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GLORIA FUGAZ

Año del Círculo Tenebroso (1478 CV)

Ciudadela Felbarr

L

os pesados párpados de Bruenor se abrieron lentamente, reemplazando lo que antes era sólo oscuridad por un gris borroso. Poco a poco, dolorosamente, el aire que lo rodeaba empezó a tomar forma, empezó a distinguir imágenes con la escasa luz del fuego, entre ellas, dos caras de grandes ojos inclinadas cerca de él, mirándolo intensamente.

Bruenor vio a un enano de más edad y a una hembra joven, los dos vestidos como clérigos. Los nombres de Parson y Mandarina sobrevolaron sus pensamientos, inalcanzables. Los dos siguieron estudiándolo, con expresión que fue de la sorpresa a la preocupación y, finalmente, al alivio y la alegría.

—Bendecido por Moradin —dijo la mujer, que se agachó y besó al joven Reginald Roundshield en la mejilla—. Pensé que t’habíamos perdío.

El otro enano asintió confirmándolo.

—Y ha estado contigo desde que caíste —le explicó al mareado y confundido enano tendido en el camastro de la Ciudadela Felbarr—. No s’apartó de ti ni un momento.

—Erre Erre nos salvó a todos, no lo dudes —dijo la mujer que sí, era Mandarina Dobberbright—. ¡Vaya amiga más triste y desagradecida habría sido de haberlo dejado a medio curar!

El otro, Parson Glaive, volvió a asentir.

—Pensé que irías a reunirte con tu padre, joven amigo.

—¿Bangor? —susurró casi para sus adentros el confundido Bruenor, cuyos labios estaban secos y se negaban a despegarse.

—¿Eh? ¿Qué es lo que dices? —preguntó Parson Glaive inclinándose hacia adelante.

Sólo entonces empezó Bruenor a volver al presente. Reparó en que la joven clérigo lo había llamado Erre Erre y recordó que ya no era el rey Bruenor, hijo de Bangor.

Al menos no entonces.

Ese último pensamiento resonó en su cabeza un momento, hasta que fue reemplazado por los detalles que volvían de la batalla en las montañas, especialmente de aquellos últimos momentos desesperados en que todo había parecido perdido a la sombra de un imponente gigante de las montañas.

—Han pasao días —prosiguió Parson Glaive al ver que el paciente no daba ninguna respuesta—. Y Mandarina ha estao a tu lado todo el tiempo, durante todo el viaje de regreso desde la montaña.

—¿Y los demás? —consiguió susurrar Bruenor con voz algo más audible.

—Gracias a ti ganamos el combate —dijo Mandarina, aunque Bruenor tuvo la sensación de que no estaba respondiendo a su pregunta—. ¡Cómo se sacudió el suelo cuando cayó ese maldito gigante! ¡Y cómo corrían los orcos! Buajajá. Tenías qu’haberlos visto, cayéndose unos ‘cima d’otros y chillando a cada paso. ¡Y Dain el Mellado que no quería dejarlos ir y los persiguió casi dos kilómetros a hachazos, patadas y mordiscos!

—Ognun Cintocuero le habló al rey Emerus de ti —añadió Parson Glaive—. Tienes que descansar, chico, porque nos espera una fiesta en tu honor.

Bruenor seguía tratando de recordar la pelea. Recordaba haber lanzado el hacha y haber cargado contra el gigante, pero lo que más recordaba era el dolor explosivo en la tripa. Trató de levantarse sobre los codos.

De inmediato se dio cuenta de que no era buena idea.

Sintió que lo atravesaban oleadas de dolor que fueron reemplazadas gradualmente por una sensación de náusea.

Empezó a toser y a ahogarse, y Mandarina y Parson Glaive en seguida lo pusieron de lado para que pudiera vomitar sin peligro.

Miró el charco al lado de la cama sorprendido e incluso asustado, ya que había bastante sangre mezclada con la bilis.

—Estás bien, chico —dijo Parson Glaive cuando lo pusieron boca arriba—. Mejor de lo que has estado. No te preocupes.

—Te tendremos de pie en una o dos semanas, pero creo que tu fiesta tendrá que esperar un mes —añadió Mandarina.

—Ya lo creo, ¡un mes por lo menos antes de qu’este pueda beber los brindis que le propongan! —confirmó Parson Glaive con entusiasmo y una ancha sonrisa. Miró al Pequeño Erre Erre y asintió, después sacó una pequeña ampolla que llevó a los labios de su paciente—. Bebe esto, muchacho —dijo persuasivo, vertiéndole en la boca un líquido que sabía dulce.

A Bruenor no le provocó arcadas, todo lo contrario, le produjo una sensación cálida, suave y tranquilizadora. Y mientras la poción bajaba por su tubo digestivo, también se le cerraron los párpados y la oscuridad se lo llevó hacia una tierra de sueños confusos y accidentados.

Bruenor fue el último en llegar de los seis miembros del grupo de combate que había salido a explorar en las montañas Rauvin, pero todos los asistentes coincidieron en que había sido el que había recibido la ovación más atronadora, más que todas las demás juntas. Este fue el momento de gloria de Reginald Roundshield, cuando cientos de jarros de cerveza se alzaron en la fortaleza Felbarr, mientras Parson Glaive lo conducía al Salón de Ceremonias, una caverna espaciosa y alta, en parte natural y en parte excavada en la roca. En una pared destacaba un enorme hogar cuyas enormes llamas proyectaban un resplandor amarillo que iluminaba toda la estancia. A un lado del fuego, lo bastante lejos para evitar la ráfaga de calor, estaba sentado el rey Emerus Warcrown en un gran trono situado sobre un estrado.

Junto a este habían colocado un segundo trono, menos ornamentado tal vez, pero no inferior en situación e importancia. A este segundo asiento condujo Parson Glaive al héroe de la noche y, cuando Bruenor se disponía a hacer una respetuosa reverencia ante el rey, se encontró con que Emerus se le había adelantado.

A continuación el rey se puso de pie e hizo que el héroe se volviera de frente a la comunidad, que alzó las jarras en un brindis y las voces en un gran «¡hurra!».

Y allí, en primera fila y con el rostro bañado en lágrimas, estaba Uween Roundshield, asintiendo entre sollozos.

Bruenor conocía el protocolo, pero se lo saltó sin más. No sabía muy bien por qué lo conmovía tanto la cara de Uween en ese preciso momento, pero no pudo resistir el impulso. Se libró del brazo del rey Emerus, saltó del estrado y corrió hacia Uween para envolverla en un apretado abrazo.

—Por tu pa’ —susurró ella en medio de los estruendosos aplausos.

Bruenor vertió una lágrima, la primera por su padre muerto, y estrechó con más fuerza todavía a Uween, manteniendo el abrazo durante un buen rato, alzándola del suelo y moviéndola con suavidad adelante y atrás.

Cuando finalmente la soltó y se volvió para volver al estrado, una docena de manos lo palmearon en el hombro y una voz se alzó por encima de todas las demás para llamar su atención.

—Has salvao a mi hermana —dijo Mallabritches Fellhammer. Bruenor le sostuvo la mirada—. Ella te dició que la dejaras, pero no quisiste. —La dura guerrera a la que aplicaban el adecuado mote de Furia tenía los ojos llenos de lágrimas y le demostró solemnemente su gratitud y aprobación con una inclinación de cabeza.

De vuelta en el estrado, el rey Emerus le indicó a Bruenor que tomara asiento y a continuación llamó a los testigos. Uno por uno, empezando por Ognun Cintocuero, los otros cinco miembros del grupo de exploración de las Rauvin fueron pasando ante el rey y el héroe y contaron a los asistentes conmovedores relatos de la batalla. Y cada uno de los relatos superaba al anterior. Era evidente que habían ensayado el papel que desempeñaría cada uno en el relato de la historia. Ognun describió el entorno, luego Tannabritches describió el ataque inicial y habló del gran valor que demostró Erre Erre cuando la salvó. Mandarina intervino a continuación para confirmar que Puño habría muerto si Erre Erre no hubiera hecho lo que hizo.

Magnus Cintocuero arrancó gritos de admiración con su descripción de la llegada del gigante. ¡El gran behemoth parecía todavía más grande en sus palabras de lo que había resultado aquel día en el campo de batalla!

El último fue Dain el Mellado, el viejo guerrero. Miró a Bruenor de frente e inclinó la cabeza como muestra de respeto, además de hacerle un guiño a modo de saludo.

Y a continuación, con la sobriedad de un veterano que había librado cien batallas, la templanza de un enano que había asistido a tantas muertes y la firme resolución de quien había pensado morir en las estribaciones de las Rauvin, Dain demostró que era tan buen bardo como guerrero. Tuvo a los asistentes mudos largo rato, pendientes de cada palabra suya, y terminó diciendo:

—Y así es que os lo cuento aquí, y lo que cuento es verdad: de no haber sido por Pequeño Erre Erre…

La dramática pausa que hizo en ese preciso momento provocó que todos los presentes dieran un respingo.

—No —corrigió—. Ya no queda nada de pequeño en este que aquí veis.

Esto dio lugar a las ovaciones más estruendosas de la noche.

—¡De no haber sido por Reginald (hijo de uno de mis amigos más queridos, a quien Moradin depare una eterna borrachera) sabed que ninguno de nosotros estaría hoy aquí, ante vosotros, y no sabríais de la existencia de orcos y un gigante merodeando al norte de las puertas de Felbarr!

El salón estalló cuando Dain se dirigió a Bruenor y le ofreció una frasca de Rompebuches, el mejor pasaporte a la adultez que un enano podía ofrecer a un adolescente. Cogió a Bruenor por un brazo y lo levantó del asiento, conduciéndolo luego al centro del estrado.

Con un guiño a Uween y una inclinación de cabeza primero a Dain y luego al rey Emerus, Bruenor vació la frasca.

Emerus se puso de pie y de un bolsillo sacó una enorme medalla dorada que representaba un escudo redondo y se la puso al cuello a Reginald con una hermosa cadena de Mithril.

—¡Concédele un deseo! —gritó Mallabritches Fellhammer desde la multitud, y la propuesta fue repetida por todo el salón.

—¡Qué le concedan un deseo!

El rey Emerus tenía una expresión de sorpresa, pero era fingida, Bruenor se dio cuenta. El rey ya se esperaba esto, como sin duda habría hecho Bruenor en uno de los banquetes de honor similares a este que había presidido en Mithril Hall. Y, de hecho, Bruenor había concedido unos cuantos de estos deseos.

La petición más común habría sido, sin duda, la de un barril de cerveza, una frasca de brandy y la mano de una hermosa chica para una invitación a cenar o de un fornido chico cuando la honrada era una mujer.

—¡Quédate con la chica, Pequeño Erre Erre! —gritó alguien desde el fondo, y todos empezaron a reírse al oírlo.

—¡No será tan pequeño si se queda con la chica! —gritó otro.

—¡Puño! —gritó uno.

—¡Furia! —voceó otro.

Y así siguieron las cosas, con las dos chicas Fellhammer rojas como la grana y Bruenor luciendo una sonrisita todo el tiempo.

—¡Podrías quedarte con el par, si Puño y Furia consienten! —gritó Dain el Mellado, y todos rompieron a reír, sobre todo el rey Emerus.

Finalmente, Emerus impuso silencio y rodeó los hombros del héroe con su brazo.

—Bueno, Reginald —dijo—. Parece que todos están de acuerdo. Te mereces la concesión de un deseo, ya sea un arma o un traje de mithril o un barril de cerveza, cosas todas que yo te puedo conceder. Si se trata de una chica a la que quieras invitar a un baile o una cena, es ella la que tie’ que aceder, por supuesto, pero si se trata de las dos Fellhammer, entonces creo que su pa’ tendrá algo que decir.

Eso dio lugar a más risas, e incluso Bruenor se unió a ellas esta vez.

—Pero puedes formular el deseo y nosotros deberemos concederlo —proclamó el rey—. Dilo. Si Moradin te ha bendecido, ¿quiénes somos nosotros para oponernos?

La sonrisa se borró de repente de la cara de Bruenor y dejó paso a una mirada inexpresiva para ocultar su gesto. Las palabras de Emerus —«Moradin te ha bendecido»— quedaron resonando en su cabeza con la fuerza de un pedrusco arrojado por un gigante, asaltando sus sensibilidades, recordándole la futilidad, la triste broma, que era la realidad de Pequeño Erre Erre.

Una rabia arrolladora hizo que se le revolvieran las tripas y sintió como si algo se le hubiera clavado en el corazón. ¿Bendecido por Moradin? ¡Bruenor tuvo que contenerse para no maldecir a Moradin allí mismo, delante de todos!

—¿Reginald? —lo llamó el rey, y sólo entonces se dio cuenta Bruenor de que había pasado un buen rato.

Pasó la vista de Emerus a los asistentes, a Uween, después a Dain y Ognun y los demás del grupo de combate, incluidas Puño y Furia, que estaban de pie las dos juntas sonriéndole abiertamente, con un brillo chispeante en los ojos.

Miró a Parson Glaive y tuvo unas ganas enormes de correr hacia él e increparlo, de decirle que todo era una broma, que Moradin jugaba con ellos y los ridiculizaba, y se reía del mismo modo de sus victorias que de sus fracasos.

Pero no lo hizo.

Y sabía perfectamente lo que quería: estar de vuelta en Iruladoon para despedirse de Catti-brie, de Regis y de Wulfgar, para adentrarse en el estanque e ir hacia las recompensas que se había ganado en la patria enana.

Pero el rey Emerus no podía concederle eso, de modo que de repente se le ocurrió otra idea.

—Ir a Mithril Hall —dijo—. Ese es mi deseo.

El rey Emerus lucía una ancha sonrisa y se disponía a responder, pero se contuvo mientras asimilaba claramente la petición del joven enano y se quedó mirando al héroe sin saber qué decir. Todos los reunidos en el salón se quedaron callados, con expresión de no entender nada.

—¿Mithril Hall? —preguntó el rey.

—Sí —confirmó Bruenor, y para disipar la confusión añadió—: Y una jarra de esto. —Y levantó su jarra de Rompebuches.

Eso era lo que la concurrencia esperaba oír, por supuesto, y la confusión se disipó en medio de una gran ovación.

—¡Dos deseos, pues! —declaró Emerus—. ¡Concedidos! —Y la multitud volvió a gritar enardecida, salvo las hermanas Fellhammer. Bruenor se dio cuenta de que las dos parecían un poco desilusionadas.

Bruenor siguió sonriendo y bebió un buen trago de Rompebuches, pero lo hizo para seguir con la broma, la charada de su fingida identidad. En realidad, estaba volcado en sus propios pensamientos y sopesando el coste emocional que representaría cumplir su petición de volver a Mithril Hall, donde había sido rey dos veces.

Se lo había pedido el cuerpo, pero no estaba muy seguro de por qué.

Transcurrió la primavera y esta se convirtió en verano, pero Bruenor no vio cumplido su deseo en esos meses ni tan siquiera durante ese año. Parson Glaive se lo impidió, insistiendo en que las heridas del joven enano eran demasiado graves y no hacían aconsejable que emprendiera un viaje tan peligroso y pesado. Bruenor tuvo ganas de discutirlo; ahora que había proclamado su plan de volver a Mithril Hall, su deseo de llevarlo adelante no había hecho más que acrecentarse. Pero no pudo hacerlo, porque Parson Glaive le había dicho, y se lo dijo al rey Emerus, que Reginald podía resultar una carga en semejante viaje.

O sea, que el rey aconsejó paciencia y Bruenor accedió sin quejarse.

La verdad, ¿qué importaban unos meses, o incluso un año?

Se centró, pues, en recuperar la salud y las fuerzas, y a fines de verano había vuelto a los entrenamientos. También pasaba todo el tiempo que podía con Uween, porque su presencia en los festejos le había dejado una enseñanza importante: tal vez no pudiera llegar nunca a verse como su hijo, como un Roundshield de Felbarr, pero la pobre Uween no podía verlo como otra cosa. Tenía una responsabilidad para con ella, una deuda, y no podía olvidarlo. Por muy enfadado que estuviera con Moradin y con los demás dioses, no estaba dispuesto a mostrar hostilidad ni indiferencia hacia esta mujer enana que sólo le había brindado el amor incondicional de una madre.

Sin embargo, a comienzos del invierno del Año del Círculo Tenebroso, la oscuridad empezó a cernirse otra vez sobre Bruenor y cuando empezó 1479 por el Cómputo de los Valles, el Año del Intemporal, ya se había agotado la paciencia del enano de roja barba.

Día tras día preguntaba a sus mayores cuándo comenzaría la primera caravana de Ciudadela Felbarr hacia Mithril Hall, y no hacía más que sondear a Parson Glaive para asegurarse de que el sacerdote no se volvería atrás de su reciente confirmación de que Reginald estaba listo para emprender el camino.

En toda su vida, en esta y en la anterior, jamás se había sentido Bruenor más preparado para emprender el camino.

Sabía que se estaba volviendo cada vez más irritable porque hacía tiempo que se le había agotado la paciencia. Puño y Furia empezaron a evitarlo.

A primera hora de un día del segundo mes, Alturiak, en un combate Bruenor estuvo a punto de partirle el cráneo a su oponente, tan fuerte fue el golpe que le atizó con su arma de práctica.

—¡Eh, ya te vale! —dijo Dain el Mellado poco después, llegando al campo de entrenamiento con la cara roja, los ojos desorbitados, y echando espuma por la boca.

Se dirigió al armero y cogiendo un hacha de madera se lanzó sobre Bruenor.

—Ahora tú y yo —dijo.

—Mi sesión ha terminado —replicó Bruenor dándose la vuelta, pero Dain le dio un golpe en toda la espalda que lo hizo tambalearse hacia adelante.

Bruenor se enderezó y respiró hondo. Se dio cuenta de que todos los demás guerreros se agolpaban a un lado de la sala, con los ojos fijos en él. Lentamente se volvió para mirar de frente a Dain el Mellado.

—Venga. ¿A qu’esperas? —dijo el veterano con perentoriedad.

Bruenor alzó los brazos abiertos como preguntando el motivo.

—¡Llevas to’l año gruñendo, escupiendo y dando patadas! —dijo Dain el Mellado—. ¿Tan malditamente decidío estás a salir d’aquí?

Bruenor se frotó la cara y ni siquiera parpadeó.

Dain el Mellado arrojó el hacha y un escudo redondo a los pies de Bruenor y a continuación sacó del armero otro juego para sí.

Bruenor miró las armas y lanzó un bufido. Alzó los ojos y miró a Dain con rabia.

—Es voluntá de Clangeddin —le aseguró el otro.

Bruenor respondió con otro bufido.

Y se fue.

No dijo una sola palabra a Uween cuando entró en su casa, pasó delante de ella y se dirigió a su habitación, donde empezó a meter su ropa en una bolsa. Sabía que su actuación en el campo de entrenamiento tendría consecuencias, pero conocía lo suficiente de la tradición enana para entender que no podrían privarlo del viaje prometido a Mithril Hall.

—Clangeddin —dijo con rabia mientras llenaba la bolsa—. ¡Espero qu’hayas disfrutao del espectáculo!

—¿Tan decidío’stás a alejarte de mí? —Desde la puerta llegó la voz de Uween, y cuando Bruenor se volvió vio su cara entristecida.

Bruenor cerró los ojos y bajó la cabeza, tratando por todos los medios de separar la intensa rabia que lo embargaba de sus sentimientos hacia esta enana afectuosa, de separar el dolor de las falsas promesas de Moradin y los demás dioses de las alegrías reales relacionadas con enanos que no tenían ninguna culpa.

—De ti no —susurró, y volvió a mirar a Uween con los ojos grises llenos de lágrimas a punto de desbordarse. Negó con la cabeza, soltó la bolsa y corrió a abrazar a la mujer—. Tú pa’ mí lo has sío to’ y más —dijo, y la tuvo abrazada un buen rato hasta que ella dejó de sollozar.

—¿Mithril Hall? —preguntó Uween cuando recobró la calma—. ¿Qué t’anda rondando po’la cabeza?

Bruenor trató de pensar en algo que pudiera decirle, una tarea que se volvía tanto más complicada porque él mismo no sabía muy bien de qué se trataba realmente. ¿Por qué se le había ocurrido aquel deseo? ¿Qué había allí para él como no fueran dolorosos recuerdos de los estúpidos juegos que él y los suyos habían jugado con tanta seriedad, como si algo realmente tuviera importancia?

—He oído historias sobre el lugar —respondió—. Sobre un héroe llamado Thibbledorf Pwent y la Brigada de los Rompebuches, la mejor de toda la enanidad.

—¿Thibbledorf Pwent?

—Un antiguo batallador, muerto hace mucho tiempo. Era escudero del rey Bruenor Battlehammer.

Uween se encogió de hombros y se lo quedó mirando, claramente confundida.

—Los preparan d’una manera dif’rente en Mithril Hall —explicó Bruenor, improvisando sobre la marcha—. ¿Te sentiste orgullosa de mí cuando mi grupo regresó de las montañas Rauvin?

—Ya me viste en la sala —replicó Uween—. ¡Has dejao a tu pa’ en muy buen lugar!

—Y pretendo dejarlo todavía mejor —dijo Bruenor—. Me voy a entrenar con los Rompebuches si m’acetan, y volveré a Felbarr y enseñaré a los demás. No te preocupes. ¡Reginald Roundshield ocupará su lugar junto al Rey Emerus antes de que pasen muchos años!

Eso animó a la buena enana y le dio a Bruenor un feliz abrazo.

Bruenor le devolvió el abrazo y le dijo más cosas tranquilizadoras. No le gustaba tener que mentirle, pero pensaba que más le dolería hacerle daño.

No tenía la menor intención de volver a la Ciudadela Felbarr.

Al menos no como Reginald Roundshield.

Eso lo sabía con certeza, aunque no sabía qué camino podría estar tirando de él ahora para alejarlo de este lugar.

Había estado a punto de alzar las armas contra Dain el Mellado, gozando por anticipado de la idea de derrotar al viejo veterano, seguro de poder hacerlo. Porque Bruenor Battlehammer tenía más experiencia en la guerra que Dain y ahora la llevaba en un cuerpo joven y fuerte. Sin embargo, aunque al principio había pensado que el reto era una gran idea, su presunto oponente había invocado el nombre de Clangeddin. Y ese enfrentamiento no habría sido nada más que otro espectáculo para complacer a los dioses enanos.

Ni hablar. Bruenor no pensaba participar en eso. ¡De hecho, si Clangeddin Barba de Plata se hubiera presentado en aquel lugar, Bruenor habría alzado el hacha de madera para lanzársela a la cara!

Porque aquello no tenía sentido.

Porque nada era verdad.

Porque los dioses enanos no recompensaban la lealtad de sus incautos súbditos.

Porque todo lo que había sustentado al rey Bruenor a lo largo de los siglos vividos y de su dedicación a los principios de su clan era un fraude, un juego sin consecuencias.

Se dio cuenta de que en ese momento estaba apretando demasiado a Uween contra sí, pero ella no tenía idea de que era la rabia, no el amor, lo que dominaba sus músculos, aunque sin intención. Sin embargo, daba la impresión de que a ella no le importaba, de modo que mantuvo el abrazo porque necesitaba algo, a alguien, sólido y de fiar.

Alturiak se convirtió en Ches, y al final de aquel tercer mes se organizó la primera caravana para el viaje a Mithril Hall.

Reginald Roundshield fue nombrado segundo guardia de la cuarta carreta al servicio nada menos que de Dain el Mellado.