreen inconsciente en el suelo, apestando a güisqui.
Encontró a su padre en la sala de estar, profundamente dormido en una butaca, pero por el aspecto de su ropa —apenas un poco desordenada— daba la sensación de que realmente se estaba echando una siesta. Regis, que había pasado gran parte de su vida anterior echado a orillas del Maer Dualdon, en Diez Ciudades, con una línea de pesca sin cebo atada al dedo gordo del pie, bien podía entender aquello.
Sin hacer ruido, avivó el fuego en el hogar y se sentó enfrente de Eiverbreen a esperar pacientemente. Había acabado sus tareas del día en la Morada Topolino, de modo que no tenía prisa.
Observó al halfling que tenía enfrente, estudiando la expresión del durmiente. El hombre estaba soñando, pero su expresión no era feliz.
¿Acaso había conocido la felicidad Eiverbreen Parraffin?
Regis se reconvino para sus adentros —algo que solía hacer últimamente— mientras observaba al hombre. Recordó cuando Eiverbreen lo había sumergido en el mar y él llegó a pensar realmente que se ahogaba. Quería saber si Regis poseía el mismo don que su difunta madre. Después habían llegado las peligrosas zambullidas en cualquier circunstancia climática. Eiverbreen había arrojado a su hijo al mar y, por encima de todo, Regis tenía que recoger ostras, suprema obsesión alimentada por la necesidad de beber. Durante mucho tiempo, Regis había guardado rencor a Eiverbreen, como lo haría cualquier hijo nacido de un padre tan problemático.
Pero Regis no había sido niño en Delthuntle. Antes había visto la pobreza y había sentido la punzada de la desesperanza que suele acompañarla. En Calimport, en su primera juventud, Regis había conocido a muchos Eiverbreens, a decir verdad, los había defendido calladamente incluso cuando crecía en el seno de los gremios de los pachás gobernantes.
No pudo dejar de reír al recordar un atraco particularmente lucrativo. Pronto se dio cuenta de que no iba a poder quedarse con el botín, porque las monedas de oro del pachá al que había robado estaban astutamente marcadas. Así pues, Regis, amparado por la oscuridad de la noche, llevó el saco de monedas a uno de los barrios más miserables de Calimport y esparció las monedas por toda la calle. Al día siguiente, todas las tabernas y los obradores de esa parte de la ciudad se llenaron de gentes sucias y desharrapadas.
Regis había sentido y mostrado piedad y misericordia por los desdichados de Calimport y, sin embargo, le había llevado muchos años adquirir el mismo nivel de compasión por este halfling que tenía ahora sentado ante sí.
El resentimiento incluso se había intensificado durante los primeros años en los que Eiverbreen había vivido en esta casa, porque Pericolo, por exigencia de Regis, le había puesto muy difícil la compra de alcohol. Ninguna taberna se lo quería vender, respondiendo a órdenes de Pericolo, y Eiverbreen no se lo había tomado nada bien y culpaba de ello sobre todo a su hijo, Araña. Claro que todavía conseguía licor, incluso ahora, a pesar de todos los esfuerzos de Regis por cerrarle las fuentes.
Poco a poco habían ido estableciendo una tregua. No hablaban del consumo de alcohol por parte de Eiverbreen. En eso no llegarían jamás a un acuerdo. Sin embargo, Eiverbreen había dejado de culpar a su hijo, al menos abiertamente, e incluso había llegado a expresarle abiertamente su gratitud por haberlo intentado. Regis, por su parte, había desterrado su rencor por el castigado halfling y había conseguido verlo de la misma manera que había visto a aquellas pobres almas en medio de las mugrientas calles de Calimport. No podía recuperar a Eiverbreen y lo aceptaba.
Al caer en la cuenta de que Eiverbreen no era su verdadero padre, el halfling renacido encontró el espacio emocional que necesitaba para ser objetivo.
Eiverbreen lanzó un ronquido y se humedeció los labios, moviendo de repente la cabeza hacia uno y otro lado y abriendo perezosamente un ojo para mirar a Regis.
—¿Qué hay, chico? —dijo con la lengua todavía torpe por el sueño.
—Hola, padre —mintió Regis.
Eiverbreen se frotó la cara con una mano mientras se enderezaba en la butaca.
—Te veo poco últimamente. —Eiverbreen todavía arrastraba las palabras.
—Ando muy ocupado.
—¿Con esos Topolino?
—Sí.
—¡Eres el predilecto! —dijo Eiverbreen con una carcajada, burlándose sólo a medias. Se acomodó mejor en su asiento, tratando de quitarse con las manos las telarañas del sueño—. Sigues bailando con esa bonita chica, ¿no?
—Me entrena con la espada.
Eiverbreen lanzó una áspera carcajada que tenía más de jadeo que de diversión.
—¡Bueno, yo la ensartaría si se me presentase la ocasión! —dijo con un chillido.
Regis se envaró un poco y mantuvo la boca cerrada, recordándose que Eiverbreen era inofensivo y que sus formas groseras servían para disfrazar su desesperación.
—Es una amiga —se limitó a decir.
—Ah, sí, tú y tus amigos importantes —dijo Eiverbreen con un resoplido desdeñoso.
—A ti te ha ido bien con ellos —dijo Regis sin poder reprimirse.
Eiverbreen resopló más fuerte y se volvió a mirar el fuego.
—Lo siento, padre —dijo Regis—. Pero tienes buen aspecto.
Eiverbreen se puso de pie con esfuerzo, asió el atizador y empezó a remover los troncos.
—Voy tirando, chico —dijo con aire ausente.
—Mi nombre es Regis. —No sabía muy bien por qué lo había dicho, pero ahí quedaba.
—Si tú lo dices… —respondió Eiverbreen evidentemente confundido.
—Lo digo. ¿Hay alguien que se oponga a mi elección?
—¡De tu elección, nada! —dijo Eiverbreen con tono áspero, llegando incluso a alzar el atizador y apuntar con él hacia Regis—. ¡Le corresponde a tu madre!
—Está muerta.
—¡A mí, entonces! —Tendrías que haberlo consultado antes conmigo para ver si yo lo aprobaba.
—Tuviste tu oportunidad, pero ni te molestaste —dijo Regis, y en la expresión de Eiverbreen hubo un destello de ira.
—¿Se te está olvidando cuál es tu sitio? —preguntó el padre.
Regis negó con la cabeza, rechazando el argumento de Eiverbreen. La conversación le había recordado el motivo por el que estaba allí: había cumplido los dieciocho años. Empezaba a percibir la llamada del Oeste. Las condiciones de Mielikki sonaban en sus oídos cada vez con más insistencia.
—Podría haberte llamado Earnst —dijo Eiverbreen—. Ese era el nombre de mi hermano, tu tío muerto. Se ahogó en la tormenta de 1445. No era más que un muchacho. ¡Sí, debería haberte llamado Earnst en honor a él!
—Tal vez deberías haberlo hecho, pero no lo hiciste.
—¡Tú te llamas como yo te diga! —gruñó Eiverbreen y lo amenazó con el atizador… pero el florete del halfling le salió al encuentro en un abrir y cerrar de ojos, sorprendiéndolo.
Con presteza paró el golpe y con un movimiento envolvente enganchó el atizador y se lo arrebató de las manos a Eiverbreen. El atizador salió despedido y fue a caer a un lado.
Eiverbreen se lo quedó mirando estupefacto, después miró el atizador caído y empezó a reír de buena gana.
—¡Vaya, esa damita Topolino te está enseñando bien, chico! —dijo—. ¿Y qué más te está enseñando?
Se echó otra vez en la butaca con los hombros agitados por la diversión.
—Muchas cosas —fue todo lo que respondió, y lo hizo con una amplia sonrisa, pensando que no tenía sentido disuadir a su padre de sus ideas indudablemente lascivas.
Eiverbreen se encogió de hombros, dio un bufido e hizo un gesto despectivo con la mano.
—¿Dónde encontraste ese nombre?
Regis hizo una pausa y desvió la vista del halfling que ahora se inclinaba hacia adelante en su asiento, aparentemente con repentino interés por la conversación. Tal vez fuera hora de decirle la verdad a Eiverbreen.
—Es un nombre que oí hace mucho tiempo —empezó, inseguro.
—¿Dónde? ¿Entre los Topolino?
—Antes de eso.
—¿Dónde entonces? —insistió Eiverbreen con tono más inquisitivo.
Regis le dio vueltas a la pregunta durante unos instantes. ¿Qué podría ganar con contárselo a Eiverbreen? Tal vez el viejo borracho ni siquiera le creería. Y si lo hacía, ¿qué podía ganar? Otros le habían dicho a Regis que Eiverbreen, a su manera, estaba orgulloso de él, y que iba diciendo por ahí que «su chico estaba con el Abuelo» entre bocado y bocado mientras comía en las tabernas del lugar. Regis pensó que tal vez lo que quería era herir al hombre, despojarlo del único motivo que había tenido en toda su miserable vida para sentirse orgulloso.
Pero ¿por qué? ¿Por su desatención? ¿Porque Eiverbreen había sido un padre bastante patético… a pesar de que en realidad no era su padre?
No. Regis lo decidió allí mismo. Se estaba dejando llevar por su propia mezquindad y eso no tenía razón de ser. Todo lo que lo había llevado a regresar a Toril lo esperaba a apenas tres años de marcha por la carretera, la larga carretera que conducía al Valle del Viento Helado.
Miró a Eiverbreen y le dedicó una sonrisa encantadora. Realmente no quería herir al halfling. Era así de simple.
—El Abuelo me llama Araña —dijo riendo—. Araña Parrafin, hijo de Eiverbreen, discípulo del Abuelo Pericolo Topolino.
En un primer momento Eiverbreen lo miró aún más intrigado, como si se preguntara qué demonios había querido decir y para qué lo había dicho. Pero luego asintió e incluso se rio un poco.
—Con que Araña, ¿no? Ese nombre me gusta mucho más.
Regis se sintió orgulloso de haber podido dejar de lado el egoísmo, de poder apartar sus propios sentimientos heridos para tratar al pobre Eiverbreen con la misma compasión que había tenido con otros en su vida anterior.
No obstante, la sonrisa se quedó a medio camino al recordar el daño que le haría a Eiverbreen, quizá un daño mortal, cuando abandonara Delthuntle, y esa idea desazonadora hizo que se mordiera los labios.
¿Cómo iba a poder hacer eso? ¿Cómo se iba a ir al Valle del Viento Helado, a miles de kilómetros de distancia, cuando lo necesitaban aquí? ¿Cómo iba a dejar atrás la vida que había construido en la costa de Aglarond?
Pensó en Drizzt, y en Catti-brie y en Bruenor. Por supuesto que sería fantástico volver a verlos.
Pero pensó en Eiverbreen y en Pericolo y en Donnola —¡sí, sobre todo en Donnola!— en todo lo que había llegado a amar de su vida aquí, en Delthuntle.
Los halfling de Delthuntle habían sido buenos con él y con Eiverbreen. Incluso antes de que él entrara a trabajar con Pericolo Topolino, él y Eiverbreen habían recibido un trato bondadoso de otros halfling.
¡Y pensar que aquí, en esta ciudad de hombres altos y fuertes, un halfling como Pericolo podía llegar a ocupar un lugar tan destacado! Hasta los gremios de ladrones más formales de la ciudad, incluido el más poderoso de todos, el Anillo de Tres Dedos, una organización que miraba despectivamente a los gremios menores, trataban a Pericolo y a su Morada halfling con gran respeto. Él mismo había sido testigo de las respetuosas reverencias de la guardia del señor de Delthuntle, los hobgoblin, cuando Pericolo pasaba ante ellos.
A los halfling de Delthuntle no se los trataba como piezas curiosas, ni como a inferiores, ya fuera por causa de Pericolo o por una actitud que había facilitado el ascenso del Abuelo.
—Una buena comunidad halfling —dijo en voz alta, aunque hablaba para sí, no para Eiverbreen.
No obstante, su padre lo oyó.
—¿Qué dices? —preguntó.
—Una buena comunidad halfling —declaró Regis en voz más alta—. Me refiero a la de aquí, la de Delthuntle. No he conocido otra mejor.
Eso hizo que Eiverbreen lo mirara con estupor.
Regis se rio de su propia tontería. Hasta donde Eiverbreen sabía, Delthuntle era el único lugar que Regis había conocido en toda su vida.
Regis asintió, aunque no estaba mirando a Eiverbreen, ni siquiera oía las palabras reales mientras el otro insistía sobre esa cuestión. Estaba pensando en su inesperada categoría y, para sorpresa suya, se dio cuenta de que no era nada despreciable. Aquí en Delthuntle, los halfling no eran ciudadanos de segunda y él, personalmente, no era un simple acompañante. ¡Nada de eso! Aquí era el protegido, y crecía y se formaba con el debido tutelaje.
Sus pensamientos lo llevaron a una solitaria montaña que se alzaba hacia el cielo estrellado en la tundra septentrional. Esa imagen ocupaba un lugar destacado en su cabeza el día que había salido de Iruladoon. Jamás habría imaginado lo difícil que sería este viaje de regreso de veintiún años. Al salir de Iruladoon, sólo había pensado que pasaría el tiempo entrenando, siempre entrenando, y volvería junto a los Compañeros del Salón como si nada hubiera interrumpido su heroica trayectoria.
Pero no era así, ahora lo sabía.
Miró a Eiverbreen, que lo necesitaba.
Pensó en Pericolo, que lo había acogido y le había dado muestras de bondad y una oportunidad.
Volvió a sentir el dulce beso de Donnola.
No era así, ahora lo sabía.
Regis no era capaz de encontrar una salida razonable. No podía hacer como si nada hubiera sucedido, y ni siquiera podía sublimarlo pensando en el fin ulterior que esta segunda oportunidad de vivir le había proporcionado.
Pensó en ello cuando se fue a la cama esa noche. Soñó con ello. Seguía pensando al despertarse cada mañana.
Trataba de atribuirlo a la exuberancia juvenil, pero aunque así fuera, no parecía tener importancia.
No, aquel beso de Donnola había superado a Regis; en sus dos vidas jamás había experimentado nada parecido. Sin embargo, el sabor perdurable que le dejó no era todo placer para el halfling cada vez que pensaba en él a lo largo de las horas y de los días, porque había cosas de Donnola…
Cuatro días después del incidente, se preparaba para el combate diario con su instructora. Donnola llegó sonriente, exultante. Alzó su florete e hizo el saludo de rigor.
Regis, en cambio, apuntó el suyo hacia el suelo y meneó la cabeza.
—¿Hay algún problema? —preguntó Donnola, bajando también el arma y con expresión de sincera preocupación.
—¿Por qué me besaste? —preguntó Regis sin andarse con vueltas, incapaz de contener su desazón.
Donnola retrocedió un paso, como si la hubieran abofeteado.
—¿Qué?
—Me besaste.
—¡Y tú me devolviste el beso!
—¡Claro que sí! ¡Eres hermosa! —Regis bajó la mirada mientras sentía que le ardían las mejillas.
Le llegó la risa de Donnola y finalmente volvió a alzar la vista.
—Gracias —dijo la joven con una reverencia. También ella se había ruborizado.
—Pero ¿por qué? —insistió Regis.
—¿Por qué?
—Que por qué me besaste.
Ella inició una respuesta, pero la expresión de Regis se volvió sombría y continuó:
—¿Qué esperabas conseguir con ello?
Donnola retrocedió otro paso, pero en seguida se acercó en actitud agresiva, dejando caer el florete y con los brazos en jarras. Se detuvo a escasos centímetros de Regis mirándolo fríamente.
—¡No puedes enfadarte conmigo! —insistió Regis—. ¡Me lo has mostrado, me has enseñado! Me has llevado a todas esas grandes fiestas de los nobles y he visto cómo usas tus encantos para manip…
La mano de Donnola superó a la capacidad de reacción de Regis y la bofetada lo alcanzó de lleno.
Después, refunfuñando, se dio media vuelta dispuesta a marcharse, pero Regis la sujetó por el hombro y tiró hacia atrás mientras se echaba sobre ella. Cuando chocaron el uno contra el otro, la abrazó estrechamente. Vio la humedad de las lágrimas en sus bonitos ojos pardos y la besó.
Donnola se retorcía para desasirse y quiso hurtar su boca al beso, pero Regis la abrazó con más fuerza y redobló el beso hasta que la tensión de Donnola se fue desvaneciendo poco a poco y acabó besándolo con igual o más pasión.
—¿Dudas de mí? —preguntó, retorciéndose de repente y haciendo que los dos acabaran en el suelo, ella encima de él.
—¿No has besado nunca a ninguno de ellos? ¿No forma parte de tu juego? —inquirió Regis.
En los ojos pardos de Donnola hubo un destello de furia, pero fue sólo un momento.
—Sí, les gustan los pequeños como nosotros, ya sabes. Hacemos que se sientan tan grandes y tan fuertes… —dijo con una carcajada.
—¡O sea que has besado a un par de señores de Delthuntle! —gritó Regis, con fingida indignación, y en un arranque repentino puso a Donnola de espaldas contra el suelo.
Donnola le sonrió. Sus ojos húmedos chispeaban bajo la luz del sol que entraba a raudales por la única ventana de la sala.
—Claro, en eso reside la provocación, y sí, lo he hecho —admitió, y volvió a Regis a la posición anterior—. Un beso y una provocación, y nada más —insistió Donnola—. Y nada más, nunca, con ninguno… hasta ahora.
Hacía tiempo que se había puesto el sol y la luz de la luna se colaba por la ventana cuando Regis se despertó en los brazos de Donnola. Se sintió tonto por haber dudado de esta sorprendente muchacha halfling. No estaba jugando con él; sus sentimientos eran sinceros.
También lo eran los de él.
Allí, echado en la penumbra, Regis no pudo dejar de pensar en Drizzt y en el camino hacia el Valle del Viento Helado.
Todo se había vuelto tan complicado…