PLANODEUDOS
Año del Renacimiento del Héroe (1463 CV)
Delthuntle
R
egis salió de Iruladoon y avanzó hacia la cegadora luz con paso seguro y determinado. Su resolución no era menor que la de Catti-brie, que se tomó este viaje como un asunto de fe y de devoción hacia su diosa, Mielikki.
Para Regis era la segunda oportunidad que sincera y desesperadamente necesitaba. Había sido durante tanto tiempo el acompañante, aquel al que se rescata y no el heroico rescatador. No podía dejar de pensar que siempre había sido el eslabón débil de la cadena que formaban los Compañeros del Salón.
Nunca más, se dijo resueltamente.
Esta vez no.
Iba cogido de la mano de Catti-brie, y de repente ya no. Se encontraba en el bosque primaveral, y de repente ya no.
Iba andando, y de repente flotaba.
Se encontraba en medio de las estrellas, al parecer, mientras el mundo, totalmente blanco y marrón y en gran parte azul giraba debajo de él, y se sentía libre, más libre de lo que había sido nunca en sus días corpóreos, más libre que nadie que él hubiera conocido jamás. En ese momento, absorbido por las esferas celestes, Regis sintió como si pudiera flotar y nadar eternamente y ser feliz por siempre.
El mundo se hizo cada vez más grande, o así fue como lo percibió él hasta que se dio cuenta de que estaba cayendo, sumergiéndose en la esfera de Toril, y no tenía miedo. Vio los contornos de la gran tierra de Faerun, de la Costa de la Espada, por la que había navegado muchas veces y que conocía bien, de las tierras de la Marca Argéntea y luego un mar interior, un vasto lago, con orillas recortadas de sobresalientes penínsulas y amplios puertos.
Entró en el agua y no tuvo la sensación de estar nadando, ni sumergido, sino más bien tuvo la impresión de haberse fundido con la sustancia, de haberse vuelto líquido él también, fluyendo ágilmente sin apenas esfuerzo.
Se deleitó en el viaje, entusiasmado por el dominio del elemento. Imaginó que este era otro regalo de Mielikki, porque no tenía noción de su herencia genética, ignorante de que estaba arriesgando las largas raíces de su renacimiento. Esperaba que sus dos compañeros también estuvieran volando, pero se equivocaba, porque este era su viaje, un toque particular añadido al halfling en que se iba a convertir.
La oscuridad lo envolvió, unas paredes oscuras y blandas lo presionaban firmemente, manteniéndole los brazos pegados al pecho. Sin embargo, sintió como si estuviera a gran profundidad en el líquido del Mar Interior y los latidos de su corazón reverberaban en sus oídos.
Pum, pum.
No, no era su corazón, pensó horrorizado y a la vez aliviado.
Estaba en el útero.
Era el corazón de su madre. ¿O tal vez debería considerar a esta mujer como su madre subrogada? No estaba seguro, no podía decidirlo. No en ese momento, no allí, porque sólo existía el impulso, la urgencia de luchar y retorcerse hasta liberarse. Las paredes lo presionaban por todos los lados, empujándolo, retorciéndolo, expulsándolo, incitándolo a que encontrara su salida.
Oyó voces, un grito de dolor, una exhortación de una voz más profunda.
—¡Otro empujón!
Las paredes de carne lo presionaron, lo estrujaron, lo apuraron. Él se agitó y luchó con furia, dándose cuenta de que este era el momento de su alumbramiento y sabiendo, por instinto y de manera consciente, que tenía que salir.
Sus latidos se intensificaron. A lo lejos se oyó otro chillido, seguido de ruegos más insistentes y de llantos.
Pum, pum. Pum, pum.
Los músculos lo presionaron, comprimiéndolo todavía más.
Pum, pum. Pum, pum.
Otro grito. Tuvo la sensación de que algo no iba bien.
Silencio.
Oscuridad.
Las paredes de carne dejaron de contorsionarse sobre él.
Pum, pum. Pum, pum.
Se estiró y se retorció, incapaz de respirar. Trató de revolverse y de luchar, pero no podía. Levantó un brazo, por encima de la cabeza.
Sintió la mordedura de una cuchilla, pero no podía gritar, y el brazo se le cruzó por delante, y la tumba acuática donde estaba sumergido se saturó de un sabor a cobre.
Pero entonces se abrió por la acción del filo de un cuchillo deslizante que finalmente lo liberó, lo extrajeron del vientre, de su tumba, y lo giraron con brusquedad y lo palmearon con fuerza en la espalda. Escupió y se atragantó, después tosió y lloró. No pudo hacer otra cosa que llorar, aterrorizado, confundido.
En ese momento de agitación no supo, no comprendió, que su nueva madre estaba muerta.
Sintió que los gusanos reptaban sobre él, pero no podía coordinar sus bracitos lo suficiente para sacárselos de encima a manotazos.
Un fastidio, se dijo repetidas veces durante los días y las oscuras noches, porque no eran más que chinches, cucarachas y otros bichos por el estilo, los mismos insectos que lo habían asediado en Calimport. A decir verdad, los insectos eran lo menos molesto del lugar para el bebé Regis. No podía moverse mucho —su cabeza era demasiado pesada para girarla a los lados mientras estaba acostado boca arriba—, pero había percibido lo suficiente de la choza destartalada como para darse cuenta de que su nueva familia, que al parecer estaba formada sólo por él y por su padre, era pobre de solemnidad.
Esto no era una casa, ni siquiera una chabola, sino un amontonamiento de maderas superpuestas, un rudimentario cobertizo en una zona ruinosa de cualquier sucia ciudad. Lo atendía una nodriza dos veces al día, según sus cuentas, pero se marchaba en seguida, dejándolo acostado en sus propios excrementos, muerto de hambre, rodeado de insectos.
A través de los huecos que dejaban las tablas del techo podía ver el cielo y darse cuenta de que estaba casi siempre gris. O tal vez fuera un engaño de sus tiernos ojos, que aún estaban tratando de ganar enfoque y claridad.
Lo que sí sabía era que llovía con mucha frecuencia, pues el agua goteaba sobre él.
De haber estado vestido, habría estado siempre mojado.
Una mañana en la que se encontraba acostado, envuelto por una fina lluvia que hacía brillar su piel bajo la difusa luz diurna, y mientras trataba en vano de usar una mano para espantar a un mosquito especialmente molesto, oyó un fuerte estruendo que lo alertó de que no estaba solo.
Su padre se acercó a él y se le apareció como una gigantesca figura desde su posición en la rudimentaria cuna, que en realidad era un trozo de madera apolillada rodeada de listones transversales para evitar que el bebé cayera al suelo.
Regis examinó cuidadosamente al hombre, se fijó en su rostro sucio, en su desdentada boca, en sus ojos vidriosos y en su cabello, escaso y desaseado. Los años lo habían quebrado, aunque no era muy viejo, según comprobó el bebé que no era un bebé. Él había visto eso muchas veces en las calles de Calimport en su temprana juventud, hacía ya casi un siglo y medio. La lucha permanente por cubrir las necesidades básicas, el desamparo, sin posibilidades de encontrar una salida ni de cambiar de lugar; allí estaba todo, grabado a fuego en el rostro de este halfling que tenía ante sí, en surcos de tristeza y frustración sin esperanza.
Sin previo aviso, las fuertes manos del hombre se acercaron a Regis y lo levantaron con facilidad de su cama.
—Espero que te parezcas a tu madre —dijo el halfling apoyando a Regis sobre su hombro y saliendo rápidamente de la casa.
Regis tuvo entonces su primera visión de la ciudad y le pareció que era un lugar muy grande, con hileras de casuchas y chabolas hacinadas ante los altos muros de las casas más respetables. En una colina que se veía a lo lejos, se levantaba un castillo. Su padre giró hacia un camino de madera, que descendía desde la posición de ambos y cubría una larga distancia, serpenteando, subiendo y bajando. Se veían pocos edificios a los lados de las plataformas y los que había eran meras ruinas.
Muy pronto se vieron rodeados por pájaros que volaban y se sumergían y graznaban ruidosamente, y Regis tardó algún tiempo en darse cuenta de que eran, en su mayoría, aves acuáticas. Tampoco se dio cuenta, hasta que su padre enfiló cuesta abajo otro tramo de pasarela, de que ese camino era en realidad un largo muelle y esa ciudad un puerto, aunque lo más raro es que se trataba de un puerto construido lejos de la orilla.
Y en una esquina de la pasarela se dio cuenta de lo grande que era el océano al captar una visión de las olas que aparentemente no tenían fin. Pensó en Luskan o en Puerta de Baldur, en Aguas Profundas o en Calimport, pero esta ciudad no era ninguna de ellas. Sin embargo, ellos avanzaban hacia el oeste, según pudo apreciar por la posición del sol en el cielo, y por eso tuvo la intuición de que debía de tratarse de la Costa de la Espada.
Sin embargo, no percibió olor a sal en el aire.
Avanzaron hacia la costa, hasta una pequeña playa encajonada entre una multitud de pequeños muelles y paseos de madera. En las aguas circundantes se balanceaban muchas barcas. Una pareja de humanos lanzaba una red muy remendada a las olas. Otro halfling excavaba en la arena, a la orilla del agua, buscando moluscos.
Su padre chapoteó en el agua y entró en ella hasta que le llegó a la cintura.
—Respira hondo, renacuajo —le dijo, y para espanto de Regis, lo bajó de su espalda y ¡lo hundió en el agua!
El bebé se retorció y pataleó con todas sus fuerzas, ¡con su propia vida!
Inútilmente, por supuesto, porque su débil y descoordinada fuerza física no podía contrarrestar la fuerza de las manos de un adulto halfling. En un acto reflejo, Regis aguantó el aliento, pero no pudo hacerlo por mucho tiempo, y de sus labios empezaron a salir pequeñas burbujas de aire. Trató de impedirlo, intentó mantener la boca cerrada.
¡Su padre lo estaba ahogando!
Todos los sueños con los que se había despedido de Iruladoon se le pasaron rápidamente por la cabeza en ese instante. Había imaginado la reunión de los Compañeros del Salón y había jurado y perjurado que no volvería a ser el acompañante, el alma desvalida que se queda en la retaguardia a la hora de luchar. No, se convertiría en un igual en los enfrentamientos futuros, y lucharía valientemente para salvar a Drizzt de la oscuridad que había insinuado Catti-brie, tal vez de las garras de lady Lloth.
Pero ahora no podría.
Su boquita se abrió y la invadió el mar. Trató de no tragar, de no toser, pero no podía resistir.
Tampoco podía librarse de las férreas manos de su padre.
Así pues, encontraría su premio final, tan seguro como si se hubiera metido con Wulfgar en la laguna. Antes de que se le hubiera dado siquiera la oportunidad de probar su valor, se acabaría todo.
Y no volvería a ver a sus amigos, como no fuera en los Campos Verdes…
—¿No es ese Eiverbreen? —preguntó un halfling que trabajaba en el muelle no lejos de allí.
—Sí —respondió su compañero enano—. Eiverbreen y su nuevo mocoso. Lástima que Jolee haya muerto al dar a luz.
—Sí.
—Pero ¿qué está pasando? ¿Eiverbreen está tratando de matar al renacuajo? Ah, pero ¿quién podría culparlo? Y el pequeñajo está mejor muerto, de todos modos.
—No, de eso nada —respondió el halfling, e hizo un alto en su trabajo y se acercó al borde del muelle, contemplando la escena desde más cerca. Su amigo enano lo siguió, las manos apoyadas en las caderas, sin mostrar la menor intención de intervenir, tanto si se trataba de un infanticidio como de otra cosa.
Regis fue sacado del agua tan bruscamente como lo habían sumergido. Su padre lo enderezó y le dio la vuelta para mirarlo a los ojos. El pequeño tosió y escupió, y de su cuerpo escurría el agua con tanta facilidad como lo había empapado.
Su padre, que había tratado ni más ni menos que de matarlo, sonrió.
—No estás azul —dijo soltando una áspera carcajada—. Sí, te pareces a tu madre. Por todos los dioses, no cabe duda de que la suerte te acompaña, ¿no te parece? Es nuestro secreto, por supuesto, ¡y vamos a conseguir unos buenos dineros!
Acto seguido, cogió a Regis bajo el brazo y rehízo el camino de vuelta por la larga, larga pasarela de madera, en dirección a su cobertizo.
El bebé estaba confuso. ¿Qué había pasado? ¿Qué había pretendido? ¿Torturarlo? ¿Aterrorizarlo? ¿Hacerle creer que lo estaban ahogando, que lo estaban matando? Pero ¿con qué fin? ¿Qué posible ganancia…?
Regis hizo grandes esfuerzos para tranquilizarse, para dejar de lado las preguntas que lo alteraban.
No se había ahogado, a decir verdad no había estado a punto de ahogarse y no había sentido ningún malestar físico aparte de la molestia que le causaban las manos de su padre, tan apretadas sobre su cuerpo.
Sin embargo, había permanecido bastante tiempo bajo el agua. No podía contener el aliento. No podía mantener cerrada la boca, no podía mantener a raya al agua. Pero no estaba azul, según le había dicho su padre, y desde luego, cuando había emergido del agua, ni siquiera había tenido que respirar ahogadamente.
¿Se debía esto a su corta edad, algo así como si su mente aún no pudiera reconocer ningún malestar?
¿Cómo podía ser eso?
Se aferró con todas sus fuerzas a la raída camisa de su padre mientras reflexionaba sobre el misterio. Sintió algo redondo y duro en su manita, y lo apretó instintivamente, y sólo cuando estaba cerca de su casa se dio cuenta de que era un botón.
Un botón sujeto por una sola hebra de hilo, según comprobó al palparlo, y cuando su padre hizo intención de devolverlo a la cuna, apretó todavía más el puño y tiró con todas sus fuerzas.
El botón se desprendió, y Regis procuró mantener la mano cerrada sobre él.
—Así pues, tienes sangre genasi —dijo su padre, pero Regis no tenía ni la menor idea de lo que podría significar ese nombre—. Eso hace que merezca la pena conservarte, afortunado mocoso. Como tu má’, sí, pero haremos que ese don resulte productivo.
Entonces salió del chamizo.
Regis no entendió nada, desde luego, pero se dijo que había que tener paciencia. Tenía tiempo más que suficiente, si Mielikki quería, para llevar a cabo todos sus planes. Un montón de tiempo, pero no tanto como para desperdiciarlo.
Veintiún años por delante; los emplearía bien. Tal como se lo había propuesto al abandonar Iruladoon, no malgastaría ni un solo día.
Consiguió levantar su manita hasta la altura de los ojos y abrió el puño lo suficiente para ver el botón. Pensó en darle vueltas con los dedos, pero un espasmo involuntario sacudió su brazo y estuvo a punto de perder el objeto.
De habérsele caído, no habría tenido la posibilidad de recuperarlo… lo más probable es que lo cogiera una rata y huyera con él.
En cambio, lo volvió apretar repetidamente, entrenando sus dedos, ejercitando sus músculos, aumentando su destreza. Lo mantuvo apretado cuando el ama de cría vino a alimentarlo, mantuvo el brazo bajado y pegado al costado y se recostó sobre él para mantener seguro el botón mientras dormía.
Algunos días después, consiguió pasarlo a la otra mano, a su mano izquierda. Una vez más lo elevó hasta la altura de los ojos y luego hizo un alto y lo examinó.
Identificó su pulgar y los tres dedos que lo acompañaban, y el muñón donde debería estar su meñique.
La visión retrotrajo al halfling en el tiempo, hasta el encarcelamiento al que lo había condenado Artemis Entreri, durante el cual le había cortado ese dedo para enviarle un aviso a Drizzt…
¿Se había traspasado aquella herida física a este nuevo cuerpo? ¿Cómo podía ser?
Miró fijamente el muñón y entonces notó la escarpada línea de piel y la costra, aún no curada del todo. No, esta no era una secuela de la crueldad de Entreri, pensó, sino un irónico giro del destino. Recordó el momento de su nacimiento, cuando su madre había muerto, ahora lo entendía: la partera había utilizado un cuchillo para abrir a la parturienta y sacarlo a él. Recordó el agudo y ardiente dolor, y ahora se acababa de dar cuenta de su origen.
El bebé halfling permaneció acostado durante largo tiempo, mirándose la herida, perdido en los recuerdos más que en sus esperanzas y aspiraciones.
Se liberó de los malos pensamientos y repitió los ejercicios, exactamente igual que lo había hecho con la otra mano, extendiendo y apretando, aumentando su fuerza y su memoria muscular.
Una semana más tarde, empezó a hacer rodar el botón entre los dedos, primero una mano, luego la otra, sintiendo el juego mientras lo alzaba sobre un nudillo para cogerlo entre ese dedo y el siguiente, y deslizarlo de nuevo. Atrás y adelante, del meñique al pulgar y del pulgar al meñique, en la mano derecha, del meñique al anular y del anular al pulgar de la izquierda.
De una mano a la otra.
Casi podía sentir las conexiones que se establecían entre su pequeño cerebro y sus músculos, como así era, para acostumbrarse a sus dedos y a los sutiles movimientos musculares que controlan a cada uno de ellos.
Algún tiempo después, no podía saber cuántos días o incluso semanas habían pasado, su padre volvió a buscarlo y se lo llevó de nuevo a la pequeña playa entre los muelles.
Volvió a encontrarse bajo las olas, hasta que las burbujas salían de su boca y el agua la inundaba. Trató de calcular mentalmente el tiempo que pasaba hasta que lo levantaron y lo sacudieron, pero sólo para volver a sumergirlo poco después.
—Llegarás al fondo —le dijo su padre al sacarlo del agua, luego lo volvió a sumergir.
—Donde están las ostras —agregó su padre en la siguiente emersión.
—¡Un maestro de la inmersión, como tu má’! —manifestó el sucio y harapiento halfling, y Regis se encontró de nuevo bajo el agua.
Esta vez durante mucho más tiempo. Él dejó de tener conciencia de cuánto tiempo había pasado dentro del agua. Poco a poco sintió la necesidad de respirar, pero no era una sensación urgente, como si se estuviera ahogando, sino más bien un deseo.
Pasaron muchos minutos antes de que su padre lo izara de nuevo. El halfling padre lo examinó minuciosamente, luego soltó una sonora carcajada, claramente satisfecho.
—No tienes la cara azul.