HIJO DE LA ESTIRPE
Año del Renacimiento del Héroe (1463 CV)
Ciudadela Felbarr
T’
aseguro que ya siento’l invierno en mis viejos güesos —dijo el rey Emerus Warcrown a su amigo y consejero Parson Glaive.
El rey Emerus abrió los brazos de par en par, y sus musculosos hombros se flexionaron y aumentaron de volumen. Había cumplido doscientos años hacía ya bastante, pero seguía teniendo un físico que sería la envidia de un joven de cincuenta, y pocos, fuera cual fuese su edad, querrían medirse en combate con este orgulloso antiguo escudero enano. Se aproximó a un lateral de la habitación, cogió un gran leño con una sola mano y lo llevó hasta la chimenea para alimentar las llamas.
—Sí, va a ser duro —asintió Parson Glaive, clérigo principal de Ciudadela Felbarr, jefe de la iglesia y recién nombrado Administrador Temporal por Emerus en caso de que algo le sucediera al rey—. La nieve’stá mu’alta en la Puerta de las Runas del oeste. Envié una horda de cavadores a limpiarla pa’ que pueda rodar sin atascos la prósima caravana.
—¡No creo que pueda rodar n’algún tiempo! —dijo Emerus soltando una carcajada—. ¡Deslizarse, pue ser, pero no rodar!
—Efe’tivamente —dijo su amigo de negra barba y cabeza calva, y se unió a las carcajadas.
El inicio del 1463 había significado para los enanos de la Ciudadela Felbarr un bienvenido respiro en los permanentes conflictos —orcos y salteadores de caminos y dificultades similares— que habían infestado la zona durante el año anterior. Martillo, el primer mes, había sido bastante frío y no había permitido el necesario deshielo de las últimas nieves de 1462; y el segundo mes, al que acertadamente apodaban Garra del Invierno, se había manifestado con un estallido de copiosas nevadas en toda la Marca Argéntea. La descripción que Parson Glaive había hecho de la situación en la Puerta de las Runas del oeste no era exagerada en absoluto.
Emerus Warcrown sacudió las manos una contra otra para librarse de las astillas y de la suciedad, luego las pasó por su poblada barba, más canosa que amarillenta a estas alturas de su vida, pero todavía tan espesa como la de cualquier enano.
—Pa’ece que no me voy ‘poder sacar hoy el frío’e los güesos —dijo, e hizo un exagerado guiño a su amigo—. Pue que necesite un traguito’e brandy.
—Sí, un buen trago —respondió alegremente Parson Glaive.
Emerus se acercó a su reserva privada, guardada en una robusta alacena situada en uno de los laterales del acogedor salón. Ya había echado mano de la botella más adornada de todas, un frasco de cuello estrecho y cuerpo ancho del mejor brandy de Mirabar, cuando se abrió súbitamente la puerta de su cámara privada con un estruendoso golpe. Emerus Warcrown soltó la botella y gritó:
—¿Qué pasa? —Y no consiguió atrapar la botella antes de que se estrellara sobre el estante de la alacena, pero sin llegar a romperse, por suerte—. ¿Qué? —volvió a gritar el rey enano, girándose hacia la puerta, donde vio a un guerrero enano, musculoso y con los ojos fuera de sus órbitas que daba saltos y braceaba, con la cara tan roja como su inflamada barba. Por la cabeza del rey desfiló un sinfín de terribles desgracias mientras observaba al recién llegado, Reginald Roundshield, o Erre Erre, como era comúnmente conocido, capitán de la guardia de la Ciudadela Felbarr.
Pero esas supuestas catástrofes se desvanecieron cuando Emerus se tranquilizó y observó a Erre Erre más detenidamente, sobre todo la ancha sonrisa del enano de barba roja.
—¿Qué sabes? —preguntó Emerus.
—¡Un hijo, mi rey! —respondió Reginald.
—¡Qu’alegría! —exclamó Parson Glaive—. ¡Qu’alegría! Yo bendeciré a ese niño en nombre de Clangeddin, o seguro que Erre Erre lo lamentará.
—L’eleción es Clangeddin —confirmó Reginald—. Hijo del capitán.
—Hijo de la estirpe —reafirmó Emerus Warcrown, y sacó tres copas grandes y empezó a servir el brandy de la celebración. ¡Y no fue nada rácano!
—Mi pa’ fue capitán, mi abuelo fue capitán y antes que él lo fue su pa’ —dijo Reginald, rebosante de orgullo—. ¡Y eso es lo que va’ ser m’ijo!
—¡Entonces, hijo del hijo del hijo del hijo d’un capitán! —se congratuló Parson Glaive, aceptando la copa que le tendía Emerus y dando cuenta rápidamente de ella después de alzarla y brindar.
—Además, es un niño robusto —confió Reginald a sus acompañantes, que chocaron vigorosamente el vaso con él—. ¡Y ya está dando mucha guerra, os lo digo yo!
—No podría ser d’otro modo —agregó Emerus Warcrown—. ¡No se concebiría que fuera d’otra manera!
—¿Y qué nombre le vas’poner? ¿El mismo qu’el tuyo, pues?
—Eso es, dos mitades, como mi pa’ y su pa’ y su pa’ y su pa’.
—¡Entonces un pequeño Erre Erre! —celebró el rey de Felbarr, levantando de nuevo su copa de brandy para brindar una vez más, pero lo reconsideró y volvió a bajarla. Reginald Roundshield y Parson Glaive lo miraron con curiosidad.
—¿Rompebuches? —preguntó Emerus Warcrown con tono cómplice, refiriéndose a la bebida enana más brutal y potente.
—¿Qu’otra cosa podría irle mejor al nacimiento d’un Roundshield? —respondió Parson Glaive.
El rey asintió y miró al comandante de su guardia con un gesto muy serio.
—Asegúrate que yo’sté presente cuando vayas’ darle al pequeño Erre Erre su primer sorbo de Rompebuches —lo conminó—. ¡No me quiero perder la cara ’el chiquillo cuando lo trague!
—¡Será un gesto de querer más! —fanfarroneó Reginald, y los tres volvieron a reír a carcajadas mientras el rey Emerus echaba mano de una botella de su reserva del potente líquido.
Él no estaba preparado para esto. ¿Cómo puede estar alguien preparado para esto?
Bruenor Battlehammer, dos veces rey de Mithril Hall, estaba acostado en una cuna colocada en una habitación oscura de la Ciudadela Felbarr, agitando sus bracitos infantiles, pataleando con sus diminutas piernas, y poco estaba bajo su control. Todo era muy extraño, todo resultaba grotesco. Podía sentir sus miembros, era consciente de su cuerpo, pero sólo de una manera vaga, distante, como si no fueran realmente suyos, sino algo prestado.
Y así era, se maravillaba él, en las fracciones de tiempo en que podía pensar con claridad, ¡porque hasta parecía que controlaba su cerebro sólo a medias!
Entonces, ¿era eso lo que les ocurría a los bebés? ¿Se encontraban todos así, extraños en sus propias formas, capaces sólo de una mínima coordinación, pero en vías de conseguir esa destreza, como si sus pequeños cerebros no hubieran encontrado aún una manera de comunicarse con sus propios miembros?
O tal vez era algo más, según se temía el anciano bebé enano. ¿Era una perversión, un robo del cuerpo de otro? Y, si lo era, ¿podría el acto haber dañado el ciclo de la vida? ¿Estaría condenado a agitarse y balbucear?
¡Un alma cándida y un tonto, eso es lo que había sido por abandonar el bosque, por no seguir disfrutando de la justa recompensa al lado de Moradin!
Bruenor trató de centrarse, de conseguir una concentración profunda, pidiendo a sus brazos que detuviesen su incesante agitación. Pero no pudo, y tuvo conciencia de que algo estaba mal.
Entonces, el regalo de Mielikki era una maldición, pensó horrorizado. Esto no era una bendición, y ahora sufriría durante toda su vida —¿cuántos años?, ¿doscientos, trescientos?— como un pasmarote, como una atracción de feria.
Luchó por controlarse.
Falló.
Batalló con todas sus fuerzas, con la férrea voluntad de un rey enano.
Volvió a fallar.
Sintió que en su interior hervía la indignación, un terror que dio lugar a un grito primario, pero Bruenor ni siquiera pudo controlar la inflexión ni el timbre de ese grito.
—Oh, mi pequeño Reggie —escuchó que decía una reconfortante voz femenina, y una angelical cara enana asomó por la barandilla de su cuna, con una sonrisa luminosa y una expresión de cansancio.
Unas manos gigantescas cogieron y levantaron con toda facilidad a Bruenor, acercándolo a un pecho enorme y monstruoso.
—Ah, m’has traío a tu mocoso —dijo Emerus Warcrown a su capitán de la guardia cuando Reginald Roundshield entró en la sala de batallas, con el niño a su espalda metido en un portabebés enano.
Reginald le dedicó una sonrisa a su rey.
—No pue’star mi niño acostado to’l día. Hay mucho qu’aprender.
—El niño vino al mundo no hace ni un mes —le hizo notar Parson Glaive.
—Así es, me pa’ece que ya debería tener una espada en la mano —respondió Reginald, y todos se rieron.
Balanceándose sobre la espalda de su padre, Bruenor estaba contento de estar fuera de la cuna, y su felicidad porque lo transportaran no hizo más que aumentar cuando los tres enanos empezaron a tratar la situación política y la seguridad de las Puertas de las Runas de la Ciudadela Felbarr.
Bruenor escuchó atentamente, sólo unos instantes. Pero en seguida pensó en comer, porque su estómago rugía. Luego reparó en el picor que tenía en la espalda. Entonces se miró la mano, su regordeta manita enana… y de sus labios babeantes surgió un sonido, «mierda».
Trató de centrarse, escuchar aquella conversación, porque lo distraería de las necesidades imperiosas que parecían presionarlo a todas horas. Pero acabó lamentando las humillaciones de su postura. Él, el rey Bruenor Battlehammer, se balanceaba con impotencia sobre la espalda de un capitán de la guardia. Él, el rey de Mithril Hall, tenía que soportar que lo alimentasen, lo cambiasen, lo bañasen y…
El bebé dejó escapar un grito, que le salió de lo más hondo y que Bruenor no pudo controlar. ¡Cómo odiaba eso!
—O haces callar al bebé o se lo’ndilgas de vuelta a su ma’ —le dijo Parson Glaive.
—Bah, n’hay que preocupa’se —dijo el rey Emerus—. Lo’sus gritos serán gritos de guerra mu’pronto, y Pequeño Erre Erre va’traer algunas cabezas d’orcos pa’spachurrar.
Así pues, siguieron adelante con su reunión y Bruenor trataba de escuchar, con la esperanza de ponerse al tanto de los acontecimientos de la Marca Argéntea.
Pero tenía hambre, y tenía picores, y su mano era tan tentadora…
—¿Y cuánto tiempo? —preguntó Uween Roundshield a Parson Glaive cuando este llegó a su casa una mañana dos meses después. La casa Roundshield era una pulcra vivienda de piedra situada en el nivel más elevado del complejo residencial de la Ciudadela Felbarr.
Bruenor aguzó el oído y trató de darse la vuelta sobre la manta que su madre, Uween, había extendido en el suelo para él. Quería tener una mejor vista del interlocutor, pero su cuerpecito apenas podía moverse siguiendo sus órdenes y tuvo que acabar girando su enorme cabeza hacia un lado y conformarse con ver al clérigo por el rabillo del ojo.
—Es difícil deci’lo —respondió Parson Glaive—. Los pasos s’han r’abierto, y mu’ pronto’starán llenos d’orcos.
—¡Los orcos, siempre los orcos! —murmuró Uween—. ¡Muchas Flechas, muchos orcos!
Esas palabras provocaron un gesto de dolor en el bebé acostado sobre la manta, y produjeron una gran desazón en la confusa sensibilidad de Bruenor Battlehammer. Muchas Flechas, el reino de los orcos… establecido por la bestia Obould y ratificada su existencia por un tratado que el propio Bruenor había firmado hacía un siglo. Bruenor había pasado toda su vida —la primera, al menos— preguntándose si había cometido un error al firmar la paz con Obould. Nunca había estado contento con esa decisión, aunque no había tenido mucha elección. Su ejército de Mithril Hall no podría haber derrotado a los miles de combatientes de Obould y no habría podido empezar a expulsarlos del país; además, los demás reinos de la Marca Argéntea, especialmente Sundabar y Luna Plateada, e incluso las ciudadelas enanas de Felbarr y Adbar, habrían condenado su decisión de entrar en semejante guerra. El precio habría sido demasiado alto, por eso entre todos habían tomado aquella decisión.
Y así había nacido el reino de Muchas Flechas y, con él, la paz… así estaban las cosas.
Porque, después de todo, eran orcos y las constantes incursiones de las bandas de forajidos habían infestado aquellas tierras durante el resto de la (primera) vida de Bruenor y, según parece, a la vista de la conversación que se estaba desarrollando en su presencia, no había cambiado nada.
—Erre Erre los mandará de güelta’sus bujeros —aseguró Parson Glaive a Uween.
—Hay qu’atravesar el Surbrin y acabar con ellos como los perros que son —respondió Uween.
—No’stoy a favor de la lucha —dijo Parson Glaive—. Y sé que muchos van con esa misma cantinela por ahí. Demasiadas peleas, demasiadas incursiones. Al rey Obould, o como quiera que se llame, se le ha pedío que ponga freno a los desmanes de sus súditos, y incluso Mithril Hall se ha hecho eco de esa advertencia.
—Bien por Mithril Hall, que parece estar dispuesto a enmendar el error de su antiguo rey…
Al oír eso los ojos de Bruenor se llenaron de lágrimas, incluso cuando Parson Glaive interrumpió a Uween.
—No debes hablar asín —se opuso él—. Era una época diferente, un mundo diferente, y el rey Bruenor firmó con la bendición del mismísimo Emerus Warcrown. Pue’ que todos nosotros nos hayamos equivocao. Ten por seguro que a nuestro rey nunca le agradó esa decisión tomada hace tanto tiempo.
—Podría ser —asintió Uween.
Entonces, Parson Glaive fue hacia la puerta y Uween volvió a sus quehaceres (entre los que figuraba un concienzudo entrenamiento con la espada para estar en condiciones de luchar) dejando a Bruenor, el Pequeño Erre Erre, que se entretuviera solo sobre la manta. Poco después, el niño se durmió.
Los sueños de Bruenor se poblaron de imágenes de la Garganta de Garumn, y ante sus ojos flotaba una pluma de ave que garabateaba su nombre en el tratado que tomó el nombre del lugar.
La mano sarmentosa y verrugosa de un orco cogió la pluma en el aire y Obould —¡con qué claridad se imaginaba todavía Bruenor a la espantosa bestia!— casi rompió la punta del útil de escribir cuando garabateó su nombre en el documento. Era evidente que el gran orco no estaba más satisfecho que Bruenor con esta «paz», a pesar de que se había firmado a petición suya.
Los pensamientos de Bruenor lo llevaron a otro lugar, a su antigua morada en Mithril Hall, con Drizzt sentado a su lado, asegurándole que había hecho lo correcto para su pueblo y para su legado.
¿Pero era eso cierto? Incluso ahora, pasado ya un siglo, seguía habiendo dudas. ¿Acaso no había proporcionado a esos asquerosos orcos una plataforma desde la cual miles de bandas de forajidos lanzaban sus interminables emboscadas?
Trató de examinar la cuestión, pero no pudo, porque, a pesar de que tenía casi tres meses, las fastidiosas exigencias de un cuerpo que a duras penas podía controlar se imponían a su sensibilidad, lo sustraían de sus sueños y, por ende, de sus contemplaciones, centrándolo en necesidades más inmediatas.
—¡No! —balbució el niño, y se le vino a la cabeza otro recuerdo, que lo invadió con tanta fuerza como lo había vivido.
Estaba sentado en el trono de Gauntlgrym y se le revelaron e infundieron la sabiduría de Moradin, la fuerza de Clangeddin y los misterios de Dumathoin.
Estaba apoyado sobre las rodillas y las palmas de las manos. Trató de curvar los dedos de los pies hacia abajo para ponerse de pie sobre la manta, pero se cayó hacia un lado.
—¿Ah, por fin vas a empezar a gatear, no cariño? —oyó decir a su madre, y entonces ella dejó escapar un suspiro mientras Bruenor se empeñaba tercamente en volver a incorporarse sobre las manos y las rodillas.
—¡Muy bien, muy bien, mi pequeño! —se alegró Uween—. ¿Quién es el más listo…?
La voz se amortiguó, porque esta vez Bruenor dobló apropiadamente los dedos de los pies. Sintió correr por sus venas el poder del Trono y se irguió, afirmándose sin vacilación sobre los dos pies.
—Pero ¿cómo has hecho eso? —gritó Uween.
Parecía angustiada, y fue justo en ese momento cuando Bruenor se dio cuenta de que estaba yendo demasiado lejos y demasiado de prisa. La miró, y tuvo el cuidado de poner una mirada de asombro, incluso de miedo, en su carita angelical y barbilampiña, antes de caer al suelo.
Allí estaba Uween para echarle mano y elevarlo en el aire y decirle que era un chiquitín muy listo y con mucha fuerza.
Entonces, Bruenor casi forma una palabra para decirle que tenía hambre, pero recordó cuál era su situación.
En ese momento estaba centrado como nunca lo había estado antes. Entonces, cuando yacía en la oscuridad para echarse una siesta o durante el sueño de la noche, Bruenor afinaba mucho mejor sus siempre dispersos pensamientos, recordando el Trono de los Dioses, sintiendo de nuevo la bendición del poderoso trío. Tendría que estar descansando tranquilamente, tal vez retorciéndose y rodando hacia un lado o hacia el otro para ponerse más cómodo, sin embargo, Bruenor ejercitaba sus pequeños dedos, flexionaba sus piernas y las estiraba repetidamente, y ejercitaba su mandíbula, formando palabras, recordando palabras, enseñando a este nuevo cuerpo los patrones del habla.
Trató de mantener alejadas las persistentes dudas relativas a sus elecciones previas y procuró no pensar siquiera en la responsabilidad y el juramento con los que se había comprometido al regresar de nuevo a este lugar. Ya habría tiempo para eso, dentro de algunos años. Por el momento, simplemente tenía que tratar de controlar este extraño cuerpo.
Una tarde, apenas una semana después, mientras Bruenor seguía ensimismado en esas antiguas dudas y hundido en la ciénaga política de lo que había sido su vida pasada, el rey Emerus Warcrown y Parson Glaive entraron en la casa Roundshield con el semblante ensombrecido. Bruenor no podía oír la conversación, porque ambos le hablaban en voz baja a Uween en el umbral de la casa, pero su repentino grito de negación lo dijo todo.
El rey Emerus y Parson Glaive la cogieron cada uno por un brazo y la ayudaron a llegar hasta la mesa y a sentarse en una silla.
—Luchó como correspondía a un Roundshield —le aseguró el rey Emerus—. A su alrededor había un montón de orcos despedazados.
—Así es. Erre Erre era un gran guerrero —dijo Parson Glaive.
—Reginald —corrigió una Uween ya recuperada—. Reginald Roundshield, de los Roundshield de Felbarr, hijo del hijo del hijo de un capitán.
—Sí, señor —asintieron los visitantes al unísono, y los tres se dieron vuelta para mirar al niño que estaba en el suelo, y Bruenor sintió intensamente la compasión de todos ellos.
—Salud, entonces, al pequeño Erre Erre —oyó decir al rey de Felbarr, pero su voz le sonó muy lejana, porque la cabeza de Bruenor seguía dándole vueltas a la Garganta de Garumn, a su elección, a sus dudas.
—Hijo del hijo del hijo del hijo de un capitán —sentenció Emerus Warcrown—. Porque un día será el jefe de la guardia de Felbarr, ¡no lo dudéis!
Entre el maremágnum de sensaciones incipientes, de la apabullante naturaleza de su nueva vida de recién nacido, Bruenor sintió que en su interior rugía la urgente necesidad de gritar.
Pero se adentró en su pasado, acudió al Trono de los Dioses, y se contuvo.
Entonces recordó que él era el rey.