EL ELEGIDO
Año del Renacimiento del Héroe (1463 CV)
Netheril
N
i un atisbo de miedo ni un instante de duda asaltaron a Catti-brie al salir de Iruladoon. En el tiempo que había pasado allí —un siglo en Toril— había bailado guiada por los movimientos de Mielikki y había cantado su canción, y por eso había logrado una profunda comprensión de la diosa y gran confianza en el ciclo eterno de la vida misma. Por ese motivo Catti-brie abandonó el bosque para empezar su viaje flotante, para encontrar el útero, para respirar por primera vez en su nuevo cuerpo, reencarnada, renacida. Ocurrió la noche del equinoccio de primavera.
La noche sagrada de Mielikki, la noche del renacimiento del Elegido de la diosa.
Envuelto en apretadas ropas, el bebé parecía totalmente indefenso a la vista de los humanos adultos que circulaban por la tienda. Pero aunque no podía mover los brazos por lo ceñido del envoltorio, Catti-brie comprendió que tenía a su disposición muchos y potentes conjuros que podía utilizar para defenderse, encantamientos que se podían activar sin ningún movimiento.
A diferencia de sus compañeros de misión, Catti-brie no había sufrido los efectos de la confusión infantil. Por supuesto que la aguijoneaban los instintos de la infancia, pero debido a su comunión con la diosa, estaba mucho mejor preparada para este viaje y era más consciente y, en consecuencia, capaz de mantener a raya esos intensos deseos y pulsiones.
Además, la había acompañado la suerte, porque su madre —ella oyó el nombre de Kavita pronunciado con dulzura tanto por su padre como por los demás— estaba pendiente de ella, la levantaba a menudo de la cuna y la apretaba contra su cuerpo. También era frecuente que Kavita pusiera al bebé en los brazos de las otras mujeres que acudían en tropel a la tienda bedine, deseosas de mecer a la recién nacida. Para la tribu bedine de los desai, además, el nacimiento de un niño era motivo de una gran celebración, y Catti-brie —a la que llamaban Ruqiah— era la protagonista de la misma.
Prudentemente, Catti-brie se mantuvo en silencio pese a todos los manoseos y los arrullos y las frecuentes peroratas que le dirigían a escasos centímetros de la cara, porque había tomado buena nota de lo que le había sucedido a Wulfgar cuando había renacido y temía que también le pasara a ella, que pudiera olvidarse de su situación y balbucear algunas palabras.
Y de este modo, al igual que en las primeras etapas de su viaje de salida de Iruladoon, el bebé que era en realidad una mujer permanecía acostado boca arriba y observaba, y permitía que la belleza de la experiencia le facilitase la introspección y un mayor conocimiento. Muchas veces en aquellos primeros días Catti-brie le dio las gracias en silencio a Mielikki.
Apenas unos días más tarde, la tribu inició un nuevo desplazamiento. Catti-brie, estrechamente enfajada como siempre, viajó atada a la espalda de su madre, que iba a pie. Ella forzaba la vista, centrando la mirada en las tierras circundantes, a medida que la tribu avanzaba, tratando de percibir algo que le diera una pista acerca de dónde estaban.
Paciente y observadora, la recién nacida aprendía y observaba, y cuando estaba sola en la oscuridad de la noche, rezaba y practicaba, perfeccionando su vocecita para poder cantar las notas de Mielikki. Le molestaba estar completamente envuelta por aquella ropa tan apretada y temía que le fuera a llevar algún tiempo controlar adecuadamente los brazos y las piernas.
Pero tenía tiempo.
—Es hermosa —le dijo Kavita a Niraj de pie ante la cuna de Ruqiah.
Afuera, la noche era oscura y tranquila, incluso el viento parecía haberse ido a dormir.
—¡Pero qué ojos tan azules tiene! ¿Cómo puede ser?
—Se irán oscureciendo con la edad —la tranquilizó Niraj—. Como pasó con los míos.
—¿Y también se le caerá el pelo? —preguntó Kavita, bromeando con la calva de su marido.
—No —respondió él, acercándose y poniendo suavemente su mano sobre el hombro desnudo de Kavita, y sintiendo, al hacerlo, la piel arrugada de su alargada cicatriz.
Agachó la cabeza y besó la herida, que abarcaba todo el omóplato y que le había sido infligida en circunstancias dramáticas por el látigo de un sicario netheriliano que había oído el rumor de que Kavita practicaba la magia.
También se había enterado por las bravas de que era maga, lo mismo que su marido, Niraj, que había tumbado al hombre con un relámpago.
Qué aspecto tan patético tenía entonces el brutal sicario, tratando de desenfundar su arma y de chasquear su látigo, tirado de espaldas sobre la arena. Arena que el conjuro de Kavita había retirado de debajo de él y que el encantamiento que pronunciaron después Niraj y su esposa volvió a poner sobre el hombre, enterrándolo vivo.
—Esta niña va a tener los espesos bucles de su madre, estoy seguro —agregó Niraj, pasando su mano por el cabello de Kavita, donde pudo notar la tensión que embargaba a su esposa—. ¿Qué te preocupa, mi amor?
—Los netherilianos están por todas partes —dijo Kavita—. En cada desplazamiento se ven cada vez más, siguiéndonos desde las colinas, parando, inspeccionando e interrogando, siempre interrogando.
—Son cangrejos de arena —agregó Niraj— que invaden nuestra tierra sin que nadie los invite. Repito: nuestra tierra, nosotros seguiremos aquí cuando se hayan ido, cuando los vientos del Anauroch vuelvan a soplar y las tierras de Netheril lleven ya olvidadas mucho tiempo.
—Para entonces, hará siglos que nos habrán olvidado a nosotros —respondió Kavita.
—Pero no a nuestros descendientes… —insistió Niraj, señalando con la barbilla en dirección a su hija.
—Debemos tener cuidado —prosiguió Kavita—. Más con Ruqiah que con nosotros mismos.
Niraj estuvo de acuerdo. Ellos eran magos, pero en secreto, porque los netherilianos de estas tierras habían prohibido a los bedine practicar el Arte.
Kavita miró a su alrededor, luego fijó la mirada en la puerta de la tienda durante unos instantes, guardando silencio y estirando el cuello, tratando de percibir si había intrusos. Le echó una mirada a su esposo y se inclinó sobre la cuna, desató los nudos y dejó suelto el ajustado lienzo. Luego lo retiró a un lado y cogió el brazo izquierdo de Ruqiah, levantándolo un poco y girándolo para que la mortecina luz del farol permitiera ver la cara interna del antebrazo de la niña.
Niraj contuvo el aliento. Él había visto antes la marca de nacimiento, o al menos había visto lo que esperaba que fuera una marca de nacimiento.
Pero en ese momento no había ninguna duda, porque esta no era una marca de nacimiento común. Era una figura muy nítida, que parecía una estrella de siete puntas sobre un campo circular de color rojo.
—¿Una cicatriz mágica? —preguntó Niraj, aparentemente confuso, porque nunca había oído hablar de ninguna tan nítida.
Kavita levantó el otro brazo del bebé y lo giró dejando a la vista la cara interna del antebrazo. Allí había una segunda marca.
—¿Una espada curva? —preguntó Niraj, y se acercó para verla bien—. No, un cuerno, ¡la cabeza de un unicornio! ¿Tiene dos marcas?
—Y va a ser difícil esconder sus cicatrices.
—¡Debe llevarlas con orgullo! —insistió Niraj.
—Los netherilianos no estarían de acuerdo contigo.
—¡Malditos sean! ¡Nosotros somos bedine, no esclavos!
Kavita puso un dedo sobre los labios de su marido para indicarle que guardase silencio.
—Tranquilo, esposo mío —lo conminó en voz baja—. Somos libres en nuestra tierra. No nos dejemos llevar por nuestro odio hacia los que dicen dominarnos. Lo creen, pero en realidad no nos tienen encadenados.
Niraj asintió y besó a su mujer, luego la condujo a través de la habitación hasta el lecho matrimonial.
La pequeña Ruqiah abrió los ojos, después de haber escuchado todo lo que se había dicho. No habían vuelto a fajarla con las tiras de tela y tenía los brazos libres. Aprovechó la ocasión para flexionarlos y moverlos, y sintió como si le hubieran quitado de encima un gran peso. Consiguió tener a la vista sus bracitos el tiempo suficiente como para estudiar aquello de lo que habían hablado sus padres.
Las imágenes, las cicatrices, la retrotrajeron a una mañana de hacía mucho tiempo en la que se había despertado en su tienda al lado de su esposo Drizzt. Recorrían el camino hacia Mithril Hall, ignorantes de los grandes cambios que ya por aquel entonces habían empezado a producirse en su mundo.
En ese fatídico día, Catti-brie había sido golpeada por un hilo del Tejido mágico de Mystra, el mismísimo Tejido de la Magia, y el poder cegador de la energía mágica desnuda la había inundado y le había hecho perder el juicio.
El Tejido de Mystra, la Señora de la Magia, que tenía como símbolo la estrella de siete puntas.
No se había recuperado de aquella interacción, y sin darse cuenta también había castigado a Regis con su locura. En ese estado de confusión, Catti-brie se había muerto, y Mielikki había recuperado su espíritu de Mithril Hall.
Se miró el antebrazo derecho, el del cuerno, el cuerno del unicornio, símbolo de Mielikki, y dio gracias y rezó, y sus ojos azules se llenaron de lágrimas de alegría.
Año del Elfo de Seis Brazos (1464 CV)
Netheril
Ruqiah se sentó en el rincón, simulando jugar con las piedras pulidas que Niraj le había dado. Había vivido un largo primer año de su nueva vida, lleno de engaños que habían agotado a este falso bebé. Había gateado muy pronto, a juicio de los bedine, cuando sólo tenía cinco meses; había caminado antes del décimo mes, y al parecer con mucha soltura. A decir verdad, el bebé podía haber saltado por encima de las barandillas de la cuna al mes de nacer, haberse puesto de pie y haber andado por toda la casa sin grandes problemas. En realidad, lo había hecho una noche, y había pasado cada momento en que no estaba fajada por las apretadas ropas probando y fortaleciendo sus infantiles miembros.
Aún no había empezado a hablar, aunque tenía mucho que decir, y ni siquiera estaba segura de cuándo podría resultar apropiado hacerlo, porque en su vida anterior Catti-brie no había tenido mucho contacto con niños.
Sabía que era importante que fuese algo adecuado a su edad, tanto por su propia conveniencia como por la de sus padres, a los que había empezado a querer como si realmente fueran su familia.
Catti-brie había aprendido mucho en el año que había vivido como Ruqiah. Los bedine eran prisioneros en su propio país, ese país que había sido Anauroch, pero que ahora se conocía como Netheril, el centro del poder netheriliano. Estos conquistadores no soportaban que los bedine fueran algo más que simples individuos tribales y nómadas que deambulaban por los destrozados caminos de las tierras yermas y azotadas por los vientos, por lo que en el pasado había sido el gran desierto mágico del norte de Faerun.
Dejando a un lado la apariencia externa, Catti-brie no era una simple niña de un año de edad. Había estado estudiando la magia arcana cuando los hilos desprendidos del Tejido de Mystra la habían asaltado en su vida anterior y su estancia en Iruladoon, bailando y cantando la canción de Mielikki, le había proporcionado la mejor percepción de la magia que había tenido hasta ese momento, y también había aprendido, por supuesto, a invocar la magia divina de la diosa que la había tomado en su seno. Estas destrezas requerían práctica y repetición, en la misma medida que los movimientos que tenía que hacer un guerrero para defenderse y atacar con su arma.
La niña observaba a sus padres con la máxima atención. Niraj abandonaba la tienda y Kavita estaba ocupada reparando algunas armas. A Catti-brie le resultaba irónico ver cómo la mujer miraba nerviosamente a su alrededor y luego invocaba alguna magia propia para que la ayudara a arreglar la hoja de una espada curva.
Irónico porque su hija estaba haciendo lo mismo en un rincón de la misma habitación. Catti-brie apretaba contra su pecho, una por una, las piedras pulidas y susurraba algo sobre ellas, imbuyéndolas con símbolos que sólo ella podía ver por un encantamiento que se había realizado a sí misma. Estas marcas invisibles convertían a las piedras en una especie de oráculo, y la niña empezó a conjurarlas, haciendo preguntas silenciosas.
Las piedras le servían de guía.
Estudió una respuesta largo tiempo, sin confiar realmente en lo que sus ojos potenciados por la magia le estaban transmitiendo. Parecía demasiado peligroso.
Recogió las piedras y volvió a preguntar, luego las arrojó. La respuesta fue la misma.
Catti-brie asintió. Encontraría una manera de hacerlo.
Esa misma noche, mientras sus padres dormían en el otro extremo de la habitación, Catti-brie lanzó un encantamiento alrededor de la habitación especialmente diseñado para forzar el sueño. Alrededor de su brazo izquierdo empezó a envolverse una niebla azulada con la activación mágica, pero, aunque la sobresaltó, Catti-brie no sintió miedo. Se deslizó fuera de la cuna y salió de la tienda en silencio caminando con sus piececitos descalzos.
El campamento dormía. En algún lugar de la polvorienta llanura, aulló un lobo que recibió respuesta.
La niña no tenía miedo; en realidad no se sintió amenazada por ninguno de los animales hijos de Mielikki. Avanzó más allá de las tiendas y se adentró en la llanura yerma, siguiendo el camino que le había indicado el oráculo de las piedras.
Esa noche, en un claro recóndito y protegido, plantó su primer santuario jardín dedicado a la diosa. Volvió con frecuencia al lugar, siempre de noche, y cuando la tribu cambió de lugar, tal como solía hacer, la niña creó otro santuario jardín, y otro después de aquel. En estos lugares santificados, ocultos entre las rocas, Catti-brie encontró a Mielikki más cercana, y recibió conocimientos sobre la tierra, sobre esta tierra.
Una tierra que había sido, hasta no hacía mucho tiempo, un gran desierto.
Una tierra que volvería a ser un desierto antes de que pasara mucho tiempo.
Año del Primer Círculo (1468 CV)
Netheril
Empapada por el aguacero, el pelo todavía embarrado después de que Tahnood la tirara a la charca, la Catti-brie de cinco años permaneció en actitud defensiva delante de su madre tumbada en el suelo, los ojos encendidos con una mirada fiera, las azules y mágicas franjas flotantes saliendo de las mangas de su sarong como serpientes.
Se fijó en las humeantes botas del asesino netheriliano. Su relámpago había elevado violentamente al hombre en el aire, de manera tan abrupta y potente que se había dejado atrás las botas.
Tuvo escalofríos y se sintió humilde y abrumada por el poder que había creado; no, creado no, advirtió, se le había permitido el acceso a él a través de la magia de su cicatriz.
Deseaba darse la vuelta y seguir aplicando a Kavita la sanación mágica, pero no se atrevió. Todavía no. Era obvio que la amenaza inmediata había desaparecido, porque los dos asesinos netherilianos habían muerto, lo demostraban sus cascarones humeantes que yacían inmóviles en el suelo y todo el frente de la tienda, que se había rasgado detrás de ellos.
Preparó otro conjuro, dirigiéndolo una vez más a la tormenta que había conjurado anteriormente, lista para atraer de ella más rayos para vencer a cualquier enemigo. Ahora tenía ante sí una visión completa del campamento, la iluminación que proporcionaban los relámpagos permitía ver con total claridad las tiendas y las cestas y los suministros amontonados.
—¡Ruqiah! —gritó Niraj, apareciendo de repente y haciendo un alto en la charca de barro que se había formado a la entrada.
Anduvo en círculos, claramente agobiado mientras examinaba la escena.
—¡Kavita!
Catti-brie agitó los brazos, disipando las franjas de mágica energía azul, cuando Niraj se precipitó al interior, tropezando con los cuerpos de los netherilianos, medio corriendo, medio echándose al suelo para encontrar a su hija y a su mujer.
Fuera de la tienda aparecieron otros miembros de la tribu, que salían corriendo de las esquinas de las carpas cercanas.
Catti-brie no estaba segura de lo que debía hacer. ¿Cómo podía empezar a explicar esta escena que se había desarrollado ante ella? ¿Qué iban a pensar los ancianos de la tribu, y en qué peligro los podía estar poniendo a todos, a causa de su identidad secreta?
Todas esas preguntas no dejaban de ocupar sus pensamientos, de golpear sus sentimientos, exigiendo una acción inmediata. La mujer mantuvo el aplomo y usó sus décadas de experiencia, esforzándose en recordar la cuestión básica: ¿qué haría una niña de cinco años?
Empezó a llorar.
Niraj la abrazó fuertemente, pero la llevó consigo cuando se acercó a Kavita. La mujer se despertó cuando él la tocó.
—Asesinos —susurró ella.
—¿Qué pasó, Kavita mía?
Otros miembros de la tribu se congregaron alrededor del destrozado acceso a la tienda, moviendo la cabeza y hablando en voz baja.
—Niña, ¿qué es esto? —interrogó un hombre a Ruqiah sosteniendo en la mano una bota humeante que examinaba con incredulidad.
—Ellos lastimaron a má’ —lloriqueó la niña, que entre sollozos siguió hablando—. Querían oro. Dijeron que me harían daño si yo no se lo daba.
—¿Qué oro? —preguntó Niraj, y ayudó a Kavita a darse la vuelta, pero la mujer gimió de dolor y se llevó una mano a la herida; ensangrentada, percibió Niraj, pero no sangrante.
Ruqiah se encogió de hombros y empezó a llorar de nuevo.
—El rayo los golpeó —dijo inocentemente, apuntando con el dedo hacia el cielo y poniendo una carita de que ella no entendía nada.
—La bendición de la tormenta lo es por partida doble esta noche —observó una mujer fuera de la tienda.
—Netherilianos —dijo un hombre después de examinar el cuerpo más menudo de los dos—. Ladrones netherilianos.
—Entonces se los llevó N’asr —declaró otro, haciendo referencia al despiadado dios de la muerte.
—Él se ríe junto con At’ar en su unión —terció una mujer—. ¡O quizá estaba lo bastante saciado en este momento como para tomarse el tiempo de matar a estos perros!
Entonces Kavita se sentó, por más que Niraj trató de que siguiera acostada y sin moverse. La amable mujer bedine miró a su hija atentamente.
—¿Qué pasa? —le preguntó Niraj en un susurro, pero ella le indicó que guardara silencio y sacudió la cabeza, luego volvió a palpar la herida, y siguió observando a Ruqiah.
Y especialmente observó sus manitas, según pudo ver Catti-brie, porque estaban cubiertas con la sangre de Kavita desde el momento en que las había apoyado en la herida para sanarla. Ruqiah las dejó caer rápidamente a ambos lados del cuerpo y se puso a llorar todavía más fuerte.
—¡Registrad el campamento! —ordenó un hombre de considerable estatura—. Puede que haya otros asesinos rondando.
Catti-brie supo que tenía que prepararse rápidamente porque las preguntas acerca de lo que había pasado no harían más que multiplicarse, sobre todo cuando examinasen con más atención la herida de Kavita. La niña apoyó la cabeza sobre el hombro de Niraj y muy cerca de la cara de Kavita.
—Os lo explicaré todo cuando estemos solos —dijo ella, con un tono sombrío que no emplearía ninguna niña de su edad, y sus padres la observaron con total incredulidad y con los ojos abiertos como platos.
Niraj la cogió con fuerza por el codo.
—¿Ruqiah? ¿Qué es lo que sabes?
Catti-brie lo miró con compasión, plenamente sabedora de que estaba a punto de hacer tambalear su concepción del mundo que lo rodeaba y, lo que era peor, la idea que tenía de su amada familia.
—Nos salvó la buena suerte —le susurró a Niraj, y se colocó detrás de él, porque se acercaba el jefe de la tribu. Lo repitió más alto y con gran empeño—: La buena suerte.
Volvió a abrazarse a su madre, mientras Niraj se daba la vuelta para hablar con el hombre. Niraj estaba realmente conmocionado, pero transmitió la explicación de Ruqiah, ofrecida con el peso de una sugestión mágica, de que la buena suerte por sí sola había salvado a su esposa y a su hija.
El jefe echó un vistazo a su alrededor, sacudiendo la cabeza.
—¿Estás bien, Kavita? —preguntó, y la mujer asintió y se puso ágilmente de pie.
—Entonces una tormenta doblemente oportuna —concluyó el jefe, y salió de la tienda para unirse al registro del campamento.
En las horas siguientes, fueron muchos los que acudieron para ayudar a Niraj a reparar y limpiar la tienda. Otros vinieron con ungüentos y hierbas para ayudar a Kavita y a Ruqiah, prodigándoles palabras tranquilizadoras. La tormenta —mágicamente conjurada, aunque sólo Ruqiah lo sabía— había desaparecido hacía tiempo, y ya era más de medianoche cuando la familia pudo por fin quedarse a solas.
Niraj y Kavita miraron a su hijita.
—¿Ruqiah? —la interrogó Niraj repetidas veces.
Catti-brie reconsideró si debía disuadirlo de ese mote, pero decidió no hacerlo. Al menos por el momento. Ella tenía sus inquietantes preguntas a las que responder, después de todo, relativas a la inesperada llegada de esos netherilianos. Los asesinos habían venido buscándola a ella en particular, por eso parecía obvio que se habían enterado, al menos parcialmente, de su verdadera identidad. Pero ¿cómo? ¿Y por qué se tomarían tanto trabajo?
—Ella me sanó —dijo Kavita—. Mi herida… era mortal.
—No, tuviste mucha suerte —respondió Niraj—. La espada no penetró demasiado.
—Sí que lo hizo —insistió Kavita, y miró a Ruqiah, haciendo que Niraj la mirase también—. Desde la espalda hasta el vientre, y sentí que mi espíritu me abandonaba. La herida era mortal, pero entonces noté el calor de la sanación.
—Es el don de Mielikki —les dijo la niña.
—¿Tú la curaste? —preguntó Niraj, y Catti-brie asintió con la cabeza.
—El relámpago no fue un accidente —admitió la niña.
Niraj y Kavita se sentaron frente a ella mirándola fijamente y sin pestañear.
La niña se arremangó ambos brazos.
—Las estrellas de Mystra, el cuerno de Mielikki —explicó—. Tengo dos cicatrices, pero esto ya lo sabíais.
Niraj tragó saliva, Kavita rompió a llorar.
—¿Quién eres? —le preguntó su padre y sin duda esas palabras, ese tono desesperado, rompieron el corazón de Catti-brie.
—Soy Ruqiah, vuestra hija —respondió.
—¿Mielikki? —preguntó el bedine, sacudiendo la cabeza con impotencia.
Ellos no adoraban a Mielikki. Su diosa era At’ar la Inclemente, la Diosa Amarilla del abrasador sol del desierto.
—No lo entiendo.
—Yo nací en el equinoccio de primavera, el día más sagrado de Mielikki —explicó la niña—. La diosa me bendice y me enseña…
—At’ar —corrigió Kavita.
Catti-brie negó con la cabeza.
—Venid conmigo —los invitó, y levantó la solapa de la puerta de la tienda—. Os voy a enseñar algo.
Sus padres dudaron un instante.
—Hay un lugar, no muy lejos del campamento…
—Es más de medianoche —se resistió Niraj—. La hora de N’asr. Los leones están cazando.
La niña se rio.
—No nos molestarán. Venid.
Al ver la reticencia de sus padres a seguirla, ella reiteró su ruego.
—Por favor, haced esto por mí. Debo mostrároslo.
Niraj y Kavita se miraron el uno al otro, luego se pusieron de pie y siguieron a su hija fuera de la tienda, fuera del campamento, y por la llanura abierta. Catti-brie los llevó a paso ligero, pero no pasó mucho tiempo hasta que Kavita se adelantó y cogió a su hija por el hombro para que se detuviera.
—Es demasiado peligroso —suplicó—. Volveremos cuando haya retornado la diosa solar.
—Confiad en mí —insistió Catti-brie.
De nuevo había magia tras sus palabras. Y siguieron adelante.
Llegaron a la alta duna antes de la salida del sol, aunque el cielo estaba empezando a clarear mientras se aproximaban. A través de un estrecho paso entre las rocas azotadas por el viento, accedieron al jardín secreto de Catti-brie, donde se encontraron a un hombre de su tribu que yacía muerto bajo el árbol solitario, la cara enterrada en el charco que había formado su sangre.
—Jhinjab —exclamó Niraj, dándole la vuelta al muerto.
Catti-brie se arrodilló al lado de Niraj.
—No, querida —dijo Kavita—. Esto no es algo que deba ver una niña.
Pero Catti-brie no era una niña, ni estaba escuchando. Ya había empezado a formular un conjuro y las mágicas franjas azules empezaban a asomar por su manga derecha mientras invocaba el poder de Mielikki. Apoyó su cabeza en el pecho de Jhinjab y murmuró algo que sus padres no pudieron entender, luego asintió como si hubiera recibido una respuesta.
Niraj retrocedió y Kavita se cogió de su brazo; permaneció pegada a él mientras ambos contemplaban a su hijita llenos de confusión y con cierto horror.
Momentos después, Catti-brie se puso de pie y se volvió hacia ellos.
—Jhinjab me vendió a los netherilianos —explicó—. Ellos venían a por mí.
—¡No! —gritó Kavita.
—¿Cómo? ¿Por qué? —exclamó Niraj al mismo tiempo, y ambos se adelantaron para abrazar a su hija, que consiguió mantenerse apartada de ellos.
—Había descubierto que soy diferente, tal vez que tengo una cicatriz mágica, pero sin lugar a dudas… que no soy normal —les explicó—. Jhinjab se lo comunicó. Esto es lo que me reveló, pero las palabras de los muertos son muy crípticas y no es fácil descifrarlas.
—Esto es una locura —gimió Niraj.
—¿Hablas con los muertos? —preguntó Kavita al mismo tiempo.
—Soy discípula de Mielikki —explicó Catti-brie—. He sido bendecida con poderes divinos y arcanos; no soy muy diferente de vosotros, a fin de cuentas, pero mis conjuros pertenecen a una época perdida hace tiempo y a una diosa que me temo que ya no existe.
Los padres no hacían más que mover la cabeza llenos de confusión. Se miraban el uno al otro con impotencia.
—Yo soy vuestra hija —les repitió tratando de calmarlos—. Soy Ruqiah, pero soy más que eso. ¡No estoy maldita, sino todo lo contrario!
—Por la manera que tienes de hablar… —dijo Kavita, moviendo la cabeza.
—Soy una niña sólo en cuanto al cuerpo —respondió Catti-brie.
Sopesó la posibilidad de ampliar sus explicaciones, pero desistió, pensando que eso les produciría más dolor a ambos y que no se lo merecían. Tampoco quería ponerlos en peligro y parecía obvio que la información podría implicar un gran riesgo.
También podía ponerlos en peligro su mera compañía, pensó. Desde luego, no sabía por qué los netherilianos iban tras ella, pero así era, tal como lo había dicho el asesino y acababa de confirmar el espíritu de Jhinjab. Tal vez tenía que ver con la prohibición a los bedine de usar magia, y Jhinjab la había traicionado atendiendo sólo a esa circunstancia. Pero incluso en ese caso, la atención sobre ella implicaría la sospecha hacia Niraj y Kavita.
Una atención no deseada.
Una sospecha peligrosa.
Catti-brie quiso acercarse a su altar y rezar a Mielikki. Miró al árbol e hizo un gesto de dolor. No, rectificó, no iría a rezar. Quería que Mielikki le confirmara que su instinto la estaba engañando.
Pero no era así.
—Tengo que dejaros —se oyó decir a sí misma.
Kavita rompió a llorar.
—¡No puedes! —le gritó Niraj—. Eres sólo una niña…
—Volveremos a vernos, os lo prometo —los tranquilizó Catti-brie—. Pero aquí corro peligro.
—¡Tú no puedes saber eso! —insistió Kavita.
—Pero lo sé, y vosotros también. Y os he puesto en peligro, he puesto en peligro a todos los desai. Por eso tengo que irme, y si los netherilianos vuelven a buscarme, contadles la verdad, no tiene importancia. Porque no me encontrarán.
—¡No, mi Zibrija! —sollozó Niraj, avanzando hacia ella.
Catti-brie levantó la mano y activó un sencillo conjuro que dificultó el avance de Niraj como si estuviera subiendo la ladera de una montaña.
—Os dejo con estas palabras —dijo la niña que no era niña—. Animaos, vosotros y los bedine. Volverán los viejos tiempos a Anauroch. La Diosa Amarilla, que es Amaunator, que es Lathander, volverá en toda su gloria y las arenas del desierto se tragarán a Netheril. Eso es lo que os pronostico, los bedine volverán a vivir como lo han hecho durante siglos antes del retorno de los archimagos.
»No temáis por mí, padres míos —prosiguió—. Me voy con la diosa y conozco bien mi camino. Nos volveremos a encontrar.
Ambos siguieron insistiendo en sus ruegos y trataron de acercarse a ella, pero Catti-brie usó otro conjuro para mantenerlos en su sitio. Empezó a girar y a cantar y a agitar los brazos, que acabaron convirtiéndose en alas, y su cuerpo tomó la forma de una lechuza.
Y salió volando silenciosamente hacia la noche del desierto.