ZIBRIJA
Año del Primer Círculo (1468 CV)
Netheril
S
ilenciosa como las sombras, la lechuza iba a la deriva, observando a los dos desai, Niraj y Kavita, que avanzaban arrastrando los pies por la oscura planicie en la noche del desierto. La pareja se apoyaba mutuamente para darse ánimo, claramente agitados por las asombrosas revelaciones de esa noche. Avanzaban balanceándose y haciendo eses.
Pero se sostenían el uno al otro, y eso estaba bien, Catti-brie lo sabía. Su familia se había desgarrado y ambos se necesitarían en el futuro. La niña cambiaformas se agachó y se transformó en un lobo.
El lobo avanzó en la oscuridad, en paralelo a la pareja, luego se alejó de ellos, asegurándose de que el camino estaba despejado, que ni animales ni monstruos pudieran amenazarlos, desconcertados como iban.
Se dio cuenta de que no tardaron mucho en caminar más recto y en apoyarse menos el uno en el otro; parecía haber crecido en su interior una determinación. Puso fin a su enmascaramiento cuando sus padres, ignorantes de su presencia, tuvieron a la vista el campamento desai, de nuevo en su hogar y a salvo, por ahora. Pero ¿qué pasaría cuando los netherilianos volvieran buscando a Ruqiah?
Catti-brie desanduvo el camino internándose en el vacío y en la noche, ahora con el aspecto de una niña, la pequeña Ruqiah. Entonces se dio cuenta de que también ella se bamboleaba. Por ella se había desgarrado el hogar. La seguridad de sus padres, por más que se tratara de unos nuevos padres y sólo en unas circunstancias extraordinarias, se había diluido.
Y el amor estaba lejos. Sí, el amor, advirtió la niña. Había llegado a querer a Niraj y Kavita. Aunque los necesitaba mucho menos de lo que podría haberlos necesitado un hijo propio, los amaba con todo el cariño que puede tener un niño. No había planeado dejarlos tan pronto. De hecho, esperaba seguir en su casa hasta la partida hacia el Valle del Viento Helado, dentro de unos quince años.
Pero ¿qué podía hacer ahora? Miró en derredor y observó la imponente llanura desierta, este imperio de Netheril, antiguamente el gran desierto de Anauroch.
—No temáis por mí, padres míos —volvió a decir, utilizando las mismas palabras con que se había despedido de la pareja, pero esta vez para fortalecer la confianza en sí misma—. Me voy con la Diosa y conozco bien mi camino. Nos volveremos a encontrar.
Su voz sonó diminuta en la llanura vacía, el susurro de un niño. Porque Catti-brie comprendió que corría peligro, sola en los espacios abiertos de Netheril y con temibles cazadores del enclave de las Sombras que la perseguían con dedicación.
Había matado a los dos asesinos en la tienda. La buena suerte la había sacado de ese aprieto. Antes de que llegaran, había convocado a la tormenta —un conjuro que requería bastante tiempo— para que trajera las lluvias torrenciales. De no haber tenido previamente la idea de amontonar las nubes sobre el poblado, nunca hubiera podido tener la magia destructora del relámpago en la punta de los dedos.
Sus otros conjuros —las guadañas de los murciélagos y los proyectiles mágicos, incluso la columna de fuego— no habrían derrotado a aquellos dos, y eran, ni más ni menos, el máximo poder mágico que poseía.
La niña se remangó y observó sus brazos. El símbolo de Mielikki le daba el poder de convocar las tormentas y de adoptar formas animales. Tal vez podría haberse convertido en un oso para combatir a los asesinos.
Sin embargo, no la satisfizo la idea, porque las formas animales tenían limitaciones, como había llegado a comprender Catti-brie, tanto de duración como de eficacia. No, sin la presencia de la tormenta sobre el campamento lo máximo que podría haber hecho habría sido distraer y herir a los asesinos con sus murciélagos, perforarlos con sus proyectiles y sus fogosas añagazas y entonces convertirse en lechuza para darse a la fuga, dejando morir a su madre, y a su padre a merced de los asesinos.
La evocación de su madre moribunda le recordó sus otros poderes: el calor sanador de Mielikki. Desde luego, Catti-brie reconoció que tenía mucho poder, tanto como un acólito de muchos años, tal vez, o incluso comparable al de una sacerdotisa. Sus días de estrecha comunión con la diosa en Iruladoon le habían dado ese plus.
Se miró el otro brazo, fijándose en la cicatriz mágica que se parecía al símbolo de Mystra. En su vida pasada había sido sometida a un entrenamiento exhaustivo, hasta que la caída del Tejido la había dañado, pero ella había sido bastante novata en el Arte antes de ser aceptada y siguió siendo, como mucho, una ilusionista de poca monta. Podía punzar con proyectiles mágicos o lanzar un pegote de grasa sobre el suelo a los pies de un enemigo a la carga, pero su repertorio siguió estando drásticamente limitado y, lo que era peor, no podía mejorar en lo tocante a la magia arcana sin un profesor, sin un mentor.
Una vez más, miró en derredor a la vacía llanura y dejó escapar un hondo suspiro. En su vida pasada había sido una formidable guerrera, pero aun cuando pudiera recuperar aquellas destrezas y entrenar su cuerpo para que se moviera como lo hacía antes, ¿cuánta fuerza y destreza podía desarrollar una niña? Seguro que no la suficiente para cruzar la espada con un asesino adiestrado, ¡ni siquiera con un guerrero inexperto!
Catti-brie hizo una señal de asentimiento con la cabeza, comprendiendo el mensaje que Mielikki le enviaba a través de las líneas fusionadas de su propio razonamiento. Tenía que esconderse. La diosa la protegería de los animales de la oscura noche de Netheril, pero ella poco podía hacer contra los perseverantes asesinos del enclave de las Sombras.
Mientras pensaba en eso, Catti-brie estaba sentada en el suelo, observando las estrellas, y su boquita seguía mascullando improperios. Había abandonado Iruladoon llena de esperanza y determinación, segura de que encontraría a sus amigos y a Drizzt, y que todos juntos volverían a triunfar. Ni una sola duda se le había planteado en el momento de saltar hacia la luz de la reencarnación.
Pero ahora comprendió la realidad. ¿Acabaría volviendo siquiera al Valle del Viento Helado? ¿Sobreviviría quince años más? Y, en el caso de que así fuera, ¿encontraría su camino en este confuso y peligroso mundo?
¿Lo encontrarían Bruenor y Regis?
De pronto, el plan en el que los tres se habían embarcado le parecía un plan desesperado, una zambullida desde un alto acantilado en aguas de ínfima profundidad.
—Mielikki, guíame —musitó en medio de la vacía noche.
A lo lejos, aulló un lobo.
Pero no creyó que fuera por ella. El mundo estaba vacío, demasiado vacío, y ella no era más que una niña pequeñita en el medio de una vasta y peligrosa llanura.
Una semana más tarde, Catti-brie voló una vez más en medio de la noche bajo la forma de una lechuza. Aprovechó las invisibles corrientes de aire para planear sobre el campamento desai. Había mucha gente circulando entre las tiendas; se notaba tensión en el aire y por encima del estrépito de voces se oían ocasionales gritos de protesta.
Voló alto, por encima de las antorchas, y escuchó atentamente; finalmente reconoció el acento de los que no eran desai. Con ellos, escuchó a Niraj.
Catti-brie bajó en picado hacia el grupo en cuestión, posándose sobre el techo de una tienda cercana desde donde tenía a la vista a los jefes desai reunidos, a sus padres y a un reducido grupo de sombríos.
¡Sombríos!
En seguida se dio cuenta de que estaban hablando de ella, del incidente en el que habían muerto dos agentes netherilianos a la entrada de una tienda calcinada.
—¿Ruqiah? —preguntó uno de los agentes netherilianos.
Si alguien hubiera estado lo suficientemente cerca, se habría sorprendido al escuchar el grito ahogado de una lechuza.
Catti-brie se enfadó consigo misma, recordándose que si la descubrían, no les haría ningún favor a ninguno de aquellos desai que tenía delante.
Kavita rompió a llorar.
—Está muerta —gimió Niraj—. ¡Mi preciosa niña está muerta! ¡Alcanzada por la furia de N’asr! —mintió acercándose a su esposa y abrazándola.
—¡Vendréis conmigo! —dijo uno de los sombríos, y el corpulento tiflin dio un paso hacia Niraj.
Posada sobre la tienda, Catti-brie tuvo que luchar contra el impulso de recuperar su forma humana y lanzar alguna magia —¡lo que fuera!— sobre el tiflin para repelerlo, pero antes de que terminara de librar la batalla interna, un trío de jefes desai, tres orgullosos guerreros, incluido el sultán de la tribu, interceptaron al tiflin.
—Esa niña está muerta, master Tremaine —dijo el sultán—. Alcanzada por el mismo relámpago que mató a tus agentes. ¿Qué más tienes que preguntarle a este hombre?
—Eso es lo que tú dices —desconfió el sombrío tiflin.
El sultán retrocedió un paso e hizo un ademán con la mano como invitando a Tremaine a seguirlo.
—Te lo voy a mostrar.
El nutrido grupo de desai y el contingente de netherilianos abandonaron el lugar.
Catti-brie esperó unos instantes para ver a sus padres, que se quedaron atrás y que no dejaban de abrazarse y de sollozar.
Pero ¿eran sus lágrimas sinceras?
Las sensibles orejas de Catti-brie captaron un susurro entre Niraj y Kavita, en el que él le decía que había fingido muy bien.
La niña no sabía cómo reaccionar ante los acontecimientos. Se internó en la oscuridad divisando a los netherilianos y al sultán, que en ese momento estaban en las afueras del campamento dirigiéndose a un pequeño cementerio un poco apartado.
La lechuza se posó sobre un árbol para vigilar al grupo. Catti-brie estaba empezando a sentirse cansada. Podía sentir que estaba creciendo débilmente en su interior la magia de la cicatriz, avisándola de que levantase el vuelo. Pero no podía, porque los desai habían empezado a exhumar una de las tumbas. De pronto, extrajeron un pequeño cuerpo, estaba envuelto en una faja muy apretada.
—Ruqiah —informó el jefe, y con suavidad retiró el pañuelo de la cabeza del pequeño cadáver, dejando al descubierto a una niña pequeña, muerta recientemente.
La lechuza volvió a emitir un grito ahogado; Catti-brie conocía a esa niña, un par de años mayor que ella. Había muerto varias semanas antes de su pelea con los netherilianos.
—La tumba se cavó hace poco —confirmó a los demás uno de los sombríos netherilianos.
—¿Por qué la buscáis a ella precisamente? —preguntó el sultán de los desai—. ¿Qué propósito podría tener una niña…?
—¡Silencio! —pidió Tremaine, el corpulento riflin sombrío.
Se volvió hacia sus guerreros y ellos se dispersaron y empezaron a susurrar en secreto, pero no tanto como para que el fino oído de la lechuza Catti-brie no pudiera penetrar en su círculo.
Escuchó el nombre «Ulfbinder» y un consenso entre ellos de que fuera cual fuese la importancia que pudiera tener Ruqiah, ahora la había perdido, y la niña resultaba irrelevante.
Sólo entonces pudo apreciar plenamente Catti-brie lo que su pueblo acababa de hacer por ella. Se habían confabulado, corriendo un gran riesgo, para engañar a los lores supremos netherilianos. Habían actuado unidos como una tribu para protegerla a ella y a Niraj y a Kavita.
Abrumada por la gratitud, por el amor que esta acción había demostrado hacia ella y hacia su familia, Catti-brie tuvo que hacer acopio de fuerzas para abandonar el lugar. Pero no tenía más remedio y lo sabía, porque la magia de su conjuro cambiaformas estaba debilitándose rápidamente.
Mientras abandonaba el campamento, contempló la posibilidad de reanudar su vida con sus padres —los netherilianos pensaban que Ruqiah estaba muerta, después de todo—, pero sabía que estaría poniendo en grave peligro a todos los desai si lo hacía. Si venían en busca de Catti-brie y la encontraban, acabarían con ella y con todos aquellos a los que amaba.
Después de haber recorrido cierta distancia, volvió a ser una niña pequeña. Y lloró.
—La enterraron —informó Tremaine a Parise Ulfbinder cuando su grupo de exploradores volvió al enclave de las Sombras.
—¿Junto con Alpirs De’Noutess y Untaris?
—No enterraron a nuestros muertos. Los envolvieron en telas y los expusieron al sol del desierto. Dijeron que sabían que volveríamos a por ellos.
La ira del tiflin iba en aumento con cada palabra.
—¡Tendrían que habérnoslos traído! Mejor dicho, ¡no tendrían que haberlos matado!
—¿Y dices que Alpirs y Untaris cayeron muertos por la acción de un rayo? —dijo lord Ulfbinder, ya calmado—. ¿La explosión de un rayo procedente de una tormenta que se abatió sobre la zona?
—Debemos castigarlos. Tenemos que castigarlos —aseguró Tremaine, siguiendo con su perorata como si su señor no hubiera dicho nada—. Dame una fuerza de intervención y acabaré con la tribu de los desai. ¡Una palabra tuya y los mataré a todos!
Parise Ulfbinder miró con incredulidad al corpulento guerrero y negó con la cabeza lenta y deliberadamente.
—Lárgate de aquí —le dijo sin alterarse.
En la cara del tiflin se dibujó una amplia sonrisa.
—¡Así, no! —insistió lord Ulfbinder—. ¡No para saciar tu sed de venganza! No salgas de la ciudad. Evita tener más problemas con los desai. No son de tu incumbencia.
—Pero señor…
—¡No son asunto tuyo! —repitió Ulfbinder con un bramido.
Sacudió la cabeza con indignación y con un gesto de la mano despachó al estúpido guerrero. Los desai no eran una tribu precisamente pequeña y atacarlos requeriría una fuerza considerable. ¿Y con qué objetivo? Una acción semejante podría dar lugar a un levantamiento multitudinario y eso, a su vez, obligaría a Parise a comparecer ante los gobernantes netherilianos para dar explicaciones.
Podía imaginarse la reunión, y un súbito escalofrío le recorrió la columna. El simple hecho de tener que mencionar «La Oscuridad de Cherlrigo» y sus diferentes teorías relativas a Abeir-Toril le acarrearía una gran humillación.
Sin embargo, la historia con la que había regresado su patrulla de exploradores le parecía demasiado oportuna. ¿Era una coincidencia que un relámpago procedente de una tormenta natural hubiera matado a Alpirs De’Noutess y a Untaris justamente cuando estaban buscando a esa niña llamada Ruqiah? ¿Y que también la hubiera matado a ella? Esa era la historia que habían contado los desai.
Demasiado oportuna.
—¡Tremaine! —llamó al tiflin, que estaba saliendo por la puerta de la sala. El guerrero miró hacia atrás por encima del hombro y lord Ulfbinder le dio una orden.
—Ve a buscar a lady Avelyere en seguida.
El tiflin se lo quedó mirando un instante, como si estuviera confuso, luego salió a toda prisa.
Parise se sintió satisfecho consigo mismo mientras sopesaba su impulsiva decisión. Avelyere era la opción adecuada en ese momento. Era una capacitada adivinadora y podía hablar con los muertos. Y era capaz de detectar la magia como nadie más podía hacerlo en el enclave de las Sombras. Si, como sospechaba Parise, la singular niña estaba aún viva, Avelyere la encontraría.
—¡Ruqiah! —gritó Kavita con voz ahogada, como si hubiera recibido un golpe en el estómago.
Se levantó de la silla, a punto de desplomarse, y se lanzó hacia la solapa de cierre de la tienda, donde su hija estaba de pie mirándola.
Catti-brie se echó impetuosamente en los brazos de su madre, que le dio un apretado abrazo.
—¡Pensábamos que no te volveríamos a ver!
—Yo también lo pensaba —admitió la niña—. Pero os echo muchísimo de menos.
Kavita la besó, la apretó contra su pecho y dio vueltas con ella en una gran danza, vuelta tras vuelta hasta que ambas acabaron mareadas.
—Vi lo que hiciste, lo que hizo toda la tribu, cuando vinieron a buscarme los netherilianos.
Kavita la miró con curiosidad.
—He estado rondando el campamento, bajo la apariencia de la lechuza que os dejó en el jardín secreto —le explicó Catti-brie.
—Mi pequeña Zibrija —musitó Kavita mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y la envolvió de nuevo en un apretado abrazo sin que Catti-brie esbozara la menor protesta.
—¡Zibrija! —volvió a sonar el apodo, exclamado ahora por una voz entrecortada, cuando Niraj entró en la tienda.
El hombre se lanzó sobre su esposa y sobre su hija y las empujó haciéndolas caer sobre la cama.
—¡Zibrija, has vuelto a casa!
La tímida sonrisa de Catti-brie fue un indicio de las limitaciones de ese acontecimiento tan feliz, algo que no pasaron por alto sus padres.
—No por mucho tiempo —dijo ella—. No es seguro para vosotros… ni para mí —agregó rápidamente, porque el testarudo Niraj empezó a protestar.
—Pero ¿volverás? —preguntó Kavita.
La pregunta le produjo escozor a Catti-brie. Sabía que no debería estar haciendo aquello, que no debería estar allí. Había retornado a Faerun con un objetivo y no tenía nada que ver con la tribu desai ni con estos padres que no eran realmente los suyos. No se podía permitir estas distracciones ni correr estos riesgos. Pero amaba a estas dos personas, muchísimo, tanto como había amado a… Catti-brie tragó saliva y dejó escapar un suspiro de determinación, recordándose a sí misma quién era y cómo y por qué había retornado.
—Estoy bien —aseguró a sus padres—. Estoy muy agradecida por lo que vosotros y los desai habéis hecho por mí mintiendo a los netherilianos.
—¡Zibrija! —sollozó Niraj.
Catti-brie entendió el gesto triste de su rostro. Ella era su niña, y ¿qué padre no tomaría esa decisión en defensa de un hijo?
—Me llamo Catti-brie —lo corrigió, porque tenía que hacerlo, porque si no mantenía a raya estas emociones, nunca encontraría el valor para volver a abandonar este campamento.
Kavita se llevó ambas manos a la boca.
—Ruqiah —insistió Niraj.
La niña se puso firme, pero al mirar a Kavita tuvo que ablandarse. ¿Qué daño podía causarle, después de todo?
—Ruqiah —dijo—. Pero sigue gustándome Zibrija.
Eso devolvió la sonrisa a Niraj y volvió a darle un apretado abrazo. Catti-brie no se resistió y, de hecho, sintió calor y seguridad en este fuerte abrazo.
No quería marcharse, pero tenía que hacerlo. Quería volver, pero ¿cómo lo justificaría?
—Vosotros sois magos —dijo de pronto.
Niraj volvió a sujetarla por los hombros y miró a su esposa.
—Los dos —siguió Catti-brie—. Me he dado cuenta. Os he visto —dijo mirando a Kavita— emplear conjuros para ayudaros en vuestras tareas diarias.
—¡Kavita! —amonestó Niraj, pero su enfado era sin duda fingido.
—Puede que tú hayas heredado nuestro don, y eso nos lleva a tus curiosas cicatrices —respondió Kavita, y Catti-brie asintió, aunque no podía estar de acuerdo.
Ella sabía que las cicatrices procedían de un lugar y de un tiempo diferentes, eran cicatrices ganadas limpiamente, cicatrices que había pagado muy caras.
—Entonces admitís que sois magos —afirmó más que preguntó—, que practicáis el Arte.
Ambos se miraron a los ojos, a continuación Niraj la miró a ella.
—No debes decírselo a nadie —le dijo con voz tranquila—. Los netherilianos no permiten a los bedine hacer uso de esos poderes.
Catti-brie asintió y sonrió.
—Yo soy maga —reveló.
—Querrás decir una sacerdotisa —dijo Niraj.
—Una druida, más bien —intervino Kavita.
—Un poco de ambas cosas —respondió ella—. Y una maga. Estuve estudiando la magia durante la Plaga de los Conjuros, cuando cayó el Tejido.
Ambos tragaron saliva a la vez.
—Apenas estaba empezando mis estudios —explicó ella— y mi repertorio era, y es, sin duda, reducido: algunos conjuros menores, algunos trucos. Más escaso ahora que entonces, pues no puedo recordar todo lo que aprendí en mis estudios.
—Un rayo para quemar a un asesino y sacarlo de sus botas —destacó Niraj con ironía.
—Es un don de la cicatriz mágica y no un rayo de mago —aseguró Catti-brie—. Yo viví la mayor parte de mi vida con la espada y el arco, hasta que me hirieron en una batalla. Y por eso me volqué en la magia.
Hizo una pausa al darse cuenta de que los estaba abrumando. Primero había demostrado tener poderes mágicos muy por encima de su edad. Luego se había alejado de ellos en forma de lechuza. ¡Y ahora los había informado tácitamente de que no sólo no era una niña, sino que era un siglo más vieja que cualquiera de los dos! Se cuestionó si había sido prudente revelarles cualquiera de esas verdades en ese momento, porque ¿qué indebida curiosidad podría despertar esa larga historia?
Pero entonces miró a Kavita, a esos oscuros ojos suyos, y sus dudas se desvanecieron. Ella era su madre, fueran cuales fuesen las extrañas circunstancias en las que se había producido su renacimiento. En sus ojos sólo había amor.
Bueno, también había lágrimas, y Catti-brie no deseaba ver esas lágrimas. Nunca más.
—Yo acababa de empezar mi entrenamiento formal cuando me golpeó la Plaga de los Conjuros y, bueno… —Su voz se debilitó—. Pero estaba bajo un excelente tutelaje —dijo casi de inmediato insistiendo en su impulsiva decisión de ayudar a esas dos personas, sus queridos padres, a sortear el dolor de la confusión y la angustia de perder a su única hija—. Tal vez hayáis oído hablar de lady Alustriel de Luna Plateada.
Niraj y Kavita se miraron el uno al otro y la expresión de sus caras revelaba una gran confusión.
—Yo soy sólo una maga novicia. Vosotros tenéis experiencia con la magia. ¿Querríais ayudarme a mejorar mis conocimientos del Arte? —preguntó Catti-brie, haciéndolos volver a la realidad del momento.
—¿Entonces no nos vas a abandonar? —preguntó Niraj.
—Volveré tantas veces como pueda —se oyó decir a sí misma Catti-brie, y no se podía creer que esas palabras salieran de su boca.
Pero era lo que quería decirles.
—La niña es inteligente —le dijo la joven hechicera Eerika a lady Avelyere, su mentora más experta.
Avelyere apenas sobrepasaba los cuarenta, pero aún estaba asombrosamente joven y hermosa, tenía los ojos de un color gris claro y un abundante cabello castaño que le caía sobre los hombros. Ella y sus compañeras tuvieron pocos problemas para localizar a la misteriosa niña desai llamada Ruqiah. Primero había ido a la supuesta tumba de Ruqiah y con un sencillo conjuro habían hablado con la muerta, que les había dicho la verdad: aquel cadáver no era el cuerpo de la niña que estaban buscando.
Los espíritus de los muertos Untaris y Alpirs les habían proporcionado los detalles generales de la lucha en el campamento desai, que, por supuesto, había sido una batalla que esta niña pequeña llamada Ruqiah había ganado limpiamente.
Poco después, lady Avelyere y sus ayudantes habían sido testigos de esa misma magia que había destruido a los dos agentes netherilianos cuando consiguieron ver realmente a Ruqiah en un cuenco de escrutinio. Esa imagen, y el cielo al este de su posición, habían destellado con un brillo intenso en la descarga de un relámpago invocado.
—¡No teme a los relámpagos porque es ella la que los provoca! —hizo notar Eerika.
—Magia druídica —agregó una tercera mujer, Rhyalle, apenas una adolescente, lo mismo que Eerika—. Como su capacidad para cambiar de forma.
Lady Avelyere, siempre meticulosa, lo había asimilado todo, tratando de encontrarle algún sentido a esta niña fuera de lo común. En aquel momento supo que lord Ulfbinder, su querido amigo Parise, no había exagerado y podía entender su interés. Ella era profesora por encima de todas las cosas, y sólo tenía discípulas, mujeres, como Eerika y Rhyalle y las otras tres que había traído de las llanuras de Netheril. Se preguntaba cuáles serían las intenciones de lord Parise para esta niña. ¿No sería estupendo poder contar con esta maravillosa Ruqiah en su escuela de magia?
Explotó otro rayo y el ruido sordo de un trueno hizo temblar el suelo bajo sus pies.
—¡Habrá que andarse con cuidado cuando esta niña se ponga a regar su jardín! —destacó con una carcajada la pícara Rhyalle, y las demás se le unieron, todas menos lady Avelyere, que gracias a la magia del cuenco de escrutinio miró atentamente a la niña mientras danzaba, preguntándose qué le podría enseñar o, mejor aún, que podría aprender de la niña.
Pero, evidentemente, lo primero sería hacerse con ella.
Año del Esplendor Fulgurante (1469 CV)
Netheril
Algunos meses más tarde, Catti-brie se elevó, aprovechando las corrientes de aire ascendente, transformada en un gran halcón, y voló más allá de las pardas arenas de Netheril. Era un día radiante y claro, y el mundo se extendía bajo ella. Contempló el serpentear de un río, con brillos plateados a la luz del sol mientras recorría su camino hasta un pequeño lago, allá lejos, al noroeste.
En línea recta hacia el norte, vio el distante contorno del enclave de las Sombras, con sus oscuras torres y elevadas murallas, una ciudad entera que levita sobre la llanura de una montaña invertida flotante. De todos los paisajes que Catti-brie había visto en su vida, desde el misterioso tapiz de Menzoberranzan hasta las espirales de Luna Plateada, ninguno era comparable al que ahora veía en la distancia. El lugar no apelaba a su sensibilidad, pero lo cierto es que el enclave de las Sombras la intrigaba, despertaba tanto la curiosidad como un sentimiento de desconcertante dislocación. Por magnífica e increíble que pudiera parecer la vista, Catti-brie no se demoró en la contemplación.
Sobrevoló las tiendas de los desai, de un blanco reluciente, y se dirigió al oeste; pudo imaginarse a los miembros de la tribu dedicados a sus tareas diarias. Pensó en sus padres, y se recordó que tenía que verlos dentro de una semana. Estaba ansiosa por acudir a la cita; Kavita le estaba enseñando numerosos y potentes conjuros para crear y manipular fuego…
No podía pensar con claridad allá arriba, sustentada por las corrientes ascendentes, planeando como un halcón. El mundo le parecía tan diferente desde este punto de vista y con su nueva forma de percibir la realidad. Volvió a mirar al río, y luego hacia el oeste, donde se habían amontonado nubes negras. Incluso podía ver la descendente oscuridad de la espesa lluvia que estaba cayendo. La perfección del diseño de la naturaleza la abrumaba, porque el propio mecanismo de relojería del mundo era algo hermoso. La lluvia caería, los ríos correrían, y el creciente calor elevaría de nuevo la humedad en el aire, limpiándola para que pudiera volver a caer y alimentar a las plantas y a las criaturas.
La totalidad del ciclo de Mielikki fluyó a través de sus pensamientos mientras sus emplumadas alas se desplegaron para mantenerla a flote sobre los vientos. Vida, muerte, el tiempo y el espacio. El ciclo y, dentro de él, la gran rueda de la civilización que avanzaba tan lentamente.
Podía apreciar con mayor claridad la vida que había vivido, los papeles que había desempeñado, los logros que ella y sus poderosos compañeros habían conseguido para la buena gente que los rodeaba.
Desde luego, ella había tenido una vida excepcional, llena de alegrías y aventuras, y también de objetivos.
Pero… incompleta.
Ese pensamiento le trajo recuerdos de Drizzt. Hacía muchos años que no lo veía, pero esos años no habían conseguido menguar su amor por él. Recordaba la sensación de sus abrazos, la dulzura de sus besos, la suave fuerza de sus manos.
Ella, Bruenor y Regis habían retornado con la esperanza de volver a encontrarse con Drizzt, después de reunirse en una noche señalada, pero no era una noche decretada por la divinidad. No había garantías, lo sabía. ¿Lograrían sobrevivir dos décadas de su segunda vida para llegar al Valle del Viento Helado?
Incluso si fuera así, no había seguridad alguna de que Drizzt estuviera cerca de la Cumbre de Kelvin, ni de que siguiera vivo.
La niña recordó el tiempo que había pasado en Iruladoon, su baile y su canción. Había pedido seguridad a Mielikki, pero la diosa no podía dársela. No es así como funciona, porque la maquinaria del mundo se mueve según sus propias maquinaciones; los actores no son simples muñecos controlados por los dioses controladores. Ellos —Catti-brie, Bruenor y Regis— no eran peones de Mielikki ni estaban bajo su protección. Tampoco lo estaba Drizzt, en un sentido directo. Si los netherilianos encontraban a Catti-brie y la mataban, así sería. Si la maza de un ogro aplastaba el cráneo de Drizzt, así ocurriría.
Mielikki había intervenido sólo una vez, a la vista de la gran catástrofe de la Plaga de los Conjuros y del tumulto que reinaba en el panteón. La diosa había ofrecido a Catti-brie grandes dones encarnados en sus cicatrices mágicas y, por supuesto, en el renacimiento. Y también les había dado una oportunidad a Regis y a Bruenor.
Pero era solamente eso: una oportunidad. La mala suerte podía conducirlos a la muerte. Un exceso de fe en alguna intervención de la diosa podía matarlos. La imprudencia también.
Por otra parte, cualquier circunstancia podía acabar con uno de ellos, o con todos.
Mielikki hizo cuanto pudo al concebir Iruladoon, pero era una creación menor, al fin y al cabo; Catti-brie lo vio con toda claridad desde este elevado observatorio, donde la vastedad del mundo desplegada ante sí, donde el brillante y complejo mecanismo de relojería del mundo la abrumaban con su belleza y su fuerza.
Al hacer el trato con Mielikki, se habían convertido en mortales una vez más. Como lo había sido siempre Drizzt y como seguía siéndolo si aún estaba vivo. El hecho de que Iruladoon se hubiera desvanecido en la nada impedía que pudiera renovarse el acuerdo.
La mala suerte podía matarlos.
El halcón sacudió la cabeza, volviendo a la forma humana cuando el detector de conjuros de la cicatriz mágica se agotó.
Y allí estaba ahora Catti-brie a muchos metros del suelo, en el aire, y sus brazos humanos no podían captar las corrientes ascendentes. El mundo parecía girar debajo de ella mientras caía en picado desde lo alto.
La mala suerte podía matarlos.