DE TAL HACHA TAL… ESQUIRLA
Año del Círculo Tenebroso (1478 CV)
Ciudadela Felbarr
-T
u pa’ prefería la maza y la espada —dijo Dain el Mellado al aproximarse el grupo a la puerta exterior.
A Dain le habían puesto ese mote por su estilo bravucón de combatir, por lo general abriendo brecha con la cara, que estaba surcada de cicatrices de guerra.
—Yo no soy mi pa’ —respondió Bruenor con aspereza apoyando el hacha de guerra sobre el hombro.
—Vaya tono pa’ un imberbe, ¿no? —intervino Ognun Cintocuero, el comandante, dándole a Pequeño Erre Erre un empujón en el hombro y un amago juguetón de puñetazo en la mandíbula.
Sin embargo, abrió los ojos sorprendido al prestar más atención al más joven de sus soldados de infantería.
—¡Vaya, vaya! Pa’ece qu’al Pequeño Erre Erre le está apuntando la barba.
—Reginald —lo corrigió Bruenor, y ganas le dieron de acabar de una vez con toda esta farsa.
Él era Bruenor Battlehammer, octavo rey de Mithril Hall, décimo rey de Mithril Hall y campeón del Valle del Viento Helado. ¡Qué ganas tenía de gritar eso a pleno pulmón para que todos lo oyeran!
Sin embargo, la observación de Ognun tenía mucho de verdad, porque a Bruenor realmente le habían empezado a crecer los pelos de la barba, una barba ferozmente rojiza, muy parecida a la que había tenido en su existencia anterior. Se preguntó si tendría el mismo aspecto que en su otra vida. Realmente no se había parado mucho a pensar en eso, pero ahora que tenía una barba incipiente se le ocurrió que tal vez pudiera llegar a ser una fiel reproducción física del rey que había sido.
Por supuesto, todavía sin las cicatrices y, se lamentó echando una mirada a su hacha nuevecita, sin las muchas muescas que se había ganado en las batallas.
Pasando por alto las bromas que se hacían a sus expensas, se dedicó a estudiar la limpia y curva hoja de su arma. Pensó en la primera muesca que le había hecho en su vida anterior, en la gran aventura con los ettin de los túneles que rodeaban Mithril Hall, y se dio cuenta de que en aquella ocasión tenía muchos más años que ahora. Apenas habían pasado tres meses desde el décimo quinto cumpleaños de Reginald Roundshield, lo que lo dejaba más de una década por detrás de la primera aventura que Bruenor había protagonizado en su vida anterior. De hecho, Reginald Roundshield, el Pequeño Erre Erre, estaba mucho más avezado a esta edad entre los soldados de la Ciudadela Felbarr de lo que lo había estado el Bruenor adolescente entre los combatientes del Clan Battlehammer, a pesar de que las hazañas de Reginald hasta la fecha estaban circunscritas a los campos de entrenamiento. Pero, por supuesto, como contrapartida, en aquella vida anterior como príncipe de Mithril Hall, a Bruenor se le habían ofrecido grandes oportunidades de hacer cosas importantes que él, como Reginald, no conocería nunca.
Sus recuerdos remontaron los años hacia las muchas batallas. Se vio saltando sobre el lomo de Tiniebla Brillante, liberando a Wulfgar del demonio Errtu, partiendo el cráneo de la matrona Baenre durante la invasión de los drow, desbaratando las oleadas de súbditos de Obould como una piedra arrojada contra la marea invasora en el Valle del Guardián… Bruenor lanzó un profundo suspiro de resignación. ¿Podría vivir nuevamente ese viaje? ¿Sería capaz de empezar otra vez, sin una sola muesca en su hacha, y forjar un nombre digno del Clan Battlehammer?
Y después venía la pregunta más inquietante: ¿para qué?
—O sea que los dioses pueden hacer borrón y cuenta nueva, como si nada hubiera pasado, ¿no? —musitó.
—¿Qué dices, chico? —preguntó Dain el Mellado—. ¿Hacer qué? Na, eso que tienes es pelo de verdad, la barba que te sale espesa y roja. ¡Basta ya de Pequeño Erre Erre! Sólo Erre Erre, como lo fue tu pa’.
—Reginald —replicó Bruenor sin inmutarse, y Dain el Mellado rompió a reír, y con él los otros cinco enanos de esta patrulla de exploración.
Jamás iban a parar de molestarlo, Bruenor lo sabía. No es que le importara. ¿Por qué habría de importarle? Su nombre podría ser el del propio Moradin y todo acabaría en huesos y piedras, nada más.
Una sonrisa burlona estuvo a punto de asomar a sus labios, pero se reprimió.
—Un día tras otro, un paso tras otro —se dijo, repitiendo su letanía contra la insidiosa desesperanza.
—Por la puerta, nos desviamos hacia el norte, chicos y chicas —les dijo Ognun a los suyos—. Internándonos en las Rauvin y por la senda hacia el territorio de Warcrown. Corren rumores de que algunos goblin se han instalao allí con demasia’ comodidad.
—¡A por ellos, entonces, a por una buena pelea! —dijo Tannabritches Fellhammer, el Puño del tándem Puño y Furia.
—¡A por ellos! —repitió Dain el Mellado, aunque con tono burlón.
A todas las patrullas que salían de Felbarr se les advertía que podrían encontrarse con problemas, pero eso casi nunca sucedía.
—Venga, no te me pongas en plan Mallabritches —dijo Ognun Cintocuero, en clara referencia a la gemela de Tannabritches, a la que se apodaba con el merecido nombre de Furia. Las habían separado y a Mallabritches la habían enviado a recibir más instrucción después de que le arreara un puñetazo a un mercader humano en las narices cuando él se rio de su sugerencia de que tal vez anduviera vendiendo su mercancía a los orcos. La degradación de Mallabritches había dejado un lugar libre para Bruenor en el grupo de combate, algo que no le había sentado demasiado bien a Tannabritches, que era tres años mayor que Bruenor y que se lo recordaba constantemente repitiendo: «No te pongas demasiado cómodo, Pequeño Erre Erre. Mi hermana volverá y tú regresarás con esos proyectos de enano de tus amigos».
—Ya, ¿para que les pueda volver a contar la tremenda paliza que te di? —respondía siempre Bruenor, y todas las veces habían estado a punto de llegar a las manos.
A punto, porque todos tenían claro que a la bravucona de Tannabritches no le apetecía un combate cuerpo a cuerpo con el Pequeño Erre Erre.
—Estaremos cinco días en las montañas —oyó Bruenor que Ognun explicaba al volver a prestar atención a la conversación del momento—. Y todos tendremos los sentíos bien alerta cada minuto de esos cinco días, no lo dudéis. Si los goblin andan por ahí arriba, nos aseguraremos de que el rey Emerus se entere.
—¿Llevándole de vuelta sus orejas? —preguntó Tannabritches.
—Sí —dijo Ognun riéndose—, si se nos presenta la ocasión. Pero lo más probable es que encontremos señales de goblin… excrementos y huellas. Si encontramos eso, el rey Emerus se encargará de mandar una partida más grande y… —Hizo una pausa acompañada de un gesto apaciguador con la mano, para calmar a la siempre ansiosa Tannabritches—. Y sí —prosiguió—. Estad seguros de que pediré un lugar de preferencia para nosotros seis en el grupo ‘e combate.
—¡Hurra! —gritó entusiasmada Tannabritches Fellhammer.
Siendo como eran los miembros más jóvenes de la partida, a Bruenor y Tannabritches se les asignaba la mayor parte de las tareas de escasa importancia, como juntar leña menuda para encender el fuego. El invierno había perdido algo de su crudeza en las montañas Rauvin y en toda la Marca Argéntea, pero sólo un poco. A esta altura por encima de la Ciudadela Felbarr todavía quedaban algunas sábanas de nieve y el viento nocturno era capaz de hacer castañetear los dientes de un enano bien barbado.
—Venga, muévete —le insistió Tannabritches a Bruenor mientras superaban un recodo del camino, atravesando un canal excavado por siglos de torrentes procedentes del deshielo a través del corazón de una enorme cornisa rocosa—. Ya tienen el fuego en marcha —añadió al atravesar el paso y ver, allá abajo, el campamento levantado en un pequeño valle boscoso sembrado de guijarros.
—Por los dioses, Puño —respondió Bruenor—. Me duelen las piernas y las tripas no dejan de rugirme.
—Tanto más motivo para apurar el paso, ¿no? —le dijo por encima del hombro, acabando la frase con un curioso gruñido que Bruenor tomó por un bufido.
Hasta que la brazada de leña que llevaba cayó al suelo y Tannabritches retrocedió tambaleándose con una lanza asomando en el pecho.
Bruenor se la quedó mirando atónito. Arrojó a un lado su propia carga y se lanzó de bruces al suelo. Justo a tiempo, porque una lanza le pasó volando por encima yendo a estrellarse en la piedra del otro lado del canal.
Bruenor se acercó gateando con denuedo hasta su compañera caída e hizo una mueca al ver la gravedad de la herida, la sangre manaba en torno al asta de la lanza profundamente clavada justo debajo de la clavícula y a escasa distancia por encima del corazón de la pobre chica. Con mano temblorosa, Bruenor trató de mantener la lanza totalmente quieta porque veía que la menor vibración producía un dolor lacerante a la pobre Tannabritches.
—Márchate —susurró la chica escupiendo sangre con sus palabras—. Yo voy derecha a la patria enana. ¡Advierte a los demás!
Tannabritches tosió y se dobló sobre sí, y Bruenor, que trataba de reconfortarla, alzó la vista de repente, oyendo que se acercaban los enemigos, seguro de que irrumpirían en el canal en cuestión de minutos.
—¡Vete! —le rogó ella.
De haber sido él realmente el Pequeño Erre Erre, de haber sido realmente un enano bisoño e inexperto de apenas quince inviernos, Bruenor probablemente habría hecho lo que le pedía. Incluso con toda su experiencia, no podía negar que sentía miedo y que realmente tenía la obligación de prevenir a Ognun y a Dain el Mellado y a los demás…
Pero no era Pequeño Erre Erre. Era Bruenor Battlehammer, que a través de los siglos había aprendido a poner la lealtad por encima de todo, que había pasado por la propia muerte y había vuelto con un profundo y penetrante sentido de indignación.
Con un gruñido y un arranque de fuerza que no era consciente de poseer, agarró el asta de la lanza con las dos manos y la partió limpiamente, dejando apenas un cabo asomando de la brutal herida. Mientras con una mano hacía a un lado la lanza rota, con la otra aferraba a Tannabritches por el cuello y se la cargaba con facilidad sobre los hombros al tiempo que partía a la carrera incluso antes de que su carga se hubiera asentado.
Oyó los gritos de alegría a sus espaldas e imaginó la andanada de flechas que volaban hacia él, lo cual hizo que el furioso enano se volviera, dando la cara a los proyectiles, para mantener a su compañera detrás no fuese que, sin querer, le sirviera como escudo.
Lo cierto es que tres lanzas buscaron su cuerpo y que los orcos que las habían lanzado, situados apenas a diez pasos por detrás de él, ya aullaban considerándolo una víctima segura.
Bruenor se las arregló para esquivar una, parar la segunda con su escudo y desviar la tercera con el hacha lo suficiente como para que le produjera una herida de refilón, dolorosa pero no mortal.
Esos movimientos bruscos hicieron que casi se le cayera la carga que se había echado a hombros de una manera apresurada, pero una vez más Bruenor afirmó bien los pies y con un gruñido reacomodó a Tannabritches y salió corriendo sendero abajo.
—¡Orcos! —gritó, saltando de piedra en piedra por la empinada cuesta y consiguiendo milagrosamente mantener el equilibrio.
Se lanzó de cabeza al interior del bosque, perdiendo finalmente el equilibrio y cayendo de bruces mientras Tannabritches salía despedida por encima de él haciéndole hundir aún más la cara en el suelo y rodando inerte hacia el fuego.
—¡Mandarina! —llamó Dain el Mellado llamando a Mandarina Dobberbright, la clériga del grupo, y haciendo que la enana escupiera un gran bocado de asado y corriera a por su bolsa de medicinas.
—¡Orcos! —volvió a gritar Bruenor escupiendo tierra.
No había acabado de decirlo cuando se oyó un descomunal chasquido. Sobre el campamento llovieron ramas rotas y una enorme piedra dio contra el suelo, aplastándole los dedos de los pies al pobre Ognun Cintocuero, que gritaba como un loco.
Bruenor y Magnus Cintocuero, el sexto de la partida y primo tercero de Ognun por parte de padre, cogieron la piedra al mismo tiempo, tratando de quitársela de encima a Ognun, pero con tan mala suerte que llegaron al lugar por lados opuestos de la piedra y, sin darse cuenta, se contrarrestaron el uno al otro. Con un gemido y un gruñido, los dos rodearon la piedra para encontrarse cada uno de un lado de su comandante, pero también eso resultó problemático para el pobre Bruenor, y más aún para Ognun, porque al rodearlo, el asta de la lanza, el proyectil que estaba firmemente clavado en su escudo, giró con él y le dio un golpazo en un lado de la cabeza.
—¡Por los Nueve Infiernos! —gritó Bruenor, y, dejando caer su hacha, tiró de la lanza con la mano libre y la liberó. En seguida giró en redondo y, sumándose a Ognun y a Magnus, aplicó a la piedra toda su fuerza y todo el peso de su cuerpo. Los tres consiguieron levantar la roca lo suficiente para que el comandante pudiera sacar el pie.
—¡La mejor opción es ir hacia el oeste! —gritó Dain el Mellado desde una piedra que le permitía ver más allá del pequeño valle.
—¡En marcha! —ordenó Ognun.
—¡Pero no puedo moverla! —protestó Mandarina.
—¡Pues no tienes elección! —insistió Ognun, que se acercó cojeando, pero la voz se le cortó cuando llegó allí, porque él y los otros dos vieron que Mandarina no hablaba por hablar y sin duda no exageraba.
Tannabritches parecía estar al borde de la muerte.
Sin embargo, ya casi tenían a los orcos encima y otra pesada piedra atravesó el ramaje justo encima de sus cabezas.
—Tienen un gigante —advirtió Magnus.
—¡Corred! —gritó Tannabritches con las que parecían ser sus últimas fuerzas.
Los otros tres miraron a Ognun y Bruenor pudo ver la pena en la expresión del avezado pero compasivo jefe. Ognun no tenía elección, Bruenor lo sabía, por el bien de todos ellos y por el bien de la Ciudadela Felbarr.
—Seguid a Dain, de prisa. —A pesar de que Ognun lo dijo en voz baja, sus palabras sonaron claras entre los gritos de los atacantes orcos.
Ognun puso una rodilla en tierra y después de entregar a la casi inconsciente Tannabritches un largo cuchillo la besó en la mejilla. Un beso de despedida, sin duda.
—¡Vamos! ¡Vamos! —ordenó poniéndose de pie.
Las palabras se clavaron en el corazón de Bruenor con más fuerza de lo que la lanza se había clavado en el pecho de Puño.
—¡No! —gritó sin poder impedirlo. La palabra resonaba en la cabeza de Bruenor y ni él mismo conseguía entenderla.
Era una negativa no sólo a abandonar a la chica, sino a toda la situación. Era un grito a los dioses por esta tragedia, por esta burla indudable a la vida que Bruenor les había entregado, por siglos de lealtad y honor.
Era un grito de su mente a sí mismo y a Moradin. No a todo. ¡Sencillamente no!
Y en ese fugaz instante, Bruenor no pudo desoír la repentina e inesperada sensación. Sintió lo mismo que había sentido en el trono en la antigua Gauntlgrym y oyó los estratégicos susurros de Dumathoin, la orden tranquila de Moradin y, por encima de todo, la fuerza de Clangeddin que corría por sus jóvenes músculos.
—¡No! —volvió a decir, con más fuerza aún, y arrancándose la capa que lo cubría se la arrojó a Ognun—. ¡Hazle una camilla! —ordenó.
Ognun se lo quedó mirando incrédulo.
—¡Son demasiados! —gritó Magnus.
—¡No voy a permitir que pasen! —rugió Bruenor, y volviéndose levantó el hecha y el escudo.
Con un grito feroz, corrió hasta la roca y se colocó de espaldas contra ella. Con un guiño exagerado y confiado a los otros tres que atendían a Tannabritches, rodeó la roca vociferando mientras tomaba impulso.
Cogió por sorpresa al orco más cercano en el momento en que alzaba el brazo para arrojar una lanza contra el grupo. Su hacha se clavó en el pecho del bruto y lo hizo caer hacia atrás. En cuanto hubo liberado el arma, Bruenor se lanzó a la carga, colocándose delante de la roca que le cubría las espaldas.
Alzó su escudo mientras se dejaba caer de rodillas y lanzó un corte de través a las piernas de un orco cuando la maza del bruto golpeaba con fuerza su rodela.
El enano no tardó en ponerse de pie y de un salto pasar a los dos siguientes de la fila, anteponiendo el escudo, frenando en seco y haciendo un barrido transversal con su hacha ensangrentada. No hirió a ninguno de los dos, pero se las arregló para arrancar la espada de las manos de uno y acortar en un tercio la lanza del otro.
No se detuvo, no estaba dispuesto a deponer su rabia y su ferocidad, y mientras descargaba golpes de hacha a diestro y siniestro, cargaba con su escudo y todo lo acompañaba con gritos. Los orcos, abrumados, retrocedieron, viraron a la derecha chocando con sus refuerzos y ralentizando la carga.
Bruenor aprovechó la confusión y se lanzó contra ellos, atizando y dando cortes mientras se abría camino a golpe de escudo e incluso mordía cuando se le presentaba la ocasión. Recibió un sonoro garrotazo que a punto estuvo de sacarle el casco de la cabeza. Durante un rato se le nubló la vista, pero no le importó. No le preocupaban demasiado la precisión ni la táctica.
Sólo sentía furia. Estaba furioso con Mielikki por tentarlo, por hacerlo empezar de nuevo. ¡Furioso con Moradin por permitirlo! Furioso con Catti-brie y con Drizzt y, sobre todo, consigo mismo por no haber tenido la sensatez de adentrarse en el estanque de Iruladoon con Wulfgar, de ir a la patria enana y recibir su merecida recompensa.
Y ahora… ¡qué inútil era todo aquello! La idea de que había malgastado una década y media sólo para ir a morir en un frío camino de montaña en defensa de un clan que ni siquiera era el suyo y la suprema futilidad de esa «misión» para ayudar a Drizzt.
Era demasiado… simplemente demasiado.
Sentía los golpes —¿o las punzadas?— de las lanzas de los orcos y sin prestarles atención seguía adelante, a la carga, rugiendo y negando la realidad. Sentía cómo se hundía su hacha en la carne, cómo hacía crujir huesos. Oía los gritos de todo tipo de sus enemigos, de rabia, de dolor y, sobre todo, de miedo. Eso era lo que le daba más satisfacción.
Sólo una vez tuvo ocasión de mirar hacia atrás y a duras penas distinguió lo que veía, aunque le pareció que los tres estaban muy centrados en Tannabritches, tratando de sacarla de allí. Confió en que así fuera.
En realidad ya no le importaba.
Arrolló con su escudo a los dos orcos siguientes y los tres cayeron hechos un ovillo. Aunque le entró tierra en la boca, Bruenor no paraba de dar golpes y le cortó a uno la espina dorsal. De algún modo consiguió colocar el borde de su escudo contra la garganta del otro e hizo presión, usando a su compañero como soporte para ponerse otra vez de pie.
Y de repente se encontró libre. De pie, solo, dando saltos en derredor.
Los orcos huyeron en todas las direcciones. Algunos incluso pasaron junto a él, lo cual llenó a Bruenor de ira. Sin embargo, cuando miró hacia atrás lo tranquilizó lo que vio, porque Magnus y Mandarina habían conseguido colocar a Tannabritches en la camilla y el poderoso Ognun estaba preparado para hacer frente a los enemigos que se le venían encima mientras Dain el Mellado se unía a él jadeando y resoplando.
Bruenor se volvió justo a tiempo para esquivar una piedra enorme que volaba hacia él. Y allí, delante de él, se encontró al gigante, un enorme behemoth. No un gigante de las colinas, como era de esperar junto a los orcos, sino uno mucho más grande.
—¡Corre! —oyó que le gritaba Ognun, y por supuesto era la única respuesta posible en vista de semejante enemigo.
La única respuesta, tal vez, para un Reginald de quince años.
Pero no para Bruenor Battlehammer, rey de Mithril Hall.
Se lanzó a la carga.
El gigante de la montaña medía tres veces más que él y su peso era diez veces mayor por lo menos. Pero el enano cargó contra él, rugiendo, atrayendo sobre sí la atención del gigante, que se disponía a coger otra piedra.
Con expresión bobalicona y un gruñido de sorpresa, el gigante le arrojó el pedrusco al casi imberbe enano. La roca cayó a pocos pasos de Bruenor. Rebotó y a punto estuvo de alcanzarlo cuando él se lanzó al suelo.
Cuando la piedra volvió a rebotar otra vez contra la tierra endurecida, Bruenor ya se había puesto de pie y corría. Su intención era cargar directamente contra el behemoth, pasarle entre las piernas y golpearlo en las rodillas con su hacha.
Cambió de idea cuando el gigante echó mano hacia atrás y levantó el garrote, un árbol arrancado de raíz, equiparable en grosor a la cintura de Bruenor.
El enano se desvió entonces hacia la izquierda, concibiendo otro plan, porque allí el camino se elevaba y pasaba por detrás de una pared de piedra. Consiguió ponerse a cubierto justo a tiempo, porque el golpe del árbol-garrote fue a dar justo detrás de él, haciendo retemblar el terreno con tal fuerza que a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio.
Maldiciendo a cada paso, diciendo para sus adentros que más le valía salir pitando y que a los Nueve Infiernos con todos ellos, Bruenor no dejaba de mover sus jóvenes piernas. Las maldiciones eran reales, y la rabia también, pero él no abandonaba a sus compañeros enanos. Una parte de él quería hacerlo, por fastidiar a Moradin, pero esa no era forma de comportarse.
Siguió corriendo, superó una curva del camino y siguió subiendo.
Un orco le salió al paso, sobresaltándolo. A la desesperada, trató de interponer su escudo, pero no desvió del todo el arma y sintió la mordedura de la lanza en su vientre. En contrapartida, dio un hachazo descendente que machacó el cráneo del orco. La criatura cayó y Bruenor dio un paso vacilante que hizo que la lanza se le clavara más hondo.
Con mano temblorosa, el enano echó mano de la lanza con la intención de arrancársela; sin embargo, en cuanto empezó a tirar cambió de idea. La punta tenía púas y seguramente le arrancaría las entrañas.
—¿O sea que ahora me matas en batalla, eh, Moradin? —dijo, apoyando una rodilla en tierra y tratando de mantener el equilibrio—. Bah, ¿no es ese un buen final para tus juegos? Ni siquiera dejaste que lo hiciera el gigante. Tenía que ser un orco…
Con una mueca de dolor y mientras trataba de impedir que todo a su alrededor empezara a dar vueltas, el enano consideró esas palabras unos instantes.
Un orco, probablemente de Muchas Flechas. Un orco que vivía por esta región por una decisión que Bruenor había tomado hacía ya un siglo.
Otro orco apareció en el camino delante de él. Al ver al enano herido dejó escapar un gemido de placer y cargó contra él, que estaba de rodillas y tenía una lanza clavada en el vientre.
Una roca enorme hizo impacto en el camino justo detrás de ellos en cuanto doblaron una esquina, como para que los enanos no olvidaran al behemoth que los venía persiguiendo, pero también encontraron problemas por delante, ya que había más orcos en el camino.
—Por los dioses que tendremos que luchar, da igual por ’onde vayamos —dijo Dain el Mellado—. ¡Y los d’atrás son menos!
—¡Sí, pero más grandes! —le recordó Magnus.
—Sí, y prefiero morir luchando contra un gigante que contra un orco apestoso —gritó Ognun Cintocuero, y se dio la vuelta, dio una palmada a su viejo amigo Dain en el hombro, y dijo—: ¡Vamos a partirle las piernas y a dejarlo cojo pa’ siempre!
Dain el Mellado hizo una mueca como sólo puede hacerla un enano que sabe que puede morir en batalla. Fue el primero en desandar la curva.
El gigante lo vio y seguramente oyó su grito y los de Ognun a su lado. Acababa de dejar atrás su posición delante del rocoso promontorio, con el enorme garrote en la mano, pero cuando vio a los enanos dejó escapar una risita que sonó como una avalancha y se volvió para coger otro pedrusco.
Y allí, en la cornisa, vio, y Dain y Ognun también vieron, un espectáculo de lo más curioso.
La lanza salió con un tirón de furiosa determinación, y Bruenor ya le había dado la vuelta y la había plantado en el suelo cuando el orco saltó sobre él… o casi sobre él, ya que se ensartó en la ensangrentada lanza. Un contundente empellón del escudo del enano hizo que el agitado orco cayera hacia el costado.
Bruenor se olvidó de él. Sujetándose las tripas con el antebrazo de la mano del hacha, el enano soltó un gruñido de dolor y cargó por el camino adelante, escupiendo sangre con cada blasfemia.
El camino era en subida y describía una curva hacia la derecha, donde después se dividía en tres ramales, entre ellos un sendero recto que volvía hacia donde Bruenor había dejado a sus compañeros. Al final de ese tramo recto, tras atravesar una pequeña cornisa, Bruenor vio la nuca del gigante de la montaña.
En ese momento, todo su sufrimiento se le olvidó, dejando paso a la rabia más absoluta.
Salió corriendo, alzando el hacha al tiempo que gritaba el nombre de Moradin a todo pulmón, tanto para maldecir al dios como para rogarle que le diera fuerzas. ¡Y qué endeble parecía su voz al lado de las estruendosas risotadas del gigante!
El gigante se volvió, aparentemente ajeno a la presencia de Bruenor, y echó mano de una piedra. Sus ojos enormes se desmesuraron al ver al enano, y todavía más cuando Bruenor, por cuyos musculosos brazos fluía la fuerza de Clangeddin Barba de Plata, enarbolaba el hacha con todas sus fuerzas sin rebajar en ningún momento la carga que la impulsaba.
El arma recién bañada en sangre salió dando vueltas por los aires, capturando su plateada cabeza los últimos rayos de luz del día en llamativos destellos.
El gigante dejó caer el garrote y el pedrusco y alzó las manos para protegerse, pero el proyectil se abrió camino por la brecha que quedaba entre sus dedos y culminó con éxito su última rotación, partiendo la nariz del gigante y penetrando con fuerza en su cara justo entre los ojos.
—Guuuh —se quejó, flexionando repetidamente los dedos, pero sin atreverse a echar mano del arma clavada. Sus grandes ojos trataban de mirar hacia el centro, cruzándose de una manera confusa y atolondrada.
Y fue así, con esa doble visión, que reparó en el segundo proyectil: la bala humana era Bruenor Battlehammer, que saltaba desde la cornisa y volaba hacia él, con el escudo por delante.
El choque dejó a Bruenor sin respiración e hizo que lo atravesaran oleadas de dolor. Supo al menos que había golpeado con el escudo el hacha incrustada y que el gigante estaba cayendo, y lo supo porque él descendía al mismo tiempo.
Sintió el segundo impacto, algo así como un terremoto, cuando los dos dieron contra el suelo, pero después de eso no supo nada más.
No se dio cuenta de que iba dando tumbos, por encima del behemoth primero y después por el camino. No supo que había parado desmadejado y hecho una piltrafa a los pies de Dain el Mellado, al que seguían los otros cuatro miembros de la partida de exploradores, a quienes una banda de orcos venía pisándoles los talones.