EL HIJO DE ERRE ERRE
Año del Tercer Círculo (1472 CV)
Ciudadela Felbarr
M
urgatroid Costillas de Cordero Stonehammer suspiró y tiró de su espesa barba negra con fuerza suficiente para tensar los músculos de su poderoso brazo. Apretó los dientes y volvió a tirar de la barba pero en la dirección opuesta.
No era un gesto raro en el antiguo luchador, que además era muy viejo, el enano más anciano de Ciudadela Felbarr hasta donde llegaba la memoria de sus habitantes. Costillas de Cordero había vivido una vida de aventuras, había luchado al lado del rey Emerus contra Obould y los orcos, y había estado en Mithril Hall cuando el rey Bruenor había decidido su legendaria vuelta al campo de batalla para hacer frente a la carga de los miles de combatientes de Obould en el luegar conocido como Valle del Guardián, más allá de la puerta occidental del conjunto residencial. Aunque en ninguna de estas batallas se había distinguido el patriarca Stonehammer y su mayor logro, según parecía, era su longevidad.
De todos modos, los moradores de Ciudadela Felbarr lo respetaban como a ningún otro, pero este nuevo encargo que le habían hecho…
Ahora, Costillas de Cordero ejercía como instructor, habitualmente considerado un puesto de alto rango y de prestigio, salvo que entre los jóvenes que entrenaba había enanos de corta edad, los mayores de este grupo tenían doce años. Estos invariablemente acababan siendo los peores luchadores entre los de su edad.
—El hijo d’Erre Erre no muestra grandes atitudes —destacó Rocky Warcrown, primo tercero del rey.
Al viejo Stonehammer le habría gustado refutar esa opinión, pero sólo pudo suspirar y volver a mesarse la barba, porque al otro extremo de la sala, el pequeño Erre Erre, que acababa de cumplir nueve años, estaba luchando con un chico del Clan Argut, un fuerte y prometedor mozo de diez años.
Bryunn Argut adelantó el escudo e hizo un barrido hacia la izquierda, obligando al joven Erre Erre a dar un paso atrás. Sin perder el paso, sin la menor vacilación, Bryunn saltó hacia adelante al tiempo que giraba en redondo, blandiendo el hacha en la otra mano, y lanzó un feroz ataque.
Erre Erre se agachó —¡por los pelos!— y retrocedió a tumbos algunos pasos. Bryunn Argut se le echó encima con una serie de golpes de hacha y acometidas que no permitieron al joven enano equilibrar la situación en ningún momento.
—Es una cabeza más alto que Pequeño Erre Erre —destacó Costillas de Cordero, pero el bufido de Rocky hizo que su excusa sonara bastante ridícula.
—Digamos, antonces, que también es un año mayor —agregó Rocky—. ¿Tú crés qu’eso marca alguna diferencia?
La preocupación que se traslucía en su tono preocupó a Costillas de Cordero, porque había muchas esperanzas puestas en este joven enano conocido por todos en Felbarr como Pequeño Erre Erre. Porque desde que se tenía memoria, los Roundshield habían servido como capitanes de la guarnición de Ciudadela Felbarr, una orgullosa tradición de aguerridos guerreros y súbditos de gran importancia y muy leales a los Warcrown. Reginald Roundshield, el padre de Pequeño Erre Erre, había sido el enano más popular y respetado de todo Felbarr hasta su muerte a manos de los malditos orcos cuando su hijo era aún un bebé.
En Felbarr, todos deseaban que Pequeño Erre Erre lo sucediera, para continuar la tradición de su padre y de sus antepasados. Estaba en juego la seguridad del clan, al fin y al cabo, la sólida dependencia de la continuidad generacional, el hijo de un hijo de un hijo de un capitán.
Pero Pequeño Erre Erre no se revelaba como ese tipo de promesa, e incluso el rey Emerus lo había notado en su última visita a los campos de entrenamiento de Costillas de Cordero.
Rocky Warcrown contuvo el aliento cuando en el último segundo Pequeño Erre Erre levantó el escudo justo a tiempo para desviar un hachazo que seguramente habría derribado al niño.
También Costillas de Cordero hizo un gesto de dolor, pero se le esfumó en seguida, porque su veterana mirada notó algo que no había visto antes, y tuvo un presentimiento que le contaba una historia diferente de la que le transmitían los ojos.
El joven Reginald luchó contra el deseo imperioso de clavar la punta de su propia hacha de madera en la descubierta axila de Bryunn Argut.
¿Cómo debería responder un niño enano de nueve años?, se preguntó Bruenor, tratando de recordarse a sí mismo que tenía esa edad. La torpeza de los ataques —y no precisamente de los de Bryunn, que era formidable comparado con la mayoría de los de su clase— siempre pillaba desprevenido al viejo rey enano metido en un cuerpo infantil.
Pero, después de todo, entrenaban sólo una vez a la semana y se trataba de un adiestramiento rudimentario. El trabajo de Costillas de Cordero Stonehammer se limitaba a proporcionar a los niños enanos la sensación de asestar y recibir golpes, y a darles las primeras oportunidades de atacar, parar y cortar, embestir con el escudo o cualquier otro de los sencillos y básicos elementos de la lucha enana.
Claro que para Bruenor, tal como se lo tenía que recordar muchas veces, toda la experiencia resultaba dolorosamente simple. Estaba familiarizado con este nuevo cuerpo que le habían dado y lo había estado durante años.
Bryunn Argut arremetió con un potente hachazo descendente, que estaba destinado a quedarse corto, reconoció Bruenor, y del mismo modo se dio cuenta de que el movimiento estaba destinado a distraerlo de la siguiente embestida con el escudo.
Él se movió al mismo tiempo que Bryunn, disfrazando astutamente su artimaña como un resbalón y un traspié. Cuando Bryunn se lanzó al ataque, Pequeño Erre Erre «cayó» hacia adelante y hacia un lado, metiendo la cabeza bajo el escudo levantado y rodando por detrás del contrincante que se le echaba encima.
Se resistió a la tentación de patear el pie retrasado de Bryunn y hacer que este cayera torpemente al suelo. Después de todo, le caía bien Bryunn; pensaba que era un joven luchador enano con futuro y no quería ponerlo en una situación incómoda.
—Bah, por pura suerte tropezó con sus propios pies, ¿eh? —destacó Rocky Warcrown—. ¡Pero sin duda Argut l’habría aplastao!
Rocky rio, imaginándose el acontecimiento, y por aplastar quería decir dejar a un combatiente pegado al suelo cuan largo era, aplanado bajo la arremetida del escudo, realmente una de las situaciones más cómicas que podían verse en los campos de entrenamiento.
—Sí —respondió Costillas de Cordero, pero sin demasiada convicción, y asentía con la cabeza mientras hablaba, aunque no precisamente para manifestar su acuerdo con la valoración de su compañero.
—Ah, pero a Uween se le va a partir el corazón cuando sepa que s’único hijo, l’eredero del legao de los Roundshield, es un torpe pies planos —dijo Rocky—. El pobre viejo Erre Erre se deb‘estar revolviendo en su tumba, que no te quepa duda.
Pero el viejo y astuto veterano Costillas de Cordero tenía dudas.
—Está’burrido —murmuró.
—¿Eh? —preguntó Rocky Warcrown, y siguió la mirada de Costillas de Cordero por el campo de entrenamiento hasta llegar a Bryunn Argut a punto de lanzar un ataque de fin de juego, que Costillas de Cordero había enseñado a los enanos alevines a considerarlo «el furor asesino».
El hacha de madera de Bryunn se abatió con desenfreno, primero a la izquierda, luego a la derecha, por arriba y acometida al frente, una y otra vez. No dejaba de presionar ni de arremeter, una estrategia puramente ofensiva, manteniendo a Erre Erre a la defensiva todo el tiempo y casi a punto de ser alcanzado —¡casi!— con cada golpe demoledor.
Casi… pero nunca lo suficiente.
Rocky contuvo el aliento en repetidas ocasiones, esperando obviamente que a Pequeño Erre Erre lo alcanzase uno de esos golpes, que lo derribase en cualquier momento.
Costillas de Cordero contuvo una sonrisa cómplice y asintió, y no se sorprendió cuando Bryunn Argut acabó rindiéndose sin que Erre Erre, todavía a la defensiva, hubiera sido alcanzado en ningún momento.
El maestro golpeó con los dedos las campanillas que colgaban a su lado, marcando el final de los combates, y poco después despidió a sus veinte aprendices.
—Maniobró bien para conservar su lampiña cabeza sobre los hombros —admitió Rocky—. Pero nunca estuvo cerca de golpear al chico Argut.
—Sí, Bryunn Argut es un joven prometedor. No va’ tardar en formar parte del grupo de barba incipiente —convino Costillas de Cordero, y por grupo de barba incipiente se estaba refiriendo a los enanos adolescentes, cuyo vello facial empezaba a brotar.
El viejo veterano miró a su alrededor, luego volvió los ojos hacia Rocky Warcrown.
—Hazm’un favor —le pidió—. Procura que se vayan to’os a sus casas. Teng’algo urgente que hacer.
—El grupo d’adolescentes será el prósimo en praticar, ¿no es así? —preguntó Rocky—. Espero ver a las hermanas Fellhammer. Se dice que las dos podrían unirs’a una brigada batalladora.
—Sí, por supuesto que podrían —respondió Costillas de Cordero—. Yo las llamo Puño y Furia. ¡Y de ninguno de los alumnos qu’haya puesto a luchar contra d’ellas pue’icirse que sea el más afortunado de los enanos! Hazm’ese favor, entonces, y pon en marcha a los pequeños. Y podrías empezar con el prósimo grupo para que hagan sus ejercicios de fortalecimiento. No tardaré.
Rocky aceptó el encargo y Costillas de Cordero salió a toda prisa. El desconfiado y vetusto enano se dio cuenta de que ahora tenía que actuar con rapidez.
Bruenor avanzaba por los tranquilos túneles de la Ciudadela Felbarr. Llevaba el hacha de prácticas balanceándose en el extremo de su brazo derecho y el escudo sujeto aún en el izquierdo.
Un día más.
Otro día desperdiciado.
Así era como lo veía él, al menos, porque hacía mucho que se había aclimatado a este nuevo cuerpo; ahora era enteramente suyo, tan suyo como lo había sido aquel otro, musculoso y marcado de cicatrices, aquel del que su espíritu había escapado en las profundidades de Gauntlgrym. Incluso se parecía a sí mismo, a su antiguo yo. ¡Era como Bruenor Battlehammer a los nueve años! Esa idea lo había sorprendido cuando había notado el parecido por primera vez. Por supuesto que se había preocupado por eso, le rondaba la duda de cómo el «don» de Mielikki podría afectar a esas cosas. ¿Podría haber sido un enano de barba azul? ¿O incluso una hembra? Después de todo, Catti-brie no lo había explicitado, sólo había dicho que todos ellos podrían renacer en algún lugar de Faerun de padres de su propia raza. No había mencionado en absoluto lo del género ni la apariencia que podrían tener.
¡Menuda sorpresa se llevaría Drizzt si se reencontrara con Catti-brie sólo para comprobar que ella no era «ella», sino un fornido muchacho!
Bruenor sacudió la cabeza para quitarse de la mente ese incómodo pensamiento. Se sintió él mismo; no había otro modo de describirlo. Su imagen se le hacía familiar; sus manos eran las jóvenes manos que había conocido siendo un alevín Battlehammer. Y tenía pleno control sobre su joven cuerpo, más si cabe del que había tenido la primera vez a la misma edad. Sus sesiones privadas de entrenamiento le mostraron la verdad: podía realizar movimientos que un Bruenor de nueve años nunca habría imaginado. Su comprensión de la batalla estaba ahí y los siglos de entrenamiento lo habían seguido a través del mundo espiritual hasta esta nueva forma corpórea.
Tenía que asistir a las clases de Murgatroid Stonehammer, sin duda, porque no eran optativas en la Ciudadela Felbarr, pero temía que estas sesiones estuvieran embotando sus sentidos y borrando de su memoria la práctica de las grandes lecciones que estaban tan profundamente enraizadas en su interior.
Y desde luego, siempre podía darse la posibilidad de que se olvidara de su identidad en una de esas ridículas peleas de entrenamiento y accidentalmente humillara, o incluso derrotara, a un joven enano de grandes cualidades.
El enano suspiró y giró hacia una solitaria calle del barrio subterráneo de viviendas donde se alojaban los soldados de la ciudad. Se echó su hacha de madera al hombro y pensó en otra arma, una con muchas muescas…
El ataque le vino de un lado, una maciza y achaparrada forma cargó contra él, protegida detrás de un grueso escudo de madera. Sin pensar apenas el movimiento, incluso sin pensar nada que no fuera apartarse del camino, el sorprendido Bruenor se lanzó al ataque desviándose hacia un lado, exactamente como había hecho con Argut en la pelea de entrenamiento. Levantó el escudo para cubrir la cabeza y facilitarse el rodeo, y lo ejecutó con un perfecto equilibrio mientras que el enano salteador, o quienquiera que pudiera ser, echaba a correr.
Sin embargo, a diferencia de lo que había hecho en la práctica, Bruenor no estaba dispuesto a dejar que este se escapara tan fácilmente. Se echó sobre él y con su hacha de madera alcanzó en el muslo al atacante que huía. Con el arma adecuada, podría haberle rebanado el pie, pero con el hacha de prácticas, optó por una táctica diferente, y con la cabeza del artefacto enganchó el tobillo rezagado del atacante y dio un fuerte tirón. Cuando eso también falló, habida cuenta de la diferencia de tamaño, debido a la cual Bruenor no podría tirar del pie del atacante para hacerlo caer, Bruenor avanzó atropelladamente.
Desenganchó el arma al tropezar con la pierna del atacante y de nuevo apenas pudo mover al asaltante, que ya había recuperado el equilibrio. Levantó la punta del hacha de prácticas, exactamente entre las piernas del atacante, pinchándole la ingle, y cuando el oponente de Bruenor, como era de esperar, se puso de puntillas e intentó darse a la fuga, Bruenor golpeó el pie retrasado para que tropezara en la parte de atrás del tobillo delantero del atacante en repentina retirada.
Ahora, el asaltante trastabilló, y cuando trató de sostenerse sobre los pies y girar en redondo, se encontró con un enano alevín que volaba sobre él y que le caía encima hecho una fiera, que trepaba por su cuerpo y que le pasaba por encima, atravesando el mango del hacha de madera sobre la garganta del asaltante.
Bruenor se lanzó por encima del hombro, retorciéndose al mismo tiempo, cogiendo el mango por un extremo con una mano y cerca de la cabeza del hacha con la otra, como si su propia vida dependiera de ello. ¡Porque en realidad ese parecía ser el caso!
El asaltante masculló algo indescifrable cuando se fue hacia atrás con Bruenor encima mientras caían amontonados.
Bruenor supo que no tenía la menor esperanza de asfixiarlo, ni siquiera podía levantarse y salir corriendo. A pesar de toda su maestría, no podía derrotar a un atacante que era mucho más corpulento y más fuerte que él, y mucho menos con un hacha de prácticas. En lugar de eso optó por morderle una oreja al atacante, clavándole los dientes con fuerza suficiente para traspasar la gruesa tela de un velo o de algún tipo de máscara, y con un rugido mantuvo apretada la mandíbula sin cejar en su empeño.
La víctima lanzó una sarta de improperios, además de un prolongado y ronco gruñido al tiempo que se impulsaba hacia atrás para contrarrestar la presión sobre el cuello. Bruenor no podía contrarrestar la fuerza de este adulto.
¿O quizá sí?
Sus pensamientos retrocedieron hasta el trono de Gauntlgrym y sintió que el poder de Clangeddin corría por sus venas, tensando sus músculos. Entonces soltó la oreja y se centró en el mango del hacha, apretándolo todavía más sobre el cuello de su víctima, presionando la tráquea del asaltante pese al desesperado intento de este por aflojar la presión.
Pero entonces, de la memoria del trono le llegó la sabiduría de Moradin, recordándole que un enano alevín de su edad no tenía la posibilidad de vencer en un contexto como ese. Estaba revelando un gran secreto al mantener la presión con tanta firmeza contra la tozuda resistencia de su agitada víctima.
Mejor eso, pensó, que acabar muerto en una calle desierta.
El atacante volvió a emitir un quejido, o eso pensó Bruenor, pero luego se dio cuenta de que ese gruñido era realmente «¡Erre Erre!», y con una voz que el viejo enano en un cuerpo de enano alevín reconoció.
Con un grito, Bruenor detuvo la pelea y soltó al asaltante, Costillas de Cordero Stonehammer, y aflojó la presión de su hacha de madera. Cuando Costillas de Cordero cayó hacia adelante al soltarlo de repente, Bruenor rodó hacia un lado, se puso de pie y se apartó súbitamente.
—¡Por to’s los dioses qu’eres una rata! —gritó Costillas de Cordero, respirando con dificultad y con palabras entrecortadas.
Se sentó en el suelo y miró fijamente al joven enano, que también estaba de pie, en posición defensiva y listo para lanzarse a una nueva pelea o para salir corriendo en un abrir y cerrar de ojos.
—Casi que me rompes el pescuezo —le reprochó el viejo enano, frotándose la garganta, mientras con la otra mano se tocaba la oreja, que seguía sangrando.
—¿Por qué? —preguntó Bruenor—. ¿Por qué, maestro? ¿Acaso lo’staba enfadando?
Costillas de Cordero empezó a reírse, pero la risa se convirtió en una tos imparable.
Bruenor no sabía cómo reaccionar.
—¡Me di cuenta de qu’estabas haciendo trampa en las peleas! —reveló Costillas de Cordero en tono triunfante—. Y que t’estabas engañando a ti mismo, ¡tonto ’el’aba!
Bruenor se encogió de hombros porque seguía sin entender nada.
Costillas de Cordero se puso de pie y Bruenor se hizo a un lado, listo para salir corriendo, pero el viejo enano bajó el hacha de prácticas y entonces pareció relajarse.
—Tu pa’ no’staría orgulloso de cómo te comportas en clases de lucha —le explicó Costillas de Cordero—. Tu pa’, ¿sabes? Erre Erre, capitán de la guardia. Un luchador tan aguerrido como jamás se conoció otro en Felbarr.
Otra vez Bruenor se limitó a encogerse de hombros y a levantar las manos con impotencia, desconcertado.
—Y n’es que pierdas las peleas a pesar de que pones to’ tu empeño, ni hablar —lo acusó Costillas de Cordero—. ¡Pierdes porque no tratas de ganar! ¡Yo lo vi y me di cuenta!
Se frotó otra vez la oreja ensangrentada y escupió en el suelo. En su saliva también se veía algo de sangre que salía de la magullada garganta.
—Y me l’acabas de demostrar.
—B-Bryun es duro de pelar —tartamudeó Bruenor, tratando de encontrar una salida.
—¡Tonterías! Pudist’haberlo tumbao. ¡Acabas de vencerm’a mí!
Bruenor titubeó ante aquel dilema.
—Luchaba por mi, bueno… por mi vida —trató de explicar—. M’aterrorizaste y perdí’l juicio.
—Siempre estamos luchando por nuestra vida, ¡tontorrón! —lo amonestó Costillas de Cordero, adelantándose y apuntando a Bruenor con un dedo sarmentoso—. ¡Siempre! Vences un centenar de veces y te vencen una, y ya’stás muerto, como tu pa’.
Bruenor estaba a punto de responder, pero se lo pensó mejor.
—Si te vencen en las clases prá’ticas es porque no te pr’ocupas por vencer; y entonces, ¿qué va’ decir Uween? ¿Cómo le va’ decir a Erre Erre que repose tranquilo bajo las piedras de su túmulo cuando s’único hijo es un cobarde?
Bruenor entornó los ojos al escuchar esa observación, y tuvo que invocar una vez más la sabiduría y la moderación de Moradin para no lanzarse de nuevo sobre el irrespetuoso anciano guerrero. No sabía qué hacer. No podía negar las observaciones de Costillas de Cordero, pero con toda seguridad sus observaciones sobre las circunstancias que causaban su desmotivación no podían ser más erradas. Si no oponía resistencia no era por aburrimiento, y tampoco por cobardía, sino porque ocultaba algo, algo que no podía revelar todavía.
—Ahora te vi, Pequeño Erre Erre —dijo Costillas de Cordero—. Vi lo que puedes hacer y no voy a permiti’te que desaproveches tus prá’ticas y que finjas tus caídas y tus traspiés. ¡Harás que tu padre se sienta orgulloso de ti, te lo digo yo, o sentirás en tu trasero los golpes de tu hacha! ¿M’ has oío, pues?
Bruenor lo miró sin saber qué responder.
—¿Entonces, m’has entendío? —repitió machaconamente Costillas de Cordero—. ¿L’has comprendío, Pequeño Erre Erre?
—Reginald —lo corrigió Bruenor, convencido de que ya era hora de tomar una postura.
—¿Eh?
—Mi nombre es Reginald. Reginald Roundshield.
—Pequeño Erre Erre…
—Reginald —insistió Bruenor.
—Tu pa’ era Erre Erre… —empezó a decir Costillas de Cordero, pero Bruenor lo interrumpió.
—Mi pa’ está muerto y frío’ebajo las piedras del túmulo.
Costillas de Cordero se quedó sin habla al oírlo; el viejo enano se quedó congelado mirando fijamente al descarado alevín.
—Pero yo’stoy aquí, y no vuelvas a sugerir que no va’ estar orgulloso de mí. Mi nombre es Reginald. Reginald Roundshield, de los Roundshield de Felbarr. Tú quieres qu’haga honor a ello, por eso m’asaltaste en la oscuridad, y haré honor, ¡pero con mis condiciones y con mi propio nombre!
—Pero qué rata eres —respondió Costillas de Cordero, pero se lo veía más sorprendido y complacido que enfadado.
—Así pues, el próximo día pónmelos a todos —insistió Bruenor—. Empezando por Bryunn Argut y después d’él los demás, uno tras otro, o dos a la vez si eso es lo que deseas, o tres, ¡o todos a la vez! Y cuando los derrote a todos, uno por uno, te darás cuenta de qu’en tus clases no hay nada que pueda aprender el hijo de Erre Erre. Entonces me pasas al siguiente nivel.
Costillas de Cordero se tomó un largo respiro sin dejar de mirarlo, tratando de tomarle la medida.
—Jóvenes guerreros enanos, la clase siguiente, y no alevines —lo avisó.
Bruenor ni pestañeó, sostuvo la mirada de Costillas de Cordero con igual intensidad y aún más. Estaba sorprendido por su propio enfado, intenso y profundo, y su incomodidad y su rabia tenían que ver con algo más que el aburrimiento que le producía el entrenamiento marcial básico o la indignidad de ser atacado en la oscuridad por este vejestorio. De algún modo, Bruenor se sintió estúpido por el camino que acababa de elegir, pero por otra parte no tenía ni la menor intención de volver atrás. Ni en lo más mínimo.
—Tú no tienes nada qu’enseñarme con los alevines —dijo.
Costillas de Cordero adoptó una postura menos agresiva.
—Entonces ’tás seguro de que puedes vencerlos a todos, ¿no es así?
—A todos juntos, si es lo que tú eliges —respondió Bruenor.
—Podría ser.
Bruenor no se achicó. Sólo se encogió de hombros, cada vez más aburrido de esta conversación.
—Lo mejor es que tengas a un sacerdote en la sala —dijo con total sinceridad—. Que sepas que los otros van a necesitar los conjuros de Dumathoin para curarse.
Costillas de Cordero inició una respuesta, pero en lugar de eso estiró el brazo y volvió a tocarse la oreja herida, y luego con un gruñido que era mitad ronquido y mitad bufido, se dio la vuelta y se marchó calle adelante.
Bruenor Battlehammer se quedó allí solo en la semipenumbra durante un rato largo, dándole vueltas al encuentro y a todo lo que iba a venir después. Pero, sobre todo, examinó la rabia que rugía en su interior. Estaba claramente desasosegado y había sido así desde que tenía memoria. Toda esta experiencia de su segunda oportunidad en la vida no había sido como él esperaba; los años pasaban con más lentitud de lo que podría haber imaginado cuando abandonó Iruladoon.
Aquel remoto día, había salido andando del bosque para acudir en ayuda de su viejo amigo, Drizzt, un amigo al que había dejado, según sus cálculos, hacía sólo un par de días, aunque habían sido años en el tiempo de los vivos. Pero ahora, Bruenor llevaba alejado de Drizzt casi una década, también según sus cálculos, y la energía y el entusiasmo que se habían impuesto en él y que le habían permitido elegir la vuelta en lugar de un merecido descanso en la patria enana hacía tiempo que se habían esfumado.
Estaba fuera de su tiempo y de su lugar, y terriblemente solo y agitado, y con más de una década por delante.
Recogió su hacha de prácticas y se la volvió a apoyar en el hombro, luego echó a andar hacia su casa. Costillas de Cordero iba a tratar de castigarlo, lo sabía muy bien, y probablemente haría que toda la clase cargara contra él la semana siguiente con un furor salvaje.
Se preguntó si debía echarse atrás. ¿Debería pedir disculpas al viejo enano y explicarle sus bravatas como una reacción a su persistente estado de excitación y al miedo que le había causado la emboscada?
El enano alevín lanzó un escupitajo al suelo empedrado y lo pisó con su bota al pasar.
—Mándalos a todos juntos —murmuró para sus adentros, y en ese instante, Bruenor pudo imaginarse con claridad a una docena de alevines moviéndose a su alrededor como briznas de hierba en medio de un huracán.
No, no iba a echarse atrás, y puede que cuando acabara con sus compañeros le diera un puñetazo, o diez, a Costillas de Cordero para dejar las cosas claras.
Empujó con el hombro la puerta de su casa, alarmando a Uween, que se volvió hacia él con el ceño fruncido.
—He oído que no estás muy preparado para la lucha, ¿es cierto eso? —lo amonestó ella—. ¿Es que quieres que tu pa’ agache su barbada cabeza lleno de vergüenza al lado de Moradin? ¿Es eso?
—¡Estoy pensando que quizá sea mejor que me ponga a matar orcos en lugar de jugar a las batallitas con un puñado de bebés lloricas! —gruñó Bruenor por toda respuesta, y se marchó hecho una furia dejando a la mujer tan aturullada que ni siquiera pudo reaccionar y darle un par de azotes por el tono y la insolencia.