EL MENTOR
Año del Tercer Círculo (1472 CV)
Delthuntle
S
hasta Furfoot, propietaria de El Pescador Despreocupado, la posada de Delthuntle más cercana al agua, hizo un alto en su tarea de lavar vasos y miró más allá del único parroquiano que había en ese momento en su bar, asintiendo con gesto de complicidad.
Ese parroquiano, Eiverbreen Parrafin, se la quedó mirando embobado durante unos momentos, sin saber realmente qué hacer. Ella le había avisado de que habían estado preguntando por él a última hora de la tarde, en particular un personaje de complexión fuerte, y ahora su expresión le señaló que la persona en cuestión se dirigía a él.
Eiverbreen levantó su vaso y bebió el contenido de un solo trago para infundirse valor. Ese era al menos el efecto que esperaba, pero, con brandy o sin él, el halfling de barba incipiente no pudo armarse del valor necesario para darse la vuelta. Oyó las pisadas de unas botas que se acercaban.
Empezó a sudar, miró en derredor, moviendo sólo los ojos, porque no se atrevió a girar la cabeza.
Sintió un golpecito en el hombro y al mirar hacia abajo vio un bastón de marfil. Se volvió ligeramente. Como mantuvo la mirada baja, a la defensiva, pudo ver un par de hermosas y relucientes botas negras, pantalones impecables embutidos en ellas y una faja de tejido de hilo de oro que sostenía un delgado estoque cuya elaborada empuñadura no dejaba ni la menor duda sobre la identidad del recién llegado.
Eiverbreen tragó saliva y se armó de valor para darse la vuelta y ponerse frente al halfling más famoso y peligroso. Se fijó en la perilla primorosamente recortada del Abuelo Pericolo y en la boina con la que se cubría la cabeza: una ajustada banda rematada con una copa octogonal inclinada sobre la izquierda como mandaba la moda y con una hebilla de oro que sujetaba la solapa frontal. Estaba fabricada de un material azul brillante, una tela exótica desconocida para Eiverbreen, y cosida en pequeños cuadrados en diagonal para darle un aspecto moteado cuando captaba y reflejaba la luz.
—Abuelo Pericolo —dijo tranquilamente, y volvió a bajar la mirada rápidamente.
—Un poco temprano para beber, ¿no? —respondió Pericolo—. Pero, bueno, es un día estupendo. ¿Puedo unirme?
Eiverbreen estaba tan nervioso que casi no lo oyó, y le llevó un buen rato digerir la pregunta para acabar asintiendo con un incipiente tartamudeo.
—Como gustes.
Pericolo Topolino se sentó en un taburete cerca de él.
—Sí, uno para mí —le dijo a Shasta, y señaló al vaso vacío de Eiverbreen— y otro para mi amigo.
—Tenemos mejores bebidas que esa —respondió Shasta.
—Y yo he pasado noches enteras sujetándome la cabeza a causa de otras peores —respondió Pericolo con una abierta carcajada—. Si vale para mi amigo Eiverbreen, entonces vale también para mí.
Shasta abrió los ojos de par en par, y lo mismo hizo Eiverbreen, ante aquella declaración.
—Por Jolee —dijo Pericolo, levantando su vaso para brindar—. Fue una pena que se muriera en el parto.
Ahora, Eiverbreen lo miró abiertamente, con curiosidad y escepticismo.
—No conociste a mi esposa —se atrevió a decir.
—Pero, sin duda, conocí su importante trabajo —explicó Pericolo—. Soy un amante de las cosas más finas, amigo halfling.
El uso que hizo de la palabra «halfling» hizo que Eiverbreen se relajara en su taburete; era un claro recordatorio de que ambos eran, después de todo, de la misma raza, una raza a menudo denigrada por los de mayor estatura. Y en boca de otra persona de corta estatura, como era el caso, suponía un saludo de hermandad.
Eiverbreen levantó su vaso y lo chocó contra el de Pericolo y ambos compartieron un trago.
—Y entre esas delicadezas que yo aprecio están las ostras de aguas profundas —prosiguió Pericolo—. Admito que durante mucho tiempo no conocí los detalles de cómo le llegan a la pescadera, pero sí me di cuenta de su falta, o tal vez sería mejor decir de su escasez, desde hace una década. Ahora sé por qué. Así pues, por Jolee Parrafin —brindó y bebió otro sorbo.
»Su pérdida debe de haberte destrozado —aventuró Pericolo.
Eiverbreen se inclinó sobre su vaso. Había quedado destrozado, desde luego, pero no por el amor, por más que lo hubiera en el fondo de su negro corazón. La pérdida de Jolee lo había hundido económicamente, por pequeña que fuera la riqueza que poseían.
Sin ostras que vender, se había convertido en un mendigo y sólo ahora, cuando su hijo empezaba a explotar su potencial como buceador de profundidad, había empezado a mejorar la bolsa de Eiverbreen y su elección de güisqui.
—Y ahora las ostras han vuelto a aparecer y una vez más me han orientado hacia ti como si tú fueras la fuente —dijo Pericolo—. Tu hijo, creo.
Eiverbreen no levantó la vista, temeroso de lo que pudiera pasar.
—¿Araña? ¿Es ese su nombre?
—Así es como oí que lo llamaban.
—¿Te has molestado siquiera en ponerle un nombre? —preguntó Pericolo, y la mueca de Eiverbreen respondió con toda claridad a aquella pregunta aparentemente ridícula.
—Lo llamamos Eiverbreen, como su pa’ —intervino Shasta.
—Araña —corrigió Pericolo, y la mujer asintió.
—Según mis fuentes, es un buceador que promete —le dijo Pericolo a Eiverbreen.
El otro halfling soltó un gruñido de asentimiento.
—Y pese a todo, pese a tener ese talento en tus manos, nunca trataste de hacer otra cosa más que sobrevivir —dijo Pericolo—. ¿Te das cuenta del valor de los tesoros que posees?
Los pensamientos de Eiverbreen no dejaban de darle vueltas a las palabras, tejiendo y destejiendo. Temía que fueran una amenaza, ¿iba a matarlo Pericolo para después adoptar al niño? Levantó la vista hacia el otro halfling —no tuvo más remedio— tratando de desentrañar aquel rostro cautivador y sonriente.
—Por supuesto que no te das cuenta —siguió Pericolo—. Las ostras son simplemente un medio para conseguir un fin. —Levantó su bastón y con la punta golpeó el vaso de Eiverbreen—. Este fin. El único fin para Eiverbreen. El objetivo global de su existencia, ¿no es así?
—¿Entonces has venido a burlarte de mí? —dijo Eiverbreen antes de que pudiera encontrar un sentido apropiado para respaldar las palabras. Incluso se dio media vuelta en su taburete, como si estuviera tomando posiciones para golpear a Pericolo.
Pero cualquier pensamiento que pudiera tener se esfumó de inmediato cuando observó el rostro angelical, sonriente y confiado del adinerado halfling al que se conocía en las calles como Abuelo Pericolo.
Abuelo de asesinos.
Su bravata se esfumó con ese reconocimiento y Eiverbreen bajó los ojos hasta fijarlos una vez más en aquella fina hoja, el fabuloso estoque de Pericolo. Se imaginó la gravedad de la herida que podría llegar a producirle cuando su punta se hundiera entre sus abultadas costillas y atravesara su desbocado corazón.
—Oh, por todos los dioses, no, amigo mío —respondió en seguida Pericolo con ese tono desenfadado que de nuevo relajó a Eiverbreen, aunque se temía que tanto las palabras como el tono no eran más que una treta para que él bajara la guardia.
¡Realmente no sabía qué pensar!
Pero Pericolo siguió hablando.
—Piensas con estrechez de miras porque vives miserablemente —le explicó el Abuelo—. Todas las metas y esperanzas que pudieras tener las apartas a un lado y le das prioridad a un objetivo inmediato, ¿no es así?
Volvió a levantar su bastón y a golpear el vaso, luego le pidió a Shasta que llenara el de Eiverbreen.
—Tal vez sea esa la diferencia entre nosotros —dijo Pericolo—. Tú eres pequeño, yo no.
Eiverbreen no supo qué contestar a eso. Se sintió profundamente insultado —sobre todo porque era la pura verdad—, pero sabía que manifestar algo así le costaría acabar muerto en el suelo, y no era donde quería estar.
—Ah, acabo de herir tu orgullo, y te aseguro que no era esa mi intención —dijo Pericolo—. ¡De hecho, te envidio!
—¿Qué?
Pericolo le lanzó una mirada a Shasta Furfoot cuando Eiverbreen soltó la pregunta, y se rio, porque la expresión de la mujer reflejó que muy bien podría haber sido ella la de la carcajada.
—Ah, terminar la jornada cuando se pone el sol —exclamó Pericolo—. Tal vez pensar a corto plazo, vivir a corto plazo, sea vivir satisfecho. Yo nunca lo estoy, ¿te das cuenta? Siempre hay otro tesoro, otra conquista, que me están esperando. Estar satisfecho con uno mismo no es un vicio, amigo mío, sino una bendición.
Sin comprender si se estaba riendo de él o lo estaba halagando, Eiverbreen tomó un buen trago de su vaso, y aún no lo había posado sobre el mostrador cuando Pericolo le hizo señas a Shasta de que se lo llenara otra vez.
—El mundo nos necesita a ambos, ¿no te parece? —preguntó Pericolo—. Y del mismo modo tú y yo nos necesitamos el uno al otro.
Eiverbreen lo miró fijamente, con perplejidad.
—Bueno, tal vez la palabra no sea necesitar, pero seguro que ambos nos podemos aprovechar de un… acuerdo. Piénsalo, tú tienes mercancía y yo tengo una red comercial para esas mercancías. ¿Cuánto te paga la pescadera por una ostra? ¿Unas cuantas monedas de cobre, una o dos de plata, tal vez? ¿Y por qué te paga eso? Porque aquí hay competencia para adquirir esos artículos; tu hijo no es el único buceador de profundidad, ¡si bien hay que admitir que es muy bueno!
»Pero hay lugares, no muy lejos de aquí, donde una ostra de las profundidades del Mar de las Estrellas Fugaces podría valer una pieza de oro, y yo sé cómo llegar a esos lugares. Por supuesto, tú no puedes hacerlo sin mí, pero, al parecer, nadie puede hacerlo sin ti.
—¿Qué quieres decir?
—Quiere decir que tu vida está a punto de mejorar muchísimo, según lo que he oído —se atrevió a decir Shasta Furfoot.
—Así es, querida mía —aceptó Pericolo, y dirigiéndose a Eiverbreen agregó—: ¿Nos entendemos ahora?
—¿Yo te doy las ostras que recoge mi hijo? —preguntó Eiverbreen más que afirmó, porque realmente no entendió lo que se estaba cocinando allí.
Pericolo asintió.
—Y yo te recompenso —le dijo, y golpeó el mostrador con su bastón para asegurarse la atención de Shasta—. De ahora en adelante, este amigo mío comerá y beberá y vivirá aquí gratuitamente.
La cara de la mujer halfling se contrajo en un gesto de protesta que no se atrevió a manifestar en voz alta, pero Pericolo se dio cuenta de ello y agregó:
—Yo pagaré sus gastos de ahora en adelante.
Señaló su vaso, que Shasta se apresuró a llenar. Sin embargo, Pericolo la paró en seco con un movimiento de su bastón.
—Pero sólo pagaré por Eiverbreen —le recomendó en términos que no dejaban duda.
A Shasta Furfoot se le quedó la cara blanca como el papel. Pericolo apartó su bastón y ella sirvió el brandy en su vaso. Pericolo lo empujó con su bastón hacia Eiverbreen. Tocando una punta de su elegante boina, Pericolo Topolino abandonó el local.
—Parece que este es un gran día para Eiverbreen Parrafin, ¿eh? —dijo Shasta Furfoot mientras Eiverbreen miraba por encima del hombro la partida del Abuelo.
Eiverbreen, que había vivido al día, comiendo a menudo las ratas muertas que encontraba en las avenidas, lamiendo incluso los charcos del licor derramado por otros, no podía discutir, pero un miedo cerval invadió su cuerpo y se le hizo un nudo en la garganta.
—Generoso —le hizo notar Donnola a Pericolo, mientras los dos marchaban calle abajo desde la taberna donde Pericolo había dejado a Eiverbreen.
Donnola Topolino era la verdadera nieta del Abuelo, una prometedora y joven ladrona y, lo que era más importante, un miembro adinerado de la buena sociedad. Su función primordial en la organización de Pericolo era mantenerse al tanto de los chismes que corrían por las estructuras de poder de Delthuntle, algo que realmente le gustaba y se le daba realmente bien a la llamativa y vivaz chica halfling.
—Tiene algo que yo quiero —respondió el Abuelo.
—De acuerdo, pero podías haber conseguido ese favor por mucho menos, ¿no te parece?
—¿Cuánto puede beber un halfling? ¿Cuánto puede comer? Y no comerá mucho si sigue bebiendo en exceso, ¿no crees?
Donnola hizo un alto y, un par de pasos después, Pericolo también detuvo su paseo y se dio la vuelta para mirar la cara sonriente de su nieta, un perfecto gesto de petulancia.
—¿Y dormir? —dijo ella intencionadamente—. ¿No sólo la bebida a su antojo, sino también el alojamiento? No, Abuelo, esto es por algo más que por Araña. Tú sientes simpatía por Eiverbreen.
Pericolo sopesó las palabras por un momento, luego se mofó.
—Me asquea. Es débil. A nuestro pueblo no le conviene semejante confirmación de los prejuicios.
—Generoso —insistió Donnola con voz imperativa.
—Entonces lo habré sido con Araña —aceptó Pericolo y reanudó la marcha—, porque sin duda he acelerado la muerte de su despreciable progenitor.
En toda su vida, tanto en la actual como en la anterior, Regis nunca se había sentido más libre que en estos precisos momentos. Dio vueltas y más vueltas, casi como si fuera ingrávido, disfrutando de las elevaciones y los valles del irregular fondo marino. Ni siquiera se molestó en mantener agarrada su cuerda de guía, atada a una boya, seguramente porque sabía que no tendría problema en ascender lentamente desde las profundidades marinas.
Tan embelesado estaba con la multitud de pececillos que nadaban a su alrededor, con las anguilas que se ocultaban en sus cuevas y con las ondulantes plantas marinas, que casi no se había ocupado de llenar la bolsa con las valiosas ostras.
Sabía que no importaba. En todo Delthuntle, apenas había otros cinco capaces de bajar hasta esa profundidad, con casi quince metros de agua entre él y la atmósfera, y ninguno que él supiera podía permanecer abajo por mucho tiempo ni volver a bajar después de un descanso. Los demás tenían que recurrir a conjuros mágicos que solían tener una escasa duración, mientras que Regis, por la razón que fuera, casi no tenía problemas para sumergirse a las mayores profundidades y explorarlas durante mucho tiempo ni para volver a sumergirse después de una rápida toma de aire en la superficie.
Y lo peor para los que se aventuraban a esas profundidades con la ayuda de conjuros mágicos era que debían tener mucho cuidado al ascender para no exponerse a dolores que, a veces, tenían consecuencias fatales. Pero Regis no tenía ese problema. Podía emerger directamente con escasos efectos nocivos.
Aunque permaneciera demasiado tiempo sumergido, nunca tuvo esa sensación de ahogo, el terror de una necesidad inmediata de respirar. Nunca. No, cuando consideraba la duración de sus inmersiones, parecía más como si extrajera algo de aire del agua. En realidad, abajo no podía respirar con tanta facilidad como en la superficie, pero seguía extrayendo algún pequeño apoyo, suficiente para mantenerse vivo, aunque no del todo cómodo.
Había peligros bajo las oscuras aguas del Mar de las Estrellas Fugaces, pero él los conocía lo bastante bien para poder evitarlos. Sus miedos no podían imponerse a su sentido de la aventura, al sentimiento de libertad y a la extraordinaria belleza que había a su alrededor.
Esta mañana había salido temprano, se había tomado todo el día para nadar y disfrutar, y para llenar su bolsa, porque en Eiverbreen jamás perdonaba que volviera sin una bolsa llena de ostras.
El sol estaba bajo en el horizonte cuando él avanzaba por los destrozados caminos empedrados de la parte baja de Delthuntle. Eiverbreen no estaba en el cobertizo de la calleja, pero eso no le importaba mucho a Regis, porque tenía casi la seguridad de dónde podía encontrar a su miserable y afligido padre.
Shasta Furfoot recibió con una amplia sonrisa al joven halfling cuando este entró en su establecimiento y Regis le devolvió la mirada, pero de manera breve, ya que puso cara de preocupación después de echar una mirada a su alrededor.
—Está arriba, en su habitación —lo informó Shasta.
—¿Su habitación? ¿La de quién?
—La de tu pa’.
—¿Su habitación? —preguntó de nuevo Regis, intrigado, porque él y su padre vivían en una callejuela, bajo unas tablas apoyadas contra una pared a las que llamaban su casa.
—Sí, y supongo que también la tuya —indicó Shasta en dirección a la escalera. Tercer piso, tercera puerta a la derecha.
—Su habitación.
Shasta se limitó a sonreír.
Regis subió los escalones a saltos y no se detuvo hasta llegar a la puerta señalada. Iba a golpear con los nudillos en la puerta, pero se contuvo y arrugó la nariz, porque oyó que adentro alguien estaba vomitando con violencia.
Había oído este sonido muchas veces.
Giró lentamente el picaporte de la puerta. Al otro lado de la habitación, frente a una ventana sucia, estaba arrodillado Eiverbreen, inclinado sobre un caldero, ahogándose y escupiendo. Por fin, se dio cuenta de la presencia de Regis, porque se dio la vuelta y miró a su hijo, y empezó a reír alocadamente. Fue entonces cuando Regis se apercibió de la presencia no de una, sino de dos botellas de güisqui apoyadas contra la pared detrás del halfling arrodillado.
—¡Ah, este es el mejor de los días, hijo mío! —exclamó Eiverbreen y trató de ponerse de pie, pero perdió el equilibrio, trastabilló y se fue de cabeza contra la pared lateral, desplomándose en el suelo y sin dejar de reír como un loco.
—Padre, ¿qué…?
—¿Traes la bolsa llena? —preguntó Eiverbreen, cambiando de repente el tono festivo por otro más serio—. ¿Tuviste una buena inmersión? ¡Dímelo! ¡Dímelo!
Mirando a su padre a los ojos, Regis levantó su bolsa rebosante de ostras. Lo había visto borracho muchas veces, por supuesto. Pero el hecho de que aún no fuera de noche y que su padre tuviera semejante borrachera lo cogió por sorpresa. Allí estaban las dos botellas de güisqui, que prometían mantener a Eiverbreen encendido hasta que perdiera el conocimiento.
—¿Cómo? —le preguntó—. ¿De dónde sacaste el dinero?
Eiverbreen se echó a reír.
—¡Qué bien que la has llenado! —dijo, escupiendo con cada palabra.
Se acercó tambaleándose a Regis, virando bruscamente y resbalando cerca de las botellas sin empezar.
—¡No podemos decepcionarlo!
—¿A quién, padre? —Regis se adelantó hacia él y lo cogió por el brazo, en el momento en que el viejo halfling iba a echar mano de una de las botellas.
Eiverbreen se libró de él y lo miró con rabia.
—Dame la bolsa —le pidió.
Regis dudó.
—Chico, este no es el momento para hacer el estúpido —lo amonestó Eiverbreen, y alargó la mano hacia Regis.
—Necesitas dormir…
—¡La bolsa! —gritó el padre, alargando otra vez la mano—. Y tienes que volver allí mañana y llenar otra…no, dos. ¡No podemos decepcionarlo!
—¿A quién? —volvió a preguntar Regis, pero al parecer Eiverbreen se había olvidado de él e iba de un lado para otro tratando de coger la bolsa, mientras peleaba con el corcho de la botella.
Regis sabía que no debía arrancarle el licor de las manos.
Abandonó la habitación rápidamente, bajó la escalera a cien por hora y ya en la taberna se subió a un taburete y se encaró con Shasta Furfoot.
—¿Qué has hecho? —le preguntó.
—¿Yo? —respondió inocentemente la mujer.
—¡No te vamos a pagar! —gritó Regis.
—¿Quién te lo ha pedido?
—Pero… pero… —tartamudeó Regis.
—Está pagado, pequeñajo —le explicó Shasta con calma—. Pagado para siempre.
Regis trató de entenderlo, moviendo la cabeza con gesto impotente.
—¿Quién lo pagó?
—No te preocupes por esos detalles —lo tranquilizó Shasta—. Tú coge ostras para tu pa’ y haz lo que él te dice.
—Está demasiado borracho para decirme nada que valga la pena escuchar.
Uno de los parroquianos que estaban cerca de él soltó una risita ante esa observación y Regis se contuvo para no romperle la nariz al humano de un puñetazo.
—Eso no es asunto mío —respondió Shasta Furfoot.
—Y tú le diste dos botellas más —protestó Regis—. Estará borracho hasta…
—¡No es mi problema! —lo interrumpió bruscamente la tabernera, acercándose amenazadora a él mientras hablaba—. Ahora, sal de aquí antes de que te dé una paliza.
Regis se dejó caer de la banqueta y dio un paso atrás.
—¿Quién paga esto? Es lo único que quiero saber —dijo marcando las palabras—. Tengo que entregarle esto. —Y levantó la bolsa—. Eso es lo que me dijo mi pa’, pero no pudo decirme a quién antes de desvanecerse.
—Puedes dármelo a mí —le explicó Shasta, alargando la mano, pero Regis estaba indeciso.
—El Abuelo —dijo el parroquiano sentado al lado cuando Shasta dudó—. Por lo tanto, esas serán las ostras del Abuelo Pericolo.
—Exacto, y yo se las daré —insistió ella, tratando de hacerse con la bolsa de ostras, que Regis le escamoteó rápidamente.
El chico tragó saliva. Aunque no conocía personalmente al famoso Pericolo Topolino, al igual que el resto de los habitantes de ese barrio de Delthuntle, y seguro que como todos los halfling de la ciudad, había oído muchas historias sobre él. La mayoría de ellas terminaban con alguien muerto de manera prematura y violenta.
Siguió retrocediendo y antes de que se diera cuenta estaba en plena calle. Miró a la última planta del edificio y se imaginó a Eiverbreen bebiéndose otra botella y probablemente vomitando mientras bebía.
Regis sabía que tanto güisqui significaba una sentencia de muerte para su padre, porque en su vida anterior en Calimport había visto muchos de esos cadáveres ambulantes. El Abuelo no le había hecho ningún favor a Eiverbreen, fuera cual fuese el trato que hubieran cerrado.
El pequeño halfling se mordió el labio y sintió que en su interior crecía la rabia. Tenía que hacer algo, tenía que tomar una decisión.
—Pero ¿qué? ¿Y cómo?
Después de todo, se trataba de Pericolo Topolino, el Abuelo de los Asesinos.
Regis deambuló por las calles toda la noche, usando las ostras para sobornar a los halfling que se encontró vagando por la ciudad, y muy pronto se encontró en la avenida ante la casa de Pericolo —se llamaba Morada Topolino—. Una vivienda bien acondicionada y de proporciones modestas, con amplios balcones y barandillas decoradas con balaustres tallados a mano. Tenía tres plantas, pero adaptadas a la medida de los halfling, lo que le daba la altura de una casa humana de dos pisos. En medio del tejado había otra habitación, una cuarta planta, conocida como el paseo de la viuda, porque tenía vistas hacia afuera, hacia la base de la colina, al vasto Mar de las Estrellas Fugaces, lo que daba una amplia perspectiva a las que buscaban desesperadamente los barcos que regresaban, un constante y apenado recuerdo de aquellas mujeres cuyos esposos nunca volvieron.
Se dirigió a la puerta de la casa, que estaba cerrada. Buscó una campanilla, una aldaba o un llamador, pero no encontró nada. Pensó en saltar la valla, pero la identidad del propietario lo disuadió.
Miró hacia arriba y pensó en gritar. Era tarde, pero eso no era un obstáculo; después de todo, ¿qué le importaba?
En ese momento, percibió movimiento en una ventana y observó cómo se recortaba la hermosa silueta de una joven halfling, a medio vestir como mucho. La imagen lo dejó asombrado, pero a través de las cortinas de encaje la mujer parecía más que nada un fantasma, un espejismo, una fantasía.
Ella apagó la vela encendida en la habitación y se hizo la oscuridad total, rompiendo el encanto.
—Abuelo —llamó en voz muy queda y tono burlón el halfling buceador, moviendo la cabeza y preguntándose qué más podría hacer.
Pensó en lanzar la bolsa de ostras por encima de la valla, pero se contuvo, y muy acertadamente, porque lo más seguro es que se hubieran estropeado allí tiradas hasta la mañana siguiente, y era probable que las recogiera un vagabundo o las encontrara algún otro carroñero nocturno. Dejando escapar un suspiro, Regis llegó al convencimiento de que no tenía más remedio que entregárselas a Shasta.
—Abuelo —volvió a llamar, y empezó a urdir la conspiración.
Una semana después, Regis ya entregaba sus bolsas directamente a Shasta Furfoot de manera regular, porque su padre estaba demasiado borracho para encargarse de ello. Permanentemente borracho.
El chico veía a su padre cada vez más delgado y le rogó a Shasta que dejara de proporcionarle la bebida, pero ella no le hizo ni caso.
—Lo mío no es convertirme en ma’ de todos mis clientes, ¿o sí?
—Se va a morir, y luego ¿en qué situación quedarás tú?
—En la misma en que me encuentro ahora —respondió ella bruscamente—. Salvo que tendré una habitación más para alquilar.
La crueldad de la mujer dejó completamente desconcertado al halfling, que centró sus pensamientos en Calimport, muchas décadas atrás. Había observado esta actitud, principalmente, en los pobres de esa ciudad sureña y en personas —humanos y halfling indistintamente— de las que sabía que tenían buen carácter. Así eran las cosas con los desamparados. Era tan poco lo que tenían que no podían ofrecer mucho, ni siquiera compasión. Siempre se había alabado a la gente rica, los pachás de Calimport, por su filantropía, cuando en realidad el oro que repartían de manera tan caritativa no representaba nada para su tren de vida. Una mujer pobre podía acoger a un huérfano, sin mucho lujo, aunque el coste proporcional era sin duda mucho más alto.
¡Pero, ay, todos debían felicitar a aquellos filántropos!
—Voy a dejar de suministrar las ostras —le dijo a Shasta, y finalizó la frase con un gruñido.
—Entonces tendrás que hablarlo con el Abuelo Pericolo.
—Tal vez deba hacerlo.
Shasta lo miró desde la altura del mostrador y esbozó una sonrisa burlona. Regis notó que estaba tragando saliva.
—Chico, estás mejor de lo que has estado nunca —dijo Shasta—. Ya no vives bajo un cobertizo y tienes toda la comida que puedas desear. Te gusta tu trabajo y esa ocupación te está rindiendo ahora más que nunca.
—¿Has visto a mi pa’? —preguntó Regis—. Quiero decir más tiempo que el justo para entregarle sus botellas de güisqui. ¿Sigue comiendo?
—Ahora va comiendo.
—¡Y vomitándolo todo en tu habitación!
Por primera vez, Regis vio un atisbo de simpatía en la expresión de Shasta. Se echó hacia adelante y le pidió que se acercara, entonces le dijo en voz baja:
—No es asunto mío, pequeñajo. Tu pa’ tiene sus propias ideas y su modo de hacer las cosas, y nadie le puede llevar la contraria. Nadie, ni siquiera tú. Ahora tienes que ser listo y pensar en ti mismo. Hace muchos años que Eiverbreen va cuesta abajo; desde antes de que tú nacieras. He visto esto demasiadas veces. Puedes ir y gritarle lo que quieras, pero no desviarás su camino hacia la tumba.
—Entonces deja de darle alcohol —rogó Regis.
—Lo conseguirá de todos modos, si no se lo proporciono yo lo buscará en la calle. ¿Vas a decirles a todos los taberneros de Delthuntle que no le vendan más? ¿Y qué hay de esos aliados que encuentra en la calle para que le compren botellas en locales como el mío?
—Si no tiene dinero, entonces no puede adquirir las botellas —dijo Regis.
—Entonces, ¿vas a renunciar a tu trabajo?
—Si es necesario lo haré —afirmó Regis, y resopló, se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta.
La fuerte mano de Shasta se le clavó en el hombro y tiró de él hacia atrás, dándole la vuelta para tenerlo frente al mostrador.
—Escúchame bien, Araña —le dijo—; lo que te voy a decir, lo hago porque te he tomado cariño. —Hizo una pausa y miró a ambos lados, como para asegurarse de que nadie podía escuchar sus palabras, lo cual le dio peso a lo que dijo cuando siguió hablando—. No te vas a entender con el Abuelo Pericolo, de modo que atiende a lo que voy a decir. No lo hagas enfadar. No lo hagas nunca, o lo pagarás de maneras que ni siquiera puedes imaginarte.
Regis la miró con curiosidad.
—Te he visto con él —respondió—. Os reíais mucho y charlabais animadamente.
—Por supuesto. Estoy tratando de congraciarme con él. Y tú también deberías por tu propio bien y por el de tu pa’.
—¡Mi pa’ no puede seguir así!
—Su final no está muy lejos y el tuyo tampoco —le advirtió Shasta—. Ahora trabajas para Pericolo. Cuando trabajas para Pericolo, acabas trabajando siempre para Pericolo. Para siempre jamás. Métetelo en la cabeza ahora, antes de que vayas a cometer alguna estupidez.
Regis la miró con dureza, pero no respondió. Sin duda, ella pensaba que él era un neófito en asuntos de este tipo, pero había crecido en las duras calles de Calimport, donde los tipos como Pericolo Topolino campaban a su antojo.
Maldijo para sus adentros. Por unos instantes se permitió la fantasía de que era mayor, de que habitaba un cuerpo maduro y entrenado, con el que podía enfrentarse a los tipos como Pericolo Topolino.
Pero ¿qué iba a hacer? Pensó en Bregnan Prus y en cómo se había enfrentado a sus miedos y había plantado cara a ese chico mayor y más alto que él, y lo había hecho esperando recibir una paliza. Sí, había sido un acto de valentía. Pero eso era muy diferente, mucho más peligroso.
—Tienes que acudir a la Cumbre de Kelvin —masculló para sus adentros.
—¿Qué? ¿Qué es lo que dices? —preguntó Shasta.
Regis negó con la cabeza y se dirigió hacia la puerta. Casi estaba llegando cuando un grito procedente de la escalera llamó su atención. Su padre entró en el local de la taberna, gritando:
—Bebida para todos los presentes. —Invitación que fue respondida con los brindis de los otros parroquianos.
Pero Shasta Furfoot aplacó rápidamente tanto entusiasmo, recordándole en voz alta a Eiverbreen que su cuenta en la casa sólo era válida para sus propias consumiciones. Eso arrancó algunos abucheos y algunos tímidos insultos contra Eiverbreen.
Regis se acercó a la puerta. Por un instante, clavó la mirada en la de su padre, que esbozó una gran sonrisa y se subió a un taburete. Luego se despreocupó de su hijo y se volvió hacia Shasta, y dio un puñetazo en el mostrador.
Ella ya iba hacia él, botella en mano, para llenarle un vaso de güisqui.
—No importa —dijo Regis para sus adentros en el momento de abandonar la taberna.
Nada de eso importaba. Él sólo estaba allí preparándose para su viaje al Valle del Viento Helado y para su vuelta con los Compañeros del Salón. Y estaría listo, insistió calladamente.
Pero echó una mirada a la taberna y una oleada de emociones recorrió su cuerpo. Eiverbreen era su padre y lo había tratado bastante bien, a su desastrosa manera. Nunca le había pegado y había encontrado alguna que otra ocasión para demostrarle ternura. Eiverbreen había vivido una vida miserable, todavía más miserable desde la muerte de su esposa durante el parto de Regis. Pero sólo en una ocasión en los diez años que tenía de vida había escuchado a su padre culparlo de su suerte miserable, y en ese caso incluso se había disculpado al día siguiente, ya sobrio.
—No tiene importancia —volvió a decir Regis, pero con menos agitación y con más arrepentimiento, porque reconoció la mentira.
Por supuesto que importaba. Tenía que importar. Si no fuera así, ¿qué sentido tenía que un miserable y desagradecido Regis perteneciera a los Compañeros del Salón?
Pero ¿qué podía hacer él?
Miró hacia el norte, hacia la elegante Morada Topolino. El aviso de Shasta resonó en su cabeza y supo que la mujer no exageraba. Pericolo era el Abuelo de todo aquel al que conocía, y eso quería decir que era el Abuelo de los Asesinos. No se alcanza ese título gratuitamente.
Regis alimentaba la fantasía de regresar a Delthuntle desde el Valle del Viento Helado con Drizzt y los demás a su lado para darle su merecido al Abuelo.
Sin embargo, no era más que una fantasía, porque Eiverbreen no podía esperar tanto tiempo y el propio Abuelo tampoco era joven.
Regis cambió de asunto y se preguntó si realmente podía detener, o al menos retardar, la recolección de ostras. Tal vez si extraía sólo un par al día, Pericolo vería que su «regalo» a los Parrafin era un negocio que le reportaba pérdidas.
Incluso esa era una posibilidad efímera, porque, entonces, ¿qué les quedaría a Regis y a su padre? Si se lo proponía, el Abuelo podía vigilarlos muy de cerca. Tendrían que seguir en la más absoluta miseria o provocar su ira.
Regis lanzó un suspiro. Volvió a mirar en dirección a la Morada Topolino, pero con total desesperanza.
La situación no fue a mejor en las siguientes semanas. Con una botella en cada mano, Eiverbreen andaba a trompicones alrededor de la taberna y por las calles, cubierto de vómito y de innumerables y pequeñas heridas que se hacía al caerse de una silla, contra una pared o en la calle. También tenía incontables rozaduras y cortes en los nudillos, ya que en su profunda borrachera a menudo le daba por insultar a la gente.
Una tarde que Regis regresó a la habitación que compartían, con la bolsa medio llena, se encontró a su padre en un estado de gran agitación. Los vasos rotos y un charco de un líquido marrón semitranslúcido al lado de una pared le dieron una pista de lo sucedido.
—Ah, me alegro de que estés aquí —farfulló Eiverbreen, luego se echó a reír y a punto estuvo de caer desde donde estaba sentado cerca del destrozo—. Tengo las piernas un poco flojas —dijo, tratando inútilmente de ponerse de pie.
Regis lo ayudó, pero su padre se cayó inmediatamente contra la pared en busca de un apoyo más firme.
—Sé bueno y tráeme otra botella —le pidió Eiverbreen.
—No —respondió Regis, y escuchar su negativa no hizo más que reforzar su decisión.
No era mucho lo que podía hacer para abordar la situación a largo plazo, pero tal vez pudiera resolver el problema más directamente.
—¿No? —repitió Eiverbreen mirándolo con dureza.
—Demasiado, pa’ —dijo Regis con tono tranquilo.
—¿Eh?
—Estás demasiado pegado a la botella, pa’ —dijo Regis—. Tienes que beber menos. Más comida y menos bebida, ¿te parece?
Notó que Eiverbreen ni pestañeaba.
—Y tienes que salir de esta taberna. ¡Apenas sales ya a la calle! —le dijo Regis, tratando de adoptar un tono lo más alegre posible—. Estamos en una estación hermosa, luce el sol y del mar sopla un viento fresco. Deja que te traiga algo de comer. Tenemos tiempo de pasear hasta la costa antes de que se ponga el sol…
La última palabra coincidió con un alarido, porque, en una explosión de ira que Regis nunca había visto en su padre, tan feroz, tan repentina y primaria, Eiverbreen saltó sobre él y le cruzó la cara de una bofetada, haciéndolo caer al suelo como un guiñapo.
—¡Ve a buscarme una botella! —rugió Eiverbreen, acercándose enfurecido y pateando con fuerza el suelo de madera—. ¡Pequeña Rata! ¡Y no vuelvas a decirme lo que debo hacer!
Se inclinó y cogió por el cuello de la camisa al estupefacto Regis y lo levantó del suelo, poniéndolo de pie antes de dejarlo caer de nuevo. Eiverbreen lo retuvo, zarandeándolo violentamente y gritándole mientras babeaba.
Regis apenas oyó sus palabras, tan asombrado estaba de esta abrupta transformación. Finalmente, Eiverbreen lo soltó y de un empujón lo estampó contra la puerta de la habitación.
—¡Fuera! —le ordenó Eiverbreen.
Con los ojos inundados de lágrimas, Regis salió corriendo de la habitación. Bajó la escalera como una exhalación, pero no fue al bar. Le faltó tiempo para llegar a la puerta de la taberna y salir a la calle.
Antes de que se diera cuenta del rumbo que llevaba, el joven halfling se encontró en la avenida a la que daba la fabulosa Morada Topolino.
Esperó a la puesta del sol, a que se hiciera completamente de noche, luego Araña empezó a escalar. Su cariño por Eiverbreen lo impulsaba hacia arriba.
Se fue directamente hacia el tejado y reptó hasta la ventana del paseo de la viuda, aprovechando la luz de la luna para mirar hacia adentro.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó con calma.
¿Qué pretendía hacer? ¿Qué influencia podía tener lo que hiciera en Morada Topolino en la espiral de muerte de Eiverbreen?
Robaría todo lo que pudiera y con lo robado se llevaría a Eiverbreen a un lugar mejor, lo trasladaría a una situación en la que no tuviera que depender de los caprichos del cruel Abuelo y de la descuidada tabernera.
—Sí —dijo, y asintió con la cabeza.
Pasó sus sensibles dedos por el marco de la ventana, buscando cordeles disparadores ocultos u otras trampas potenciales. Cómo desearía tener un cortador de vidrio, y todavía lo deseó más cuando comprobó que la ventana estaba cerrada por dentro con pestillo.
Regis sacó un pequeño cuchillo de su bolsa, el que usaba para recuperar las ostras atrapadas bajo las rocas de las profundidades del Mar de las Estrellas Fugaces. La ventana estaba dividida en dos paneles que podían deslizarse el uno sobre el otro para permitir el paso del aire marino. Notó que el panel más alto estaba por la parte de adentro del más bajo.
Introdujo el cuchillo en la apretada rendija que había entre ellos.
Lentamente, muy lentamente, hizo presión con su cara contra el vidrio inferior mientras empujaba la hoja del cuchillo hacia abajo.
Y allí estaba: un alambre disparador.
Regis asintió, porque había visto esta trampa muchas veces en Calimport. El movimiento de las ventanas de paneles deslizantes lo desplazaría y uno u otro arrastrarían el cordel consigo. El marco de cada panel tendría un pequeño borde afilado, diseñado para cortar el cordón cuando se tensara.
Regis movió su cuchillo alrededor del reborde superior del panel de arriba y tras encontrar esa cuchilla afilada, inteligentemente encastrada, la extrajo sin dificultad.
Echó mano otra vez del cuchillo, esta vez para golpear el mecanismo de cierre. Con un suave giro, Regis soltó el pestillo.
Lentamente bajó el panel superior. Habría preferido levantar el inferior, como es obvio, para lograr un acceso más fácil, pero no podía retirar fácilmente la cuchilla insertada en él, porque ese panel estaba enfrente del otro y entonces la hoja estaría entre ambos. De todos modos, no hubo problema. Su nombre era Araña, y era un mote que se había ganado con justicia.
Con la ventana abierta a medias, Regis echó una ojeada a su alrededor para asegurarse de que no había nadie mirando; luego subió, trepando por el lateral de la claraboya, y se retorció, entrando en la habitación por encima de la ventana.
Se agarró allí, en el espacio que había en la parte superior de la ventana, unos instantes mientras examinaba el suelo. Probablemente habría una trampa en ese lugar, dijo para sus adentros, y de ese modo, todavía sobre la pared, se desplazó hacia un lado antes de dejarse caer con suavidad.
La habitación estaba escasamente amueblada. Tenía sólo una silla situada frente a la ventana, que miraba al vasto mar, y una pequeña mesa a un lado, seguramente para apoyar una bandeja con un refrigerio.
Detrás de la silla había una trampilla, ahora abierta, y una escalera fija que bajaba hasta la casa principal.
La casa principal y los tesoros del Abuelo.
Regis bajó por la escalera, gateando en la oscuridad. Se deslizó con los pies descalzos, tomando nota de los diferentes pasillos y puertas, deteniéndose y escuchando en cada una de ellas. Al doblar una esquina del estrecho pasillo que conducía a la parte de atrás de la casa, observó una débil claridad que se colaba por los bordes de una puerta ligeramente abierta. Midiendo cada paso, realizando cada movimiento en completo silencio, el ladrón echó un vistazo al interior de la habitación.
Allí ardía con llama débil una vela. Podía distinguir un amplio escritorio al otro lado de la habitación, muy ornamentada para ser la de un empleaducho. Pensando que era el lugar donde llevaba sus asuntos el Abuelo, el halfling se atrevió a entreabrir la puerta un poco más y curiosear.
Para gran alivio suyo, la habitación estaba vacía.
Regis se alegró al comprobar que la habitación estaba llena de estatuas y fruslerías, un trío de baúles, un surtido de otros artículos interesantes y probablemente provechosos.
Había sido demasiado fácil; en algún lugar de su conciencia, Regis lo sabía. Había tratado con personajes como Pericolo en su vida anterior en Calimport, y nunca pudo llegar tan lejos sin algo de resistencia. Quizá fuera esa la diferencia entre las dos ciudades, pensó. Tal vez aquí, en el pequeño y tranquilo Delthuntle, sólo la reputación bastaba para vivir seguro.
Se puso de pie, con una amplia sonrisa. Se recordó a sí mismo que tenía que buscar una trampa alrededor de la jamba de la puerta, pero antes de empezar oyó un apagado y ominoso gruñido.
No en el interior de la habitación, sino detrás de él.
Regis volvió lentamente la cabeza. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, pero, con todo, la primera imagen que se le apareció fue la de dos pares de ojos que brillaban a su espalda, a una altura menor que la suya. El halfling contuvo el aliento y se adentró un poco más en la habitación. La apertura de la puerta permitió que hubiese suficiente luz para que Regis percibiera las enormes formas caninas a las que pertenecían los ojos, y los brillantes colmillos de los mastines guardianes.
No se atrevió a moverse sino para retrasar una mano con el fin de agarrarse al borde de la puerta abierta.
Los perros gruñeron, prolongada y calladamente, a apenas diez pasos por detrás del halfling.
Regis sabía que tenía que ser el primero en reaccionar, y rápido. El cerebro le gritaba que saliese pitando. Pero no podía, y no podía apartar la mirada de aquellos ojos amenazadores.
Uno de los perros ladró, rompiendo el momento, y ambos mastines saltaron al tiempo que Regis se metía en la habitación. Casi había cerrado la puerta cuando el perro más cercano chocó contra ella, y allí lucharon ambos, sin dejar de rascar ni de ladrar ni de empujar con fuerza.
El desesperado halfling apoyó el hombro contra la puerta, y la suerte lo acompañó, porque empujó justo en el momento en que el perro se apartó, pero inmediatamente volvió a arremeter contra ella.
La puerta tembló con el impacto y Regis cayó hacia atrás. Ahora los dos canes ladraron, aullaron, golpearon y rascaron.
¡Tenía que salir de allí! Cruzó la habitación hasta la ventana y la abrió, pero se encontró la apertura bloqueada.
Buscó el mecanismo de cierre, pero no encontró ninguno. Oyó más ruidos al otro lado de la puerta, en el vestíbulo.
Iba de un lado para otro sin saber qué hacer.
La puerta se tambaleaba cada vez más.
Apagó la vela, aunque no supo por qué.
La puerta se abrió de golpe.
Soltando un alarido, Araña se lanzó hacia la esquina y trepó por la pared, sintiendo el ardiente aliento de la persecución en su nuca. Se puso fuera del alcance de los perros, pero ¿con qué fin? ¿Qué era lo siguiente que debía hacer?
Entonces dejó de importarle su plan cuando la oscuridad se vio iluminada por el estruendoso estampido de una bola de fuego que incendió toda la habitación. Regis la vio más que la sintió, mientras su cerebro le gritaba que seguramente estaba ardiendo.
Porque todo a su alrededor estaba ardiendo, incluida la pared en la que se sostenía él. Con un grito aterrador, se dejó ir, cayendo estrepitosamente al suelo y a punto de perder el conocimiento.
Sintió una aguda picadura y luego el intenso calor que aumentaba continuamente a su alrededor. Tenía que salir, pero no podía. Rodó sobre la espalda y miró hacia el ardiente techo.
Pensó en su pobre padre.
Pensó en Drizzt y en Catti-brie y en Bruenor, en su promesa de encontrarse con ellos en la cima de la montaña, en las glorias que alcanzarían de nuevo todos juntos.
Pero sabía que Iruladoon no lo estaba esperando.
Esta vez no.
Las pesadas y ardientes vigas se desplomaron sobre él con un tremendo rugido y una avalancha de llamas.
Él ni siquiera oyó su propio grito.