1

EL CICLO DE LA VIDA

Año del Llanto de los Elfos (1462 CV)

Iruladoon

-¿E

h? —preguntó el enano barbirrojo.

Qué mago, qué magia, qué fuerza le habían hecho esto, se preguntó. Había estado en una caverna, a gran profundidad en la antigua patria de Gauntlgrym, tratando de accionar una palanca para activar una magia antigua que permitiera controlar de nuevo al primordial volcánico que había arrasado la región.

¿Había sido su esfuerzo el que había provocado la erupción del volcán? ¿Lo habría lanzado lejos de la montaña esa fuente de energía? Eso parecía, porque allí estaba, fuera de la caverna, fuera de la Antípoda Oscura y tendido en un bosque de flores y zumbadoras abejas, cerca de una tranquila laguna…

No podía ser.

Se puso de pie, con sorprendente facilidad, con sorprendente ausencia de esfuerzo para un enano de avanzada edad como él.

—¿Pwent? —llamó, y el tono de su voz reflejaba confusión.

¿Cómo podía haber sido lanzado a través de la tierra? La última voz que recordaba era la de Thibbledorf Pwent, que le suplicaba que accionara la palanca para encerrar al primordial en la jaula mágica.

¿Era esto obra de un mago? La mente de Bruenor daba vueltas en confusos círculos, sin encontrar lógica alguna. ¿Lo había teleportado algún mago desde la caverna? ¿O se había fraguado una puerta mágica, a través de la cual había caído sin darse cuenta? ¡Sí, seguro que había sido eso!

¿O quizá había sido un sueño? ¿O el sueño era lo que tenía ante sus ojos?

—¿Drizzt?

—Bienvenido —dijo una voz detrás de él, y Bruenor casi se sale de las botas del susto. Se dio media vuelta y vio ante sí un halfling regordete con cara de querubín y una sonrisa de oreja a oreja que auguraba problemas.

—Rumblebelly… —consiguió balbucear Bruenor, dirigiéndose a su viejo amigo por su apodo.

No, nada de viejo, pensó. Ante él se encontraba Regis, pero era varias décadas más joven que cuando se habían conocido en el Bosque Solitario, en el Valle del Viento Helado.

Por un instante, Bruenor se preguntó si el volcán lo había hecho retroceder en el tiempo.

Tartamudeó mientras trataba de continuar. No era capaz de encontrar palabras sensatas para salir de su incoherencia ni de enhebrar pensamientos lógicos.

Y entonces a punto estuvo de caerse cuando por la puerta delantera de la casita situada a la espalda de Regis salió un hombre, un gigante en comparación con el diminuto halfling.

Bruenor se quedó boquiabierto y ni siquiera trató de hablar, inundados los ojos de lágrimas, porque allí estaba su chico, Wulfgar, que volvía a ser joven, alto y fuerte.

—Acabas de mencionar a Pwent —le dijo Regis a Bruenor—. ¿Estabas con él cuando caíste?

Bruenor se tambaleó. Le vino a la cabeza la gran batalla al borde del pozo del primordial, en Gauntlgrym. Sintió la fuerza de Clangeddin, la sabiduría de Moradin, la inteligencia de Dumathoin… Ellos habían acudido en su ayuda en esa planicie, en su esfuerzo final, en su victoria en la antigua tierra de Gauntlgrym.

Pero aquella victoria se había conseguido a un alto precio, Bruenor lo sabía ahora a ciencia cierta. Él había estado con Pwent…

Las palabras de Regis fueron como un golpe directo al estómago y lo dejaron sin respiración. «¿Estabas con él cuando caíste?»

Bruenor sabía que Rumblebelly estaba en lo cierto. Cuando cayó. Estaba muerto. Tragó saliva y echó una mirada en derredor para examinar el lugar que, con toda seguridad, no era la Patria de los enanos, la residencia de Moradin.

Pero él había fallecido, y también estos dos. Había enterrado a Regis hacía un siglo bajo un túmulo de piedras en Mithril Hall. Y Wulfgar, su chico, sin duda se había muerto de viejo. Pero ahora apenas parecía haber cumplido veinte años, a pesar de que tendría que estar en su segundo centenario de vida suponiendo que los humanos pudieran vivir tanto tiempo.

Ellos tres estaban muertos, y seguro que también Pwent había caído en Gauntlgrym.

—Está con Moradin —dijo Bruenor más para sus adentros que dirigiéndose a los demás—. En la Patria de los enanos. Allí tiene que estar.

Miró a sus dos compañeros.

—¿Por qué yo no?

Regis sonrió, con tranquilidad, casi con compasión, confirmando los temores de Bruenor. De todos modos, Wulfgar no lo volvió a mirar, más bien fijaba la vista detrás de él. De todos modos, la expresión del rostro de Wulfgar atrajo la atención de Bruenor, porque era cálida y cautivadora, y cuando Bruenor volvió a mirar a Regis, se dio cuenta de que la sonrisa del halfling había pasado de la compasión a la alegría cuando Regis centró su mirada más allá del enano y asintió con la barbilla.

En ese momento Bruenor empezó a oír la música, tan apacible, tan constante, tan apropiada, que había ido llenando el lugar.

Lentamente, Bruenor se dio la vuelta, fijó sus ojos en un punto al otro lado de la laguna, en un pequeño prado donde destacaba una hilera de árboles.

Allí estaba bailando ella, su amada hija, con un vestido blanco de varias capas de vaporosos tules, amplios pliegues y preciosos encajes, y una capa negra cuyo vuelo acompañaba cada uno de sus giros como una sombra viva, una negra extensión de sus leves pasos.

—Por todos los dioses —murmuró el enano, sobrecogido por primera vez en su larga vida. Ahora que esta había quedado atrás, Bruenor Battlehammer cayó de rodillas, se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.

Y eran lágrimas de alegría, de justa recompensa.

Catti-brie no estaba cantando.

No se daba cuenta de que lo hacía.

Las palabras no le pertenecían. De ella fluía la melodía de la canción, pero no la controlaba ella, y la armonía de la música del bosque, que permeaba el aire y se adhería a la canción, no la producía ella.

Porque Catti-brie no estaba cantando.

Estaba aprendiendo.

La letra era de la canción de Mielikki, que ponía voz a la armonía de este lugar, Iruladoon, este regalo de Mielikki. Aunque Catti-brie, Regis, Wulfgar y ahora Bruenor habían entrado en ese extraño paraíso, el regalo de Iruladoon era un presente, sobre todo, para Drizzt Do’Urden.

Catti-brie lo entendió en ese momento. Al igual que el tejido de la magia que había estudiado como maga en ciernes, tenía cada vez más claras las pautas del futuro de Mielikki. Mielikki era la diosa del ciclo, de la vida y la muerte, del marchitar del otoño y la renovación de la primavera.

Iruladoon era la primavera.

A través de la letra de la canción, Catti-brie lanzó un conjuro sin darse cuenta. Avanzó hacia sus tres amigos, caminando sobre las aguas de la laguna. A medida que se acercaba con gracia por encima del agua para reunirse con los demás, su canción les llegaba con más claridad, no en la música del bosque, sino en palabras específicas, pronunciadas en muchas lenguas, nuevas y antiguas:

Lo que es antiguo es nuevo otra vez,

cuando la magia se vuelve a tejer

y las sombras se amortiguan,

y los héroes esperan de los dioses

que los lleven de vuelta a Faerun.

Lo que está construido se puede destruir,

pero lo que se destruye se puede reconstruir.

Este es el secreto,

esta es la esperanza,

esta es la promesa.

La mujer cerró los ojos y respiró hondo, afianzándose, callada por primera vez desde que ella y Regis habían llegado a este lugar. Habían tardado diez días según su propio tiempo, pero habían pasado casi cien años del mundo de Toril fuera de Iruladoon, donde de vez en cuando echaba el ancla el mágico bosque.

—Mi niña —susurró Bruenor cuando ella volvió a abrir los ojos para mirar al visitante recién llegado al bosque.

Catti-brie le sonrió, luego corrió hacia él y se fundieron en un fuerte abrazo. Regis saltó a su vez y se unió a ellos, porque muchos de los días transcurridos en el bosque los había pasado buscando sin éxito a la mujer que cantaba. Los tres se separaron y volvieron a mirar a Wulfgar, cuya expresión reflejaba su agitación interior.

El bárbaro sólo llevaba allí tres días del tiempo de Iruladoon y no tenía las ideas más claras que las de Bruenor con respecto al lugar, o incluso que Regis, que había pasado muchas horas sentado a la orilla de la laguna, cuidando su pequeño jardín y tallando piezas a partir del hueso frontal de la trucha de jarrete, siempre disponible allí.

—Finalmente has dejado de cantar esa canción… —empezó a decir el halfling, pero Bruenor le impuso silencio.

—Ah, mi niña —exclamó, pasando su robusta mano (su robusta y joven mano, observó) por la preciosa cara de Catti-brie—. Qué d’años han pasao ya. Siempre’stuviste en mi corazón, y tos los caminos qu’he recorrío nunca tuvieron sentido pa’ mí porque no’stabas tú.

Catti-brie cubrió con sus manos las del enano.

—Siento mucho el dolor que has sufrido —susurró.

—¡Estoy seguro de que yo me habría vuelto loco! —bramó de repente Wulfgar, y todos volvieron a fijarse en él.

—Yo estaba cazando —murmuró, hablando más para sí mismo que para los demás, y empezó a pasear a grandes zancadas—. Un anciano… —Hizo una pausa y se volvió hacia sus compañeros, alzando al cielo los brazos abiertos—. ¡Un anciano! —insistió—. ¡Un hombre con hijos mayores de lo que yo aparento ahora, con nietos mayores de lo que yo aparento ahora! No sé qué cura me aplicaron. ¿Fue una maldición o una bendición?

—Una bendición —respondió Catti-brie.

—¿Me bendijo tu dios?

—Mi diosa —lo corrigió ella.

—Diosa, pues —aceptó Wulfgar—. ¿Estoy bendecido por tu diosa? ¡Entonces he sido condenado por Tempus!

—No —empezó a decirle Catti-brie, y se apartó de Bruenor para dirigirse hacia Wulfgar, que hizo un visible gesto de dolor y se fue alejando de ella paso a paso.

—¡Esto es una locura! —gritó Wulfgar—. ¡Yo soy Wulfgar, hijo de Beornegar, que sirve a Tempus! Estoy muerto. ¡Acepto mi derrota y mi mortalidad, pero no estoy en la morada de mi dios guerrero! ¡Ni hablar, esto no es una bendición! —le espetó esta última frase a Catti-brie como si estuviera formulando su propia maldición—. ¿Juventud? —preguntó con un tono burlón—. ¿Curación? ¿Son esas las bendiciones? ¿A qué precio?

—No es como tú piensas —le aseguró Catti-brie.

Bruenor le acarició la mejilla y ella se dio la vuelta.

—Tú moriste en Gauntlgrym —le dijo Catti-brie—. Al lado de Thibbledorf Pwent, efectivamente, pero sabes que vencisteis ese día y fuisteis enterrados con honores al lado de vuestro escudo enano y al lado del trono de los dioses en la cámara de la entrada.

Bruenor inició una respuesta, pero se le atragantaron las palabras.

—¿Cómo lo sabes? —acabó preguntándole.

Catti-brie se limitó a sonreír con satisfacción, disipando todas las dudas que alguien pudiera tener sobre sus afirmaciones.

—Sería un enano mentiroso si dijera que mi corazón no revienta de alegría al veros, a los tres —musitó Bruenor—. Pero también sería un mentiroso si os dijera que alguna morada que no sea la de Moradin son el lugar y la recompensa merecidos por la vida que tuve.

Catti-brie asintió e inició una respuesta, pero un crujido le hizo darse la vuelta, justo a tiempo para ver cómo Wulfgar desaparecía entre la maleza, alejándose de ellos a toda velocidad.

—¡Mi chico! —gritó Bruenor al darse cuenta, pero Catti-brie puso la mano sobre el brazo extendido del enano para tranquilizarlo, luego lo cogió de la mano y le tendió la otra a Regis, y los tres iniciaron la persecución.

—¡Wulfgar, no lo hagas! —trató de disuadirlo ella—. No te puedes ir. ¡No estás preparado!

Volvió a avistarlo instantes después, cruzando un pequeño claro y corriendo hacia una zona menos arbolada que parecía marcar la linde del bosque. Bruenor y Regis trataron de correr más de prisa para darle alcance, pero en ese momento Catti-brie los retuvo y la propia hierba que crecía alrededor de ellos pareció darle la razón a la mujer, o responder a su invocación, puesto que las hojas se enroscaron en las botas de Bruenor y en los dedos peludos de Regis para detenerlos en el lugar en que estaban.

—¡No lo hagas! —advirtió Catti-brie a Wulfgar una vez más, pero el testarudo bárbaro no aflojó la marcha y se dirigió a la linde del bosque.

—¡Si nos has parao a nosotros, páralo a él! —dijo Bruenor, tirando de las inamovibles raíces, pero Catti-brie seguía con la mirada a Wulfgar y sacudió la cabeza.

Los árboles se adensaban a su alrededor sumiéndolo en la oscuridad, pero Wulfgar vio la luz y fue hacia ella, sin apenas ser consciente de sus movimientos. Le parecía más bien que nadaba en lugar de correr, se sentía húmedo y acalorado, aunque no estaba lloviendo y el bosque parecía bastante seco.

Pronto se dio cuenta de que no estaba en el bosque y de que la luz se convirtió en un punto fijo y nada más, y sus movimientos eran confusos y descoordinados. Sintió como si lo hubieran envuelto en una gruesa tela y lo hubieran arrojado a una laguna.

Sintió… no sabía lo que sentía y sus pensamientos se mezclaban de manera incoherente. Vio la luz, aunque ahora era sólo una manchita, y se dirigió hacia ella retorciendo el cuerpo y girándolo, inmovilizados los brazos, y las piernas moviéndose de manera grotesca y sin control.

La luz aumentó de tamaño y él no podía respirar. Frenético, Wulfgar empujó con más fuerza, y las ataduras que lo envolvían parecieron aflojarse y retorcerse; parecía una gigantesca boa constrictor o un gusano púrpura. Sí, era como si hubiera caído en las fauces de un gusano púrpura, pero sus convulsiones, tanto si eran conscientes como si no, le servían en su actual lucha, mientras la luz se ampliaba ante sus ojos.

Impulsó la cabeza y trató de extender el brazo, cuando de repente sintió que algo lo agarraba con brusquedad, con fuerza. Con una gran fuerza.

Arrastrándole hacia adelante, sintió como si estuviera volando, elevándose en el aire, la cabeza apresada por una mano titánica, mientras otra agarraba su cuerpo y lo levantaba con toda facilidad. Por un momento, temió haber sido lanzado entre una horda de gigantes que lo rodeaban, pero entonces se dio cuenta de que eran demasiado altos para ser gigantes. Pudo sentirlos, luego pudo oír las reverberaciones de sus atronadoras voces.

¡No eran gigantes! ¡Titanes!, ¡el bosque lo había arrojado a una guarida de titanes!

O incluso dioses, porque estas criaturas lo sobrepasaban mucho en altura, y eran mucho más fuertes que él. Su mano se aferró a un dedo gigantesco y empujó con todas sus fuerzas. Fue como si hubiera tratado de mover una roca del tamaño de una montaña.

Gorgoteando entre mucosidad y cieno no entendió nada, luchó y tosió y por fin, Wulfgar llamó a gritos a su dios. «¡Tempus!». Su voz sonó aguda y tenue. Intentó liberarse, y el titán bestia que lo tenía sujeto gritó. Wulfgar lo maldijo, evocando la cólera de Tempus.

Y luego se encontró volando. No, volando, no.

Estaba cayendo.

De pie en la linde de la pradera del bosque mágico, Catti-brie reanudó su canto.

—¡Niña, ve a buscar a mi chico! —gritó Bruenor, pero su voz sonó distorsionada.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Regis arrastrando las palabras y acelerándolas extrañamente cuando la magia de la canción de Catti-brie plegó el tiempo y el espacio. Los tres se encontraron en un extraño túnel, recorriendo a buen paso un camino sinuoso. Sin embargo, esta experiencia no era la misma que la de Wulfgar, porque tan pronto como Bruenor y Regis habían experimentado el extraño efecto ya habían dejado de sentirlo, emergiendo de la raíz de un sauce para encontrarse de nuevo de pie con Catti-brie, al lado de la pequeña laguna del bosque.

Y allí yacía Wulfgar, carraspeando y tratando de levantarse, apoyándose en los codos y refunfuñando, para volver a caer de espaldas sobre la hierba.

Consiguió girar la cabeza hacia sus amigos cuando Bruenor lo llamó. Tenía la cara cenicienta y los brazos le temblaban.

—Titanes —dijo con voz ronca—. Dioses. ¡El altar de los dioses!

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bruenor, hablándole a Wulfgar, pero dándose luego la vuelta para trasladarle la pregunta a Catti-brie.

—Nada de titanes —respondió Catti-brie avanzando hacia Wulfgar y ayudándolo a ponerse de pie—. Ni tampoco dioses —ahí se detuvo hasta que logró la atención de los tres—. Bárbaros de las tribus reghed —explicó—. Tu pueblo.

La expresión de Wulfgar negaba la afirmación de Catti-brie.

—¡Eran enormes! —insistió.

—O tú eras pequeño. —Hizo una pausa para profundizar en esa perspectiva—. Un bebé. Un recién nacido.