EL VALEDOR
Año del Tercer Círculo (1472 CV)
Ciudadela Felbarr
E
l golpe llegó desde arriba, como era de prever, penosamente predecible para la sensibilidad del experimentado guerrero.
Bruenor se sintió hastiado por lo torpe que había demostrado ser su oponente. Y eso que era el mejor estudiante de su grupo de entrenamiento.
Pero, con todo, la finta de Bruenor había sido obvia y la idea de que el alevín enano se la hubiera tragado así, sin más…
Bruenor se volvió cómodamente hacia un lado para esquivar el golpe descendente, deslizando una mano hacia la mitad de su bastón de lucha —ese día tocaba bastón recto—, empujando su brazo tras él, golpeando con el puño del arma las costillas del alevín, que había dado un traspié. Los constantes giros de Bruenor lo situaron directamente detrás del jadeante joven y él recordó que, después de todo, no era más que un niño, y ese pensamiento casi estuvo a punto de ralentizar su siguiente golpe despiadado.
Casi.
El golpe asestado con las dos manos acertó en la cabeza del alevín y lo hizo volar hacia un lado y caer al suelo, donde soltó su arma y se llevó ambas manos a la cabeza, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas y emitía sollozos de dolor.
En la sala se oyeron gritos ahogados, al mismo tiempo que una llamada del maestro Costillas de Cordero a otros dos alevines.
Bruenor suspiró y se dio la vuelta para hacer frente a la carga no de uno, sino de dos estudiantes a la vez.
Puño y Furia, así llamaban a las dos poderosas hermanas Felhammer, consideradas de los mejores estudiantes de la clase de entrenamiento que estaba por encima del nivel de Bruenor. Y Bruenor tuvo que admitir que por la forma en que se aproximaban a él, la coordinación de ambas parecía elaborada y correcta.
Se relajó, separó los pies y neutralizó fácilmente los dos ataques con un súbito y arrollador movimiento de través hacia la izquierda de su bastón de lucha, al tiempo que saltaba hacia la izquierda para exagerar más el error.
Pero la más cercana de las gemelas se sustrajo casi inmediatamente y con un rápido paso doble se plantó ante Bruenor, amagando con una mano y pegando con la otra.
Él se agachó. Con un golpe justo por encima de la rodilla la lanzó dando una vuelta de campana. Acabó cayendo de espaldas sobre el sucio suelo de la sala. La colisión desestabilizó un poco a Bruenor, pero en ningún momento perdió el equilibrio y estaba ya preparado para su siguiente movimiento: un tremendo gancho que paralizó a la segunda hermana en su recorrido y a punto estuvo de rebanarle la punta de la nariz.
Ella volvió a la carga con un rugido justo a continuación.
Bruenor se había dado cuenta de que fallaría con este abierto bandazo; el objetivo del ataque era darle a él un segundo para realinear los pies y tomar impulso. Con el bastón en alto, desplazó bruscamente ese impulso y se lanzó rodando sobre la espalda por encima del punzante bastón y de los brazos de la enana, para aterrizar sólo un paso atrás a su derecha, pero directamente frente a ella.
Era sólo una niña, se recordó a sí mismo. Pero lanzó un gruñido y estampó la frente contra su cara, y cuando la niña se tambaleó hacia atrás por efecto del golpe, dio un salto y le asestó dos patadas en el torso, primero con un pie y luego con el otro.
Aterrizó de lado, se puso de pie de un salto y repelió el ataque de la primera de las hermanas.
—Voltereta de Bungo —le dijo Emerus Warcrown a Costillas de Cordero en un lado de la sala, dándole el nombre correcto a la maniobra que había empleado Bruenor para contrarrestar la carga de la segunda adolescente—. ¿Cuándo has enseñado a los alevines a realizar un movimiento como ese?
—No se lo he enseñado —respondió Costillas de Cordero moviendo la cabeza.
Emerus Warcrown volvió a centrar su atención en la pelea, justo en el momento en que una de las hermanas daba una voltereta hacia la derecha y la segunda se retorcía de dolor cuando Pequeño Erre Erre, dirigiendo las manos, el arma y la atención de la chica hacia lo alto, le pisaba los pies.
Se retorció de dolor y empezó a doblarse sobre sí misma, y un gancho de izquierda la derribó como si fuera un guiñapo.
—Su padre está sentado al lado de Moradin, riéndose de nosotros —bromeó el rey.
No había acabado Emerus de decir esto cuando la otra hermana fue desviada hacia un lado, víctima de un bloqueo fantásticamente equilibrado, seguido de un gancho y de un zarandeo.
—Creo que esto ha dejado a Erre Erre con la boca abierta, lo mismo que a ti —respondió Costillas de Cordero—. Y también a Moradin.
Una larga hilera de atacantes vino a por él, a veces de dos en dos, y, al final, los cuatro últimos todos juntos.
No era con Pequeño Erre Erre con quien estaban peleando, sino con Bruenor Battlehammer, rey de Mithril Hall, el gran guerrero que había mantenido a las hordas de Obould en el Valle del Guardián más allá de la puerta occidental de su reino.
Era Bruenor Battlehammer, que se había sentado en el trono de Gauntlgrym y había oído las palabras de Moradin, los susurros de Dumathoin y los gritos de guerra de Clangeddin. Aunque ahora se lo viera bajo la forma de un niño, con un cuerpo menos robusto que el de sus atacantes de más edad, su comprensión del equilibrio y del movimiento mantuvo a sus contrincantes dando vueltas y esquivando golpes constantemente, a menudo chocándose unos contra otros, y siempre con torpeza.
Y cada vez, el bastón de lucha de Bruenor acabó golpeando, de manera invariable y dolorosa, la cabeza del oponente.
En los primeros instantes del último asalto, cuando los cuatro se lanzaron sobre él en un arranque de furia, Bruenor bloqueó su carga y los mantuvo ocupados con engaños, amagando a la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda otra vez con tanta fluidez que la superioridad numérica se redujo a la mitad.
Arrastró las piernas del enano adolescente más alejado por su izquierda, hizo un semigiro y atacó al segundo de la fila, luego pivotó hacia el otro lado para esquivar los punzantes bastones de los otros dos. Moverse hacia la derecha le proporcionó unos momentos de combate singular con la última de la fila. Arremetió, se replegó e hizo un barrido transversal llevándose a su paso el arma y el equilibrio de su adversaria, a continuación invirtió de pronto el sentido y la golpeó con su bastón de combate en el mentón, dejándola aturdida. En un combate de uno contra uno, Bruenor lo hubiera dejado ahí, pero su oponente tenía tres aliados, de modo que saltó y giró al mismo tiempo, alzando su bastón por encima de la cabeza, y remató con un golpe seco que dejó a la enana sin sentido y a Bruenor con un bastón partido en dos.
Se tiró al suelo y recuperó el bastón de su adversaria, que, al fin y al cabo, no lo iba a necesitar más. Apenas pudo girarse y afirmar el extremo del bastón contra la cadera cuando ya tenía encima al siguiente de la fila.
De haber sido una lanza de verdad en lugar de un bastón romo, ese segundo enano seguramente habría acabado empalado. El bastón se dobló, pero sin romperse. También el enano, suspendido en el aire, se dobló hacia adelante, con los ojos desorbitados y sin respiración. Se mantuvo en esa posición, con los pies separados del suelo, un tiempo que le pareció una eternidad, hasta que el impulso se agotó y el bastón de Bruenor recuperó su forma dejándolo caer nuevamente al suelo.
Sin embargo, no permaneció de pie mucho tiempo, porque se echó las manos al vientre gimiendo de dolor y dejándose caer hacia un lado.
—¿Conque te estás divirtiendo, eh? —dijo Bruenor con voz ronca, disgustado por todo ese ridículo ejercicio—. ¿No es cierto, maldito Moradin?
La blasfemia provocó más de un grito contenido entre los presentes, pero Bruenor casi no los oyó. En guardia otra vez, se lanzó contra los dos que quedaban, moviendo su bastón como un torbellino con aparente dejadez, aunque lo cierto era que sus movimientos estaban perfectamente sincronizados y según ángulos y embates muy estudiados. Acompañaba cada golpe certero con un grito y su voz resonaba en toda la sala. Sus dos oponentes empezaron a gritar de dolor y de terror, y pronto se dieron la vuelta para salir corriendo… Bueno, lo intentaron.
Bruenor le puso una zancadilla al más próximo, el mismo pobre enano a quien ya había hecho caer al principio del encuentro. Una vez que lo tuvo en el suelo, se lanzó sobre el pobre chico y le propinó un golpe aplastante. En cambio, no pudo alcanzar a la otra porque era mayor y más rápida, de modo que enarboló su bastón de combate como si fuera una jabalina y lo lanzó.
El proyectil alcanzó a la pobre chica justo en el cuello y la hizo caer al suelo despatarrada en medio de una nube de polvo.
—¿Qué, os ha parecido divertido? —gritó Bruenor, enfurecido, a Costillas de Cordero y al rey Emerus.
—Pásalo inmediatamente a la guardia de la ciudad —le dijo en voz baja el rey Emerus a Costillas de Cordero Stonehammer.
—Pero si no es más que un alevín.
—Se entrenará con los adultos —replicó cortante el rey—. Que adquiera nuevas destrezas. —Hizo una pausa y miró a Costillas de Cordero a los ojos—. Y bájale los humos. Pongo a tres dioses por testigos de que no admitiré que el hijo de Reginald Roundshield blasfeme contra Moradin.
—Sí, mi rey —dijo Costillas de Cordero con una profunda reverencia.
Y así empezó la siguiente etapa para Bruenor, aquella en que estaría tres años en el campo de entrenamiento con los mejores guerreros de Ciudadela Felbarr y durante la cual, a decir verdad, pasaría la mayor parte de esas brutales sesiones en el suelo.
Sin embargo, al airado y joven enano esa etapa no le bajaría los humos. Sólo contribuiría a enfurecerlo.
Año de la Resistencia Final (1475 CV)
Ciudadela Felbarr
El joven enano, Reginald Roundshield, se había hecho muy popular en la Ciudadela Felbarr. En todos los clanes de la ciudad se hablaba del «fuerte hijo de Erre Erre» y ya no del «chico de Erre Erre». Porque aunque no había entrado en acción fuera del campo de entrenamiento de la guardia de la ciudad, su fuerza y sus aptitudes para la batalla eran poco menos que asombrosas, teniendo en cuenta su corta edad y su pequeño cuerpo aún sin desarrollar.
Pero al llamado Reginald Roundshield, cuyo nombre había sido Bruenor Battlehammer en su anterior existencia, los murmullos que lo seguían hasta los campos de entrenamiento mañana tras mañana y en la vuelta a su casa ya muy entrada la noche no lo halagaban, todo le recordaba lo ridículo que se había vuelto ese proceso.
Día tras día, semana tras semana, mes tras mes y ahora año tras año, había seguido el juego y había asumido su papel de niño prodigio.
«¡Un adecuado homenaje a Erre Erre!», susurraban a sus espaldas cuando daba sus solitarios paseos. «¡Clangeddin redivivo!», decían incluso.
Durante mucho tiempo, los cuchicheos molestaron a Bruenor, sobre todo los más ultrajantes, como si los dioses enanos hubieran tenido algo que ver con la parodia que lo había situado de vuelta en Faerun en lugar de otorgarle su derecho a sentarse al lado de ellos en su merecido lugar de honor. Sin embargo, ahora ni siquiera oía los comentarios ni los aplausos y, cuando lo hacía, no dejaba que las palabras llegaran más allá de un nivel de conciencia superficial. Iba a los campos de entrenamiento y luchaba brutalmente, incansablemente y de manera intrépida, y volvía cada noche a su casa golpeado, magullado y rendido.
Sí, rendido sobre todo, porque el cansancio era su defensa contra el sueño sin descanso en el que a menudo caía. Incluso sus sueños resultaban inconexos y desequilibrados, entremezclando experiencias de su vida anterior con las de su actual existencia. Y, lo que era peor, esos sueños, al igual que sus pensamientos, incluían demasiado a menudo una imagen ceñuda de Moradin.
Una noche se sentó en su dormitorio, vendando las heridas más recientes en uno de sus antebrazos; ¿cómo había fallado en un bloqueo tan sencillo?
«No, no fallé», se dijo obstinadamente, porque el bloqueo había sido bueno, pero sus músculos todavía inmaduros no le habían proporcionado la fuerza suficiente para evitar debidamente el golpe del veterano guerrero contra el expuesto brazo del escudo. Pero sin duda había errado al no anticiparlo. Había optado por abatir al contrincante en el combate de prueba, poniendo en práctica un complicado bloqueo por entrecruzamiento con su hacha de madera en lugar del bloqueo más seguro con el escudo. De haber sido mayor y más fuerte, habría desviado debidamente aquella espada de madera, y habría mantenido un perfecto equilibrio para golpear al pardillo de su oponente en toda la cara con un revés «mortal de necesidad».
Pero no era ni mayor ni más fuerte, y por eso había perdido la pelea.
«Sigue pensando eso», se recomendó Bruenor, porque aunque lo preocupaban pocas cosas en esos oscuros días de su joven segunda vida, deseaba por encima de todo derrotarlos a todos, llevarse por delante a estos guardias de la ciudad uno tras otro. ¡Sobre todo deseaba sentarse encima del sanguinolento montón!
¿Por qué?
A menudo llegaba a este punto del razonamiento y del cuestionamiento, dirigidos sus pensamientos por la rabia siempre hacia adelante hasta que alcanzaban esa fantasía de la suprema victoria aparentemente sin sentido.
¿Qué tenía que ganar?
—Vamos, que te han dao pa’l pelo —le dijo Uween, su madre, entrando en la habitación—. Oí que luchaste bien contra Priam Thickbelt, y sé que es uno de los buenos. Yo luché con él…
La voz de su madre se fue desvaneciendo y Bruenor supo que se debía a que ni siquiera había tenido la cortesía de mirarla mientras hablaba. Se avergonzó al darse cuenta. Su madre no se merecía esta falta de respeto.
Claro que ni siquiera era su madre. No según su actual manera de pensar, y permitirle que siguiera con la ilusión era realmente insultante para él y le recordaba lo desvalido que se encontraba respecto de su desconcertante elección en Iruladoon.
Una mano fuerte lo cogió por la oreja y le hizo girar la cabeza, hasta que se encontró con la malhumorada cara de Uween Roundshield.
—¡Mírame cuando te hab…! —Sus palabras se volvieron un extraño gruñido de sorpresa y dolor cuando Bruenor, actuando por puro reflejo, le apartó el brazo de un golpe, la cogió por la muñeca, le hizo soltar la oreja y la obligó a bajar el brazo retorciéndoselo para obligarla a hacerse a un lado.
—¡Oh! —exclamó ella, recuperando el aliento cuando Bruenor la soltó.
Él esquivó su mirada, avergonzado, pero todavía enfadado, y no se sorprendió en absoluto cuando Uween le arreó una bofetada en toda la nuca.
—¡No le faltes al respeto a tu ma’! —le riñó y le hizo girar la cabeza—. ¡Y mírame!
Obedeció, con un gesto de rabia.
—¿Entro aquí alabándote y tú me faltas al respeto? —preguntó Uween con incredulidad.
—No necesito tus alabanzas ni las de nadie.
—¡Por todos los dioses! —gritó la mujer, exasperada.
—¡Al infierno con los dioses! —explotó Bruenor.
Antes de haber tomado conciencia de sus movimientos, estaba de pie, levantando su silla de madera por encima de la cabeza. Con un bufido la lanzó contra la pared opuesta de la habitación, haciéndola astillas.
—¡Cálmate, muchacho! —se enfadó Uween—. ¡No voy a permitir que maldigas a Moradin en mi casa!
—Venga, pero si todo es una estúpida broma, ¿no lo ves?
—¿Qué es todo?
—¡Todo lo que está pasando! —insistió Bruenor—. No es más que un ridículo juego con el que se ríe todo el mundo. Un pobre intento de lograr menguadas glorias que nadie recordará y que no interesarán a nadie. «Huesos y piedras», solía decir un amigo mío. Huesos y piedras y nada más. Porque todos nuestros gritos de gloria, todos nuestros vivas a los parientes muertos… ¡bah, no son más que una farsa!
Les dio una patada a algunos trozos de madera que vinieron a parar a sus pies y, cuando falló el tiro, la tomó con la tabla del asiento y la partió por la mitad, luego lanzó ambos pedazos al otro extremo de la habitación.
—¡Para ya! —pidió Uween.
Bruenor se quedó paralizado, la miró fijamente a los ojos, luego con toda tranquilidad dio unos pasos y cogió otra silla. Con una mirada de supremo desafío a esta enana que sería su madre, levantó la silla y la estampó contra el suelo haciéndola pedazos.
Uween sollozó y salió corriendo de la habitación.
Bruenor la siguió hasta la puerta y la cerró con estruendo tras ella.
Después volvió a su posición original, aunque la silla ya no estaba, y levantó el vendaje para seguir con la tarea. Pero entonces gritó y gruñó y lo azotó contra el suelo.
Volvió a mirar hacia la puerta y sólo entonces se dio cuenta de lo que acababa de hacer, lo que le había hecho a una viuda enana que no se lo merecía y que siempre lo había apoyado.
La vergüenza lo abrumó y lo llevó a ponerse de rodillas, y en esa posición ocultó la cara entre las manos y lloró abiertamente. Sacudido por los sollozos, Bruenor se acostó sobre la piedra y las astillas de madera.
Se quedó dormido allí mismo, la cara bañada en lágrimas, y tuvo sueños angustiosos que se apoderaron de él como oscuros monstruos. Sueños de la muerte de Catti-brie, de los orcos de Obould bebiendo hidromiel en recipientes de metal marcados con la jarra espumosa, la marca de Mithril Hall y, por supuesto, de Mithril Hall, en una habitación abarrotada de cadáveres de enanos.
La puerta de la habitación se abrió de golpe con un estampido y lo arrancó de su sueño, pero le costó un tiempo, que era precisamente lo que no debía desperdiciar, determinar si esa era la realidad u otra imagen de su sueño.
Finalmente decidió que era real cuando el rey Emerus Warcrown lo puso de pie brutalmente y le propinó una sonora bofetada.
Detrás del rey permaneció en postura solemne Parson Glaive, las manos entrecruzadas a la altura del pecho y en actitud de oración.
—Vamos a ver. ¿Qué es lo que te propones? —le preguntó el rey.
—¿Qu-qué? —tartamudeó Bruenor, sin saber por dónde empezar.
—¿Cómo te atreves a deshonrar a tu pa’? —le gritó Emerus, acercando su cara a la del chico—. ¿Cómo te atreves a tratar así a tu ma’?
Bruenor sacudió la cabeza, pero no encontró forma de defenderse. No con la palabra. ¿Deshonrar? ¡La palabra resonó en su mente! ¿Serían capaces estos dos de entender lo que significaba esa palabra? Él había muerto de una forma honrosa, se había ganado su puesto al lado de Moradin ¡y se lo habían arrebatado por causa de la culpabilidad y de una elección estúpida!
¿Deshonra? Esa era una deshonra, y no una discusión intrascendente en una casa sin importancia en una ciudadela irrelevante.
¡Su existencia anterior, su gloriosa ocupación como rey de Mithril Hall, habían dejado de tener valor! Ah, y no por su propia, impulsiva y estúpidamente emocional elección, sino por el mero hecho haberle planteado esa elección. ¿Qué valor tenían estas cosas, cualquiera de ellas, si el capricho de un dios podía deshacerlo todo?
—Y bien, Pequeño Erre… Reginald —le espetó Emerus Warcrown—. ¿Qué tie’s que decir?
—No somos más que juguetes —respondió con tranquilidad Bruenor.
El rey lo miró con curiosidad, luego miró a Parson Glaive, que abrió los ojos con asombro ante las curiosas palabras del joven enano.
—Nos sentimos orgullosos de nosotros mismos —siguió diciendo Bruenor decididamente, y emitió una risa ahogada— y toas nuestras grandes hazañas son diminutos puntos en los altares de los dioses que se ríen de nosotros.
—Su padre —explicó Parson Glaive al rey, que asintió y se volvió hacia Bruenor.
—Tú no conoces a mi padre —le gritó Bruenor—. Ni a su padre que fue antes que él.
De repente se encontró sentado en el suelo, al final de un poderoso puño mientras la habitación daba vueltas a su alrededor en giros desiguales.
—Tu tiempo en los terrenos de prácticas se terminó, Reginald —le dijo Emerus Warcrown—. ¡Sales a luchar al lado de ellos para mantener a Felbarr libre de los malditos orcos y luego vuelves y me hablas de esos juguetes! Quiero decir, si vives para contarlo.
Los dos visitantes se marcharon abruptamente, el rey Emerus en cabeza, y Bruenor pudo entrever la escena en la que le ofrecía a Uween un abrazo, tan necesario en esos momentos, antes de que Parson Glaive, con un profundo, deliberado y sonoro suspiro, cerrara la puerta del dormitorio.
Puede que no hubiera un sector de la Ciudadela Felbarr que fuera más venerado y menos visitado que ese, en el que hileras e hileras de piedras apiladas se prolongaban en la vasta oscuridad de la enorme caverna. El cementerio del Clan Warcrown abarcaba muchas estancias, y siempre había una nueva en construcción.
Bruenor escuchó el pico del cavador solitario desbastando un bloque de piedra cuando entró en la cámara principal del cementerio. La cadencia de los golpes procedía de un lugar bastante alejado a su izquierda. Avanzó hacia su derecha, a través de una gigantesca estancia principal, la más antigua, y atravesó un túnel de poca altura que conducía hacia la nueva sección. También cruzó esta estancia, y otra más del siguiente túnel, y otra a continuación.
Dejó de oír el solitario golpeteo del trabajador, que estaba cavando una sala que permanecería sin uso durante décadas. La mayor parte de este solemne lugar era un testamento del pasado, de la caída del clan, por eso el enano excavador era la promesa del futuro. Ciudadela Felbarr seguiría adelante y podría enterrar a sus muertos con respeto y siguiendo la tradición.
Ese pensamiento enfadó a Bruenor cuando entró en la última cámara, en ese distante lugar de este cementerio con varios siglos de antigüedad.
—¿Un testimonio? —se oyó murmurar, con un claro desagrado.
Venía a visitar el túmulo de Reginald Roundshield, su padre.
No supo qué sentir respecto del enano. En realidad nunca lo había conocido, aunque habían sido muchos los que le habían hablado elogiosamente de él. Y sin duda el carácter de Uween decía mucho y bien de cualquier enano que la hubiera tomado como esposa.
Se fijó en la inscripción donde constaba el nombre de su padre, su propio nombre.
—¡No! —dijo resueltamente ante ese pensamiento.
¡Nunca sería su nombre! Él era Bruenor Battlehammer, del Clan Battlehammer, octavo rey de Mithril Hall y décimo rey de Mithril Hall.
¿Y qué significaba eso?
—Ah, Reginald —exclamó, porque se sintió como si tuviera que decir algo.
Después de todo, había venido hasta aquí, hasta el túmulo de un respetado guerrero.
—Erre Erre, te llamaban, y con mucho cariño. Puede que tú hayas sido el Pwent de Emerus, ¿eh?
La mención de su propio guardia personal hizo retroceder los pensamientos de Bruenor hasta Gauntlgrym y aquella funesta y última batalla. Todo se había perdido, o eso era lo que parecía, pero luego, con la llegada de los enanos del Valle del Viento Helado, capitaneados por Stokely Silverstream, y con el viejo Thibbledorf Pwent a la zaga… ¡no, a la zaga no, nunca a la zaga, sino dirigiendo la carga!
Como siempre, Pwent había estado allí, luchando al lado de Bruenor, apoyando a Bruenor, ayudando en todo momento a Bruenor. Incansable, sin ceder nunca, siempre esperanzado y siempre rebosante de la palabra de Moradin y de lealtad hacia el Clan Battlehammer, cuya gloria procuraba, Pwent había llevado a Bruenor hasta la palanca, había colocado su mano sobre ella y había ayudado a Bruenor a moverla, acabando con la amenaza de la volcánica bestia primordial.
Ahora Bruenor estaba llorando, pero por Pwent y no por Reginald.
No, no sólo por Pwent, sino por todos ellos. Por las tradiciones que, de repente, le resultaban pintorescas, incluso absurdas. Por el homenaje a los dioses que no se lo merecían.
Este último pensamiento fue como una bofetada.
Quiso maldecir a Moradin, pero inevitablemente acabó maldiciéndose a sí mismo.
—Ah, qué estúpido he sío —dijo entre dientes, y sacudió la cabeza mientras de sus labios salía una retahíla de maldiciones—. La eleción de un tonto —concluyó—. Yo lo tiré to’ por la borda.
Asintió con la cabeza al tiempo que pronunciaba estas palabras, como si tratara de convencerse. Por cada imagen que invocaba de su justa recompensa al lado de Moradin encontraba otra complementaria de Catti-brie o de Drizzt o de Regis. Catti-brie, su hija adoptiva… ¿Cómo podía abandonarla en esta etapa que era cuando más lo necesitaba?
La vería de nuevo dentro de pocos años, o eso esperaba.
—No —se oyó decir a sí mismo, porque esos años no resultarían pocos, sino interminables.
Se centró en Drizzt. ¿Había conocido alguna vez un amigo mejor? ¿Uno que le fuera más leal, incluida su disposición a hacerle ver cuando se equivocaba? Oh, eran muchos los que amaban a Bruenor, y en su clan había cientos de leales seguidores y docenas de queridos amigos, como Thibbledorf Pwent. Pero sabía que Drizzt lo había conocido mejor y no lo había tratado con los miramientos que se le deben a un rey, sino más bien con la brusquedad que a veces se necesita manifestar a un amigo.
—Ellos estaban presentes en mis pensamientos cuando elegí el camino de salida del bosque —le dijo Bruenor, desde su asiento, al frío túmulo—. Mis amigos me necesitaban, y por ellos lo hice.
Se rio entre dientes sin poder contenerse al darse cuenta de cuál era su audiencia, porque estaba hablándole a Reginald, y el Reginald en cuestión era él mismo. No encontró afinidad alguna con este enano que yacía bajo el túmulo que tenía enfrente. ¿Cómo podía tenerla?
De modo que había venido hasta aquí para hablar consigo mismo y para hablarles a todos los que se habían muerto y a los dioses que los esperaban. Sintió la necesidad de explicar su decisión, pero incluso mientras manifestaba las justificaciones que lo habían llevado a salir de Iruladoon en lugar de sumergirse en la laguna para alcanzar la promesa de la patria enana, se dio cuenta de lo débiles que debían de sonarle sus palabras a Moradin, y especialmente a Clangeddin, cuyo mandato era tener una muerte gloriosa, cosa que sin duda había cumplido el rey Bruenor Battlehammer.
¡Y luego lo había echado todo por tierra! Había abandonado la tradición, había abandonado todo lo que era enano, todo por amigos que no eran de la sangre de Delzoun. Sintió que la energía de ese momento en Iruladoon lo había impulsado a realizar una elección precipitada, porque ahora, transcurrida más de la mitad del plazo para que se produjese la reunión concertada, los años que habían pasado no le hacían sentir que estuviera avanzando hacia la ansiada meta, sino más bien que, últimamente, los años lo estaban alejando cada vez más de ella.
Porque cada día que respiraba esta abominación llamada Reginald Roundshield servía para insultar a Moradin, y todo en beneficio de una diosa más inclinada a favorecer a los elfos.
La culpa le hizo inclinar la cabeza. La culpa le inundó los ojos de lágrimas que empezaron a rodar por sus mejillas.
Cuando se encontró ante ese cristalino momento, ante esa última decisión, Bruenor había traicionado la tradición, había traicionado a los dioses enanos y había despojado de sentido su anterior y gloriosa vida.
El afligido enano se dirigió hacia la salida, recorriendo los mismos túneles en sentido inverso, pero espantando a los pensamientos que lo perseguían, tan tangibles como si los espíritus de los miles de enanos muertos se hubiesen levantado para golpearlo con los fríos huesos de sus dedos.
Para Bruenor todo estaba desequilibrado. Podía echarle la culpa a Mielikki, pero le parecía insuficiente. Podía culparse a sí mismo, pero no sin que lo asaltase el remordimiento de haber sido desleal a quienes lo habían amado en su vida anterior.
Y podía culpar a los dioses enanos, como lo había hecho cuando el rey Emerus le había gritado a la cara: «¿Cómo te atreves a deshonrar a tu pa’?».
—Ay, qué juguetes somos —volvió a murmurar, mientras un penetrante sentido de vacuidad le helaba el corazón.
Se detuvo y se dio la vuelta en dirección a la tumba de Reginald, sacudiendo la cabeza.
—No —decidió—. Yo no pude echarlo todo a perder, porque no tenía nada que echar a perder. ¡Nada!
Una vez más, Bruenor se encontró metido en un círculo vicioso que lo llevaba de culpar a los demás a culparse a sí mismo, hasta llegar al punto supremo de la desesperanza: no fue la elección lo que le había sustraído todo lo que le había sido querido, ¡sino el mero hecho de que le hubieran dado la posibilidad de elegir!
—Maldita seas, Mielikki, y maldito tu Iruladoon —dijo, luego gruñó y dio un golpe en el suelo de piedra con el pie—. ¡Maldito seas, Moradin! No viniste a por mí. ¡Yo me gané mi lugar y tú no viniste a rescatarme!
El motivo parecía bastante obvio: a Moradin no le importaba.